—Ta-ta —balbucea Violet, acariciando a Colonel—. Ma-ma.
—Casi, cariño —le digo—. Es un perro. ¿Sabes decir «perro»?
Opta por darle un beso a Colonel, dejándole una mancha de baba en el lomo y llenándose la boca de pelos. Colonel sacude la boca contento mientras Christy desciende en picado con un pañuelo de papel, sonriendo y con una mueca de repugnancia al mismo tiempo.
—Quieres mucho a Colonel, ¿verdad, Violet? —pregunta—. Es un perro muy bonito.
—Maggie, por el amor de Dios, no dejes que la niña chupe a ese sucio animal —protesta mi madre.
—Colonel no está sucio —replico—. Está inmaculado, no hay más que verle el pelaje. La gente me para por la calle para decirme lo bonito que es. Le cepillo todos…
—Christy, la niña sigue teniendo pelos en la boca. Ven aquí, Violet.
Mi madre se apropia de la pequeña y se la lleva a una zona libre de gérmenes y pelos de perro.
Nos hemos reunido para la comida familiar, y aunque mi madre es una gran cocinera, me siento tan bienvenida como una cucaracha en la ensalada. Mi padre está en el estudio, leyendo y escondiéndose, y Will, Christy y yo sentados en el cuarto de estar, esperando a que nos llamen a la mesa.
—Últimamente no me deja en paz —le digo a Christy.
—Y que lo digas —se muestra de acuerdo Will—. En el trabajo no habla de otra cosa.
—¿Estás de broma? —pregunto—. ¿Habla de mí en tu consulta?
Christy fulmina a Will con su mirada de «cierra el pico» y Will finge no haberme oído y se concentra en el periódico. Justo en ese momento, irrumpe mi hermano en la habitación.
—No sabéis lo que ha pasado hoy —anuncia.
—Han aparecido tres mujeres en la puerta de tu casa anunciando que eres el padre de sus hijos —aventuro.
—No, y deja de bromear, esto va en serio —se deja caer en una silla—. Malone se ha caído por la borda.
—¿Qué? —gritamos Christy y yo al unísono.
El pánico fluye por mi cuerpo y siento el corazón en las rodillas.
—Estaba tirando de una trampa, cuando ha llegado un guiri con una lancha a toda velocidad, se ha enredado con la cuerda y ¡zas! Malone se ha caído por la borda.
—¿Y qué ha pasado? ¿Está ahora bien? —le pregunto a mi hermano.
La adrenalina que corre por mi cuerpo hace que sienta las articulaciones flojas y electrificadas al mismo tiempo.
—¿Un guiri? —murmura Will.
Will no es de esta zona, vino a vivir a Maine cuando le tocó hacer la residencia y no está familiarizado con la jerga de por aquí.
—Un turista —le informa Christy.
—Jonah, ¿está bien? —repito.
Tengo las palmas de las manos empapadas de sudor.
—Sí, está bien —responde Jonah—. No se ha quedado enredado en la cuerda, gracias a Dios, pero ha estado en el agua más de veinte minutos, casi media hora. Y el agua ahora mismo está helada.
El agua en el golfo de Maine está a una temperatura suficientemente fría como para causar la muerte a alguien. Cada pocos años, parece ser, un pescador de langosta cae por la borda y se enreda con la cuerda que ata la trampa a la boya. Aunque no se hundan, pueden perder un brazo al enredárselo con el cable. O a veces, sencillamente, no pueden volver a cubierta. Los pescadores de langosta trabajan solos, sobre todo cuando están fuera de temporada.
—¿Llevaba el traje de agua? —consigo preguntar con un hilo de voz.
—No —dice Jonah sombrío—, solo el mono de trabajo. Ha tenido que pasar un frío de muerte.
—Pero está bien —insisto.
—Sí, sí, está bien. Todavía está pescando —responde Jonah—. Aunque si quieres que te diga lo que pienso, me parece que está loco. Ha dicho que quería continuar revisando las trampas. Aunque, por lo menos, se ha cambiado de ropa.
Christy se vuelve hacia mí.
—Mamá, tengo que irme —anuncio mientras me levanto.
Siento las rodillas todavía débiles y me tambaleo ligeramente, golpeándome contra la mesita del café.
—Maggie, Dios mío, sigues siendo tan desmañada como siempre —dice mi madre desde la cocina—. ¿Qué es eso de que te vas? Acabo de poner la mesa.
—«Desmañada» es «torpe», ¿verdad? —pregunta Will.
—Exacto —contesta mi padre, que sale en ese momento del estudio—. Y no eres ninguna torpe, cariño —me palmea la cabeza mientras me pongo el abrigo.
Para cuando llego al puerto, ya es casi de noche, pero el bote de Malone todavía no está y la adrenalina continúa corriendo por mi cuerpo. Mientras permanezco en el muelle, pendiente de los botes que van llegando, veo aparecer a Billy Bottoms. Billy pertenece a la quinta generación de pescadores de su familia y tiene el aspecto que cualquiera esperaría de un pescador: pelo blanco, rostro cincelado y de piel curtida y una barba blanca e hirsuta. En verano muchos turistas le piden permiso para hacerle una fotografía y tiene un acento tan marcado que el nuestro palidece a su lado.
—Hola, Maggie.
—Hola, Billy —contestó—. Escucha, ¿te has enterado de lo que ha pasado hoy?
—¿De lo de Malone? Sí. Pero todavía no ha vuelto.
—¿Y qué ha pasado? —pregunto.
—Por lo visto, un tipo de secano ha llegado volando en una lancha motora. Las boyas son tan gruesas que uno podría caminar sobre ellas, pero a este tipo no le ha importado. Malone estaba tirando de una trampa cuando la lancha ha tropezado con su línea de nasas y ha terminado cayéndose al agua. El forastero ni siquiera se ha parado. Tu hermano ha visto la embarcación dando vueltas y se ha acercado a ver qué pasaba. Ha dicho que Malone estaba más furioso que un cubo lleno de serpientes.
—Mierda —susurro—, podría haber muerto.
—Bueno Maggie, todos los pescadores nos caemos alguna que otra vez. De lo que estoy seguro es de que Malone está bien —me palmea el hombro—. Que pases una buena noche, Maggie.
Las imágenes que conjura mi mente son aterradoras. Malone siendo arrastrado por la pesada trampa hasta el fondo del mar. Malone intentando subir por la borda desesperadamente, hasta que el frío le consume las fuerzas. Su cabeza flotando bajo el agua, su cuerpo flotando bajo el agua…
No soporto esos pensamientos. Antes de haber decidido lo que voy a hacer, estoy corriendo hacia la cafetería. Colonel salta feliz a mi lado. Entro bruscamente en la cocina. Entre otras muchas cosas, en el refrigerador tengo sopa de patata y un pedazo de tarta de manzana. Los saco, añado un pedazo de queso y una barra de pan de centeno, meto todo en una bolsa y me dirijo a casa de Malone.
Eso es lo que tengo que hacer, me digo mientras subo la colina. Una casa perfumada por el olor de la tarta de manzana caliente, una sopa casera hirviendo al fuego, una mujer compasiva y un buen perro. ¿Qué mejor bienvenida al hogar? Desde luego es lo que yo querría después de un día pésimo. Dejando aparte a la mujer, claro.
La casa está cerrada, lo cual representa un problema. Dejo la comida en el porche y lo recorro, preguntándome si habrá alguna llave escondida en alguna parte. Miro debajo del felpudo de la puerta, en las macetas y en una piedra situada cerca del porche. No tengo suerte. Pero la ventana de atrás está ligeramente abierta. Sin hacer mucho esfuerzo, consigo levantarla y entro en el interior de la casa cayendo al suelo con la gracia de un bacalao muerto. Pero estoy dentro.
Después de sacar la comida, precalentar el horno y buscar una cazuela, miro a mi alrededor. Solo he estado dos veces en esa casa, y no he visto gran cosa. La verdad es que tampoco hay mucho que ver. Es una casa baja con tres habitaciones en el piso de abajo y un dormitorio y un baño en el de arriba. Está un poco más desordenada que la última vez que estuve aquí: hay platos en el fregadero y una taza y un plato en el cuarto de estar. Y hace frío. Después de haberse bañado en el Atlántico, Malone no debería llegar a una casa helada.
Como soy nativa de Maine, no tengo ningún problema para encender una estufa de leña. Ordeno la pila de periódicos que hay en la leñera, estiro la manta de ganchillo del sofá y la extiendo sobre él.
Hay algunas fotografías en la habitación. Fotografías de un Malone más joven junto a la niña que con el tiempo se ha convertido en una belleza. Estudio las fotos y me siento incapaz de distinguir a Catherine Zeta Jones en el rostro regordete de la niña. Bueno, la gente cambia. Acaricio la imagen de Malone, al ver el diente ligeramente quebrado siento que se me encoje el pecho. Hay varios libros esparcidos por el cuarto de estar. Los coloco sobre la mesita del café. La tormenta perfecta, un título muy alegre, sí señor. En el corazón del mar, que, al parecer, trata del canibalismo tras el accidente de un ballenero. Caramba. No me extraña que Malone frunza constantemente el ceño.
Todavía nerviosa, me acerco al piano, cubierto por una ligera película de polvo. Toco algunas teclas. La partitura de Beethoven que vi la primera vez ha desaparecido y ha sido sustituida por una pieza de Debussy. Me parece muy complicada, pero la verdad es que nunca se me ha dado muy bien leer solfeo, a pesar de que en el colegio estudié clarinete durante cinco años, así que a mí todo me parece difícil.
Malone sabe tocar el piano. Por lo menos ya sé algo de él, me digo. Le gusta la música clásica. Un rasgo bonito.
Colonel ronca tranquilamente en la cocina. El horno ya ha alcanzado los ciento ochenta grados, así que hecho un poco de leche sobre la tarta, la espolvoreo con azúcar y la meto en el horno. Miro el reloj. Son las siete y media y cada vez hace más frío fuera. Es posible que esta noche la temperatura baje hasta los cero grados. Espero que Malone llegue pronto a casa.
Los platos parecen estar llamándome desde el fregadero y como sigo nerviosa, los lavo y averiguo después dónde guardarlos a través de un proceso de descarte. En realidad, Malone es bastante limpio. Pero tiene la cama sin hacer, con todas las sábanas revueltas. Abro un armario del pasillo, encuentro allí unas sábanas de franela limpias y le hago la cama.
Ya está. Apago el horno y compruebo cómo va la sopa. Con unos cuantos toques personales, aquella casa podría llegar a ser muy bonita. Unos cuadros aquí, quizá mejores muebles…
Me siento en el sofá y me envuelvo en la manta. Echo la cabeza hacia atrás y cierro los ojos. Colonel se acerca a mí y apoya la cabeza en mi regazo. Agotada por las preocupaciones, me descubro durmiéndome. Pobre, Malone, pienso. Pero también afortunado, porque solo Dios sabe de lo que se ha librado. Además, estaré esperándole cuando llegue a casa después de un día tan terrible, para ofrecerle consuelo y compañía. Estoy deseando verle, quiero asegurarme de que está bien.
Tiempo después, me despierto sobresaltada al oír la puerta. El olor a tarta de manzana impregna la casa. El alivio y la felicidad me impulsan a levantarme del sofá.
—¡Hola, Malone! —le saludo—. ¿Cómo estás? ¿Estás bien?
Malone permanece en la puerta, con el mono naranja hecho un ovillo a su lado. Parece más delgado, demacrado más que delgado, y absolutamente exhausto. Las líneas de su rostro parecen marcadas a cuchillo. Estoy en medio de la cocina, caminando hacia él, cuando pregunta con voz áspera y ronca.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Me paro en seco.
—Bueno, me he enterado de lo que te había pasado hoy. Jonah me ha contado que te habías dado un buen chapuzón…
De pronto, la idea de darle un abrazo, o un beso, o siquiera de palmearle el hombro, me parece absurda.
—Te he traído algo de…
—Yo no he pedido nada —me interrumpe irritado.
Hay restos de sal en su sudadera y las manos le tiemblan por el cansancio.
Le miro boquiabierta.
—Sí, ya lo sé, pero he pensado que a lo mejor te apetecía algo caliente y…
—¡Dios mío, Maggie! ¡Esto era lo último que quería, por el amor de Dios! ¡Has estado aquí jugando a las casitas! —ladra.
Colonel se acerca a mí desde el cuarto de estar. Al oír a Malone, sacude suavemente la cola, pero Malone le ignora. El perro recibe la indirecta y se sienta delante del horno.
—Mira, Malone —comienzo a justificarme, más que ligeramente confundida—. Lo único que he hecho ha sido traerte un poco de sopa y…
Mira a su alrededor.
—¡Oh, por el amor de Dios! ¿También has limpiado? ¡Maldita sea, Maggie!
Da un puñetazo en el mostrador y deja caer la mano. Colonel se sobresalta al oírle.
Muy bien, ahora sí que está comenzando a fastidiarme. Tomo aire y le digo con calma:
—Perdona, pero ¿qué problema tienes exactamente? He hecho algo amable por ti, no creo que sea para tanto. ¡Por el amor de Dios, Malone, hoy has estado casi media hora sumergido en el mar! He pensado que te vendría bien un poco de… —«cariño», estoy a punto de decir, pero me contengo—, de comida. Eso es todo.
—Yo no soy uno de tus proyectos de la iglesia, ¿me entiendes? —gruñe—. ¡Maldita sea, también has fregado los platos!
—Muy bien, Malone, supongo que debería haberte dejado solo, gruñendo y dando vueltas a lo que te ha pasado o haciendo lo que demonios quieras hacer. Saca la tarta cuando suene el temporizador. Y buen provecho, estúpido gruñón. ¡Vamos, Colonel!
—¿No lo entiendes, Maggie? —grita Malone con una mirada con la que podría cortar el cristal—. No quiero ni tu sopa ni tu pastel ni nada de lo que hayas traído en tu maldita cesta, ¿de acuerdo? Puedes guardártelo para tu sacerdote, o para esas viejecitas, o para quienquiera que tengas apuntado en tu lista. No para mí.
Entonces estallo.
—¡No puedo creer que estés enfadado conmigo! ¿Cómo puedes enfadarte por una cosa así? Lo único que he hecho ha sido intentar ayudarte.
—Ese es el problema, Maggie. No quiero tu ayuda. ¡No quiero que hagas nada por mí!
—Estupendo. Te enviaré la cuenta. Y no tengo una cesta.
Y, sin más, chasqueo los dedos para llamar a mi perro, que me sigue arrastrando los pies. Salgo al porche caminando con firmeza y bajo la calle. Cuando llego al cruce, me siento en la acera. El frío penetra inmediatamente por la tela de los vaqueros. Mi aliento se condensa delante de mí, pero no hay farolas en la calle, así que sé que Malone no puede verme. Me tiemblan las piernas.
Colonel me hociquea el pelo y le abrazo. Tengo un nudo en la garganta provocado por las lágrimas y el enfado, pero no lloro.
—Que se vaya al infierno. Es un desagradecido.
Así que muy bien. Malone no quiere nada de mí. Estupendo, sencillamente, estupendo. Por lo menos ha dejado las cosas claras. No soy su novia. Solo le sirvo para acostarse conmigo de vez en cuando. En fin, es una pena. Yo quería algo más.
—Cuando la gente se quiere, lo demuestra —le explico a Colonel, que se relame pensativo—. No tiene nada de malo. Así es como se supone que tienen que ser las cosas.
Acude a mi cerebro la imagen de Malone frotándome las manos con su crema. Sí, fue un movimiento seductor y funcionó de una forma brillante.
—No creo que Malone sea una buena persona. Tú tampoco, ¿verdad? —Colonel permanece tumbado frente a mí, pero hace demasiado frío para sus huesos. Me levanto y me imita—. Por lo menos ya lo hemos averiguado.
Mi perro sacude la cola como si estuviera dándome la razón. Aun así, siento la garganta tan tensa como si me hubiera tragado un cristal.