10

El lunes es mi día libre y suelo dedicarlo a limpiar mi apartamento y el de la señora Kandinsky. Mientras paso la aspiradora para acabar con los restos de palomitas, ella me sigue, señalando con el bastón los restos que me dejo.

—Justo ahí, Maggie, cariño. ¡Y válgame Dios, ahí también! No me puedo creer que sea tan descuidada.

Sonrió, dice lo mismo cada semana. Cuando termino, le reviso el refrigerador y me aseguro de que le queda suficiente sopa de cebada de la que le preparé ayer.

—¿Necesita algo, señora Kandinsky? —pregunto.

—No, cariño, no necesito nada. Pero cuéntame, ¿viniste con un amigo la otra noche?

Me quedo momentáneamente helada.

—No, no. Era solo, ya sabe… alguien que me trajo a casa.

—Me pareció que era un hombre —insiste.

—Bueno, sí, era un hombre, Malone, el amigo de mi hermano —espero que no se dé cuenta de que me estoy ruborizando.

—¿Malone? No conozco a nadie que se apellide Malone. ¿Es un buen hombre? ¿Crees que es prudente montar a esas horas en coche con un desconocido?

—Bueno, en realidad no es un desconocido, señora Kandinsky, porque mi hermano le conoce.

Pero claro que es un desconocido. Y todavía no me ha llamado. He buscado su número de teléfono para asegurarme de que tiene, y tiene. Si lo usa o no ya es otra cuestión. Una vez más, me cuesta imaginar que me haya besado y después…

—Desde luego, era un hombre muy varonil —comenta la señora Kandinsky.

Dios mío, ¿habrá estado mirándole con los prismáticos?

—¿Malone? Sí, supongo que sí —dejo de fregar el suelo de la cocina.

—Siempre me han gustado los hombres viriles. El señor Kandinsky no lo era, pero era encantador. Nunca entendió que me gustara Charles Bronson, ¡pero a mí me encantaba! Creo que vi El justiciero de la ciudad todas las veces que la echaron.

—Bueno, pues tendremos que alquilarla, ¿verdad? —le digo, y le doy un beso en su arrugada mejilla.

Arriba, en mi pulcro apartamento, sigo sin tener mensajes. En el correo electrónico tengo propaganda de tarjetas de crédito y la cuenta del teléfono. Nada de Malone mostrando el menor interés en mí.

Para las cinco de la tarde, estoy que me subo por las paredes. He limpiado, he horneado, me he dejado caer por el ayuntamiento para ver a Chantal y he hecho la compra. He leído un poco, he llevado a Colonel a la playa y después le he cepillado el pelo. Decido que ya es hora de ir a dar un paseo.

Colonel camina lentamente tras de mí cuando salimos del centro de nuestro pequeño pueblo. Gideon’s Cove tiene una costa rocosa, porque el pueblo fue fundado con el propósito de construir barcos. Veo la torrecilla de la casa de Christy y Will, y la cruz dorada de St. Mary. Camino en la dirección contraria.

El viento es húmedo y no muy fuerte, y aunque probablemente la temperatura termine bajando hasta los cinco grados por la noche, todavía es bastante agradable. Las luces de las casas están encendidas, haciendo del barrio un lugar acogedor, puedo oler lo que se cocina en cada casa… Los Masterson están haciendo pollo, en casa de los Ferrise están cocinando algo con mucho ajo, que huele maravillosamente. Los Stokowski cenarán repollo. Colonel se lame las costillas y se entretiene en el camino de la entrada.

Caminamos colina arriba, alejándonos del agua. Rolly y su mujer están sentados en el porche de su casa.

—Hola, Christy, cariño —me saluda la señora Rolly.

—Hola —contesto—. Pero soy Maggie.

—¡Oh! Lo siento. Claro, Christy es la que tiene la niña. ¿En qué estaría yo pensando?

—No se preocupe —contesto—. Bonita noche, ¿verdad?

—Desde luego —contesta—. Disfrútala antes de que comience a salir la mosca negra.

—Desde luego.

Giro hacia Harbor Street, un barrio de casas bajas, casi todas pertenecientes a los veraneantes. Desde esta calle se ve el mar y puedo contemplar las embarcaciones meciéndose al ritmo de la marea. Los cascos blancos de los botes casi resplandecen contra la creciente oscuridad.

Sintiéndome como Harriet la Espía, un libro que debí leer por lo menos diez veces cuando era niña, me meto en el jardín de una de las casas. Conozco a los propietarios, los Carroll, porque en verano son clientes habituales de la cafetería, y sé que viven en Boston. La casa está a oscuras, las cortinas corridas. Sigo el camino de entrada a la casa hasta llegar al patio de atrás. Protegida por la oscuridad y por los setos que marcan los límites de la propiedad, me asomo a la casa que linda con la de los Carroll. Si la dirección de la guía telefónica no está equivocada, es allí donde vive Malone.

Es un jardín normal y corriente, con un roble al que están a punto de brotarle las hojas. En la parte de atrás hay un camino con un par de cubos de basura ordenadamente alineados contra la pared. En una de las ventanas hay luz. De pronto, se abre la puerta y aparece Malone con una bolsa de basura. Abre uno de los cubos y deja caer la bolsa dentro. Vuelve a colocar la tapa y regresa al interior de la casa. Tarda unos tres segundos en hacerlo todo.

Aunque ya es de noche, siento una oleada de culpabilidad y vergüenza. Imagino lo que hubiera pasado si me hubiera descubierto merodeando en el jardín, acosándole… Es tan adolescente… Aun así, aguardo unos minutos más con la esperanza de volver a verle, en la ventana, a lo mejor, o saliendo con la bolsa del reciclaje. Nada. Nadie. Un rebaño de vacas bajo un árbol. Sopla el viento y me estremezco. Colonel gruñe aburrido y se tumba bajo un árbol.

—De acuerdo, nos vamos —le digo.

Miro una vez más. Nada. Doy media vuelta dispuesta a marcharme.

Veo a un hombre a tres centímetros de mi rostro. Grito y retrocedo de un salto. Mis manos se agitan como si fueran un par de pájaros asustados.

—¡Dios mío, Malone! ¡Me has asustado! ¡Ni siquiera te he oído! ¿Cómo se te ocurre salir con tanto sigilo? —me llevo la mano al corazón, que atruena como los cascos de un caballo corriendo a toda velocidad.

Malone me mira y la forma en la que se marcan las arrugas en su rostro podría indicar que encuentra la situación divertida. O irritante. Es difícil decirlo.

—Eres un hombre muy silencioso, Malone.

—¿Quieres pasar? —pregunta con un punto de diversión en su áspera voz.

—Um…

Ahora que ya no temo por mi vida, se me ocurre que me acaban de pillar.

—Muy bien, de acuerdo. He venido… paseando. Quería dar un paseo. Con Colonel. Ah, y, bueno, aquí estamos. Espiándote.

—La próxima vez, prueba a llamar a la puerta —me recomienda mientras se dirige hacia su jardín.

Tras una breve pausa, le sigo.

Me sostiene la puerta y se agacha para acariciarle la cabeza a Colonel. Al parecer, mi perro siente buenas vibraciones, porque pasa al interior de la casa sin detenerse y comienza a husmear. Yo entro menos decidida y Malone cierra la puerta tras de mí. Estoy atrapada en su guarida.

Estamos en la cocina, una cocina pequeña con un mostrador a lo largo de una de las paredes. El suelo es de linóleo, el mostrador de formica verde. Lo peor de los setenta. Intento verlo todo sin que se me note, pero me despisto e ignoro la mano que Malone extiende durante cerca de dos segundos. La miro. ¿Quiere estrecharme la mano? ¿Quiere llevarme a alguna parte?

—¿Me das el abrigo? —me pregunta.

Tardo cerca de un minuto en descifrar el gruñido y traducirlo a palabras humanas.

—¡Sí! Toma. Gracias. De acuerdo.

Arquea ligeramente las cejas, pero no dice nada. Se limita a colgar el abrigo en un perchero que tiene cerca de la puerta y se quita después el suyo.

—Así que —comienzo a decir, para llenar el que considero un torpe silencio—, vives aquí.

Mueve ligeramente los labios.

—Sí.

Obviamente.

—Lo que quería decir es, ¿vives solo?

—Sí.

—Ya veo. Umm. ¿Y desde hace cuánto vives aquí?

—Desde hace casi un año.

Un año.

—Así que vives aquí desde… —maldita sea. Probablemente no debería terminar la frase. «Desde que tu primo te fastidió», pero no se me ocurre nada más que decir—… desde hace un año.

Malone me dirige una mirada que me resulta inquietante y me vuelvo hacia Colonel. Necesito saber que está cerca de mí. Al final, Malone rompe su voto de silencio, y, sinceramente, lo agradezco.

—¿Quieres una cerveza? —me pregunta.

—No, gracias —¿pero en qué demonios estoy pensando?—. En realidad, sí, por favor, si eres tan amable.

Estoy tan nerviosa que me sudan las palmas de las manos. Odio no haber sido capaz de decir nada moderadamente inteligente. Malone abre el refrigerador y me tiende una cerveza.

—Gracias.

Al oír la nevera en acción, Colonel se acerca, sacudiendo la cola esperanzado. Malone se agacha y le acaricia. Por lo menos, si eso sirve como referencia de su carácter, tengo que reconocer que le gusta mi perro.

—¡Eh, amigo! —dice mientras le rasca la cabeza.

¡Caramba! Una frase de dos palabras. Colonel gime complacido, le lame la mano y se dirige al cuarto de estar. Malone se levanta y clava en mí su mirada imperturbable. Por lo visto, me encuentra fascinante.

—¿Es tu hija? —pregunto, señalando el refrigerador.

Hay un par de fotografías de una niña de unos dos años comiéndose una manzana y otra más reciente en la que una niña de unos diez años está sentada en un bote, protegiéndose los ojos del sol.

—Sí.

Volvemos a los monosílabos. La frustración y los nervios están acabando conmigo y termino estallando.

—Malone, deja que te haga una pregunta, ¿de acuerdo?

Malone asiente brevemente.

—¿Por qué me besaste la otra noche?

Ya está. Ya lo he dicho. ¿Qué más da tener las mejillas ardiendo? Por lo menos, ahora tiene que responder.

—Por las razones habituales —contesta.

Pero hay más arruguitas alrededor de sus ojos. Bebe un sorbo de cerveza sin dejar de mirarme.

—Por las razones habituales. Vaya, eso sí que tiene gracia. Porque normalmente uno es capaz de decir si le gusta… a alguien. O si se siente atraído por ti. Y yo no me había dado cuenta. En tu caso, quiero decir.

No contesta. El reloj de la pared anuncia el irremediable paso del tiempo. Tic-tac, tic-tac, tic… Al final, estoy a punto de reventar.

—¿Puedo echarle un vistazo al resto de la casa?

—Claro.

En el cuarto de estar hay un viejo piano con lo que parece una canción. Sonata en la mayor, dice. Beethoven. Vaya.

—¿Quién toca el piano?

—Yo —gruñe.

—¿De verdad? ¿Sabes tocar el piano? —pregunto impresionada.

Malone se acerca y desliza un dedo sobre las teclas con demasiada suavidad como para que puedan emitir sonido alguno.

—No muy bien —contesta.

Permanece cerca de mí. Muy cerca. Desprende un aroma cálido, como a humo de leña. Advierto que se ha afeitado en algún momento del día, porque no tiene tanta barba como la noche que me besó. Bajo la mirada hacia su boca, hacia sus labios llenos. Hacia su labio inferior. Es tan suave. Desvío bruscamente la mirada y retrocedo. No hay mucho más que ver. Un aparato de televisión en una esquina y una estufa de madera. Un sofá. La mesita del café. Es tal la energía nerviosa que fluye en mi interior que sería capaz de ponerme a bailar claqué.

—¿Tienes hambre? —pregunta Malone.

—No. He almorzado tarde. ¿Y tú? A lo mejor te estoy interrumpiendo la cena. Probablemente debería marcharme.

El corazón me late con fuerza en el pecho. Siento los ojos ardiendo.

—No te vayas.

Malone toma mi mano con una mano cálida y callosa. Desliza el pulgar por el dorso de mi mano y no dice nada más. Al parecer, los nervios de mi mano están directamente conectados con mis genitales porque, definitivamente, siento un cosquilleo en esa parte de mi cuerpo. Trago saliva y miro a mi alrededor. Mi perro duerme delante del sofá.

Malone frunce ligeramente el ceño y me levanta la mano para verla de cerca. Chasquea la lengua y yo aprieto la barbilla.

—Sí, tengo las manos todo el día en agua, o cerca de la parrilla y…

—Ven aquí —me dice.

Me lleva de nuevo a la cocina. Suelta mi basta manaza, abre un armario y rebusca en su interior. Me apoyo contra el mostrador ofendida. ¿Y qué? Tengo las manos agrietadas. Menuda cosa. Un pequeño eccema y a todo el mundo le parece una tragedia. Malone saca una latita y la abre. Después, saca con el dedo un poco del producto que guarda en su interior y se frota las manos con él. Imagino que la aspereza de mis manos le ha hecho recordar la importancia de hidratarse las manos con frecuencia.

—Lo he probado todo —le explico, mirando por encima de su hombro—. Cera de abejas, lanolina, vaselina… nada funciona. Tengo unas manos horribles. Son mi cruz. Un gran problema.

—No tienes unas manos horribles —me regaña.

Es la frase más larga que le he oído hasta el momento. Me toma la mano y comienza a extender la crema. Al principio la siento con un tacto parecido al de la cera y muy fría. Después, al cabo de unos segundos, se calienta de forma muy agradable.

Malone no es nada delicado. Me frota las manos con dureza, presionando alrededor del pulgar y de su base. Trabaja cada dedo, prestando atención a cada una de las cutículas y de los nudillos enrojecidos. Mira intensamente mis manos mientras trabaja y su rostro pierde parte de la dureza. Esas pestañas tan negras ayudan a suavizar su expresión.

—Me gusta mucho —digo, y mi voz suena ligeramente ronca.

Me mira y curva una comisura de los labios. Me suelta delicadamente la mano y comienza con la otra. Cierro los ojos al sentir esa agradable presión. Siento la mano blanda y delicada entre la suya. Cuando termina con la mano izquierda, me toma las dos manos y desliza los dedos entre los míos con una suavidad que me hace sentirlo como el gesto más íntimo del mundo. Me dobla delicadamente los brazos en la espalda, haciéndome inclinarme ligeramente hacia él. Espera a que abra los ojos.

—¿Y ahora? —digo.

Y entonces me besa sin soltarme las manos. Al principio es un beso delicado, pero tan intenso como si en ese momento no hubiera nada más importante en el mundo que besarme. ¡Y cómo me besa! Siento sus labios firmes, cálidos y sedosos. Se toma su tiempo, continúa besándome y besándome hasta que al final libero mis manos para hundirlas en su pelo ondulado. Después, sin abandonar mis labios, me sienta en el mostrador y se acerca todavía más a mí. Acaricia mi lengua con la suya y la electricidad estalla en todo mi cuerpo, debilitando mis brazos y mis piernas. Me abraza con tanta fuerza que apenas puedo respirar. Es como estar atrapada contra una pared de granito, sólida, segura.

Cuando al final retrocede, estoy jadeando, literalmente, y apenas consigo enfocar la mirada. Él también tiene los ojos entrecerrados y los labios entreabiertos.

—Quédate —me pide.

—Vale —contesto.

Entonces me vuelve a besar, me baja del mostrador y me lleva a su dormitorio.