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Cuando llegaron ante la tienda, Angela, al ver la buena armonía de Iolanda con Louis, sonrió y se disculpó. Luego comentó:

—Estoy tan enfadada por todo lo ocurrido, que cuando me duerma voy a dormir como un oso.

La joven le sonrió y ella, tras guiñarle un ojo, desapareció tras la tela de la tienda.

Louis, no dispuesto a que la noche se acabara, dijo, mirando a Iolanda:

—¿Te apetece mirar las estrellas?

Ella asintió y el highlander, feliz, la llevó hasta un lugar desde donde podían admirar el firmamento. Durante un buen rato charlaron de cosas diversas, hasta que él anunció:

—Querría enseñarte una cosa.

—¿El qué?

Louis, tirando de ella, se encaminó hacia los caballos, se subió al suyo y, tendiéndole la mano, susurró:

—Para verlo tienes que acompañarme.

Iolanda se paró a pensar. ¿Debía fiarse de él?

Dudó unos segundos, pero finalmente, consciente de que Louis no le haría nada que ella no deseara, le dio la mano y la sentó delante de él. Luego azuzó a su caballo.

Mientras cabalgaban, Iolanda miró a su alrededor. Stirling, engalanado para la fiesta de los clanes, estaba precioso. Siempre había sido una ciudad muy bonita.

Una vez la atravesaron, ella vio sorprendida que iban camino del cementerio. ¿Para qué iban allí?

Al llegar, Louis se apeó de la montura y, tras bajarla a ella con caballerosidad y dejarla en el suelo, preguntó:

—¿Te dan miedo los cementerios?

Iolanda negó con la cabeza.

—Como decía mi madre, hay que temer más a los vivos que a los muertos.

—Sabia mujer tu madre —contestó Louis sonriendo y, cogiéndole la mano, añadió—: Ven conmigo.

Entraron juntos en aquel lugar donde reinaba la paz y el silencio y Iolanda, al ver que se dirigían hacia la tumba de su madre, se inquietó, pero cuando vio lo que Louis le quería enseñar, las lágrimas se deslizaron por sus mejillas.

Ante ella vio la tumba de su madre limpia y arreglada. Toda ella estaba cubierta de flores y en una cruz reluciente de madera clara, habían grabado su nombre: «Mary Anne».

—Os seguí a Angela y a ti cuando vinisteis. —Iolanda lo miró y él prosiguió—: Y te oí decirle que era la tumba de tu madre y su nombre. He intentado adecentar la sepultura todo lo que he podido. Sólo espero que te guste.

Emocionada, Iolanda asintió mientras las lágrimas brotaban de sus ojos sin cesar. Aquel detalle tan bonito y tan lleno de amor le llegó al corazón y no podía hablar, sólo llorar emocionada.

Louis, al verlo, no se movió de su sitio. No quería abrazarla para no asustarla, pero entonces fue ella quien buscó cobijo entre sus brazos y murmuró:

—Gracias… gracias… gracias.

Enternecido, el highlander la rodeó con sus brazos y, tras respirar aliviado al ver su aceptación, la besó en la frente y musitó:

—Aunque sé que Zac lo sabe, yo no sé qué te ha pasado para que estés siempre tan asustada, no sé cómo murió tu madre, ni por qué estabas sola en aquel bosque, pero déjame decirte que, sea lo que sea, puedes contármelo y yo te escucharé y te ayudaré.

La joven asintió. Sin lugar a dudas, Zac había guardado su secreto, Louis era un buen hombre y, cogiéndole la mano, dijo:

—Salgamos de aquí.

Caminaron en silencio y una vez llegaron hasta el caballo de Louis, Iolanda, mirando al joven a los ojos, murmuró temblando:

—Bésame.

Él la miró confuso y no se movió. ¿Había oído bien?

Iolanda, al ver que no se movía, insistió:

—Bésame, Louis.

Esta vez, tras esbozar una encantadora sonrisa, el guerrero no lo dudó. Acercó su boca a la de ella, paseó sus labios por encima de los suyos y, cuando el calor y el temblor de sus cuerpos así lo exigieron, la besó con auténtica pasión.

Después de aquel primer beso, llegaron otros, hasta que Iolanda, con un cariñoso gesto, lo besó en la punta de la nariz y susurró:

—Me gustas y siento haberme comportado contigo con tanta dureza.

Incrédulo porque aquello estuviera pasando, Louis la abrazó nervioso, dispuesto a defender a aquella joven de todo lo que se le pusiera por delante, y repuso:

—Tú también me gustas; lo sabes, ¿verdad?

Ella asintió y, sentándose ambos sobre un tronco, le dijo, tras acariciarle la mejilla:

—Te he pedido que me beses, por si, tras lo que te voy a contar, no deseas volver a hacerlo.

—¿Por qué dices eso? —preguntó él, asombrado.

Iolanda, tras tragar el nudo que tenía en la garganta, sin prisa pero sin pausa, le contó todo aquello que siempre le había ocultado y que Angela y Zac conocían. Él la escuchó sin cambiar su gesto y, cuando acabó, el bravo highlander afirmó:

—Te prometo que no nos iremos de Stirling sin el pequeño Sean, y te exijo, si tú así lo deseas, seguir recibiendo tus besos el resto de mi vida.

Emocionada, Iolanda se tapó la boca. Nunca pensó que un hombre como Louis se pudiera fijar en ella y menos decirle aquellas cosas.

—Quiero besarte el resto de mi vida —respondió.