48

Al amanecer, Angela notó movimiento a su lado. Al abrir los ojos, vio a Iolanda poniéndose los pantalones de cuero y sentándose rápidamente, preguntó:

—¿Adónde vas?

Con una triste sonrisa, la joven respondió:

—Quiero ir a llevar unas flores a la tumba de mi madre.

Levantándose presurosa, Angela cogió sus pantalones y dijo:

—Te acompañaré.

Una vez vestidas y con sus espadas al cinto, salieron por el hueco descosido de la tienda. Con cautela, llegaron hasta donde estaban los caballos; sin montar, los cogieron de las riendas y procurando no hacer ruido se alejaron del lugar. Por el camino, Iolanda fue recogiendo flores. No había muchas. El invierno estaba a punto de llegar a las Highlands, pero no quería ir con las manos vacías.

Ya más lejos del campamento, ambas montaron y Angela siguió a Iolanda, que sabía dónde estaba el cementerio. Al llegar, ataron los caballos a la rama de un árbol y Angela, cogiéndose del brazo de su amiga, la acompañó.

Iolanda se dirigió hacia la derecha del camposanto y se detuvo frente a una cruz rota y una descuidada tumba.

—Hola, mamá. He regresado.

Con el corazón encogido de dolor, Angela vio cómo aquella muchacha de eterna sonrisa se desmadejaba y caía de rodillas mientras hablaba con su madre muerta. Su dolor le hizo recordar el que ella había sentido al perder a su padre y se emocionó. Se arrodilló junto a ella y, entre las dos, intentaron limpiar la tumba de la madre de malas hierbas.

—Esta cruz no hay manera de arreglarla —murmuró Iolanda—. Ni siquiera pone su nombre.

Angela asintió e, intentando ser positiva, dijo:

—Encargaremos una. Vendremos antes de irnos y la pondremos. ¿Cómo se llamaba tu madre?

—Mary Anne. Se llamaba Mary Anne.

Ella asintió y guardó silencio. Durante un buen rato, estuvieron allí sin hablar, hasta que comenzó a llover y, levantándose, Iolanda propuso:

—Regresemos.

Salieron del camposanto y, montando de nuevo en los caballos, emprendieron la vuelta.

Pero ésta no fue tan fácil como la ida. La lluvia arreciaba, pero antes de llegar al campamento principal, a las afueras de Stirling, paró. Rodeadas de cientos de highlanders, se encaminaron hacia su tienda mientras veían a hombres y mujeres hablar con afabilidad. Pero de pronto, un hombre hizo un ruido atronador y la yegua de Angela se asustó, encabritándose. Cuando consiguió tranquilizarla, la capucha se le escurrió y todos los presentes vieron que se trataba de una mujer.

—Maldita sea —musitó ella, al ver cómo la miraban.

Iolanda, al ver aquello, se quitó también su capucha y los guerreros, al percatarse de que era otra mujer, gritaron encantados, mientras algunas de las mujeres, finas damas, las contemplaban horrorizadas.

¿Cómo podían ir vestidas de ese modo?

Los toscos hombres de las Highlands comenzaron a decirles bravuconadas y Angela, al comprobar que les cortaban el paso, siseó:

—Esto no me gusta nada.

Iolanda asintió. Unos veinte jóvenes las miraban y no precisamente con ojos dulces y caballerosos.

—Me temo que tu marido se va a enterar de nuestra escapada —susurró.

—No lo dudo —contestó Angela.

Varios guerreros agarraron las riendas de sus caballos y las retuvieron. En un principio, ambas intentaron ser corteses, pero al ver que los comentarios y las insinuaciones cada vez eran más obscenas, Angela decidió acabar con ello y, lanzando una patada al que tenía más cerca, gritó:

—¡Suelta a mi yegua ya!

El hombre dejó ir la rienda rápidamente y, mirándola, dijo:

—Vaya… vaya… la pelirroja tiene genio.

Ese comentario hizo sonreír a Angela, que replicó:

—Y valor, ¡así que no te acerques!

Pero él, sin hacerle caso, se acercó más y osó ponerle una mano en el muslo. Angela le dio un manotazo y, desenvainando la espada, gritó:

—¡Si vuelves a tocarme, te marco la cara!

La carcajada fue general y Iolanda, mirando al que estaba a su lado, que pensaba hacer lo mismo, susurró:

—Ni se te ocurra tocarme a mí tampoco.

Esa valentía a muchos se les antojó divertida y cuando otro de ellos fue a rozar la pierna de Angela, ésta, con un rápido movimiento, le hizo un leve corte en la mano y bisbiseó:

—He dicho que apartéis vuestras manazas de mí.

A pesar del corte, el hombre sonrió, pero con gesto rudo, tiró del pie de Angela y la desmontó con fuerza, derribándola sobre el suelo embarrado. Iolanda, al verlo, desmontó rápidamente y corrió hacia su amiga espada en mano, preocupada. Pero no hizo falta que la ayudara a levantarse, porque Angela lo hizo como un resorte y, enfadada, se quitó el barro de la cara, de las manos y del pelo y, sacándose la daga de la bota, se abalanzó contra el que la había tirado y, tras darle una patada en el pecho que lo hizo caer al suelo, se sentó sobre él y, con la espada en su cuello y la daga en el estómago, siseó:

—Si fuera un animal como tú, te mataría por lo que acabas de hacer. Da gracias a que pienso antes de actuar o, si no, ya serías hombre muerto.

De pronto, oyó el ruido del acero y al mirar atrás vio a Iolanda quitándose de encima a un hombre. Soltando al que tenía en el suelo, Angela fue en su ayuda y otro hombre más, divertido por la situación, se unió a ellos.

—¡Parad! —gritó Iolanda.

—Vamos —dijo uno de aquellos—. Divirtámonos, valerosas guerreras.

Enfadada por aquel ataque gratuito, Angela soltó un grito y se lanzó a la lucha. Sin descanso y con destreza, se quitó a dos hombres de encima, pero lo que comenzó como un juego para ellos, momento a momento se volvía más feroz. Sorprendidos por su maestría en la lucha, cada vez se les unían más, hasta que Angela, agarrando a Iolanda, gritó con la espada en alto, al verse acorralada:

—Parad si no queréis meteros en un buen lío con mi marido.

—Pelirroja, mereces un buen correctivo y si tu marido no te lo da, yo estoy dispuesto a…

—¡Cierra tu bocaza o te salto los dientes! —gritó ella ofuscada.

Los hombres soltaron una risotada. ¿Aquella mujer tenía marido? Y, de pronto, detrás de las jóvenes se oyó una voz de mujer que decía:

—Vaya… vaya… vaya… cuánto hombre valiente reunido.

Al mirar, Angela vio a dos mujeres que se acercaban a ellas vestidas también con pantalones y espada en mano. Una morena y la otra rubia. No las había visto en su vida, pero por el simple hecho de salir en su ayuda ya le gustaron.

—Thomas y Jefrey McDougall —gritó la rubia—, me avergüenza veros acosando a estas mujeres. Thomas, cuando le cuente a mi hermano tu brutalidad con ella desmontándola del caballo, te aseguro que te caerá una buena.

El mencionado agachó la cabeza y entonces la morena voceó:

—Fraser, Conrad y Mauled Shuterland, marchaos de aquí antes de que os dé vuestro merecido, como ocurrió el año pasado por otra osadía igual, ¿o acaso lo habéis olvidado?

Los guerreros protestaron, pero finalmente se dieron la vuelta y se marcharon. La gente se comenzó a dispersar, pero la morena, mirando a una mujer que las observaba, preguntó con gesto serio:

—¿Ocurre algo, Agnes Shuterland?

La interpelada levantó el mentón y contestó:

—Si mal no recuerdo, el año pasado a vuestros maridos no les gustó que os enfrentarais a los Shuterland y…

—Lo que les guste a nuestros maridos o no, querida Agnes —la cortó la otra con seguridad—, no es asunto tuyo.

Sin más, y con gesto hosco, la tal Agnes se recogió las faldas y se alejó con los de su clan.

En ese instante, Iolanda soltó la espada con gesto de dolor.

—¿Qué te ocurre? —le espetó Angela, preocupada.

—Me he vuelto a hacer daño en el dedo, ¡maldita sea!

—¿Estáis bien? —se interesó la mujer rubia, acercándose a ellas.

Angela se retiró el pelo embarrado de la cara y expuso:

—Iolanda tiene un dedo roto, pero muchas gracias por vuestra ayuda —añadió sonriendo—. Queramos reconocerlo o no, esos brutos eran demasiados para nosotras dos.

Envainando la espada, la otra sonrió también y respondió:

—Si vuelven a acercarse a ti, diles que eres amiga de la mujer del Halcón y te aseguro que se marcharán. —Y luego añadió—: Soy Megan. Mi marido es el laird Duncan McRae y…

—¿Eres la hermana de Zac? —inquirió Angela al recordar los nombres. Y mirando a la rubia, dijo—: ¿Y tú eres Gillian?

Las mujeres, sorprendidas de que las conocieran, fueron a contestar cuando Kieran, acercándose por detrás de Angela, la agarró del brazo y, con gesto preocupado, preguntó:

—¿Estás bien?

—Sí.

—Iolanda, ¿estás bien? —insistió entonces, mirando a la chica.

—Sí. Ambas estamos bien.

Había oído hablar a algunos hombres de una pelirroja vestida de hombre, y que, espada en mano, se había enfrentado a varios de ellos. Enseguida supo que era Angela y, seguido de Zac, corrió hasta donde les dijeron que estaba. Ahora, sin percatarse de la presencia de nadie más, las interrogó, al ver el estado penoso en que las dos jóvenes se encontraban:

—¿Qué hacéis vestidas las dos así?

Angela y Iolanda se miraron y la primera respondió:

—Hemos salido a dar un paseo.

—No es eso lo que he oído. ¿Qué ha ocurrido con estos hombres? —Y, mirando alrededor, gritó con voz ronca a los highlanders que los observaban—: ¿Dónde están esos necios? ¡Los mataré!

Angela fue a decir algo, cuando Megan, divertida, viendo a su buen amigo tan alterado, intervino:

—Por el amor de Dios, Kieran, ¿qué te ocurre?

Éste se dio la vuelta y, al ver ante él a unas sonrientes Megan y Gillian, blasfemó y murmuró:

—No me lo puedo creer…

Gillian, divertida por aquel comentario, replicó:

—¿Qué es lo que no te puedes creer?

Zac miró a Kieran y comentó:

—Como diría el viejo Marlow, «Dios las cría y ellas se juntan».

Megan, feliz al ver a su hermano, lo abrazó y, tras ella, Gillian, mientras Angela los observaba. Se notaba el cariño que se tenían y, cuando se separaron, Megan miró a Kieran, que no había abierto la boca, y dijo:

—Me he enterado de una cosa que me ha sorprendido, y mucho.

Él puso los ojos en blanco. ¿Por qué todo el mundo le decía lo mismo?

—Si te refieres a su enlace —intervino Zac—, sí, ¡es cierto!

—¡Santo Dios! —susurró Gillian, haciendo reír a Iolanda.

Megan bajó la voz y, acercándose a Kieran, preguntó:

—¿No te habrás casado con la melindres de la Sinclair?

—¡La pavisosa, Megan, la pavisosa! —rió Gillian al oírla.

Megan, al ver el gesto serio de Kieran por su comentario, divertida, añadió:

—Es insufrible, Gillian, ¡y no digas que no! Recuerda la que organizó cuando Kieran la llevó de visita a Eilean Donan y se enteró de que yo tenía sangre inglesa. Y ya no te digo cuando salió a caballo con nosotras.

Gillian explicó divertida cómo Susan Sinclair lloriqueó al caerse sobre el fango y ensuciarse la ropa.

—Eso es difícil de olvidar —se mofó, riendo.

Kieran maldijo al escucharlas. Recordaba aquel episodio y les reprochó:

—La llevasteis por un camino nada fácil para su montura.

Ambas mujeres se miraron y Megan replicó:

—Por Dios, Kieran… se empeñó en acompañarnos, ¿o no lo recuerdas?

Lo recordaba. Claro que lo recordaba, y calló.

Angela tuvo ganas de reír por lo que escuchaba. La tal Susan no era tan perfecta como ella creía, y eso le gustó. Miró a las dos mujeres que estaban hablando con su marido y, sin conocerlas, pensó que ya le caían bien. Sus gestos, su naturalidad y su forma desenfadada de explicarse le parecieron increíbles.

—Mi hermana Shelma no conoce a Susan Sinclair —prosiguió Megan—, pero me ha dicho que tu mujer viste muy bien y que es muy delicada.

—¡¿Delicada?! —murmuró Angela mirando a Iolanda y ambas se rieron.

—Kieran, por el amor de Dios —le rogó Gillian—, dime que no te has casado con esa pavisosa…

—Buenos días —saludó una voz.

Al volverse, los que la conocían vieron que se trataba de Susan Sinclair, ¡la pavisosa!, acompañada de su madre, lady Augusta. La joven iba a lomos de un imponente caballo blanco y, como siempre, perfecta en su atuendo. Kieran le sonrió y a Angela ese gesto le dolió, pero no dijo nada.

—Susan, Augusta, qué alegría veros a ambas —exclamó Megan con una falsa sonrisa.

—El placer es nuestro —respondió la madre de Susan.

Ésta las miró. Megan y Gillian no le gustaban, pero parpadeó con delicadeza. Sabía que las miradas de muchos hombres estaban puestas en ella y, bajándose del caballo, caminó hacia las dos mujeres y dijo:

—Me congratula saber que os alegra mi presencia.

Angela la miró. Por fin conocía a la Sinclair. Pudo comprobar con sus propios ojos que era una auténtica belleza y suspiró al entender por qué su marido decía que era el capricho de cualquier highlander. Aquella joven era perfecta.

Gillian tosió con gesto divertido, dejando claro que la antipatía era mutua. Angela, al ver su sonrisa y su cara de circunstancias, hizo esfuerzos para no reírse. Sin duda allí había pasado algo y esperaba saber qué era.

La madre de Susan desmontó también y, tras saludar a Kieran, miró a las jóvenes vestidas con pantalones y, arrugando la nariz, murmuró:

—Nunca entenderé a las mujeres que se visten como los hombres.

Kieran, al oírla y ver la cara de Angela, para impedir que ésta dijera algo inapropiado, se acercó a la joven y bella Susan y, tras besarle la mano con galantería, dijo:

—Eres tan encantadora que no alegrarse de tu presencia sería un pecado.

Megan y Gillian se mordieron la lengua y Angela lo miró incrédula.

—Kieran como siempre tan caballeroso —se congratuló lady Augusta.

—Eso nunca hay que perderlo, encantadora Augusta —comentó él—, y menos ante una bella mujer como vuestra hija o vos misma.

—¿Y nosotras cuatro no somos bellas mujeres? —preguntó Gillian con sorna.

—¿Seremos caballos quizá? —masculló Angela, furiosa.

Kieran las miró y fue a responder, pero Megan lo cortó con sequedad:

—Gracias, Kieran. Nosotras también te apreciamos.

Susan, encantada por ser el centro de atención, sonrió y parpadeó con coquetería. Estaba molesta por la boda de él, pero saber que seguía atrayéndolo le gustó. Se acercó a Angela y a Iolanda con parsimonia y, tras observarlas, inquirió:

—¿Sois las criadas de los McRae?

Megan y Gillian se miraron divertidas y Angela contestó:

—No.

Susan, sin quitarles la vista de encima, inquirió:

—¿Qué os ha ocurrido, muchachas?

Iolanda no sabía qué decir y Angela, tras mirar a Kieran con furia, respondió:

—Nada importante. Sólo es un poco de barro.

—Y suciedad —apostilló lady Augusta.

Angela suspiró. Verse en aquella tesitura ante aquellas mujeres la incomodó. Nunca había deseado ser la mujer más bonita de ningún lado, ni volver locos a los hombres, pero en aquel momento le hubiera gustado ser mil veces más bonita que la Sinclair.

Lady Augusta, al ver que aquella embarrada criada no iba a decir nada más, obviando a las McRae, dijo:

—Estamos impacientes por conocer a tu bella esposa —y mirando a su hija preguntó—: ¿Vuestra madre está al corriente de esa boda? —Kieran no respondió y ella añadió—: Os aseguro que se disgustará, y mucho, cuando se entere. Edwina quiere tanto a mi Susan…

—Mamá, no sigas —protestó ésta.

—Y no está de más decir —continuó sin embargo la mujer— que tanto a ella como a mí nos hubiera gustado otro enlace diferente. El que llevamos planeando hace años.

Molesto por aquella conversación, Kieran, que no había pestañeado, contestó, al sentir la mirada de Angela:

—Entiendo lo que decís, lady Augusta, pero soy dueño de mi vida y ni vos ni mi madre me tenéis que decir con quién he de desposarme.

Al oír eso, la mujer rápidamente dulcificó su gesto y afirmó:

—Por supuesto… por supuesto, y os doy la enhorabuena por la decisión.

—Gracias, lady Augusta.

Unos niños que jugaban pasaron cerca de ellas salpicando barro. Susan, al verlos, empujó a uno de ellos, tirándolo al suelo, y siseó:

—Mugriento, aléjate de mí.

Incrédula, Angela miró a Kieran, que tampoco daba crédito y juntos ayudaron al niño a levantarse. Megan y Gillian rápidamente se lo reprocharon a Susan, que se defendió. Cuando el crío se marchó, Angela la miró y declaró:

—Es increíble que alguien como tú, que puede ayudar a los demás, no lo haga. Ese pobre niño sólo estaba jugando.

—¿Me hablas a mí?

—Sí, claro que te hablo a ti.

Megan y Gillian soltaron una carcajada, pero Susan, sin importarle lo que ella dijera, le hizo un gesto despectivo con la mano y, volviéndose hacia el hombre que le interesaba, insistió:

—Me gustaría conocer a tu esposa, ¿dónde está?

Incómodo por la situación, miró a Angela y vio que ésta sonreía. Sin duda, iba a disfrutar con lo que estaba a punto de ocurrir. No había peor momento para presentarla, con ella sucia, mojada y llena de barro, pero tras comprender que debía hacerlo, con decisión la cogió de la mano, la acercó a él y dijo:

—Os presento a Angela O’Hara, mi mujer.

La cara de las cuatro mujeres fue de absoluta sorpresa. ¿Aquella sucia joven era su mujer?

Ella las miró con una encantadora sonrisa y, dirigiéndose a Susan, soltó:

—Si me llegas a empujar a mí o algún chiquillo de mi clan, te aseguro que ya estarías rebozada en barro.

—Angela… —le reprochó su marido.

—Kieran… ¿qué dice tu mujer?

Él miró a Angela y, levantando las cejas, murmuró:

—Compórtate, por el amor de Dios.

Angela suspiró y, mirando a Megan y Gillian, que se reían, se acercó a ellas y las abrazó. No las conocía, pero ya sabía que iban a ser muy buenas amigas.

Lady Augusta cogió del brazo a su hija y, con gesto serio, la reprendió por aquella mala acción. Cuando acabó, Susan, algo recuperada de la sorpresa inicial, se acercó a Angela y dijo sin tocarla:

—Siento lo del niño. No he debido hacerlo.

Ella asintió al escucharla y Kieran intervino:

—Te honra decirlo, Susan.

—Es un placer conoceros, Angela O’Hara —añadió la joven.

—Lo mismo digo, Susan Sinclair —respondió ella con cautela.

—Siento haberos hablado así hace unos instantes —se disculpó lady Augusta, sin moverse de donde estaba—, pero no esperaba encontrarme a la mujer de Kieran en este estado. —Angela sonrió y la mujer agregó—: Espero conoceros mejor en Kildrummy, en circunstancias más favorables, y os ruego que disculpéis mi sinceridad, pero como madre de Susan, yo había…

—Mamá, ¡cállate! —protestó la joven.

—Pero, hija…

—He dicho que te calles —siseó.

Tras un incómodo silencio en el que ninguno sabía qué hacer, ni qué decir, Susan, con gesto altanero, montó en su caballo y se alejó. Angela, al ver que Kieran la miraba, sin importarle sus propios sentimientos, le aconsejó:

—Creo que deberías ir a hablar con ella.

—¿Seguro, mi vida?

Angela sonrió y le dio un dulce beso en los labios, tras lo cual él montó y, azuzando a su caballo, fue tras Susan.

Lady Augusta dijo:

—Gracias por este bonito detalle. En nombre mío y de mi hija os lo agradezco. —Y, con los ojos llenos de lágrimas, prosiguió—: Susan no lo está pasando bien. Tenía puestas sus ilusiones en Kieran, pero él os conoció a vos, y, aunque entiendo que las cosas del amor son así, me duele verla tan triste.

—Lo comprendo —murmuró ella.

La mujer, tras secarse los ojos con un pañuelo que se sacó de la manga, sonrió y comentó:

—Cualquier cosa que necesites, no dudéis en pedirlo, ¿de acuerdo, bonita?

Angela asintió con una sonrisa y, tras decir eso, lady Augusta cogió las riendas de su caballo y, tirando de él, se alejó caminando.

Las cuatro miraron cómo se alejaba y Gillian murmuró:

—¿Kieran ha dicho «mi vida»?

Angela sonrió y Megan, divertida, preguntó:

—¿Por qué animas a Kieran a ir tras esa cursi?

—Pavisosa —la rectificó Gillian.

Angela, encogiéndose de hombros, respondió:

—Ha de hablar con ella y darle explicaciones.

—¡¿Explicaciones?! —exclamaron al unísono Megan y Gillian.

Ella sonrió y, no dispuesta a mentirles, tras mirar a Iolanda, dijo:

—No debería contaros esto, pero si me acompañáis y prometéis que no se lo diréis a nadie, os explicaré el motivo de nuestro enlace.