40

A la mañana siguiente, cuando Angela bajó al primer piso de la posada, se encontró con Aiden McAllister. Éste, al verla, se le acercó, y ella dijo con sarcasmo:

—Menos mal que no ibas a decirle nada a Kieran.

Aiden sonrió y, sacándose de un bolsillo el ramillete de brezo escocés, se lo enseñó y se justificó:

—Yo no le dije nada, pero creo que esto nos delató.

Al verlo, Angela suspiró. Sin duda, Kieran era muy perspicaz.

En ese momento llegó Iolanda y, tras despedirse de Aiden con un movimiento de cabeza, Angela se sentó con ella para desayunar.

Cuando Kieran entró en la posada y vio allí a Angela y a Aiden, los miró. Cada uno estaba sentado en un extremo del comedor, pero aun así resopló. Tras mirar a su antiguo amigo con recelo, caminó hacia su mujer, que, al verlo, se levantó rápidamente y le preguntó:

—¿Cómo te encuentras?

Ceñudo y sin querer mostrar sus sentimientos, respondió:

—Bien.

Angela quiso abrazarlo y besarlo. Por su expresión podía ver cuánto le dolía la noticia de lo de su hermano, pero Kieran le indicó:

—Cuando quieras, partiremos. Esperaré fuera.

Sorprendida, asintió con la cabeza y, una vez terminó de desayunar, lo siguió fuera, aunque antes se despidió con una sonrisa de Aiden, que la miraba.

Aquel día, Angela se acercó a Kieran en varias ocasiones. Necesitaba saber que estaba bien. Louis y Zac, al ver su preocupación, la tranquilizaron. Si Kieran sabía hacer algo bien, era asumir y digerir las cosas terribles. Y durante el día ella lo pudo comprobar al ver que poco a poco su gesto se fue suavizando hasta que lo vio sonreír.

El nombre de Aiden no se volvió a mencionar, hasta que llegó a los oídos de Kieran que el joven había tenido un encontronazo con unos lobos y que una valerosa mujer a caballo lo había salvado de una muerte casi segura en medio de la noche.

Cuando oyó lo que comentaban sus hombres, él supo que aquella mujer era Angela. Louis también y ambos decidieron no decir nada. Era lo mejor.

A medida que se acercaban a Stirling, Iolanda estaba cada vez más nerviosa y Angela intentó tranquilizarla. Para ello, usó a los guerreros de su marido. Comenzó a hablar con ellos y eso les amenizó el viaje.

Al hacerlo, ellos cambiaron su actitud distante y se sorprendió al ver lo encantadores, amables y protectores que eran con ella y con la joven Iolanda. Si llovía, rápidamente intentaban cobijarlas, si hacía sol, se preocupaban de que bebieran agua y de proporcionarles sombra. Si dormían, procuraban no hacer excesivo ruido para no despertarlas.

Por primera vez, Angela disfrutaba de tener un clan que se preocupaba por ella y no al revés y sus pesadillas poco a poco fueron disminuyendo.

Kieran, por su parte, intentaba no estar pendiente de ella todo el día, pero para su desconsuelo, se daba cuenta de que le era imposible. Angela tenía un magnetismo que lo hacía buscarla continuamente con la mirada y pronto se percató de que siempre que podía procuraba coincidir con ella.

Desde que había atendido aquel parto tan complicado, Angela había cumplido su promesa. No se había vuelto a acercar a él. Y lo que a Kieran en un principio le pareció algo gracioso, ya no lo era, y menos tras sentir lo cariñosa que había sido al contarle lo de su hermano James.

Sorprendido, recordaba cómo ella se había ofrecido a ayudarlo a darle la noticia a su madre, cuando lo más normal era que, dada la naturaleza de su relación, no se hubiera implicado.

Una de las tardes soleadas, cuando pararon para descansar, Kieran, deseoso de estar con ella, se unió a los guerreros y a Angela para tirar con el arco y les ganó. A la tarde siguiente, se volvió a unir al juego y, una vez finalizó la competición, cuando Angela entró en su tienda para descansar, la siguió.

—Gracias por el detalle que has tenido.

—¿Qué detalle? —preguntó ella.

Incapaz de estar un segundo más sin besarla, la cogió en brazos y dijo:

—Errar el último tiro… torpona.

Ella no se apartó. Sentir la ardiente boca de Kieran contra la suya era lo que más deseaba desde hacía días y lo disfrutó.

En aquel íntimo momento, él disfrutó la suavidad de los labios de su mujer y más cuando ella gimió. Aquel íntimo gemido, tan de Angela, tan de ellos, lo estaba volviendo loco, cuando la tela de la tienda se abrió. Era Louis, que, al verlos, se disculpó:

—Lo siento… lo siento.

Salió de allí rápidamente, pero el momento ya estaba roto.

Kieran y Angela se miraron a los ojos mientras les llegaba el ruido atronador de los guerreros en el exterior. Se deseaban, estaba claro. Y Kieran, aún con ella entre sus brazos, comentó:

—Necesitamos intimidad y en la tienda es imposible. Vamos al lago.

—Pero hace frío —se quejó Angela.

—Coge ropa limpia y sígueme.

Sin perder tiempo, ella le hizo caso. Kieran la agarró de la mano con fuerza y, tras salir de la tienda, mirando a Louis, dijo con firmeza:

—Mi mujer y yo vamos al lago a asearnos. No tardaremos.

Louis asintió y él, montando en su caballo, alzó a Angela y la sentó delante de él. Cabalgaron sin decir nada hasta un recodo del lago. Una vez allí, tras desmontar, Kieran se quitó las botas y, mirando a Angela, le advirtió:

—Será mejor que te quites ese atuendo para bañarte.

Olvidándose del frío y, tan deseosa como él, hizo lo que le decía y, con algo de pudor, se quitó las botas y los pantalones de cuero. Kieran, que se había desnudado a toda velocidad, al ver que ella, cohibida, no se quitaba la camisa, sonrió y, cogiéndola de la mano, la animó:

—Vamos al agua.

Ambos entraron entre risas y Angela gritó al sentir lo fría que estaba. Intentó zafarse de su mano, pero Kieran no lo permitió y, tirando de ella, la sumergió totalmente en el agua. Durante un buen rato, los dos jugaron como chiquillos, haciéndose ahogadillas y cosquillas. Se rieron como llevaban tiempo sin hacer. Cuando se relajaron, con mimo, se lavaron las respectivas cabelleras, mientras hablaban con tranquilidad.

Esos momentos tan íntimos entre los dos eran algo nuevo y les gustó. Sin duda, lo pasaban bien cuando estaban juntos, y Kieran dijo:

—Me divierte estar contigo, Angela.

Encantada de oírlo decir eso, respondió:

—Me gusta saberlo, Kieran.

Cogiéndola entre sus brazos para que no se escapara, la miró y, sin poder evitarlo, preguntó:

—Tú fuiste la mujer que salvó a Aiden McAllister de los lobos, ¿verdad?

Angela sonrió e inquirió:

—¿Qué quieres saber verdaderamente, Kieran? —Él no contestó. Tenía miedo a preguntar nada más y ella afirmó—: Sí, fui yo. Pero sólo hice lo que dices. Entre nosotros no hubo nada más y, si me conoces, sabes que soy sincera y no te miento.

Él, atraído como por un imán, mirando a la tentadora mujer que tenía delante, afirmó:

—Sabía que eras tú. Ninguna otra loca cabalgaría ante unos lobos para salvar a un desconocido.

Ella sonrió y él, enloquecido, musitó:

—Creo que con la camisa húmeda y pegada, duplicas el deseo que siento por ti.

Angela se miró y suspiró al ver cómo se le marcaban los pechos. Aquello era una completa indecencia, pero misteriosamente, no le importó. Estaba ante su marido y lo que quería era gustarle de mil maneras y aquélla era una de ellas.

—¿Me estás haciendo ojitos, O’Hara?

Kieran sonrió. Y al intuir lo que ella pensaba, no perdió el tiempo y, acercándose, le empezó a desabrochar los botones de la camisa. Extasiada por el momento, no se movió, mientras él, sin quitarle ojo, murmuró al abrirle la camisa y ver sus pechos y sus duros pezones:

—Eres preciosa.

—No tengo los pechos grandes.

Al entender a lo que se refería, respondió:

—Tus pechos son simplemente perfectos.

Encantada por el cumplido, se atrevió a preguntar:

—¿Te parezco bonita?

Él tragó el nudo que se le hizo en la garganta. Acostumbrado como estaba a disfrutar del sexo con cientos de mujeres, de pronto estaba nervioso como un chiquillo. ¿Qué le ocurría? Angela era una delicia y era su mujer, ¡suya y de nadie más! Ese sentimiento de propiedad le gustó y contestó:

Mi cielo, claro que me lo pareces.

—Acabas de decir una palabra dulzona cuando no tenías por qué.

Kieran sonrió y, conmoviéndola, susurró:

—Sólo tú eres y siempre serás mi cielo.

Esa respuesta a Angela le gustó y en cierto modo la emocionó. ¿Se estaría enamorando Kieran de ella? Al levantarla entre sus brazos, sintió su duro pene flotando en el agua y, jadeando, confesó:

—Te deseo, Kieran.

—Y yo a ti, Angela.

Se besaron y, de pronto, separando su boca de la de él, ella dijo:

—No quiero hijos.

Kieran sonrió y, sin importarle lo que decía, murmuró mimoso:

—Ahora no pienses en eso y disfrutemos, mi vida.

Sin querer que ella se enfriara, con una mano le acarició la cara interna de los muslos y Angela se estremeció. El deseo que sentían era devastador, ardiente, mutuo. Besó los hombros de su mujer con dulzura y, al ver que ella se movía en busca de más, colocó la punta de su erecto pene en la entrada de su húmedo y caliente sexo y, dentro del lago, la hizo suya.

Aquella incursión tan apasionada en el interior de su cuerpo la hizo gemir, consumiéndola de pasión, mientras Kieran, sin soltarla, y con actitud posesiva, la apretaba contra su cuerpo y se movía para penetrarla una y otra vez con movimientos lentos y placenteros.

—Oh, Dios, cariño…

—Te gusta, ¿verdad…? Te hago vibrar.

—Eres un engreído, pero me vuelves loca —jadeó ella, echando la cabeza hacia atrás.

Encantado por saber de esa locura, la volvió a penetrar y, con un hilo de voz, murmuró:

—Quiero volverte loca. Quiero darte todo el placer que sea posible y quiero que disfrutes, porque si tú lo haces, mi vida, yo lo hago también.

Con los brazos alrededor de su cuello, Angela se arqueó para recibirlo y gimió de puro goce y éxtasis. El dolor del primer día estaba olvidado y ahora disfrutaba y se movía con descaro contra él para recibirlo una y mil veces más.

Kieran, al notar su entrega, gruñó de satisfacción y, moviendo las caderas, aceleró sus movimientos cada vez más. Cientos de oleadas de placer le recorrían el cuerpo mientras la oía gemir y respirar cerca de su oído y, cuando el clímax les llegó a ambos, Kieran no la soltó. Permaneció con ella entre sus brazos hasta que sus delirantes movimientos se acabaron y, besándola en los labios, dijo:

—No veo el momento de llegar a Kildrummy y tenerte durante varios días para mí solo en mi lecho. Incluso desayunaremos, comeremos y cenaremos en él.

Divertida por sus palabras, Angela se rió.

—¿Y tu madre no se escandalizará?

—Lo sabremos cuando llegue el momento —respondió él.

El croar de unas ranas los sacó de su ensoñación y Kieran caminó con ella en brazos hacia la orilla, donde, tras arroparla con un plaid para que no cogiera frío, la secó y le entregó la ropa limpia que había llevado. Una vez Angela se vistió, él se secó también y se vistió, y felices y juntos regresaron al campamento.