51

Cuando regresó de su paseo, Iolanda suspiró aliviada. Angela preguntó si Kieran había vuelto y le dijeron que no. Sin entender su tardanza o dónde estaba, entró en la tienda, se tumbó sobre una manta e intentó dormir, pero fue incapaz de hacerlo y se levantó.

Al salir de la tienda, Aston la vio y, al verla acercarse presurosa a su montura, preguntó:

—¿Qué ocurre?

—Voy a buscar a Kieran. Aldo Sinclair quiere hablar con él.

William, que estaba hablando con Louis y con su hijo George, al verlos junto a los caballos, se acercó presuroso y repitió la misma pregunta que Aston:

—¿Qué ocurre?

—Angela va a buscar a Kieran —contestó su hijo.

George sonrió y dijo:

—¿Echas de menos a tu esposo, señora O’Hara?

Angela lo miró con gesto hosco y respondió:

—El laird Sinclair quiere hablar con él.

—Ya iré yo a buscarlo —intervino Louis—. Tú quédate aquí, Angela. ¿Hacia dónde ha ido?

Ella se encogió de hombros.

—Según Susan, que es la última que lo ha visto, dice que lo dejó pensativo cerca del río —contó ella—. Yo quiero ir a buscarlo también.

—Quedaos aquí —insistió Louis—. Deberíais…

—Iré, ¿entendido?

Louis, tras cruzar una mirada cómplice con William, se dio por vencido e, instantes después, todos ellos salieron en busca de Kieran.

Al llegar al río se separaron y, de pronto, Angela vio a unas mujeres salir de entre unos ramajes. Reían y sus pintas proclamaban lo que eran: prostitutas. Sin apartar la vista, vio a un par de hombres caminar tras ellas. Sus sonrisas lo decían todo. Lo habían pasado muy bien.

Aston llamó y todos acudieron. Al acercarse, Angela vio a dos mujeres más alejarse de allí con premura y a Kieran sentado en el suelo, con la ropa descolocada. Tirándose del caballo, se acercó a él de malos modos, mientras William, sujetándola, le decía:

—Tranquila, muchacha.

Soltándose de él, furiosa e irritada, se encaró con Kieran y le preguntó molesta:

—¿Lo has pasado bien con esas mujerzuelas, esposo?

Él, confuso, se retiró el pelo de la cara y, con voz pastosa, murmuró, tocándose la cabeza:

—¿De qué hablas?

Cuando él la miró y Angela vio su rostro ceniciento y su mirada algo perdida, supo que no lo había pasado nada bien. Miró hacia atrás y, sin perder un minuto y sin hacer caso de William, montó en su yegua y la azuzó hasta alcanzar a las prostitutas.

Una vez les bloqueó el camino, desmontó e inquirió:

—¿Qué le habéis hecho a mi marido?

Las dos mujeres se miraron y Angela desenvainó la espada y se la puso a una de ellas en la garganta.

—Nos han pagado para acompañar al hombre hasta que alguien nos encontrara —contestó ésta—. Cuando llegamos, él ya estaba adormilado y…

—¿Quién os ha pagado? —siseó Angela.

Ellas, temblando, se miraron entre sí y una explicó:

—Era… era un hombre alto que…

—¿De qué clan? —intervino Aston, que había llegado hacía un momento.

La mujer se encogió de hombros y Angela, dispuesta a saber más, dijo:

—Aston, que una cabalgue contigo, la otra vendrá conmigo. —Luego, mirándolas, ordenó—: Acompañadnos.

Asustadas, ellas dieron un paso atrás y Angela masculló:

—O venís por las buenas o por las malas, ¡vosotras decidís!

Sin poder hacer otra cosa, montaron con ellos y Aston y Angela regresaron al campamento. Allí, tras dar un par de vueltas, la que iba con Aston susurró:

—Aquel hombre es quien nos ha pagado.

Angela asintió. Nunca había visto a aquel individuo de aspecto sucio y desastrado. Tras bajar a las mujeres de los caballos, Aston dijo:

—Lo seguiré e intentaré ver…

—Ha sido Susan —lo cortó Angela—. Sé que ha sido ella.

Y, con decisión, se encaminó hacia el hombre, pero Aston, parándola, preguntó:

—¿Adónde se supone que vas?

Enfadada, Angela, de un tirón, recuperó las riendas de su yegua y respondió:

—Voy a hablar con él.

—¿Te has vuelto loca?

—¿Acaso crees que me va a ocurrir algo rodeada de gente? —le planteó sonriendo—. Te recuerdo que aún soy la mujer del laird Kieran O’Hara.

Aston fue a protestar, pero ella fue hacia el hombre, que estaba sentado en el suelo. Se bajó del caballo y, acercándose a él, le espetó:

—¿Cómo te llamas?

Él la miró de arriba abajo y respondió:

—¿Y tú?

—Soy la mujer del laird Kieran O’Hara, ¿te suena de algo el nombre?

La expresión de él cambió y Angela, sin darle tiempo a reaccionar, se sacó la espada y, poniéndosela en el cuello, siseó:

—Sé que tú has golpeado a mi marido y que has pagado a dos fulanas para que lo acompañaran hasta que yo misma o algún otro lo encontrara. ¿Por qué lo has hecho?

La feroz fachada de él se vino abajo en décimas de segundo y contestó:

—Tenía hambre y esa mujer me…

—¿Mujer? ¿Qué mujer?

El vagabundo, temblando con la espada en la garganta, respondió:

—No lo sé. Me ha dado unas monedas y me ha pedido que hiciera eso.

Y, nervioso, miró hacia los lados. Angela le apartó la espada de su cuello y sentenció:

—No te mato porque mi marido está bien. Pero ten por seguro que si le hubiera ocurrido algo, ahora mismo serías hombre muerto. Nadie toca a mi gente. Y mi gente son los O’Hara. Déjalo claro entre tus conocidos o las personas que te paguen. Si a alguno le ocurre algo, volveré a por ti y esa vez no tendré clemencia.

Al volverse, Angela vio a Louis, William y Kieran sobre sus caballos. El aspecto de éste había mejorado algo. Al menos había recuperado el color.

—¿Qué se supone que estás haciendo? —preguntó él.

Angela, guardándose la espada, repuso:

—Simplemente, lo mismo que tú harías por mí.

A Kieran, su actitud posesiva le gustó, pero no dijo nada.

El vagabundo, que aún seguía en el suelo, al ver a Kieran se asustó más y, arrodillándose, le rogó:

—Le suplico clemencia, señor. Castígueme por lo que he hecho, pero no me mate.

Kieran lo miró desde su caballo e inquirió:

—¿Quién te ha pagado para que lo hicieras?

—Una mujer —contestó Angela—. Y ya imaginarás quién es, ¿no?

Incrédulo, Kieran dijo:

—No pensarás que ha sido Susan, ¿verdad? —La mirada de Angela fue suficiente respuesta y él murmuró—: Olvídalo. Susan no ha sido.

—Ella ha venido preguntando por ti. Le interesaba que yo te viera como te hemos encontrado. Está furiosa por nuestro enlace, ¿cómo no voy a pensar que ha sido ella?

—Tranquila, muchacha… tranquila —la aplacó William.

Kieran miró al vagabundo y le dijo con voz calmada:

—Procura no volverte a cruzar conmigo, ni acercarte a ninguno de los míos o te prometo que no seré tan benevolente contigo la próxima vez. —Luego añadió—: Vamos, regresemos junto a los nuestros.

Con gesto de enfado, Angela guió a su yegua, y Kieran, acercándose a ella, susurró al recordar lo ocurrido la noche anterior:

—Tenemos que hablar muy seriamente.

—Oh, por supuesto —replicó ella—. Sin duda hablaremos de la Sinclair.

—No, Angela… de ella precisamente no quiero hablar.

En ese instante, Louis se acercó a ellos y anunció:

—Lady Edwina ha venido.

Kieran blasfemó. Los problemas se multiplicaban y, al mirar a su mujer, ésta agregó con mofa:

—Y contenta, lo que se dice contenta, no está.

Kieran puso los ojos en blanco. Sólo le faltaba tener a su madre allí para terminar de volverlo loco.

Cuando llegaron al campamento, Angela, sin que Kieran la viera, se separó del grupo. Y, tras pasar por su tienda y recoger a Iolanda, continuó hasta la tienda de Megan y Gillian. Necesitaba desahogarse con ellas.

—¿Estás más tranquila? —se interesaron.

—Sí. —Y, tras contarles lo ocurrido, gruñó—: Pero lo que más me irrita es que Kieran no crea que ha sido la idiota de Susan la que ha orquestado todo esto.

—La belleza en ocasiones los ciega —reflexionó Gillian.

—¡Hombres! —protestó Megan.

En ese momento entraron Duncan y Niall y, al verlas a todas reunidas, preguntaron:

—¿Qué ocurre?

Megan, con una sonrisa que cautivó a su marido, se acercó a él y respondió:

—Angela y Kieran han vuelto a discutir y la he invitado a quedarse en nuestra tienda esta noche.

—¿No habrá sido por la Sinclair? —sugirió Duncan.

Angela asintió y el hombre dijo:

—Quédate. No cabe duda de que Kieran no sabe lo que hace.

El tiempo pasaba y Kieran era consciente de que Angela no regresaba.

Antes de la cena ya no pudo más y fue hacia la tienda de los McRae. Louis le había dicho que ella estaba allí.

Al llegar, en la puerta se encontró a Duncan y Niall ante el fuego. Éstos al verlo lo saludaron y Kieran preguntó:

—¿Está aquí?

Ambos asintieron y Duncan afirmó divertido:

—Creo que es mejor que la dejes tranquila.

—No quiere verte —apostilló Niall.

Kieran negó con la cabeza, miró a sus amigos y preguntó furioso:

—¿Se puede saber de qué os reís?

—¿Qué haces casado con una mujer como Angela? —le preguntó Duncan—. ¿No decías que las guerreras no eran para ti?

—Es verdad —rió Niall—. Aún recuerdo aquello de: «Me gustan las mujeres dóciles».

—O aquello otro de —se mofó Duncan—: «Nunca me casaría con una mujer contestona y porfiadora».

Escuchar sus burlas lo hizo sonreír. Durante años, a pesar de lo mucho que quería a Megan y a Gillian, él había huido de mujeres con carácter y escucharlos ahora le hacía entender que, en ocasiones, nada es como uno desea.

Los escuchó durante un rato. Se merecía todo aquello por lo mucho que él se había reído cuando ellos se enamoraron, hasta que la paciencia se le acabó y masculló:

—¿Queréis cerrar esas bocazas antes de que os las cierre yo?

Los hermanos McRae soltaron una carcajada y Duncan accedió:

—De acuerdo, nos callaremos. Pero tú date la vuelta y regresa a tu tienda. Angela se queda esta noche con nosotros.

—¡Ni hablar! —bramó él—. Me da igual si me quiere ver o no. Ella es mi mujer y regresará conmigo a mi tienda.

Los otros dos se levantaron y Niall, con una sonrisa fanfarrona, susurró:

—Amigo, hay cosas que aún no sabes de las mujeres y…

Ya no pudo más. Kieran levantó el puño y le soltó un izquierdazo. Niall se tocó el ojo dolorido y, mirándolo, lo increpó:

—¿Y esto a qué viene?

Sin hablar, Kieran soltó un derechazo, que fue a impactar en el pómulo izquierdo de Duncan, y al ver que éste lo miraba con gesto furioso, explicó:

—Os la debía a los dos. Y ahora, apartaos de mi camino para que pueda hablar con mi mujer.

Pero no hizo falta. Ante la algarabía que había armado, Angela ya estaba delante de él, gritando:

—Por el amor de Dios, Kieran, ¿qué estás haciendo?

Sin contestarle, la agarró de la mano y dijo:

—Tú te vienes conmigo.

—Ni hablar. No iré.

Kieran la miró como un loco y siseó:

—No me desafíes, y menos delante de mis amigos.

Y, sin más, la agarró, se la echó al hombro y, sin importarle lo que ella le decía ni los puñetazos que le daba, se la llevó.

Megan y Gillian, que los observaban junto a sus maridos, sonrieron, y Duncan, tocándose el pómulo dolorido, comentó:

—¡Enamorado es poco!