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—Buenos días, Maggie —saluda el padre Tim mientras se sienta en su mesa habitual—. Bonito día, ¿verdad?

Me sonríe, y se me encogen las entrañas.

—Buenos días, padre Tim. ¿Qué va a tomar hoy?

—Creo que tomaré unas tostadas con huevos. Una idea brillante, la de las almendras glaseadas.

No es justo que tenga un acento tan maravilloso.

—Gracias. Tomo nota —«no dejo de tener pensamientos pecaminosos contigo». Me devano los sesos buscando algo que decir—. ¿Cómo ha ido la misa de esta mañana?

—¡Ah! La celebración de la eucaristía siempre alimenta el espíritu —musita—. Puedes venir a comprobarlo por ti misma. Me encantaría saber lo que piensas de mis homilías.

El padre Tim me urge a menudo a dejarme caer por la iglesia. Pero hay algo que me detiene. Sin duda alguna, el sentimiento de culpa. Es posible que antes fuera una católica que ignoraba mis obligaciones, pero sé que traspasé una peligrosa línea cuando comencé a tener pensamientos lascivos con un sacerdote.

—Sí, cualquier día de estos.

—La misa nos ofrece la posibilidad de mirarnos en nuestro interior. A veces, tendemos a ignorar lo que es verdaderamente importante en la vida. Es fácil perder la perspectiva, Maggie. No sé si entiendes lo que quiero decir.

Sí, claro que lo entiendo. Yo soy una experta en perder la perspectiva. Y una buena muestra de ello es que continúo enamorada de un sacerdote. Está ridículamente atractivo vestido de negro, aunque el alzacuello le quita parte de chispa. Elevo los ojos al cielo ante lo ridículo de mis propios pensamientos, me alejo de él, sirvo varias tazas de café y me retiro a la cocina, donde Octavio está dando la vuelta a las tortitas.

—Tostadas francesas para el padre Tim —le digo, al tiempo que me llevo unas tostadas sin mantequilla y unos huevos. Vuelvo a la zona del comedor con un plato para Stuart, uno de mis clientes habituales—. ¡Dos polluelos en una balsa! ¡Una de tostadas con huevos para el caballero!

Stuart asiente, siempre agradece mis maneras de camarera a la vieja usanza y el uso de la jerga típica de las cafeterías.

—¿Quiere algo más, señora Jensen? —le pregunto a la anciana de setenta años que está sentada en una de las primeras mesas.

Ella frunce el ceño y niega con la cabeza, así que le dejo la cuenta en la mesa. La señora Jensen acaba de regresar de la iglesia. Va a confesarse todas las semanas. Está en el grupo de estudios bíblicos y en el comité de decoración del altar. Al parecer, yo no soy la única que está enamorada del padre Tim.

Sin pretenderlo, miro una vez más hacia mi amor imposible. Está leyendo el periódico. Su perfil se recorta contra la ventana y la perfección de su rostro me hace sentir una calidez especial.

—Te va a pillar mirándole —me susurra Rolly, otro de los clientes habituales de la barra.

—No me importa. No es ningún secreto. Asegúrate de rellenar una papeleta, ¿de acuerdo? —le advierto a Rolly—. Y tú también, Stuart. Necesito todos los votos que pueda conseguir.

—De acuerdo. Tienes el mejor café de todo el estado —me alaba Rolly.

—Y los mejores desayunos, Rolly —añado, y le palmeo el hombro.

Durante los últimos dos años, mi cafetería ha aparecido en cuatro ocasiones en Maine Living por ganar el premio al Mejor Desayuno, y este año estoy decidida a ganar el título del condado. La revista tiene una gran influencia entre los turistas y podríamos aprovechar un poco mejor su presencia durante el verano. El año anterior, nos ganó un Bed & Breakfast de Calais, el Blackstone, a pesar de que las tortitas las hacen a partir de un preparado.

—Este año ganaremos, jefa —me asegura Octavio sonriente a través de la ventana que comunica la barra con la cocina—. ¡Nuestros desayunos son los mejores!

Le devuelvo la sonrisa.

—Desde luego, pero ser el secreto mejor guardado de la costa no nos sirve de mucho económicamente.

—Todo saldrá bien —me asegura.

Para él es fácil decirlo. Gana más que yo y no tiene que hacer equilibrios con la contabilidad todos los meses.

—¡Eh, Maggie! Ya que estás ahí, ¿puedes ponerme un café? —pregunta Judy, mi camarera.

Yo obedezco, después le llevó al padre Tim su desayuno, aprovecho para mirar de reojo sus manos suaves y elegantes y me voy a retirar los platos de una mesa.

Llevo ocho años a cargo de Joe’s. Tomé el relevo de mi abuelo, Jonah Gray, después de que él sufriera un ataque al corazón. La cafetería es una de las fuentes de trabajo más importantes de nuestro pueblo, pues tiene a cuatro personas en plantilla. Octavio es realmente insustituible, se ocupa de la cocina con una eficacia incansable. A Judy la heredé junto con la cafetería. Tiene una edad indefinida entre los sesenta y los ciento veinte años. No tiene una especial afición al trabajo, pero cuando se siente presionada, es capaz de encargarse de todo el restaurante en plena ocupación, aunque no es algo que ocurra a menudo. Georgie cuenta con ayuda durante el verano, pues solemos contratar a un estudiante para atender a los pocos turistas que se aventuran hasta aquí.

Y también estoy yo, por supuesto. Yo me encargo de cocinar los platos especiales del día, de hornear tartas y pasteles, servir mesas, cuadrar la contabilidad, mantener el inventario al día y limpiar la cafetería. Y nuestro último empleado, aunque no lo sea de forma oficial, es Colonel, mi perro. Mi compañero. Mi apreciada mascota.

—¿Quién es tu mamá? —le pregunto—. Vamos, Colonel McKissy, ¿quién te quiere a ti, criatura?

El comienza a mover la cola en cuanto le hablo con ese tono estúpido, pero sabe que no puede abandonar su lugar, justo detrás de la caja registradora. Un golden retriever ocupa mucho espacio, pero la mayor parte de la gente ni siquiera advierte la presencia de este perro, que tiene mejores modales que la mismísima reina de Inglaterra. A los trece años, su carácter se ha suavizado, pero siempre ha sido un perro increíblemente educado. Le doy una loncha de beicon y vuelve sin rechistar al trabajo.

El padre Tim se levanta para pedir la cuenta.

—Hola, Gwen cariño, ¿cómo estás hoy? Estás muy elegante con ese color amarillo —le dice a la señora Jensen, que sonríe complacida. El padre me sonríe después a mí y yo siento que se me aflojan las rodillas—. Te veré esta noche, ¿verdad?

—Exacto —contesto.

Aunque todavía no soy capaz de ir a misa, el padre Tim ha conseguido que me apunte al grupo de estudios bíblicos. Ahora es esa la vida social que hago durante la semana.

Bueno, tampoco puedo decir que haya tenido que rechazar a docenas de pretendientes. La triste realidad es que el padre Tim es lo más parecido a un novio que he tenido en mucho tiempo.

—¿Llevará Nancy Ringley la merienda? —pregunta el padre Tim con el ceño fruncido.

—No —sonrió—. La llevaré yo. Su hija no se encuentra muy bien, así que me ha llamado.

Al padre Tim se le ilumina el rostro.

—¡Ah, es maravilloso! Lo de la merienda, quiero decir, no lo de su hijita. Nos veremos esta tarde, Maggie.

Me palmea el hombro con cariño paternal, haciendo fluir una oleada de deseo y emoción a lo largo de mi brazo, y se vuelve hacia la puerta. «Te quiero», digo moviendo los labios. Soy incapaz de evitarlo.

¿Me habrá oído? Me sonrojo avergonzada cuando el padre Tim vuelve la mirada, me sonríe y me guiña el ojo antes de salir al frío. Mientras cruza la calle, se despide de mí con la mano, siempre tan amable. La señora Jensen, que no es una mujer particularmente tolerante, me fulmina con la mirada. Yo la miro con los ojos entrecerrados en respuesta. No me engaña. Las dos sufrimos la misma enfermedad, aunque en mi caso sea más obvio.

Estamos sufriendo un marzo helado, el viento aúlla y se filtra a través de los jerseys de lana gruesa y de los guantes de microfibra. Solo las almas más valientes se aventuran a salir y el día se alarga. Apenas viene un puñado de clientes a la hora del almuerzo. Espero a que Judy termine el crucigrama antes de enviarla a casa, puesto que en realidad no está haciendo nada en la cafetería. Octavio se quita el delantal mientras estoy raspando la parrilla.

—Tavy, llévate lo que ha quedado de tarta, ¿de acuerdo? A tus hijos les gustará —le ofrezco.

Octavio tiene cinco hijos.

—Sí, en el caso de que lleguen a probarla. Yo ya me he comido dos porciones.

Octavio esboza su encantadora sonrisa.

Yo le devuelvo la sonrisa.

—¿Judy ha conseguido más papeletas?

—Sí, creo que unas cuantas.

—Estupendo.

Estoy siendo implacable a la hora de pedir a los clientes que las rellenen. El año pasado perdimos por doscientos votos, así que necesito los votos de todas y cada una de las personas que crucen el umbral de la cafetería.

—Que disfrutes del resto de la tarde, Octavio —le digo.

—Tú también, jefa.

—Toma, llévate también estas galletas.

Mi cocinero sonríe mientras me da las gracias y abandona la cafetería por la puerta de atrás.

Colonel sabe la hora que es. Se levanta y se acerca hasta mí en busca de una caricia, presionándome los muslos con su enorme cabeza. Yo le acaricio entre las orejas.

—Eres un buen chico, ¿verdad?

Colonel se menea mostrando su acuerdo y regresa después a su lugar, sabiendo que yo me quedaré un rato más en la cafetería.

Giro el cartel de la puerta para indicar que cierro la cafetería y limpio la última mesa. Este es uno de los momentos que más me gustan del día… Son las tres de la tarde. Por hoy, ya hemos terminado. Joe’s abre a las seis, aunque yo normalmente no llego hasta las siete, privilegios de propietaria, pero compenso mi horario quedándome por las tardes para hornear los pasteles y las tartas. Y puedo enorgullecerme de decir que mis postres son localmente famosos, particularmente los pasteles y las tartas de coco.

La cafetería es un diseño de Jerry Mahoney. Es un local decorado en porcelana rojo y crema y acero en el exterior y asientos de vinilo rojo, paredes crema y suelo negro y blanco por dentro. Frente a la barra hay diez taburetes giratorios. En uno de los extremos de la barra está el expositor desde el que mis dulces tientan a la clientela. Hay siete bancos de respaldo negro y asientos suficientemente mullidos. En algún momento, mi abuelo hizo instalar varias gramolas y, cuando éramos niños, nos encantaba ver la selección de música que ofrecían. A la cocina se accede a través de una puerta abatible, hay un pequeño almacén y un cuarto de baño unisex. Desde una de las esquinas del escaparate, parpadea un letrero de neón con las palabras Entra en Joe’s.

Durante la siguiente media hora, me dedico a sumar recibos, a revisar el inventario, a imprimir más papeletas y a fregar el suelo. Mientras trabajo, conecto la gramola para cantar con Aretha y el Boss. Al final, regreso a la cocina y comienzo a hornear los postres de mañana. Y los dulces para la reunión…

Como al padre Tim se le iluminó el rostro al oírme decir que sería yo la encargada de llevar los dulces aquella noche, decido preparar algo especial. En la diminuta cocina, saco todos los ingredientes necesarios y comienzo a preparar bizcochos de albaricoque, uno de sus dulces preferidos. En cuanto los tengo en el horno, extiendo la masa para las tartas y hago dos tartas de arándanos.

Colonel comienza a mover la cola y le oigo arañar el suelo de baldosas. Bajo la temperatura del horno y subo los bizcochos para que no se queme la base. Sin tener necesidad de comprobarlo siquiera, sé que mi hermana está a punto de llegar.

Y tengo razón, como suele ocurrirme con todo lo relativo a Christy. Acaba de cruzar la puerta con el carrito del bebé. Hace tres días que no nos vemos, una enorme cantidad de tiempo para nosotras.

—¡Hola, Christy! —la saludo sonriente mientras sujeto la puerta.

—Hola, Mags —contesta. Me mira y vuelve a mirarme atentamente—. ¡Oh, por el amor de Dios! —consigue entrar con el cochecito y le quita el gorro a Violet, que duerme plácidamente—. Yo también.

Me quedo boquiabierta.

—¡Christy!

Nos echamos a reír las dos al mismo tiempo.

Christy y yo somos gemelas idénticas. Y seguimos siéndolo a pesar de que Christy tuvo una hija hace ocho meses. Pesamos exactamente lo mismo, tenemos la misma talla de sujetador y un lunar en la mejilla izquierda. Las dos tenemos el dedo meñique ligeramente torcido en la mano derecha. Aunque Christy viste algo mejor que yo, la mayor parte de la gente es incapaz de distinguirnos. De hecho, Will, el marido de Christy, es la única persona que no nos ha confundido nunca. Hasta nuestros padres se equivocan de vez en cuando y nuestro hermano Jonah, al que le llevamos ocho años, ni siquiera se esfuerza en diferenciarnos.

A menudo pensamos lo mismo al mismo tiempo. A veces, elegimos la misma tarjeta de cumpleaños o nos compramos un jersey idéntico del catálogo de L.L. Bean. Si compro tulipanes para la mesa de la cocina, puedo apostar a que Christy ha hecho lo mismo.

Pero de vez en cuando, y para crear cierta sensación de individualidad, alguna de nosotras siente la necesidad de probar algo nuevo. Y por esa razón, el lunes, cuando cerré la cafetería, me fui a la peluquería para cortarme el pelo a capas y ponerme unos reflejos. Pero, al parecer, Christy tuvo la misma idea. Y, una vez más, estamos idénticas.

—¿Cuándo has ido a la peluquería?

—Ayer. ¿Y tú? —Christy sonríe mientras alarga la mano para acariciar mi peinado.

—El lunes, así que en realidad el corte es mío.

Sonrío al decirlo. La verdad es que no me importa. Siempre me ha gustado que me confundan con Christy.

—De todas formas, casi siempre lo llevo recogido en una cola de caballo. Además, tu ropa es mejor que la mía.

—Por lo menos la llevo sin manchas.

Sonrió y Christy se sienta tras la barra. Se quita el abrigo y lo deja en el taburete de al lado. Yo me acerco al cochecito, que es uno de esos artefactos suizos tan complicados que tiene de todo, desde un protector para el viento hasta una máquina para hacer capuchinos y asomo la cabeza al interior. Estiro los labios y le doy un beso a mi sobrina.

—Hola, ángel —susurro, admirando su piel perfecta y sus pestañas—. Dios mío, Christy, cada día está más guapa.

—Lo sé —responde Christy con orgullo—. ¿Ha habido alguna novedad?

—No gran cosa. El padre Tim ha estado aquí. Es posible que me haya oído decir que estoy enamorada de él.

—¡Oh, Maggie! —Christy ríe compasiva.

Ella sabe lanzar perogrulladas mejor que nadie: «¿Por qué estás perdiendo el tiempo con un sacerdote? ¿Es que no puedes encontrar a otro hombre? De verdad, Maggie, deberías intentar conocer a alguien. ¿Has probado con Internet? ¿En el voluntariado? ¿En la iglesia? ¿En algún club de citas rápidas? ¿En algún club de solteros? ¿Cruceros para solteros? ¿La prostitución?». Lo último lo sugirió Steve, un amigo de mi hermano que ha estado tirándome los tejos desde que tenía doce años.

Yo lo he intentado entre el voluntariado. Y en la iglesia, obviamente, está la raíz del problema. Pero los clubs de solteros, las citas rápidas… Bueno, en primer lugar, en el área rural de Maine no abundan ese tipo de cosas. La ciudad más cercana es Bar Harbor, y está a una hora y media de aquí, si el tiempo está despejado. En cuanto a lo de Internet, se presta demasiado a los engaños. Una persona puede decir cualquier cosa. ¿Qué mejor manera para mentir sobre uno mismo? ¿Y cuántas historias habré oído sobre personas que se han sentido terriblemente decepcionadas tras una cita conseguida a través de Internet? Así que nunca lo he intentado.

Christy lo sabe. Ha sufrido conmigo todo lo que una persona casada puede llegar a sufrir. Ella no tuvo ningún problema para conocer a Will, un marido encantador, atractivo y, sí, además es médico. Viven en una casa de estilo victoriano restaurada que fue construida por un capitán de barco. Disfrutan de una preciosa vista del mar. Salen a cenar a Machias una vez a la semana y yo les cuido a la niña, de forma gratuita, por supuesto. Y aunque jamás le he reprochado a Christy todas las cosas buenas que ha conseguido, no deja de parecerme un poco injusto. Al fin y al cabo, somos idénticas genéticamente. Ella ha encontrado su flor de loto en vida. Y yo estoy enamorada de un sacerdote.

—¿Quieres venir a cenar a casa esta noche e intentamos engañar a Will? —me pregunta, jugueteando con las puntas de su pelo.

—Claro. Las tartas están a punto de salir del horno. ¿Quieres que lleve una?

—No, cariño, esta noche cocinaremos para ti. ¡Ah! Y cuando estuve en Machias te compré esto —busca en el bolso y saca una botellita—. La compré en esa tienda en la que venden toda clase de cosas, desde pendientes y pañuelos hasta jabones. Tiene cera de abeja.

Una de las consecuencias de vivir en la costa norte de Maine y de ser propietaria de una cafetería, lo que implica tener las manos metidas en agua o cerca de aceite caliente continuamente, es que tengo las manos terriblemente agrietadas. Con callos, las uñas cortas, cutículas, manchas rojas y eccemas, mis manos son la peor parte de mi cuerpo. Me paso la vida intentando encontrar una crema de manos que realmente las ayude a mejorar su aspecto y he probado todos y cada uno de los productos del mercado con muy pocos o nulos resultados.

—Gracias, Christy —nunca dejo de intentarlo—. Huele muy bien. ¿Es de lavanda? Aunque me temo que será demasiado ligera para mí.

—Umm. Espero que te ayude.

Una hora después, estamos en casa de Christy con un asado en el horno y yo entreteniendo a Violet mostrándole algunas cucharas de medida. Ella intenta agarrarlas, parlotea y babea encantada y yo la beso en el pelo.

—¿Sabes decir «cuchara? —le pregunto—. ¿Cuchara?

—Baba —es la respuesta.

—¡Muy bien! —exclamamos Christy y yo a coro.

Violet sonríe mostrando sus dos dientes y dejando caer otra catarata de baba desde su sonrosada boca hasta mi regazo.

En ese momento, oímos el coche de Will entrando al garaje.

—¡Está en casa! —exclama Christy—. Rápido, dame a la niña. Yo voy al salón y tú te quedas en la cocina. Toma, ponte mi delantal.

Me pasa el delantal entre risas, me tiende a la niña y se escabulle de la cocina.

Durante un breve instante, permanezco frente a la cocina, intentando imaginarme que estoy en mi casa con mi marido, con mi bebé y con mi asado. El hombre que me ama está a punto de entrar para besarme y esa preciosa niña me llamará «mamá» algún día. Imagino que esta acogedora cocina la he decorado personalmente y que es el lugar en el que mi familia se siente más unida, un lugar siempre lleno de risas.

Will abre la puerta que comunica la cocina con el garaje. Yo estoy de espaldas a él.

—¡Eh, Maggie! A ti también te queda muy bien ese corte de pelo —entra riendo y me da un beso en la mejilla—. ¿Sigues intentando engañarme?

En ese momento aparece Christy con las mejillas brillantes.

—Teníamos que intentarlo —le dice—. Hola, cariño.

Se besan y Violet alarga su manita regordeta para acariciar el rostro de su padre. Yo remuevo la salsa para el asado sonriendo. Soy capaz de envidiar a mi hermana y, al mismo tiempo, alegrarme por ella. Los sentimientos no son excluyentes.

—¿Cómo ha ido el trabajo, doctor? —pregunto.

Will es uno de los dos médicos del pueblo y conoce a todo el mundo en Gideon’s Cove. Contrata a mi madre como secretaria a tiempo parcial, cimentando en ella la idea de que su yerno es un santo.

—Genial —contesta mientras toma a su hija en brazos—. Papá se ha dedicado a salvar vidas, a sanar cuerpos heridos y a consolar a personas desanimadas, como siempre.

—¿Eso significa que hoy nadie te ha vomitado encima? —bromea mi hermana.

—¿Y qué me dices de ti, Maggie? —pregunta Will—. ¿Tienes algo que contar?

Cómo odio yo esa pregunta. Es la siguiente pregunta peor después de «¿has conocido a alguien?

—No, la verdad es que no —contesto—. Por lo menos, nada que se me ocurra en este momento. Pero todo ha ido muy bien. Gracias, Will.

—Eh, cariño —interviene Christy—, ¿te acuerdas del tipo del hospital al que mencionaste? Dijiste que intentarías que quedara con Maggie.

Will abre la puerta del refrigerador y saca tres cervezas.

—Sí, es cierto. Se llama Roger Martin. Es un buen tipo, Mags. Trabaja de enfermero. ¿Qué te parece? ¿Te apetecería quedar con él?

—Claro —contesto.

Inmediatamente doy un sorbo a mi cerveza para intentar disimular mi sonrojo. Me sigue molestando tener que apoyarme en la amabilidad de los demás para conseguir una cita. Pero en cualquier caso, ya tengo treinta y dos años. No tengo tiempo que perder.

—Pero solo si también él está interesado. Y si es un hombre agradable. ¿Es agradable?

—¡Claro que es un hombre agradable! —exclama Christy, aunque ella tampoco le conoce—. Me dijiste que era un hombre guapo, ¿verdad, Will?

—Sí, supongo que sí. Pero ya sabes que soy tan hetero que me cuesta decirlo, señora Jones —comienza a cantar una canción que bailaron el día de su boda, dos años atrás—. «Señora, señora, señora Jooones…».

—Por favor, para, estás asustando a la niña —le pide Christy, con las mejillas sonrojadas de placer.

Quiero a mi hermana con todo mi corazón. Violet es la alegría de mi vida y Will una de las mejores personas que he conocido nunca. Uno de los pocos hombres que podría merecerse a mi hermana gemela. Pero esta noche me resulta difícil estar con ellos. Por mucho que Christy y Will me den la bienvenida a su casa, todo me invita a recordar que yo no soy sino una visita, y de que quiero todo aquello de lo que ellos disfrutan: sus bromas, sus muestras de afecto, sus motes cariñosos.

Christy lo nota. Después de la cena, cuando acabamos de quitar la mesa, me acompaña a la puerta.

—¿Quieres que te lleve a casa? —me pregunta.

—No, no. Hace una noche magnífica para pasear.

Decir que una noche es magnífica en el mes de marzo es un poco exagerado, pero no me importa ir dando un paseo. Me pongo la bufanda al cuello, me calzo el gorro sobre las orejas y llamo a Colonel, que ha estado disfrutando de un hueso que Will le tenía reservado.

—Seguro que encontrarás a alguien —me susurra mi hermana mientras me da un abrazo—. Lo sé.

—Claro que sí. Es solo cuestión de tiempo. O si no, a lo mejor podemos clonar a Will —contesto sonriendo, y le devuelvo el abrazo—. Gracias por la cena, Christy. Te quiero.

Bajo los escalones agarrando a Colonel del collar para evitar que se caiga. Tiene artritis en las caderas y para él es difícil bajar escaleras.

—Yo también te quiero —me responde.

Tengo el tiempo justo para volver a casa, ayudar a Colonel a subir las escaleras de mi casa, volver a la cafetería, recoger los bizcochos de albaricoque y dirigirme a la parroquia. Cuando llego, ya hay cinco personas allí reunidas, todas ellas mujeres, todas enamoradas del padre Tim, aunque ni en el grado ni bajo el escrutinio público del que yo soy víctima.

—¡Maggie! —exclama el padre Tim.

Se acerca a mí y puedo apreciar la fragancia de su jabón.

—¡Estás aquí! ¿Y qué nos traes? Dios mío, Maggie, tentarías a un santo.

La señora Plutarski, secretaria de St. Mary, además de arpía, frunce el ceño. Por supuesto, el padre Tim se refiere a los dulces, y no a mis encantos femeninos. Regodeándose en el postre, deja la bandeja en un aparador. Su trasero es una auténtica obra de arte.

«Esos pensamientos pecaminosos no van a llevarte a ninguna parte, Maggie», me advierto con dureza. Pero sí, su trasero es una obra de arte.

—Ahora, señoras, creo que ha llegado el momento de comenzar a hablar sobre ese precioso pasaje del Libro de la Sabiduría. Mabel, cariño, ¿por qué no empiezas tú leyendo los versículos del cinco al once?

Durante la hora siguiente, me dedico a contemplar al padre Tim, deleitándome en sus ojos expresivos, en su sonrisa perfecta, en su musical acento. Mis sentimientos se debaten entre el deseo hacia él y el enfado contra mí.

«Si por lo menos pudiera conocer a otro hombre y olvidarme de él…», me repito. «Mejor aún, ¡si por lo menos fuera protestante! En ese caso, podríamos casarnos y vivir aquí, en esta casa tan acogedora, y tener unos hijos preciosos, todos ellos de ojos verdes. Se llamarían Liam y Colleen. Y seguro que habría un nuevo bebé en camino. Si es chico, se llamará Conor. Y Fiona si es chica».

—Maggie, ¿qué te parece? ¿Estás de acuerdo con Lousie? —me pregunta el padre Tim expectante.

—¡Sí! Estoy de acuerdo. Umm, bien pensado, Lousie.

En realidad, no tengo la menor idea de lo que estaba diciendo. Recuerdo vagamente algo sobre la luz… pero no, no tiene nada que ver con eso. La señora Plutarski suelta un bufido burlón.

El padre Tim me guiña el ojo. Él está al tanto de todo. Siento un intenso calor en las mejillas. Una vez más.

Cuando terminan los estudios bíblicos, que no puedo decir que me hayan conmovido o enriquecido espiritualmente, me entran unas ganas locas de marcharme. Las otras ya se han reunido alrededor de la mesa y están sirviéndose el café y abalanzándome sobre mis dulces.

—Tengo que irme —anuncio, despidiéndome con la mano—. Lo siento, disfrutad de los bizcochos.

—Gracias, Maggie —me agradece el padre Tim con la boca llena—. Te llevaré la bandeja a la cafetería, ¿de acuerdo?

—Sí, muchas gracias.

Me hace un gesto con la mano al tiempo que se hace con otro bizcocho y yo le sonrío con cariño y satisfecha al poder complacerle. Después, me dirijo a mi casa, alegrándome de que por lo menos Colonel me esté esperando.