Durante toda la mañana, Angela no volvió a ver a Kieran y unos extraños nervios le retorcieron el estómago.
¿Habría hecho bien animándolo a hablar con Susan?
Pasó gran parte del tiempo hablando con Megan y Gillian, hasta que los maridos de ellas fueron al campamento a buscarlas.
Rápidamente, ellas se la presentaron a sus maridos y la dulce sonrisa de Angela, unida a su desparpajo y su simpatía, los cautivó. Aunque se quedaron atónitos al saber que aquella joven, con pantalones como sus mujeres, era quien había hecho sentar la cabeza al mujeriego Kieran O’Hara, al que siempre habían atraído las damas elegantes y refinadas.
Cuando ellas dos se marcharon con sus maridos, Angela se cambió de ropa y se puso uno de sus viejos vestidos. Luego pensó en la cariñosa madre de Susan y eso la apenó. Sin duda, la mujer sufría al ver a su hija triste. Pensó en su padre y en lo mal que lo pasaba al ver a Davinia infeliz.
Sumida en sus pensamientos, de pronto, oyó:
—Oh, Dios mío… Oh, Dios mío…
Angela vio ante ella a Edwina, la madre de Kieran, de pie en la entrada de la tienda, y rápidamente se levantó del suelo.
—No me lo puedo creer. Dime que no es cierto que el descerebrado de mi hijo se ha casado contigo.
—Escuche, señora, yo…
—¡Louis! —llamó ella—, dime que no es cierto lo que Augusta Sinclair me acaba de contar.
Louis se acercó y, tras resoplar, murmuró:
—Milady, creo que deberíais esperar y hablar con vuestro hijo.
Con la mano tapándose la boca, Edwina volvió a mirar a Angela y, sin poder evitarlo, espetó:
—Tú no me gustas para mi hijo.
—Milady… —intervino Louis al ver su dureza.
Pero a la mujer, sin importarle nada, lo miró y exclamó:
—Por el amor de Dios, ¿cómo se ha podido casar con ella? Esta… esta muchacha es una llorona y una quejicosa insufrible, que le teme hasta a un caballo y no sabe ni sujetar una espada. ¿Qué ha visto en ella? Oh, Dios mío, ¡qué desgracia!
Angela, al ver que la gente se paraba a escuchar, y comprender la imagen que la mujer tenía de ella, sin importarle lo que pensara, la agarró del brazo y la obligó a entrar en la tienda. Una vez dentro, la soltó y dijo:
—Edwina…
—¿Edwina? ¡¿Cómo que Edwina?! —gritó ésta.
Louis entró también, acompañado de Iolanda: Angela se lo agradeció con la mirada. Lady Edwina prosiguió enfadada:
—Yo no te he dado permiso para que me llames por mi nombre, muchacha.
—Lo sé… pero…
Pero la madre de Kieran, llevándose con dramatismo la mano a la boca, sin dejarla proseguir, contó:
—A Edimburgo me llegaron noticias de lo ocurrido a tu padre y tu gente y lo siento mucho, muchacha. Creía que te habrías marchado a Glasgow con tu hermana Davinia y su marido.
Edwina había oído algo, pero no exactamente la verdad, y Louis intervino:
—Si me lo permitís, milady, os explicaré lo ocurrido…
—Oh, no, ¡ahora no! —Y, con semblante demudado, murmuró—: ¡Oh, Dios mío! ¿No estarás embarazada?
Cansada de sus suposiciones, pero con unas terribles ganas de llorar, Angela negó con la cabeza y gimió:
—No, señora. No estoy embarazada.
Louis, que conocía los sentimientos de su amigo y señor, sin importarle lo que opinara la madre de éste, habló:
—Milady, insisto en que deberíais hablar con Kieran.
—¿Y cuándo se supone que yo me iba a enterar? —preguntó Edwina—. Llego a Stirling y, nada más ver a Augusta, me da un disgusto. —Las lágrimas de Angela le corrían por las mejillas; la mujer dijo—: Por el amor de Dios, muchacha, ¿ya estás llorando?
Iolanda fue rápidamente a consolarla, cuando la puerta de la tienda se levantó y aparecieron Duncan y Niall. Intentaron hablar con Edwina, pero ella no les escuchaba y Angela, cansada, reveló:
—Kieran podrá casarse con Susan. Sólo ha de esperar a que pase el…
Edwina, llevándose una mano a la cabeza, miró a los dos buenos amigos de su hijo y susurró:
—Qué disgusto… qué disgusto tengo. ¿Cómo el tonto de mi hijo se ha podido casar con esta muchacha?
Duncan sonrió y Niall respondió:
—Sin duda alguna, porque no es tonto.
La mujer, desconcertada por aquella respuesta, fue a hablar, pero Niall continuó:
—Edwina, si Kieran se ha casado con ella es por algo importante.
La mujer no dijo nada, y Duncan, acercándose a Angela, explicó:
—Conozco a Kieran desde hace años, y estoy seguro de que las cosas importantes no las hace sin pensar. Dale un voto de confianza y espera a hablar con él. Ten por seguro que Angela es una buena muchacha.
Tras mirarla, Edwina contestó:
—Yo no digo que sea mala, sólo digo que no es la mujer ideal para Kieran. —Y, sin querer escuchar nada más, preguntó—: Louis, ¿dónde está mi hijo?
—No tardará en regresar, milady.
Sin importarle lo que aquella llorona tuviera que decir, ella añadió:
—Dile que estoy alojada con los Sinclair. —Y tras mirar a Angela de arriba abajo, murmuró—: Sin duda, me equivoqué respecto a Susan. Ella era su opción.
Oír eso a Angela la desbloqueó, y, secándose las lágrimas con rabia, bramó fuera de sus casillas:
—Sí, señora. Susan seguro que es su mejor opción para que los hombres le envidien y usted se vanaglorie de la increíble belleza de la esposa de su hijo. Da igual que sea fría, caprichosa e inhumana.
—Angela, no —susurró Iolanda.
Pero cansada de aguantar las continuas comparaciones con la Sinclair, Angela prosiguió:
—Sin lugar a dudas, si compara a Susan conmigo, yo tengo todas las de perder. No soy bonita, no soy perfecta, no tengo un pelo color oro, no tengo clan ni bienes y, por no tener, casi ni tengo familia, pero ¿sabe qué? Me da igual. Y me da igual porque tengo muy claro quién soy y lo que quiero en esta vida. Y lo sé porque mi padre no tendría riquezas, ni ejército, pero me enseñó unas cosas que pocos aprenden y que se llaman «valores» y «corazón», algo que la maravillosa Sinclair no aprenderá en su vida y que, sin duda, algún día usted y su hijo echarán de menos.
Edwina, sorprendida porque la joven ya no llorara y fuera capaz de plantarle cara, fue a decir algo, pero sin permitírselo, Angela añadió:
—¿Que Susan es mejor esposa que yo para su hijo? Eso sólo el tiempo lo dirá. Pero que les quede muy clarito a usted y a él que el cariño, el respeto y el amor que yo le tengo no tienen nada que ver con los que ella le tendrá y más tras conocerla y ver por mí misma qué clase de mujer es. Y ahora, haga el favor de salir de esta tienda e irse con las Sinclair. Sin duda, ellas le tratarán como yo nunca seré capaz de hacer.
Edwina la miró pensativa. Aquella joven no tenía nada que ver con la llorona que en Caerlaverock la sacaba de sus casillas, pero cuando fue a abrir la boca, Angela siseó:
—No, señora. No quiero escucharla. ¡Váyase!
Edwina, tras mirar a Duncan y Niall y éstos no moverse ni decir ni mu, miró a Louis, que le levantó la puerta de la tienda. La mujer salió sin decir nada y cuando caminaba junto a Louis, se paró y, con incredulidad, preguntó:
—¿Esa jovencita es la misma que lloriqueaba en Caerlaverock?
Louis sonrió y dijo:
—Milady, creo que debéis saber algo más.