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Cuando Angela oyó que Louis y Iolanda se alejaban, rápidamente se cambió de ropa. Tiró el vestido al suelo y se puso sus botas, sus pantalones y la capa. Con rapidez, amontonó sobre su manta la ropa que Kieran le había regalado y la moldeó para que pareciera ella dormida. Una vez lo tuvo todo preparado susurró:

—De acuerdo, Kieran. Me alejaré de ti y de tu vida.

Y, en silencio, salió de la tienda. Esa noche, con la fiesta y la bebida los highlanders no estaban muy atentos. Así que, tras coger su yegua, se alejó lo más deprisa que pudo.

Encantados el uno con el otro, Louis y Iolanda regresaron al campamento. A lo lejos vieron al grupo de amigos de Kieran con sus mujeres y, acercándose a ellos cogidos de la mano, él preguntó:

—¿Kieran sigue en la fiesta?

—Sí —respondió Duncan, tras cruzar una mirada con Lolach.

—¿Habéis conseguido alcanzar a Angela? —inquirió Megan.

—Sí. Está descansando en su tienda —contestó Iolanda.

En ese instante aparecieron los Sinclair y Kieran con su madre: regresaban tranquilamente de la fiesta. Megan, incapaz de quedarse callada, gritó:

—Las dos Sinclair sois unas brujas.

—¡Megan! —gruñó Duncan, intentando sujetarla.

Pero ella se soltó de un tirón y añadió:

—Sé lo que pensáis ambas de Edwina O’Hara y sólo espero que tengáis la decencia de decírselo a la cara, en vez de cuchichear a sus espaldas, como siempre hacéis.

Al ver que todos las miraban, Augusta, llevándose las manos al pecho, murmuró, viendo que Edwina sonreía:

—Por el amor de Dios, ¿de qué estás hablando?

Edwina, acercándose a la joven, se puso en jarras y dijo:

—Tranquila, Megan, estoy enterada de que me llaman «posadera» y sé muy bien lo que piensan de mí. Nunca me han engañado, aunque así lo creyeran.

Augusta la miró sorprendida y Edwina añadió:

—Nunca hubiera permitido que mi hijo se casara con tu hija.

—¡Madre! —gritó Kieran, que no entendía nada.

Megan, más segura y convencida de que lo que le había contado Angela era verdad, prosiguió:

—Y también sé que lo ocurrido con Kieran en el bosque lo organizaron las dos. Pagaron al mendigo y a las prostitutas para…

—Pero ¿qué estás diciendo? —se defendió la mujer.

Kieran, sorprendido, fue a hablar, pero Edwina, al oír aquello, maldijo como un hombre y siseó:

—Eso sí que no os lo voy a permitir, ¡brujas!

Susan, al verse descubierta, miró a su madre y a la de Kieran, mientras Duncan y Niall hablaban con el laird y éste asentía. Pero incapaz de ser sincera, la joven preguntó:

—Mamá, ¿de qué habla?

—Eso —dijo Megan, poniéndose también en jarras—, tú sigue así. ¡Mentirosa!

Al sentirse el centro de atención de todo el mundo, Augusta se tocó el cuello y farfulló:

—No te-tengo nada… nada que decir —se defendió.

Aldo Sinclair, al cruzar una mirada con la furiosa Edwina, miró a su mujer y a su hija y, con gesto sombrío, bufó:

—¿Qué hicisteis, por el amor de Dios?

Molesta por la poca vergüenza de aquellas mujeres, Megan miró a la delicada Susan y explicó:

—Ambas planearon lo que le ocurrió a Kieran para que Angela culpara a Susan delante de todos y Kieran se enfadara con ella.

Incrédulo éste miró a aquellas mujeres a las que tenía tanto aprecio y, bajando el tono de voz, siseó:

—¿Hicisteis eso?

—¡Mentira!

—Me lo creo —afirmó la madre de Kieran—. Siempre han sido de tirar la piedra y esconder la mano.

Susan, nerviosa, espetó:

—Mamá, tú dijiste que nadie se enteraría y…

—¡Susan, calla! —bufó Augusta.

—Como diría la mujer de mi hijo —se mofó Edwina—, ya os podéis quitar esas caras de pavisosas, que os acabamos de pillar.

—¡Madre!

Edwina sonrió y, asintiendo con la cabeza, reconoció:

—Hijo, Angela es lo mejor que te ha podido pasar.

—Aldo, por el amor de Dios, ¿no creerás lo que insinúan? —lloriqueó Augusta.

—Mire, señora —prosiguió Megan—, buscaré al hombre al que le pagó unas monedas y se lo demostraré.

—Yo sé quién es ese hombre —afirmó Aston, acercándose.

—¡Estupendo! —exclamó Megan y, con gesto serio, añadió—: Le aseguro que van a quedar delante de todos como lo que son, unas malas personas.

Kieran, furioso por lo que acababa de descubrir, miró a Aldo Sinclair y expuso:

—Al igual que hizo mi mujer, ahora yo espero una disculpa por parte de tu mujer y de tu hija hacia ella. —Y mirando a Susan, añadió—: Nunca esperé esto de ti. Confié en ti poniendo en duda lo que decía mi mujer, y ahora veo que me equivoqué.

—Kieran, escucha, yo…

—No, Susan. No voy a escucharte, ni ahora ni nunca —sentenció él, furioso.

Edwina, disfrutando con aquello, miró a la madre de la muchacha y, con un gesto de lo más chulesco, dijo:

—Augusta, espero no volveros a verte ni a ti ni a tu hija por mis tierras nunca más.

Aldo Sinclair, indignado por lo que ellas dos habían hecho, de malos modos las cogió del brazo y, mirándolas, masculló:

—Vamos. La fiesta se acabó.

Una vez se fueron, Megan miró a Kieran y éste murmuró:

—Creo que tengo que disculparme con Angela, ¿verdad?

—Oh, sí, mi cielo… lo vas a tener que hacer —contestó Megan con una sonrisa.

Edwina, acercándose a su hijo, lo miró con cariño.

—¿Te he dicho alguna vez que eres tonto?

—¿A qué te refieres, madre?

Edwina, dándole un suave manotazo, respondió:

—No se te ocurra perder a Angela por una finolis como Susan ni por ninguna otra. Al fin has encontrado a la mujer que te conviene y que sabe ponerte en tu lugar.

—Ya era hora —rió Gillian.

Al ver el gesto de todos, finalmente Kieran sonrió. Angela era lo único que le tenía que importar en esos momentos y necesitaba hablar con ella urgentemente.

Cuando entró en la tienda y la vio tumbada en el camastro, se puso de cuclillas y preguntó:

—¿Estás despierta?

Ella no se movió y, sentándose en el suelo, Kieran se disculpó:

—Vale, no he actuado bien. No te he creído y encima te hice pedirles disculpas. —Al ver que no respondía, prosiguió—: Lo siento, Angela. Lo siento, mi vida. Cuando vi a Susan me comporté como un tonto y ahora entiendo tu enfado y lo que me has querido demostrar en la fiesta. ¿De verdad estás dormida?

Esperó durante un rato y, al ver que seguía sin responder, decidió dejarlo para el día siguiente. Conociendo a Angela, era lo mejor.

En silencio, salió de la tienda y se sentó con sus hombres junto al fuego. Sólo deseaba que amaneciera para que ella se despertara y pudieran hablar.