41

A partir de ese día, la relación entre Kieran y Angela cambió radicalmente.

El laird de los O’Hara estaba en todo momento pendiente de su encantadora esposa y, feliz, observaba cómo aquella pelirroja hacía caer rendidos a sus pies a sus guerreros con su audacia y su simpatía.

Angela sabía manejar a aquellos fieros highlanders de una manera que lo sorprendió y, aunque en ocasiones tenía celos al verla hablar con ellos hasta altas horas de la madrugada, privándolo de su compañía, decidió no decir nada. Él fue quien impuso lo de nada de reproches ni de exigencias.

Cuando llegaron a una pequeña ciudad llamada Kilmarnock, Kieran, deseoso de más intimidad con ella antes de llegar a Stirling, decidió hacer noche en una bonita y cara posada, cercana a la iglesia.

Angela y Iolanda entraron felices en el lugar. Era precioso. Por fin, después de varios días, se podrían asear en condiciones. Tras hablar con el posadero y éste saber que era el laird Kieran O’Hara, rápidamente les dio tres de las mejores habitaciones. Una para el matrimonio, otra para Iolanda y otra para Louis y Zac. El resto de los guerreros acamparon en las afueras.

Al entrar en aquella habitación, Angela la miró con deleite. Cualquier cosa era más nueva y reluciente que lo que tenía en Caerlaverock, y entonces vio algo que llamó su atención.

—Madre mía, qué bonita bañera.

Kieran, mirando lo que ella señalaba, asintió y murmuró divertido:

—Sí. Y bañarse en ella tiene que ser una gozada.

De pronto, llamaron a la puerta y, al abrir Kieran, la mujer del posadero entró seguida por seis muchachos fornidos que debían de ser sus hijos y rápidamente llenaron la bañera con varios cubos de agua caliente.

Una vez salió el último muchacho, la mujer se dirigió a Angela y, entregándole un trozo de jabón sin estrenar, dijo:

—Mi señora, acepte este jabón perfumado que hago yo misma.

—Gracias —contestó ella, cogiéndolo—. Huele muy bien.

Con una encantadora sonrisa, la mujer cuchicheó:

—La bañera está impoluta. Yo misma me encargo de limpiarla. Por cierto, mañana es día de mercado y en la plaza al lado de la iglesia ponen unos puestos muy atractivos, por si quieren visitarlos.

Kieran, sacándose unas monedas de la camisa, se las entregó a la mujer y, cuando ésta se marchó feliz, cerró la puerta y comentó:

—Ya sabes, la bañera está impoluta.

Encantada, Angela olió el jabón. Olía a manzana y eso le gustó. Sin decir nada, se acercó a la bañera y metió una mano en el agua caliente.

—Me voy a dar un estupendo baño —murmuró.

Al oírla, Kieran se sintió excluido y, sin decir nada más, salió de la habitación.

Angela, al verlo, no dijo nada y tras cerrar él la puerta, suspiró. No le entendía. Tan pronto estaba encantador con ella como la rehuía. Sacó de su bolsa un camisón limpio y se quitó la ropa. Estaba sucia del polvo del camino, pero no podía lavarla. La necesitaba para el día siguiente y no disponía de más.

Desnuda, cogió una cinta de cuero, se cogió el pelo y se hizo una coleta alta. Después, con el jabón en la mano, se metió en la bañera y, tras comprobar que el agua no quemaba demasiado, se sumergió en ella.

Cuando se sentó, un largo y profundo suspiro salió de su boca y musitó:

—Qué placer.

Permaneció un rato con los ojos cerrados, mientras el agua caliente la cubría hasta el cuello. Aquel lujo era algo que en su hogar pocas veces se había podido permitir. Sólo había una bañera y, por norma, su padre era quien la usaba.

Estaba ensimismada en sus pensamientos, cuando la puerta de la habitación se abrió. Al mirar, vio que se trataba de Kieran. Cuando cerró se quedó en la puerta y dijo:

—¿Me puedo bañar contigo?

Encantada, Angela asintió.

—Nada me gustaría más.

Sin perder un minuto, él se comenzó a desnudar ante la atenta mirada de ella y, al sonreírle con descaro, Angela murmuró:

—Sigues siendo un engreído.

Kieran, complacido con aquella mirada, respondió:

—Habló la llorona.

Desde que había salido por la puerta, había permanecido apoyado en la pared del pasillo, pensando qué hacer, y al final decidió volver a entrar. Quería estar con Angela y disfrutar de la intimidad que aquellas cuatro paredes les ofrecían.

Se metió en la bañera y se sentó detrás de ella. Sin decir nada, Angela se dejó mover y, cuando lo oyó gemir de placer al sumergirse en el agua caliente, inquirió:

—¿Por qué te has marchado?

Kieran, acercando la espalda de ella a su pecho, contestó:

—Creía que te apetecía bañarte sola.

Angela miró hacia atrás y dijo con coquetería:

—Pues me alegra decirte que me gusta más bañarme contigo.

Él sonrió y, asiéndola de la cintura, le dio la vuelta para ponerla mirando de cara a él. Sus pequeños pechos húmedos quedaron ante su cara y, mirándoselos, susurró:

—A cada instante me pareces más tentadora.

Excitada al sentir su duro pene entre las piernas y segura de sí misma, Angela musitó:

—Me gusta ser una tentación para ti.

Kieran, loco de deseo por lo que aquella pelirroja le hacía sentir, comentó:

—Me he casado contigo, ¿qué más pretendes?

Quiso decir que enamorarlo tanto como lo estaba ella, pero en vez de eso, respondió con voz mimosa:

—Nada que tú no desees.

Kieran sonrió y, pasándole las manos por la espalda húmeda, dijo:

—Angela, soy un hombre al que no le gustan las ataduras. Siempre he valorado mi libertad e independencia. Pero tú me atraes y me gustas mucho.

—Tú también me gustas —respondió, incrédula ante lo que acababa de decirle—. El amor no se planea, Kieran. El amor surge o no surge. No debes forzarlo.

Acariciándole el pelo con delicadeza, ensimismado en su belleza, convino:

—Lo sé, preciosa… lo sé.

Feliz por ver por primera vez algo de sentimientos en él, Angela expuso:

—En este instante, si tú estás aquí es porque has decidido estar, y si yo estoy aquí contigo en esta bañera, es porque quiero. Nadie nos obliga.

Kieran asintió y, acercando su boca a la de ella, murmuró antes de besarla:

—Tú lo has dicho… nadie nos obliga.

Con mimo, tomó sus labios y posteriormente metió la lengua. Su sabor era maravilloso y, enloquecido, la devoró con pasión. Una vez finalizó el dulce y arrebatador beso que a ambos les erizó la piel, él agarró la cinta con la que ella se sujetaba el pelo y, quitándosela, dejó que la cabellera le cayera en cascada sobre los hombros.

—Te voy a hacer el amor —susurró en tono íntimo.

Hechizada, ella negó con la cabeza y, acercando su boca a la de él, lo besó y, cuando se apartó de su boca, cuchicheó:

—Te equivocas.

—¿Me equivoco? —rió Kieran.

Angela, encantada con aquel bonito momento, paseó su nariz por la de él y murmuró:

—Te equivocas, porque seré yo quien te lo haga a ti.

—Eres una descarada, Angela O’Hara —contestó él sonriendo.

Ella rió.

—Lo sé y me congratula ver que te gusta mi descaro.

Arrebatado por dicho descaro, sintió cómo se ponía de rodillas en la bañera, le agarraba el pene con la mano y, colocándoselo en su húmeda vagina, sin él moverse, poco a poco se fue empalando mientras gemía y cerraba los ojos.

—Me vuelves loco, tesoro. Me haces perder la razón.

Angela abrió los ojos y, tras un nuevo gemido, respondió:

—Pierde la razón conmigo… sólo conmigo.

Kieran, al escucharla y sentir su estrechez, jadeó y, parándola, dijo:

—Esta noche la vamos a disfrutar tú y yo. Bajaremos a cenar y después regresaremos juntos para continuar disfrutando el uno del otro, ¿entendido, torpona?

Angela sonrió y, moviendo las caderas para darle placer, replicó:

—Nada me apetece más, engreído.

Después de una tarde llena de sexo, besos y confesiones que a ambos les tocaron el corazón, bajaron a cenar y, varios de los guerreros O’Hara que estaban allí comiendo, al verlos les hicieron hueco en su mesa.

Kieran y Angela sonreían felices mientras se encaminaban hacia allá, hasta que él vio a Aiden McAllister y la sonrisa se le borró. Angela, al darse cuenta, le apretó la mano con fuerza y susurró:

—Tranquilízate. Él también querrá disfrutar de la fiesta de clanes.

Kieran asintió y Angela, invitada por Iolanda y varios guerreros de su marido, se apartó de él y se sentó. La joven le aconsejó que pidiera asado.

Angela lo hizo y, segundos después, comenzó a bromear con los guerreros de Kieran que estaban sentados a su alrededor.

Éste, que estaba hablando con Louis, al ver a su mujer rodeada de sus hombres, maldijo en silencio. Sabía que podía levantarlos a todos para sentarse él, pero decidió no hacerlo. Si Angela no lo pedía, no sería él quien lo hiciera.

Finalmente, se sentó junto a Louis y Zac y comenzó a comer charlando con ellos.

Al cabo de un rato, la puerta de la posada se abrió y entraron varias mujeres. Al mirarlas, Angela y Iolanda supieron que no eran prostitutas y se relajaron. No había nada que temer.

Con curiosidad y disimulo, Angela observó a Kieran y vio que saludaba a algunas de aquellas mujeres con cortesía y después volvía con Louis y Zac. Eso a Angela le gustó. Pero la sonrisa se le borró de la boca cuando entró otro grupo de mujeres y una de ellas dijo:

—Kieran O’Hara… qué alegría encontrarnos de nuevo.

Esta vez, él no se levantó, sino que la mujer fue hasta él y se sentó a su lado y pronto comenzaron a bromear.

—Si yo fuera tú —cuchicheó Iolanda—, me acercaba a ellos y le arrancaba los pelos a esa desvergonzada que ríe y se pavonea como una gallina clueca.

Ganas a Angela no le faltaban y más tras la tarde de pasión que había pasado con Kieran, pero negando con la cabeza, respondió, segura de lo que iba a hacer:

—No hace falta que haga eso, cuando me acerque a Kieran, él me seguirá.

Con un aplomo que a Iolanda la sorprendió, Angela caminó hasta su marido y, pasándole una mano por el cuello, preguntó, atrayendo su mirada:

—¿Ya has terminado de cenar?

Kieran, al verla, sonrió.

—Todavía no.

—¿Te queda mucho?

La mujer que estaba hablando con Kieran le retiró de la frente un mechón de pelo, y él le indicó:

—Angela, ve con Iolanda, todavía no he terminado y estoy hablando con la encantadora Pipa McDurton.

¿Encantadora?

Sin moverse de su sitio, ella fue a recordarle lo que él había dicho sobre la noche de pasión que iban a tener, cuando Kieran, en un tono de voz que a ella le molestó, insistió:

—Ve con Iolanda. Enseguida iré.

Ella asintió con una temblorosa sonrisa, pero aquello la había humillado y, cuando llegó a la mesa, informó a Iolanda:

—Estoy cansada. Me retiro a mi habitación.

—Yo también —contestó la joven, levantándose.

Con paso decidido, ambas abandonaron el comedor de la posada y, al llegar a sus respectivas habitaciones, se despidieron hasta el día siguiente.

Una vez Angela cerró la puerta, se apoyó en ella.

¿Cómo podía Kieran tratarla así delante de otra mujer? ¿Cómo podía sonreírle a la otra, delante de ella? ¿Cómo podía ser tan cruel?

Con decisión, se comenzó a desnudar y, cuando vio la bañera aún llena, con el agua ahora fría, se acercó y murmuró:

—Angela, eres una tonta. Déjate de dulzones cuentos de amor y no olvides eso de sin exigencias ni reproches.

Tomando aire, terminó de desnudarse y finalmente se acostó.

Pensó en su hogar en Caerlaverock y en su padre, en todas las personas que había perdido, y lloró. Los echaba tanto de menos… De pronto, la puerta de la habitación se abrió. Era Kieran y, para que no la viera llorando, hundió la cara en la almohada y se hizo la dormida.

Él entró con sigilo, se desnudó y, cuando se metió en la cama, dijo:

—Sé que estás despierta. No disimules.

Angela se movió y Kieran, cogiéndola entre sus brazos, le dio la vuelta y, al verle los ojos rojos, preguntó preocupado:

—¿Qué ocurre?

—Nada.

—Por nada no se llora.

—¡Yo no he llorado!

—Tus ojos no dicen eso, Angela. Cuéntamelo.

Incapaz de callar lo que la quemaba por dentro, levantándose de la cama gritó:

—¿Cómo me has podido tratar con tanta frialdad delante de esa mujer? Ni siquiera me has presentado como tu esposa.

—Tienes razón, pero…

—Habías prometido que regresaríamos tras la cena para… para… ¡Oh, Dios, eso ya no importa!

—Angela, ¡basta ya! Aquí estoy. Pipa es una amiga que…

—¿Y por qué si es sólo una amiga, me has echado de vuestro lado?

Ese reproche provocó un incómodo silencio en la habitación. Kieran la entendió. No había procedido bien. Pero si la había echado de su lado, era porque con Pipa, siempre que se encontraban, se acostaban, y no quería que Angela escuchara lo que le tenía que decir. Pero al ver su gesto, explicó:

—Le estaba diciendo a Pipa que ya tenía la noche reservada contigo.

Al entenderlo, Angela resopló y dijo:

—Esa mujer y tú erais amantes.

—Sí, Angela, sí.

Tras un tenso silencio, ella preguntó:

—¿En serio quieres saber qué me pasa?

—Por supuesto.

—Estoy segura de que no te gustará escucharlo.

—Aun así, quiero saberlo.

Ella asintió y, sin importarle nada, reconoció:

—Estoy celosa. No sé cómo puedes decirme esas cosas tan bonitas y maravillosas que me dices cuando me haces el amor y luego sonreírle como un tonto a esa o a cualquier otra mujer. —Kieran la miró sin decir nada y ella prosiguió—: Sé que lo nuestro no es verdadero, que es un falso matrimonio. Y aunque a veces me haces creer lo contrario por cómo me besas o reclamas mis atenciones, no debo seguir engañándome a mí misma, ¿verdad?

—Por el amor de Dios, Angela, ¿qué estás diciendo?

—Es muy sencillo, Kieran. Te estoy diciendo que estoy enamorada de ti. —Y antes de que él pudiera decir nada, continuó—: Tú no me quieres, me deseas porque soy una descarada, pero nunca me querrás. Y nunca me querrás porque no soy como la Sinclair, que con su belleza, como tú dices, podría ser «el capricho de cualquier highlander».

—Angela, no sigas.

—Oh, sí. He de seguir. Ya no puedo parar. Te he abierto mi corazón y, olvidándome de sin exigencias ni reproches, me he enamorado de ti, y ahora lo que me queda es sufrir por amor, como anteriormente lo hizo mi padre y mis hermanas.

—Angela…

—Pero la diferencia entre ellos y yo es que yo sí conseguiré olvidarte.

Descolocado y sin saber qué decir ante todo lo que ella le acababa de revelar, tocó la cama y le ordenó:

—Ven aquí.

—¡No!

—Ven aquí, Angela.

—He dicho que no. No quiero dormir contigo. Y deja de mirarme así. Me avergüenzo de mi descarado comportamiento cada segundo que estoy contigo y me abochorno de lo que acabo de confesar, y más cuando yo acepté las condiciones de nuestra boda. Y… y… aquí estoy, reprochándote cosas que no debería y… y… ¡Oh, Dios! Pero ¿qué te estoy diciendo?

Sin saber por dónde comenzar, Kieran quiso decirle que él también sentía algo muy especial por ella, pero al ver su desesperación, se levantó de la cama y, mientras se vestía, dijo:

—Angela, para. No sigas.

Ella lo miró desesperada y, llevándose las manos a la cabeza, prosiguió:

—Me sonríes, me halagas, me buscas y me besas con auténtica pasión y luego, cuando aparecen otras mujeres, te olvidas de mí y…

—No sabes lo que dices —siseó—. Estoy aquí contigo, no con ella.

—¿Tengo que entender que cuando estás con ellas a solas, las tratas igual que a mí? ¿Es eso, Kieran?

—Cállate, Angela… cállate.

Con gesto impasible, ella se acercó a él y dijo:

—Siempre te ha gustado mi sinceridad, ¿por qué ahora no quieres escucharla?

Cuando terminó de vestirse, incapaz de aguantar un segundo más, Kieran explotó:

—Yo también fui sincero contigo desde el principio. Te dije que sin exigencias ni reproches. Dejé claro lo que quería, pero tú, como siempre…

—¿Es malo decirle a alguien que te has enamorado de él? ¿O el problema es que te molesta saber que yo siento por ti algo que tú en tu vida sentirás, ni por mí, ni por nadie?

Ver el dolor en sus ojos mientras le mostraba sus sentimientos, lo descolocó. Claro que él sentía algo especial por ella, pero era incapaz de reconocerlo.

—Cada día lamento más haberte obligado a casarte conmigo.

—No me obligaste —replicó al escucharla.

Angela, con una sonrisa que a él no le gustó, afirmó:

—En cierto modo, sí lo hice y… y ya no puedo más. Quiero irme. Quiero alejarme de ti. Repúdiame y…

—No digas tonterías —la cortó—. ¿Cómo voy a hacer eso? ¿Estás loca?

—Kieran, estoy enamorada de ti y necesito olvidarte o me volveré loca.

Él negó con la cabeza. No podía repudiarla ni alejarla y al ver la determinación en sus ojos, expuso:

—Cuando nuestra unión de manos acabe, te dejaré marchar. Mientras tanto, no vuelvas a hablar de ello. Eres mi mujer, Angela. No lo olvides.

Y, sin decir nada más, ofuscado, Kieran se marchó. Angela se quedó mirando la puerta y con rabia masculló:

—Me olvidaré de ti.