11

Me despierto sola, unas doce horas después de haber llegado a aquella casa. Comienza a amanecer en el exterior.

—¿Malone? —le llamo suavemente.

No obtengo respuesta, pero la cabeza de Colonel asoma por uno de los laterales de la cama.

—¡Eh, Colonel! —le saludo, y le palmeo la cabeza.

Me levanto, me pongo la camisa y las bragas y me dirijo a la cocina. Hay una nota en la mesa, sujeta por la lata de crema de manos.

Maggie, si quieres, hay café. Llévate esto.

Y eso es todo.

Suspiro y me dejo caer en una silla. Asumo que «esto» es la crema de manos y al instante me examino las manos. Están mejor que normalmente y las rojeces menos intensas, pero me siento ligeramente desilusionada. Después de una noche de sexo capaz de cambiar tu perspectiva del mundo, de alterar tu mente, de transformar tu vida, de remover la tierra y hacer temblar el suelo, habría sido agradable ver al corresponsable de lo ocurrido.

Me doy cuenta de que estoy sonriendo. Posiblemente hasta ronroneando. Después, consciente de que tengo que volver a casa, darme una ducha y cambiarme de ropa antes de ir a la cafetería, me voy a buscar los calcetines.

Durante toda la mañana estoy de muy buen humor. De vez en cuando, aparece en mi mente una imagen de lo que ha ocurrido la noche anterior y me siento arder. Llevo una sonrisa pegada a los labios mientras remuevo las patatas fritas, doy la vuelta a las tortitas, casco huevos o sirvo café. Malone, asumo, estará revisando las trampas. Pronto volverá. A lo mejor, incluso entra por primera vez en su vida en la cafetería. A lo mejor viene por fin a por su porción de tarta. Es posible que me mire e intente comportarse como si no hubiera pasado nada. O incluso que sonría mientras toma el café.

Ayer por la noche no le vi sonreír, la verdad. Estábamos a oscuras. Pero en cualquier caso, fue…

—Maggie, por favor, ¿puedes ponerme más café?

—Hola, padre Tim —le saludo.

Me sonrojo, sintiéndome culpable.

—¡Vaya, te veo muy risueña esta mañana! Ayer por la noche te llamé, pero saltó el contestador.

El padre Tim me tiende la taza para que le sirva, un gesto típico de los clientes habituales.

—Sí, bueno, ya sabe, me fui muy pronto a la cama —farfullo. Y no era mentira—. ¿Sabe? A veces te sientes… bueno, el caso es que tienes que irte a la cama.

O dejar que alguien te lleve, en mi caso, un hombre increíblemente sexy que te levanta como si fueras una florecilla y te besa como si ese fuera su último acto en la tierra, aunque, tengo la suerte de poder decir, no lo sea.

El padre Tim advierte mi aturdimiento.

—¿Estás bien, Maggie? Pareces distraída.

Miro a mi alrededor. Ha pasado ya la hora punta. Judy está comprobando los números de la lotería y Georgie silbando. Decido que le debo un poco de atención a mi amigo y me siento a su lado.

—Lo siento, padre Tim, ¿cómo se encuentra?

El padre se reclina en la silla.

—Bien, estoy bien, Maggie —me contesta, y procede a hablarme del último ensayo del coro—. Haría falta la intervención divina para que consigan interpretar esa pieza de Beethoven y, al parecer, nuestro señor está ocupado con otras cosas —dice entre risas.

Beethoven. Malone toca una pieza de Beethoven. Me sonrojo, pero me obligo a concentrarme de nuevo en el padre Tim.

A lo mejor es porque no soy una verdadera feligresa, o porque tenemos la misma edad, pero sé que el padre Tim y yo tenemos una relación diferente. Una verdadera amistad. Él me ha hablado de su familia, de su infancia, y yo le he hablado de las mías. Me gusta pensar que conmigo no se comporta solamente como un sacerdote, sino como un hombre normal y corriente, en el caso de que los sacerdotes puedan comportarse como hombres normales y corrientes. Por supuesto, esta es la clase de pensamientos que termina causándome problemas, pero incluso un sacerdote necesita relajarse de vez en cuando.

Media hora después, se va de la cafetería. Y aunque siempre he celebrado nuestra amistad, advierto de pronto, como si fuera una revelación, que ahora tengo alguien más en quien pensar. Aunque Malone apenas hable, por lo menos es algo. En el espacio de una noche, el padre Tim ha dejado de ser el único hombre del pueblo. Imagino a Dios diciendo: «ya era hora de que dejaras a mi chico en paz».

—Lo siento —susurro.

Miro el reloj. Jonah normalmente solo tarda un par de horas en ir a revisar sus trampas, pero sé que Malone es más serio que mi hermano. Además, tiene más trampas y más lejos de la orilla. Aun así, espero que se pase por la cafetería. O que me llame por teléfono, si no.

A las tres, ya estoy enfadada conmigo misma. A las cinco, profundamente disgustada. A las ocho y media, furiosa con Malone. Y a las diez, le odio.

No se ha pasado por la cafetería. Ni por mi apartamento. Y no me ha llamado. Me tiro en el sofá con una fuerza desproporcionada.

Al parecer, he cometido el mismo error que muchas otras mujeres: asumir que lo de anoche pudo significar algo. Algo más que una sucesión de sensaciones físicas, quiero decir. Colonel se levanta y me hociquea los pies hasta que consigue que los mueva. Después, se tumba con cuidado en el sofá.

—¡Eres un niño malo! —le digo automáticamente, mientras me aparto para dejarle más espacio.

En realidad, ¿qué sé de Malone? Intento recordar, rebuscando entre los comentarios que he oído durante los diez años que llevo trabajando en la cafetería.

Malone iba varios cursos por delante de mí en el colegio, cuatro o cinco, quizá. No recuerdo que estuviéramos en el instituto a la vez y, tal como señaló mi padre, vino al pueblo en algún momento de su adolescencia. A lo mejor desde Jonesport, o de Lubec, o de algún pueblo más al norte. Sé que se casó joven, seguramente nada más salir del instituto. No recuerdo cómo se llamaba su esposa, pero sí el escándalo que se montó cuando le dejó.

Yo acababa de hacerme cargo de la cafetería, estaba haciendo un curso intensivo sobre dirección de restaurantes y concentrada en cosas como el inventario, los pedidos o cómo aprender a no quemar la comida de los clientes, así que no recuerdo claramente lo que ocurrió. Pero fue bastante escandaloso y la gente hablaba constantemente de ello. Recuerdo que su mujer le abandonó cuando él estaba fuera. Llegó a casa y se la encontró vacía. Descubrió que su mujer se había llevado a su hija y se había ido con otro hombre a Washington o a Oregón. Había rumores de que Malone la había pegado y por eso no podía obtener la custodia. Se había dicho también que su mujer era lesbiana, o que se había metido en una secta. Las tonterías habituales en un pueblo pequeño.

Dejando eso de lado, apenas he oído hablar del sombrío y silencioso Malone. Que es un hombre muy trabajador, todo el mundo lo sabe. El primero en zarpar y el último en llegar. A pesar de que solo contrata a un hombre durante el verano y de que el resto de la temporada trabaja solo, sus capturas son las más voluminosas de pueblo. Sé que ha sido presidente de la asociación de pescadores de langosta de la zona. Alguna que otra vez, aparece mencionado en el periódico del pueblo por haber hablado en contra de la excesiva regulación de la pesca y a favor de los derechos de los pescadores, pero la verdad es que no le he prestado mucha atención. Malone nunca ha significado gran cosa para mí, aparte de ser el hombre siniestro que me ayudó el año pasado.

—Ahora sabemos que es genial en la cama —le digo a Colonel—. Y que no sabe usar el teléfono.

Tan furiosa conmigo como con Malone, comienzo a pasear por mi casa. Enciendo la televisión y la apago. «A lo mejor puedo pintarme las uñas de los pies», pienso, e inmediatamente descarto la idea. Para eso hace falta paciencia y en este momento no tengo. Tiempo para Christy. Descuelgo el teléfono, aprieto la tecla de llamadas rápidas y la llamo.

—Hola, soy yo —le digo—. Eh, ¿sabes? Es que estoy leyendo un libro sobre una mujer que se acuesta con un tipo, pasan una noche increíble de sexo y ella cree que eso puede significar algo, pero él no llama. ¿Qué te parece?

—Ah… ¿te refieres al argumento o…?

Me atraganto.

—¡Mierda! ¡Lo siento, padre Tim! Pensaba que estaba llamando a mi hermana…

Se echa a reír.

—No te preocupes, Maggie, no te preocupes —se interrumpe—. Me parece que tu libro debería hablar antes de matrimonio, ¿no te parece?

Me sonrojo, sintiéndome culpable.

—Bueno, supongo que sí. Pero eso de esperar al matrimonio… es algo que ya no ocurre.

—Y que seguramente explica el hecho de que la tasa de divorcio sea tan alta. La gente debería ser como tú, Maggie. Todo el mundo debería esperar a conocer realmente a alguien antes de precipitarse en una relación puramente física.

Esbozo una mueca, alegrándome profundamente de que el padre Tim no pueda verme la cara.

—A veces, uno siente una atracción tan fuerte que lo interpreta como una señal —digo, intentando pensar.

Se interrumpe.

—Oh, la verdad es que no lo sé —me responde con voz delicada.

—¡Por supuesto que no! Lo siento. Es solo que, a veces… ¿Sabe? Será mejor que lo olvide. Estaba pensando en alguien… Bueno, en el protagonista del libro.

Dejo de hablar y me imagino al padre Tim en su casa, en el dormitorio, quizá, que en realidad nunca he visto, con sus ojos amables y risueños y su pronta sonrisa.

—Padre Tim —comienzo a decir vacilante—, ¿nunca se ha preguntado si se equivocó al tomar la decisión de ser sacerdote? A veces debe de sentirse muy solo.

El padre Tim permanece durante unos segundos en silencio.

—Sí, por supuesto. Todos nos sentimos solos alguna vez. Y a veces pienso en la vida que habría llevado en el caso de no haber sido llamado para el sacerdocio.

—¿De verdad?

—Claro que sí —su voz suena nostálgica—. Es una queja habitual entre los sacerdotes, la soledad. Algunas veces, incluso me descubro imaginando cómo sería mi vida si tuviera una esposa, hijos… —se le quiebra la voz.

—Eh…

Respiro, temo decir algo que pueda poner fin a la intimidad de este momento, horrorizada y emocionada a la vez por haber podido mirar detrás de la cortina, si es que la hubiera. Por haber sido testigo de lo que acaba de revelarse en Oz.

—Pero son pensamientos fugaces —añade con voz más firme—. Para mí, es como soñar que soy presidente o astronauta. Adoro la vida de sacerdote y esos sueños son solo eso, pequeñas nubes que me pasan de vez en cuando por la cabeza.

Fin del momento mágico.

—Supongo que es humano hacerse esas preguntas —sugiero—. ¿Y sabe, padre Tim? Aunque no tenga una familia, en Gideon’s Cove todos le queremos mucho. Es un sacerdote maravilloso.

—Gracias, Maggie —responde con amabilidad—. Tienes el don de hacer que las personas se sientan muy especiales. Supongo que lo sabes.

Sonrío, sintiendo un agradable calor en el pecho.

—Gracias, padre Tim —susurro.

Después de colgar el teléfono, voy al cuarto de baño y me miro en el espejo. Me gusta mi rostro. No puedo decir que sea una mujer particularmente guapa, pero tengo un rostro bonito. Agradable. Un rostro amable. Y oír al padre Tim abriéndose a mí y diciendo que tengo un don… bueno. Eso me gusta más que mi cara, incluso. Por supuesto, Christy tiene una cara idéntica a la mía, pero ese es un detalle menor.

Llaman a la puerta y me sobresalto.

Es Malone, con el rostro tan alegre como el de un ángel de la muerte. La irritación, los nervios y la atracción revolotean en mi pecho cuando abro la puerta.

—Hola —le saludo—. ¿Cómo estás, Malone? Qué noche tan agradable, ¿verdad? Pensaba que iba a llover.

Permanece en la puerta, mirándome como si estuviera analizando mi parloteo. Después, se decide a hablar.

—Hola.

—Hola —contesto como una completa estúpida—. ¿Quieres pasar?

Entra, haciendo que el apartamento parezca de pronto más pequeño. Colonel baja del sofá para acercarse a saludar a mi invitado, meciéndose lentamente.

—Hola, Colonel —le saluda Malone.

Se agacha para hacerle unas caricias. Colonel le lame la mano, va hasta su cama y comienza su ritual nocturno. Cinco vueltas en círculo seguidas por un furioso olfateo y al final se tumba. Le miro con atención para no tener que mirar a Malone, que no aparta la mirada de mi rostro.

«No digas nada, Maggie. Deja que hable antes él. Mantén la boca cerrada».

—¿Te apetece una cerveza o un refresco? —pregunto.

Mi ser interno eleva los ojos al cielo.

—No, gracias —contesta Malone.

—De acuerdo… ¿y quieres quitarte el abrigo?

Se quita el abrigo y lo cuelga. El silencio se alarga.

—Y dime, Malone, ¿qué estás haciendo aquí? Quiero decir… es un poco tarde. Son casi las once.

—Quería verte —contesta.

Y su boca parece suavizarse. Se me encoge el estómago en respuesta. Dios mío, soy un pendón.

—Bueno, ¿sabes, Malone? Tengo teléfono y mi número aparece en la guía. La próxima vez, puedes llamarme.

Mi tono remilgado no me engaña. Incluso mientras lo digo, estoy deseando que me tumbe en la mesa de la cocina. Malone se acerca y se me acelera el corazón.

«Sí, sí, la mesa…».

—Estabas comunicando —me basta oír su voz ronca para ponerme a temblar.

—¿Qué? ¡Ah, sí, sí! Es verdad. Estaba… estaba hablando por teléfono.

Me toma la mano, me acerca a él y estudia mi boca. Siento el calor de su cuerpo, huelo la fragancia de su jabón mezclada con la del detergente de la ropa y un ligero olor a sal. Resisto la necesidad imperiosa de lamerle el cuello. Trago saliva.

—¿Con quién estabas hablando? —me pregunta, justo en el momento en el que estoy deseando que me bese como la noche anterior.

Arquea la ceja, esperando mi respuesta.

—¿Qué? Perdona, ¿qué has dicho? —tengo la voz tensa.

—¿Con quién estabas hablando?

—Eh… creo que era el padre Tim.

Malone me mira a los ojos.

—Sí, ya sabes que estoy en todos esos comités. En los comités de la iglesia.

Vuelve a mirar mi boca y baja sus espesas pestañas. No es justo que tenga unas pestañas como esas.

—Eso está bien —musita.

—Malone —susurro con voz ronca—. ¿Crees que podrías dejar de hablar y besarme de una vez por todas?