Cometo el error de ir a ver a mis padres unos días después.
—Hola, mamá —saludo.
Todavía viste el uniforme que lleva en la consulta de Will, siempre batas con motivos alegres como perros, gatos, flores o rostros sonrientes, aunque no sé por qué. No le gustan los enfermos y procura mantenerse alejada de ellos. Prefiere emplear el tiempo en luchar contra las aseguradoras médicas y normalmente termina victoriosa sus batallas telefónicas.
—¡Hombre, Maggie! —me saluda mientras cierra uno de los armarios de la cocina—, ¿qué ha pasado?
La miro boquiabierta.
—Nada, solo he venido a veros.
—¿Y tienes que traer al perro cada vez que vienes por aquí? Sinceramente, es como el peluche con el que dormíais cuando erais pequeños. Nunca te separas de él.
Me quedo mirando fijamente a mi madre y le acaricio la cabeza a Colonel.
—¿Está papá?
—¿Por qué lo preguntas? ¿Necesitas algo?
—No, es mi padre y le quiero —contesto.
—Muy bien, está en el sótano.
Mi padre tiene un rincón en el sótano en el que suele esconderse de mi madre fingiendo estar haciendo algo constructivo. Le gusta hacer casas para pájaros y el jardín está lleno de sus diminutas creaciones, en todos los estilos y colores imaginables: casas victorianas, cabañas, edificios de apartamentos… En el rincón del sótano tiene piezas de madera, una estantería con todas sus herramientas y seis o siete casas para pájaros. También tiene una pila de novelas de Robert Ludlum y una radio. El búnker de papá, le llamamos.
—Hola, papá.
—Ve a hablar con tu madre —me ordena mientras me da un beso—. Dice que solo vienes a casa para verme a mí.
—No me atrevo. Está de muy mal humor.
—Dímelo a mí. Vamos.
—Cobarde —le digo con cariño y subo al piso de arriba.
—Mamá, ¿te apetece un té? —pregunto mientras pongo el agua a calentar.
—¿Cuándo piensas dejar de perder el tiempo en esa cafetería? —me pregunta, saca una silla y se sienta bruscamente.
Muy bien, tiene un día malo. Uno de esos días «Christy la buena y Maggie la mala».
—Creo que no estoy perdiendo el tiempo, mamá —contesto resignada—. La verdad es que me encanta, y lo sabes.
—No te llevamos a la universidad para que terminaras trabajando de camarera —me espeta—. Christy consiguió un trabajo decente, ¿por qué tú no eres capaz de hacer lo mismo?
—Tengo un trabajo decente. Soy la propietaria de una cafetería. La dirijo y, además, cocino.
—Pero no puedes presumir de haberla comprado con tu dinero. Lo único que hiciste fue heredarla de mi padre. Y es solo una cafetería, Margaret.
El uso de mi nombre completo quiere decir que he hecho algo terrible. Si me llama Margaret Christine, estoy muerta.
—No has hecho ningún curso verdadero de cocina —continúa mi madre con la voz afilada como un cristal roto—. Te limitas a cascar huevos, a cortar verduras y freír beicon. Mira qué manos tienes. ¿No sabes que a la gente se le juzga por sus manos? «Las manos hacen al hombre», se suele decir.
¿Ah, sí?, me pregunto.
—En realidad, se dice que «la vestimenta hace al hombre», mamá. «Las personas desnudas tienen poca o ninguna influencia en la sociedad».
—¿Qué? ¿Qué tonterías estás diciendo ahora?
—Era una cita de Mark Twain —me mira sin entender—. Y es posible que no haya hecho ningún curso de cocina, pero la comida de Joe’s es buenísima y lo sabes.
—¿Y qué? ¿Vas a pasarte el resto de tu vida metida en una cafetería grasienta?
—¡No está grasienta!
—Esa es tu opinión —replica.
—¿Qué tienes hoy contra mí, mamá? —le pregunto con los dientes apretados—. ¿He hecho algo malo? Vengo a veros a papá y a ti y no haces nada más que regañarme.
—Será mejor que hagas algo con tu vida, jovencita. Y rápido. Si quieres formar una familia y hacer algo importante en la vida, será mejor que dejes de esconderte en esa cafetería.
La miro con atención. Recuerdo todas las charlas que he recibido a lo largo de mi vida: «No te obsesiones con ese chico», desgraciadamente, tenía razón. Cuando estaba en la universidad fue: «Estudia algo que pueda ayudarte a encontrar trabajo», una vez más dio en el clavo, aunque haber estudiado Literatura Inglesa por lo menos me permite citar a los clásicos mejor que mi madre, pese a que no sea una carrera con futuro, después pasamos a: «La cafetería es un callejón sin salida», y, mi favorita: «Tus ovarios se están marchitando».
Estas charlas tienden a tener el mismo efecto en mí que el granizo sobre el tejado del coche, dejan pequeñas marcas, pero no hacen verdadero daño. Por supuesto, eso no significa que me gusten. Pero hoy mi madre parece más nerviosa de lo habitual.
—¿Por qué odias tanto la cafetería, mamá? —le pregunto—. Era de tu padre.
—Exacto.
—¿Y? Ahora es un negocio familiar. Es un establecimiento bonito. Es posible que sea la mejor cafetería del condado de Washington. Creo que deberías alegrarte.
—¡Oh, ese estúpido concurso sin sentido alguno! Y sí, era de mi padre, trabajaba allí siete días a la semana para que yo pudiera ir a la universidad e hiciera algo importante con mi vida. No para que mi hija volviera a encerrarse en ella, como los fracasados del instituto. ¡Además, le pagas a ese cocinero más de lo que cobras tú! ¿Por qué, Maggie?
—Porque tiene cinco hijos, mamá —le explico con paciencia.
—¿Y? Si no sabe utilizar métodos de control de natalidad…
—Ya basta, ya es suficiente. Me voy. Te quiero, aunque no sé por qué —me levanto y abro la puerta de la bodega—. Papá, quédate ahí, estás más seguro. Te quiero, cobarde.
—Yo también te quiero.
—Yo solo quiero lo mismo que tú, Maggie —dice mi madre en un tono más conciliador—, quiero que conozcas…
—… a un hombre como Will —termino por ella—. Lo sé, mamá. Will es un gran hombre. Pero está casado con Christy, ¿de acuerdo? De hecho, fuiste tú la que eligió a Christy para que se casara con él, no me elegiste a mí —me pongo el abrigo con movimientos bruscos, claramente enfadada—. Y sí, quiero casarme algún día y tener hijos, pero si eso no llega a ocurrir, tampoco será el fin del mundo, ¿verdad? Me convertiré en esa hija solterona con la que todo el mundo sueña, te pondré la cuña en la cama, te cambiaré las sábanas y te daré el puré. Incluso te pondré una sobredosis de morfina cuando llegue el momento, ¿de acuerdo? De hecho, hasta me entran ganas de ponértela ahora. Me voy.
Me digo a mí misma que no me importa, pero sujeto el manillar de la bicicleta apretando las manos con fuerza. Pedaleo lentamente y con cuidado para que Colonel pueda seguirme el paso. Soy consciente de que tengo los ojos llenos de lágrimas, pero podría ser por culpa del viento.
Una vez de vuelta en la cafetería, Colonel ocupa su lugar tras la caja registradora y bosteza. Me agacho para darle un abrazo y le beso los carrillos varias veces.
—Te quiero, cachorro —le digo—. Te quiero. Eres el mejor.
Me lame con delicadeza, disfrutando de la sal de las lágrimas en mis mejillas.
—Hola, jefa —me saluda Octavio—. Bonito día, ¿verdad?
Judy se acerca a mí.
—Cuatro papeletas más, Maggie —me dice mientras las busca en el bolsillo de su delantal—. Creo que este año vamos a ganar.
Que Judy se muestre optimista es un acontecimiento casi bíblico, así que deduzco que mi rostro refleja mi estado de ánimo.
Cuando estoy terminando de limpiar ese día, decido que me dejaré caer por casa de Christy. Pero antes de que haya terminado de pensarlo, ya está asomando ella la cabeza por la cafetería y veo el carrito de Violet en la acera.
—Maggie, ¿quieres venir a hacer unos recados conmigo? —me pregunta.
—Claro, déjame terminar de limpiar la plancha.
Termino mis tareas, me lavo las manos y esbozo una mueca al ver la grasa bajo las uñas. Pero las manos están bastante mejor. Las grietas que aparecen en el índice se están curando. Tengo que enterarme de dónde ha conseguido Malone esa crema.
Christy me espera en la acera.
—He oído decir que estás desperdiciando tu vida, que trabajas como una esclava a cambio de nada —comenta.
—Siempre ha sido mi sueño —contesto—. ¿Puedo llevar a Violet? —le pregunto.
La emoción de tener a unas gemelas idénticas en el pueblo nunca ha abandonado a los habitantes de Gideon’s Cove. Colonel camina a nuestro lado como un guardia, y somos todo un espectáculo, o un esperpento, según como se mire. Los niños están saliendo a esta hora del colegio y algunos vienen directamente hasta Colonel. Una niña arrulla a Violet, que continúa dormida. Dos mujeres recién salidas de la iglesia se acercan para admirar al bebé y le aconsejan a Christy que la abrigue un poco más.
—Gracias, lo haré —continuamos caminando—. Lleva un body, los leotardos, un jersey de cuello alto, un jersey de lana, pantalones de pana, calcetines y un abrigo —me susurra—. Yo estaría cocida.
El peluquero sale para saludarnos y le da a Colonel una galleta. Dentro de la barbería se oyen carcajadas… Están los jubilados habituales: Bob Castellano, Rolly, Ben y, curiosamente, también nuestro padre. Al parecer, ha decidido abandonar el búnker para pasar un rato con sus amigos.
—Tu padre es muy divertido —nos dice el barbero con cariño—. ¡Es desternillante!
Christy y yo intercambiamos una mirada. «Desternillante» no es la palabra que nos viene a la cabeza cuando pensamos en el calzonazos de nuestro callado y sumiso padre. Mike vuelve a la barbería, pero Christy permanece un minuto en silencio. Mi padre nos saluda con un gesto y continúa haciendo reír a sus amigos.
—Me gusta ver a papá con sus amigos —comenta Christy.
—Desde luego —me muestro de acuerdo.
Es raro, pero agradable.
Vamos a comprar pañales a la droguería. Colonel se queda esperando fuera, paciente y quieto como una estatua. Como voy separada del perro y empujando la sillita, algunas personas me llaman Christy y yo contesto como si fuera ella. Christy sonríe y finge no oír mientras busca chocolate y champú por los pasillos.
—Saluda a Will de mi parte —dice la señora Grunion.
—Lo haré —contesto.
Salimos de la tienda y Christy se hace cargo de la sillita. Violet comienza a moverse y me inclino para saludarla.
—Hola, cariño —le digo. Me recompensa con una sonrisa y un bostezo. Tiene las mejillas sonrosadas—. ¿Quién es tu tía? ¿Puedes decirle «hola» a la tía?
—Ah-ah —dice alegremente.
—Creo que eso quiere decir «hola» —le digo a mi hermana.
Christy sonríe.
—¿Qué tal van las cosas entre tú y Malone?
—No ha vuelto a pasar nada —respondo—. En realidad, no somos… No sé. No somos nada. Solo fue una aventura. Y ya se ha terminado.
—¿De verdad? —parece desilusionada—. Malone no me parece un hombre de aventuras de una noche.
—Pregúntale a él —acabo de verle.
Finjo indiferencia mientras Malone sale de una tienda de licores con un paquete de cervezas bajo el brazo. Se detiene en seco cuando nos ve.
—Hola, Malone —le saluda Christy con amabilidad.
—Hola —repito.
—Eh, Christy —saluda. Desvía la mirada hacia mí—. Maggie.
Casi me resulta extraño verle a la luz del día. Con el pelo negro y ese rostro tan serio tiene el aspecto de un vampiro. Lleva un abrigo de lana negra, unos vaqueros gastados y unas botas de suela de goma. Pero las arrugas de su rostro son menos duras y el viento agita su pelo. Se inclina para ver a Violet.
—Hola, pequeña —le dice.
Violet toma una esquina de la manta, se la mete en la boca y mastica mirándole muy seria. Las arrugas que rodean los ojos de Malone se hacen más profundas. Desvío la mirada, avergonzada al darme cuenta de que se me ablanda el corazón.
—Es una niña muy guapa —le dice Malone a Christy.
Se vuelve y se aleja de nosotras.
Cuando está a suficiente distancia, Christy me asegura:
—¿Lo ves? Todavía le gustas.
—Dios mío, hablas como si todavía estuviéramos en el colegio.
—¿Y bien?
—Bien nada, Christy. Ha dicho cuatro cosas y se ha marchado. No puedo entender de dónde has sacado que le gusto. No hemos vuelto a hablar desde la última vez que nos acostamos. Bueno, casi.
—Umm. Pero estoy segura de que es verdad —me mira.
—Muy bien, swami. Gracias por la información —le sonrío y le palmeo el brazo.
¡Cuánta paciencia estoy teniendo hoy! Primero con mi madre y ahora con mi hermana. Está claro que me he ganado un helado para esta noche, mientras esté viendo el partido de los Sox.
—¿A ti te gusta él, Mags? —pregunta mi hermana, tan irritante como una mosca negra en la playa.
Pierdo la paciencia.
—Me gusta en la cama, Christy, ¿de acuerdo? En la cama es maravilloso. Por lo demás, apenas hemos hablado. ¿Alguna otra pregunta? ¿Quieres saber si tiene alguna marca que lo identifique o tendencias extrañas? —prácticamente ladro.
Christy me sonríe.
—Bueno, la verdad es que…
—Un tatuaje en el brazo. Una banda céltica justo alrededor del bíceps.
—Me interesaban más las tendencias extrañas —abre los ojos expectante y no puedo evitar soltar una carcajada.