A mitad de camino, unos hombres interceptaron a los que llevaban a Angela y, sin mediar palabra, los atacaron y les dieron muerte. Ella, sin saber quiénes eran, los miró y uno, acercándose, saludó:
—Hola, Angela… No veía el momento de volver a verte.
La luz de la luna iluminó su rostro y pudo ver que se trataba de Rory Steward. Él, al percatarse de su desconcierto, sonrió y, acercándose más, le tocó el muslo y siseó:
—Esta vez no te escaparás.
—¡No me toques! —gritó ella, moviéndose.
Rory, al ver la soga que llevaba al cuello y la dificultad que tenía para moverse, rió y dijo:
—Harper y Otto murieron por ti, y yo me vengaré por ellos.
—Mi marido te matará, Rory, ¡te lo aseguro!
—¿Tu marido? ¿Acaso no está muerto?
Con una sonrisa helada, ella negó con la cabeza y contestó:
—Nos encontrará y te matará.
El hombre blasfemó. La orden era matar a Kieran y secuestrar a Angela, por lo que, sin tiempo que perder, montó en el caballo, la subió a ella y huyeron al galope. Debían alejarse de allí.
Angela, con el corazón encogido, temblaba de frío y preocupación. Saber que había dejado a Kieran malherido en medio del bosque y no había podido hacer nada por él la mortificaba.
Sólo disponía de la daga que llevaba en la bota para defenderse, pero con las manos atadas le era imposible alcanzarla.
Cada vez que bajaban una empinada colina y comenzaban a subir otra, era consciente de cuánto se alejaba de Kieran y estaba más angustiada por momentos.
Amanecía, el cielo se aclaraba y el paisaje que se extendía frente a ellos hizo que Angela al fin pudiera respirar. De pronto, el caballo en el que iban se cayó al cruzar un arroyo y se rompió una pata.
Tras rodar por el suelo, Rory se levantó y siseó:
—Maldito caballo.
El animal relinchaba con fuerza y, de un tirón de la cuerda, apartó a Angela de él. Dolorida por el golpe blasfemó e intentó sacarse la daga de la bota, pero no lo consiguió.
Durante un buen rato, aquellos sucios hombres hablaron de robar otro caballo en alguna de las aldeas por las que habían pasado. Una vez tomaron una decisión, uno de ellos, llamado Dreslam, mirándola dijo:
—Id vosotros. Yo me quedaré con ella. Seguro que encuentro con qué entretenerme.
Rory, al escucharlo, se negó.
—Ni hablar. Si alguien la va a poseer, el primero seré yo.
—O yo —afirmó otro, llamado Alec.
Indignada, pero no asustada, Angela los miró mientras pensaba qué hacer. Dreslam y Rory Steward comenzaron a discutir y los otros dos rápidamente entraron en la discusión. Ninguno quería retroceder en busca de un caballo y todos tenían el mismo pensamiento: la mujer.
Sin moverse de su sitio, Angela los observó, consciente de que el tiempo que estuvieran allí parados corría a su favor. Si habían encontrado a Kieran, al menos William, Aston y George habrían salido en su busca.
El hombre más mayor, al que llamaban Ogar, tras mirar a Angela, se sentó en el suelo y comentó:
—Podéis poseer primero vosotros a la mujer. Yo la deseo sin fuerzas y quietecita. Y, por lo que veo, fuerzas tiene todavía.
Los otros la miraron y ella, temblando de frío, se levantó del suelo y siseó:
—Si me ponéis una mano encima, mi marido os matará.
Rory miró a sus hombres y los apremió. Había que ir por un caballo con urgencia para alejarse de O’Hara.
Al verlos desaparecer al galope, rió y, mirando a Angela, murmuró:
—Tú y yo vamos a pasar un buen rato juntos.
Desesperada, miró a su alrededor. Los dientes le castañeteaban e, intentando distraerlo, preguntó:
—¿Cómo sabías que iba a ir a Stirling?
—Fue fácil. Si Kieran O’Hara iba, su mujer lo acompañaría.
Nada más decir eso, Rory la agarró del brazo con brutalidad y la arrastró hasta un árbol.
—¡Suéltame, gusano asqueroso, suéltame! —gritó ella.
Divertido, él la amordazó con un pañuelo y dijo:
—Así dejarás de parlotear.
Angela se movió, intentando darle una patada, pero con la larga cuerda que tenía atada al cuello, Rory rodeó el árbol e, inmovilizándola, siseó:
—Ahora tampoco te moverás.
Enfadada, blasfemó. Pero su insulto quedó apagado por el pañuelo que le rodeaba la boca. Él sonrió y pasándole una mano con lascivia por encima del vestido, murmuró:
—Te voy a hacer entrar en calor.
Y acercándose más a ella, posó las manos sobre sus pechos y, tocándoselos por encima del vestido, susurró:
—Se ven apetitosos y tengo hambre, ¿crees que me saciarán?
Aterrorizada por lo que le decía, intentó moverse, pero le fue imposible. Las manos del hombre le apretaban los pechos, hasta que de pronto se quedó quieto mirándola y cayó de rodillas al suelo.
Angela vio la flecha que lo había atravesado por la espalda y miró al frente. Pero el sol le daba directamente en los ojos y sólo oía el trote de los caballos. Toda ella se puso alerta. Si eran otros ladrones, atada como estaba no se podría defender.
El ruido de los cascos de los caballos era atronador. Debían de ser muchísimos. Y cuando uno llegó hasta ella y el jinete bajó, Angela dio un mudo grito de alegría al ver que se trataba de William.
Sin perder un segundo, él la comenzó a desatar.
—Muchacha… muchacha… qué preocupado estaba por ti…
Todavía amordazada, ella asintió y, al soltarla del todo, William la abrazó.
—Por el amor de Dios, Angela, ¡estás congelada! —Y mirando a su hijo, dijo—: Aston, trae un tartán.
Quitándose con premura el pañuelo de la boca, ella preguntó:
—William, ¿Kieran está bien? Dime que sí, por favor… por favor… Lo dejé malherido y no pude hacer nada y yo…
—Ahora que te he encontrado, estoy muchísimo mejor.
Su voz fue el bálsamo que ella necesitaba y, al volverse y verlo bajar torpemente del caballo, sonrió. Olvidándose de William y de todos los hombres que la rodeaban y miraban, corrió hacia él y, con todo su ímpetu se le echó en los brazos.
Su efusividad hizo que Kieran se encogiera de dolor y, al darse cuenta de ello, Angela lo soltó y murmuró con comicidad:
—Ay, Dios mío… Ay, Dios mío.
—¿Ya estamos con eso? —preguntó Kieran divertido.
Angela se disculpó:
—Te he hecho daño, ¡lo siento!
Él sonrió. Aún recordaba lo que le había dicho al oído antes de marcharse y, cogiéndola de la mano, la acercó a él y, abrazándola con desesperación, murmuró, mientras oía el clamor de sus hombres:
—Abrázame y el dolor sanará.
Zac, que estaba junto a Louis, sonrió al oírlo y murmuró divertido:
—Creo que el fiero guerrero ha caído en la marmita del amor.
Todos rieron y, a una señal de Louis, se alejaron un poco para darles intimidad. Sin duda, la necesitaban.
Angela y Kieran continuaron abrazados hasta que él, al ser consciente de lo helada que estaba, cogió un tartán de su caballo y se lo echó por encima. Angela sonrió y, tras envolverse bien, él la volvió a abrazar.
En su vida había pasado la angustia y la desesperación que la pérdida de Angela le había hecho sentir y, besándole la frente, murmuró:
—Vayas donde vayas… siempre te encontraré… siempre.
Aliviada y feliz, ella asintió y, mirándolo a los ojos, dijo:
—¿Cariño?
—¿Qué?
—Te voy a besar.
Kieran sonrió y, negando con la cabeza, musitó al ver el corte que ella tenía en la boca:
—No, mi cielo, te voy a besar yo a ti, y con cuidadito.
Lo hizo. La besó con dulzura y, cuando sus labios se separaron, Kieran, sin soltarla, le advirtió:
—Vete quitando de la cabeza esa idea de alejarte de mí, porque no lo voy a permitir. ¿Has entendido, Angela?
Ella sonrió y sus labios se volvieron a encontrar de nuevo. Fue un beso corto pero ardiente, posesivo y necesitado. Kieran succionó su lengua con cuidado de no hacerle daño, mientras el disfrute los hacía entrar a ambos a cada segundo más en calor.
Cuando el beso llegó a su fin, las manos de él bajaron hasta su trasero y, al apretárselo para acercarla a él, Angela dio un respingo.
—¿Qué te ocurre? —preguntó él.
Colorada como un tomate, resopló y respondió:
—Me duele horrores.
Él la miró con gesto serio y ella continuó:
—Me he caído de culo varias veces desde el caballo.
—Todos los hombres que osaron alejarte de mí ya están muertos.
Sin un ápice de pena, Angela asintió. Kieran la cogió de las manos y ella dio otro respingo. Sin preguntar, le miró las manos y, al vérselas enrojecidas por el frío y desolladas por las caídas, fue a decir algo, pero ella, levantándose el vestido hasta las rodillas, reveló:
—Las rodillas las tengo igual.
Horrorizado por las condiciones en que estaba, negó con la cabeza y sentenció:
—Nadie te volverá a hacer daño, te lo prometo.
Louis, al ver que se acercaban, sonrió. A Kieran se lo veía más relajado e incluso el color había vuelto a su rostro. Una vez Angela les agradeció a todos su ayuda, montaron en sus caballos y regresaron al campamento.
Al llegar a él, ella suspiró. A pesar de que Kieran le había puesto varios tartanes bajo las posaderas, el dolor había sido insoportable. Al verla llegar, Iolanda corrió hacia ella y, cuando bajó del caballo, rápidamente la abrazó.
—¿Estás bien?
—Sí. Estoy bien.
—Sabía que no habías sido tú. Tú nunca le harías eso a Kieran.
Con una sonrisa, Angela miró a su marido, que las observaba, y murmuró:
—Aunque a veces siento la necesidad de ahogarlo, tienes razón, nunca le haría nada malo.
Kieran sonrió al oírla.
Mientras Patrick curaba de nuevo las heridas de Kieran y Iolanda desinfectaba las manos y las rodillas de Angela, ésta dijo:
—Debe de estar dolorido, cansado y agotado, pero ya sabes, un highlander nunca deja ver su debilidad. —Ambas sonrieron.
Varios guerreros O’Hara se acercaron a Angela para interesarse por su estado y ella los tranquilizó. Kieran miró a su mujer y, al verla rodeada por todos aquellos hombres, torció el gesto, se levantó y se alejó. Iolanda, al darse cuenta, se acercó a Angela y cuchicheó:
—Anda, ve y oblígalo a que se tumbe y descanse.
Angela asintió y, cuando lo alcanzó, lo agarró del brazo y preguntó:
—¿Puedo acompañarte?
Con gesto ceñudo, Kieran la miró.
—Estabas muy entretenida con tanto admirador alrededor.
Ella sonrió y, poniéndose de puntillas, lo besó en los labios.
—El único admirador que me interesa eres tú —afirmó.
Él la miró encantado y ella propuso:
—¿Qué te parece si vamos a descansar un poco a la tienda? Estoy agotada.
Tan cansado como ella, Kieran asintió y, bajo la atenta mirada de muchos ojos, se encaminaron hacia la tienda. Una vez dentro, Angela, tras colocar varias mantas en el suelo, le indicó al ver su gesto agotado:
—Ven, túmbate aquí.
Él negó con la cabeza y se sentó en una especie de taburete.
—Tengo sed —comentó—, ¿me das un poco de agua?
Angela cogió una jarra y se la sirvió presurosa. Él bebió y cuando le entregó la copa, ella se la acabó. Al ver que la observaba divertida, poniéndose de cuclillas a su lado, aclaró:
—Estoy acostumbrada a no tirar el agua. En Caerlaverock estábamos tan escasos de todo que…
—¿Me amas tanto como para haber entregado tu vida por mí?
La pregunta la pilló por sorpresa e, instintivamente, miró hacia arriba.
—No mires al techo y responde —insistió Kieran.
Acalorada, lo miró y, al ver que esperaba una contestación, dijo:
—Sólo un tonto como tú no sabría que te quiero. —Y al ver que levantaba las cejas, rápidamente añadió—: Pero no te angusties, aún recuerdo eso de sin exigencias ni reproches. Tengo muy claro que… ¡Oh, por el amor de Dios! ¿Quieres dejar de mirarme así?
—No puedo —rió él.
—¿Por qué no puedes?
—Porque soy un tonto enamorado de ti, al que le gusta tu descaro, tu sinceridad, cómo te acaloras, cómo sonríes y cómo te enfadas.
—Kieran… —murmuró.
Sin apartar la mirada de la de ella, él preguntó:
—¿Qué soy para ti, Angela?
Al oírlo, se le puso la carne de gallina y, sin poder mentir en algo que para ella era tan importante, respondió:
—Lo eres todo, Kieran.
Conmovido por esas palabras, le cogió la mano, la sentó sobre él, la besó con ternura y, a escasos centímetros de su boca, musitó:
—Yo siento lo mismo que tú por mí. Te quiero, pero no me atrevía a confesarlo. El día que tú te sinceraste conmigo, me quedé tan paralizado que no supe reaccionar y reaccioné mal. No sé si lo hice por pudor o por no dejar que vieras que eres mi debilidad. Pero me arrepiento. Me arrepiento a cada segundo que pasa un poco más.
—Kieran…
—Reconozco que al principio contaba los días que quedaban para que finalizara nuestro enlace, porque no quería estar atado a ti, pero de pronto todo cambió y los contaba para recordarme a mí mismo los días que tenía para decirte que estaba enamorado de ti. Cada vez que discutía contigo, deseaba besarte, cuanto más me empeñaba en olvidarte, más deseaba estar a tu lado, y cuando esos hombres te alejaron de mí, me di cuenta de que, definitivamente, lo eras todo para mí. —La respiración de ambos se aceleró—. Siempre he sentido amor por mi madre, por mis guerreros, por mis amigos, pero lo que siento por ti es inigualable, porque me corta la respiración cuando tú no estás, tengo celos si le sonríes a otro hombre y sólo estoy tranquilo y feliz cuando te tengo junto a mí y te veo sonreír.
Pasmada por aquella increíble declaración de amor que había superado todo lo imaginable, parpadeó. Le hubiera encantado decirle que lo repitiera todo otra vez, palabra por palabra, mirada por mirada, pero sabía que no debía hacerlo. De modo que negó con la cabeza, sonrió y Kieran, consciente de todo lo que había salido de su boca, preguntó:
—¿No tienes nada que decir?
—¿Acabas de decir que tú también me quieres? —le planteó ella.
Acercando su boca a la de su mujer, Kieran asintió:
—Sí, mi cielo. Eso he dicho. Bésame.