Louis, molesto al ver a Iolanda hablando con Patrick, no les quitaba la vista de encima. Le encantaría ser él quien la hiciera sonreír de aquella forma, pero ella no le perdonaba su tonto error.
Entrada la noche, Louis se percató de que ni Kieran ni Angela andaban por el campamento y, acercándose a Patrick y Iolanda les preguntó:
—¿Sabéis dónde están Kieran y Angela?
—No —respondió Patrick.
Iolanda fue a decir algo, cuando de pronto oyeron que Zac los llamaba. Al acercarse, vieron horrorizados que varios highlanders traían a Kieran malherido.
—Dios santo —murmuró Louis, al ver la sangre.
Todos se miraron incrédulos y Patrick, que fue corriendo hacia él, les ordenó ponerlo sobre una manta y, mirando a Louis, dijo:
—Ayudadme a quitarle la camisa.
Con cuidado, lo hicieron entre todos y, al quitársela, el brazalete de Angela cayó al suelo. Iolanda, al verlo, lo cogió y, mientras los hombres hablaban e intentaba entender lo ocurrido, miró a Louis y preguntó:
—¿Y Angela?
Willian Shepard y sus hijos se acercaron alertados por la algarabía, y al ver a Kieran de aquella manera, Aston inquirió:
—¿Dónde está Angela?
—No lo sabemos —respondió Zac preocupado.
La tensión subía por momentos. Todo el mundo especulaba y Iolanda, al escuchar ciertas cosas, gritó con dureza:
—¡No ha sido Angela quien lo ha herido!
—Claro que no —la apoyó Louis.
—Por supuesto que no —afirmó William, aún con la espada en la mano.
Louis, una vez tranquilizó a los guerreros O’Hara, les ordenó buscar a Angela por los alrededores, luego se acercó a Iolanda y con voz dulce murmuró:
—Tranquila, la encontraremos.
Patrick, tras poner una cataplasma de hierbas bajo la nariz de Kieran, consiguió que éste reaccionase y, después de beber un vaso de agua, musitó:
—Louis, Angela…
—¿Qué ha ocurrido?
Incorporándose a pesar del terrible dolor de la herida, explicó:
—Unos hombres nos han atacado cuando estábamos en el bosque… A Angela se la han llevado.
William suspiró aliviado y, mirando a algunos highlanders, dijo:
—Sabía que mi muchacha no te había hecho eso.
—Por supuesto que no lo hizo —replicó Kieran—. Me ha salvado la vida inventándose una locura de que les diría dónde están las joyas de su madre en Edimburgo.
Al oír eso, William lo miró y contó:
—Años atrás, para sobrevivir, el padre de Angela me hizo llevar a un prestamista de Edimburgo las joyas de su mujer. Siempre dijo que regresaría a buscarlas algún día. Pero… bueno… nunca fue posible.
Desesperado, Kieran intentó moverse. El dolor era agudo e insoportable, pero más terrible era el dolor que sentía en el corazón.
—¿Sabes quiénes eran esos hombres? —le preguntó Louis.
—Enviados de Rory Steward —contestó él furioso.
Iolanda, al recordar aquel nombre, se tapó la boca y Kieran, que consiguió levantarse, resolvió:
—Debemos partir inmediatamente para buscarla.
Louis, preocupado, susurró con voz suave:
—Kieran, no estás en condiciones.
Él miró a su amigo y afirmó:
—Iré a buscarla al mismísimo infierno.
Zac, acercándose a él dijo:
—Descansa. Te prometo que la traeremos.
Estirándose con el semblante arrugado por el dolor, Kieran O’Hara bramó:
—He dicho que iré a por mi mujer y mataré a esos hombres.
Iolanda, que hasta el momento había permanecido callada, al ver su determinación, se acercó a él y, entregándole el brazalete de la piedra verde de Angela, susurró:
—Traedla de vuelta, mi señor.
Kieran asintió, se llevó el brazalete a los labios, lo besó y, mirando a Louis, ordenó:
—Trae mi caballo.
Instantes después, tras montar pasando un auténtico calvario, todos espolearon sus caballos y salieron al galope, mientras Kieran sólo pensaba en su mujer y en encontrarla sana y salva.