Aquella noche, cuando acamparon para descansar, Angela se alejó todo lo que pudo de Kieran en la tienda. Molesto por ello, y viéndola dispuesta a cumplir lo que había dicho, se tumbó en silencio y se durmió. Pero a medianoche, unos gritos lo despertaron. Era Angela, que tenía una de sus pesadillas.
Rápidamente se acercó a ella, la estrechó entre sus brazos y, susurrándole al oído, la tranquilizó. Ella se dejó abrazar y, tras recobrar la conciencia y darse cuenta de que era una pesadilla, sin apartarse de él, se durmió, mientras Kieran disfrutaba de su cercanía.
Cuando Angela se despertó por la mañana y se vio envuelta en las mantas, supo que Kieran la había cuidado. Eso la hizo sonreír.
Dos días después y sin que Angela se hubiera acercado a Kieran ni por un instante, llegaron hasta un pequeño pueblo, al que había llegado ya gente de otros clanes. La cercanía a Stirling hacía que todos se fueran encontrando por el camino.
Kieran, tras saludar con cordialidad a varios guerreros a los que conocía, se despidió de ellos y entraron en una de las posadas en busca de habitación para las mujeres, para pasar allí la noche. Al entrar, varias féminas de dudosa reputación los recibieron con especial alegría.
Angela, que llevaba todo el día de un humor de perros, al verlas murmuró, acercándose a su marido:
—Deberíamos buscar otro sitio donde dormir.
—Éste está bien —dijo Kieran sonriendo y guiñándole un ojo a una de las mujeres.
Molesta, Angela siseó:
—Creo que lo que está bien para ti, no lo está para mí. No quiero quedarme aquí. Prefiero dormir en el bosque…
—Nos quedaremos en esta posada y no se hable más —respondió él, cansado de sus quejas.
Angela apretó los puños. Odiaba cuando Kieran se ponía en aquel plan, pero tras mirar a Iolanda y ésta pedirle que se tranquilizara, le hizo caso. Pasados unos minutos, William se le acercó y le preguntó si estaba bien.
Ella suspiró y asintió, y luego, señalando a Aston y George, añadió:
—Veo que ellos lo pasan bien.
William miró a sus hijos sonriendo.
—Las mujeres siempre les han gustado y son jóvenes.
Molesta por la algarabía que había a su alrededor, Angela buscó a Kieran y cuando lo encontró bebiendo con varios de sus hombres y aquellas mujeres, preguntó:
—Vosotros ya conocíais esta posada, ¿verdad?
—Sí. De alguna vez que otra —respondió Kieran con una arrebatadora sonrisa y, tras guiñarle un ojo, se alejó para saludar a una morenaza de grandes pechos.
La furia la cegó. Ver cómo aquel al que ella adoraba coqueteaba con otra mujer y le sonreía con candor la ponía enferma, y, alejándose de él, se acercó a Iolanda y dijo:
—Preferiría dormir en medio del bosque a estar aquí.
La chica asintió y, mirando a Louis, que hablaba con una mujer de extraordinaria belleza, contestó:
—Yo también.
El tiempo pasó, llegó la noche y Kieran continuaba con su particular diversión. Angela subió a su habitación y se aseó, luego, acompañada por Iolanda, bajó de nuevo al salón para cenar. Estaban famélicas.
Kieran las vio llegar, pero no se movió de donde estaba y Angela cenó sin rechistar.
Cuando acabaron, Iolanda, no dispuesta a seguir allí, se marchó. No soportaba ver un segundo más a Louis reír con una de aquellas frescas. Angela, sin embargo, aguantó. Quería ver hasta dónde era capaz de llegar su marido delante de ella y, en cierto modo, le gustó ver que no pasaba de las risas y el tonteo.
Mientras lo observaba, iba pensando en sus cosas. Aquel día era especial y doloroso para ella y, cuando no pudo más, se acercó a él y dijo:
—Kieran, necesito hablar contigo un instante.
Fascinado por la belleza de una de aquellas mujeres, él respondió:
—Ahora no, Angela.
Estaba claro que ella allí sobraba, pero no dándose por enterada, insistió:
—Escucha, Kieran, necesitaría que…
—He dicho que ahora no —la cortó él.
Con la sangre hirviéndole en las venas, gritó:
—Pero ¡si no sabes lo que te voy a decir!
Kieran, al ver que muchos highlanders lo miraban tras aquel grito de su mujer, clavando los ojos en ella, musitó:
—Sea lo que sea lo que me quieres decir, ahora no me interesa… mi cielo.
Los hombres rieron ante aquella contestación y Angela, alterada por aquel «mi cielo» tan falso, respondió, alejándose:
—Vete al cuerno… cariño.
Cuando los guerreros se rieron de nuevo, Kieran también se rió, pero en su interior sabía que no había hecho bien. Angela no se merecía aquella indiferencia y, levantándose de la mesa, fue tras ella y, cogiéndola del brazo, preguntó:
—¿Qué es lo que querías?
Ella puso cara de sorpresa.
—¿Me hablas a mí?
—Sí.
Con sorna, lo miró de arriba abajo.
—Oh… qué gran honor. ¡El laird Kieran O’Hara me ha hablado!
Él pudo ver su enfado, pero sin ganas de tonterías, repitió:
—¿Qué querías decirme?
—Nada.
—Angela…
Al ver que apretaba la mandíbula, ella comentó:
—¿Sabes, cariño?, esta noche, espero que la habitación sea para mí sola.
—¿Eso es lo que querías decirme?
Angela negó con la cabeza y, con una extraña sonrisa dibujada en su rostro contestó:
—Te he dicho que ahora no te lo voy a decir.
—Dímelo, mujer, ¿no ves que te lo estoy preguntando?
—¡No! No te interesa.
Kieran cerró los ojos. Angela lo empezaba a desesperar y, al abrirlos, siseó:
—Desde que te has levantado esta mañana, no has sonreído ni una sola vez. Estás muy quisquillosa y gruñona, ¿qué te ocurre?
Por una fracción de segundo, pensó decirle la verdad, pero cuando se percató de que le guiñaba un ojo a otra mujer que pasaba detrás de ella, respondió:
—No era nada.
—¡Mientes!
Ella sonrió y respondió con sorna:
—Qué avispado eres… maridito.
Esa mofa lo enfadó.
—¿Quieres calentarme, Angela?
—¡Oh, Dios mío! ¿Cómo puedes pensar eso de mí, cuando quienes te calientan son esas mujeres de pechos grandes?
—Me gustan los pechos grandes.
Y al ver cómo miraba los suyos, que no eran excesivos, masculló:
—Eres odioso, Kieran O’Hara.
Él, al escucharla, pero en especial al ver su cara de enfado, soltó una carcajada y dijo:
—¿He de recordarte que desde hace días no te quieres acercar a mí, o tú solita eres capaz de entenderlo? Soy un hombre, y tengo unas necesidades. Y si tú no me las satisfaces, ten por seguro que lo haré en otro lugar. —Y sin ganas de entrar en una guerra dialéctica con ella, añadió—: Ahora hazme caso y vete a dormir. Yo subiré luego…
—Ni se te ocurra subir —respondió molesta.
—Ni se te ocurra prohibírmelo.
—Atrancaré la puerta —afirmó.
—La tiraré abajo —replicó él.
Segura de que lo haría, se dio la vuelta, pero antes de marcharse, dijo:
—Que te diviertas con tus amiguitas… cariño.
Zac, que estaba bromeando con una rubia muy guapa, al ver a Kieran con gesto de enfado, se acercó a él y, dándole una jarra de cerveza, cuchicheó:
—Te digo lo mismo que a Louis con Iolanda, ¿a qué esperas para ir con ella?
Kieran blasfemó, miró a Louis, que reía con los hombres y, sin dejar ver sus verdaderos sentimientos, contestó:
—Bebamos. Esta noche nos lo merecemos.
La algarabía que había en la parte inferior de la posada era descomunal. Durante un buen rato, Angela, sentada en el alféizar de la ventana, observó la luna llena que iluminaba los alrededores, mientras los recuerdos de tiempos pasados rondaban por su cabeza.
Pensar en su familia, en su padre, en sus hermanos, en su madre, era doloroso. Su ausencia le hacía ver lo sola que estaba y lloró. Lloró de impotencia.
Un buen rato después, cuando se tranquilizó, se cambió el vestido por los pantalones y se puso las botas, una camisa y, finalmente, la capa verde para ocultarse de miradas indiscretas, y se descolgó por la ventana hasta llegar al suelo.
Una vez abajo, oculta bajo su capucha, se alejó caminando. Fue hasta donde estaban los caballos de los O’Hara y silbó a su yegua. Como siempre, ésta acudió rauda a su llamada.
Tras montar en ella, se alejó al galope en dirección al bosque. No sabía adónde iba, sólo sabía que necesitaba tomar el aire y cumplir con el ritual de todos los años el día de su cumpleaños.
Cabalgó sin rumbo fijo hasta llegar a un valle, mientras disfrutaba del aire de la noche, que le refrescaba el rostro. La luna llena iluminaba a la perfección el camino y cuando encontró lo que buscaba, sonrió. Ante ella tenía el salvaje brezo escocés. Una flor muy valorada en Escocia y que a su madre le encantaba, no sólo por sus tonos violeta, sino porque la utilizaba para brebajes contra la tos, en los duros inviernos de las Highlands.
Encantada, se bajó del caballo y, recogiendo un ramillete, murmuró:
—Mamá, ésta es por ti.
De nuevo, una lágrima rodó por su mejilla y rápidamente se la secó. No quería llorar más. Cada año, desde que habían muerto su madre y sus hermanos, buscaba aquellas flores en el bosque que había junto a Caerlaverock. Cogía un ramillete por cada uno de ellos, los besaba y después los enterraba.
Ese año, cogió un ramillete más por su padre. Su adorado y querido padre. Lo besó y, una vez lo enterró junto al resto, clavó con fuerza la espada en el suelo, se arrodilló y, con las manos entrelazadas en la empuñadura, murmuró:
—Un año más para echaros de menos, pero un año menos para reencontrarnos otra vez. Os quiero y no hay un solo día en que no me acuerde de vosotros.
Y dicho esto, rezó.
Cuando acabó, se levantó con pesar, desclavó el arma, se la guardó al cinto, cogió un par de ramilletes más para ella y montó en su yegua para regresar a la posada.
De pronto, vio a un hombre correr por un claro del bosque, ¿de qué huía? Con la mirada fija en él, pronto supo de qué lo hacía: lobos. Rápidamente, se guardó los ramilletes y puso la yegua al galope para ir a ayudarlo. Si lo pillaban los tres lobos que lo perseguían, lo más seguro era que lo matasen.
Sin tiempo que perder, Angela dio un grito y el hombre miró atrás. Agarrada a las crines de la yegua con fuerza, una vez adelantó a los lobos, se ladeó y tendió la mano para que él se la agarrara. No podía parar o los lobos alcanzarían a Briosgaid.
Al verla, el hombre se preparó, y cuando Angela llegó a su altura, sus manos se unieron y, de un ágil salto, montó detrás de ella.
Abandonaron a toda velocidad aquella parte del bosque, pero antes de entrar en el pueblo, Angela aminoró la marcha y, cuando paró, miró al hombre y preguntó:
—¿Qué te ha ocurrido?
Al verla, el desconocido murmuró asombrado:
—¡Increíble, eres una mujer!
Ella, jadeante y acalorada, asintió. La carrera le había deshecho su coleta y le había retirado la capucha.
—Pues sí, soy una mujer, y tú todavía no has respondido a mi pregunta.
Todavía sorprendido por su descubrimiento, contó:
—Regresaba de una aldea que hay no muy lejos de aquí, cuando unos villanos me han asaltado y robado el caballo. ¡Cuando los encuentre, los mataré! Luego han aparecido los lobos y el resto ya te lo puedes imaginar.
Angela lo miró, ¿debía creerlo o no?
—Me llamo Aiden McAllister —dijo él—. ¿A quién le debo seguir con vida?
—Angela Fer… Angela O’Hara —se corrigió.
Él le besó la mano encantado y respondió:
—Pues Angela O’Hara, muchas gracias por tu valentía, tu destreza y por salvarme de esos lobos. No me cabe la menor duda de que si no hubiera sido por ti, ahora les estaría sirviendo de cena.
Ella sonrió y el moreno de ojos negros como la noche y sonrisa perfecta, preguntó:
—¿Eres de estas tierras, Angela O’Hara?
Ella negó con la cabeza y él, con una arrebatadora sonrisa, aventuró:
—Entonces vas camino de Stirling para la reunión de clanes, ¿verdad?
—Sí. ¿Tú también? —El joven asintió y ella le informó—: Nosotros nos alojamos en una de las posadas que hay aquí, en el pueblo.
—Mis hombres acampan en el bosque, junto a otros muchos.
Angela sonrió y él le preguntó con galantería:
—Y si no es excesiva indiscreción, ¿qué hacía una mujer tan bonita como tú, sola de noche en medio de ese bosque?
Encogiéndose de hombros, respondió:
—Necesitaba dar un paseo para pensar.
—¿Tanto tenías que pensar?
Divertida por el comentario y sin saber por qué, le enseñó uno de los ramilletes de brezo escocés y se sinceró:
—Hoy es mi cumpleaños.
—¡Felicidades! —exclamó él, sonriendo—. Y, tranquila, no te preguntaré la edad para no ser descortés, pero cumplas los que cumplas, permíteme decirte que eres una preciosidad.
Sus halagos la hicieron sonreír, y añadió:
—Y hoy también hace años que mis hermanos y mi madre murieron asesinados. Cuando llega este aniversario, siempre cumplo un ritual por ellos.
Al escucharla, la sonrisa se le borró de la cara. Aquello era terrible. Con delicadeza, cogió uno de los ramilletes de brezo escocés que ella sostenía y dijo:
—Siento muchísimo lo de tu familia.
—Gracias.
—Perder a los seres queridos es duro, y más tratándose de una madre y unos hermanos, y en un día tan señalado como es tu cumpleaños.
Angela asintió y, al ver que llevaba en la mano un bote de medicina, fue a preguntar, cuando él comentó, guardándolo en una bolsa que llevaba atada a la cintura:
—Por suerte, los villanos no se han llevado lo que había ido a buscar a esa aldea.
Al ver que la miraba con intensidad, Angela confesó:
—Como mi marido se entere de que estoy aquí a estas horas y hablando contigo, con seguridad se enfadará.
Él sonrió y respondió:
—Si me pongo en el lugar de tu marido, yo también me enfadaría. Una mujer como tú no debe andar sola de noche. —Ella sonrió y Aiden, curioso, preguntó—: ¿Se puede saber quién es tu marido?
—El laird de Kildrummy, Kieran O’Hara.
Al oír ese nombre, él parpadeó e, incrédulo, dijo:
—¿Kieran es tu marido?
Angela preguntó sorprendida:
—¿Lo conoces?
Aiden dudó sobre qué contestar, pero finalmente contestó:
—En el pasado, coincidimos en algún que otro lugar.
Ella sonrió y, cuando fue a preguntarle algo más, él dijo:
—No lo haré porque eso te delataría, pero si pudiera, me encantaría preguntarle qué estaba haciendo tan importante como para no estar aquí contigo, acompañándote.
Ambos sonrieron y, bajándose del caballo, Aiden añadió:
—No creo que sea buena idea que nos vean llegar juntos. No quiero ocasionarte problemas. Muchísimas gracias por tu ayuda, Angela O’Hara.
Tras asentir con la cabeza, ella sonrió y se encaminó hacia donde estaban los caballos de su clan, dejó allí a la yegua y, oculta bajo la capucha, fue hasta la calle donde estaba la posada. Al llegar, apoyó un pie en una piedra para escalar hasta la ventana, cuando alguien la sujetó. Con fuerza, Angela dio una patada hacia atrás y oyó un gemido de dolor. Sin perder tiempo, sacó la espada para defenderse y, al darse la vuelta, se encontró con Kieran.
—¡Serás bruta!
Ella se mantuvo en silencio. Sonrió al ver que se tocaba el pecho y él, al darse cuenta, gritó enfadado:
—Te llevo buscando un buen rato. ¿Dónde estabas?
—Dando un paseo.
—¿Dando un paseo a estas horas? ¿Te has vuelto loca?
—Necesitaba tomar el aire.
—Esto está plagado de guerreros borrachos, ¿no te has percatado?
Angela lo miró y respondió con seriedad:
—Creo que de lo que no te has percatado tú todavía es de que yo sé defenderme sola y no te necesito.
Indignado por su respuesta y por la angustia que había pasado al ir a la habitación y no encontrarla, gruñó:
—Te podía haber pasado algo y yo no te podría haber ayudado.
—Como si te importara lo que me pasase…
—¿Qué has dicho? —preguntó incrédulo.
Molesta por el tono de voz que estaba empleando, respondió:
—He dicho que como si te importara lo que me pasase…
Kieran la miró descompuesto y, levantando de nuevo la voz, dijo:
—Te juro, Angela, que soy un hombre con una infinita paciencia, pero tus contestaciones y tu manera de ser consiguen sacarme de mis casillas como nadie en este mundo lo hace y…
—¡Si continúas gritándome… cariño —lo cortó ella—, me sacarás de mis casillas a mí también!
Atónito ante su osadía, voceó:
—¿Cómo has dicho, descarada?
Sin un ápice de temor, Angela clavó la mirada en él y contestó con chulería:
—Lo que has oído… cariño. Y antes de que continúes con tu fingida preocupación por mí, déjame recordarte eso que me has dicho en varias ocasiones, de sin exigencias ni reproches. ¿A qué viene ahora tanta recriminación?
En ese instante, William, Louis y Iolanda salieron de la posada y, al verla, la joven exclamó:
—Angela, por el amor de Dios, nos hemos asustado. ¿Dónde estabas?
William, que sabía lo que había ido a hacer, se le acercó y dijo:
—Muchacha, tendrías que haberme avisado a mí. Yo te habría acompañado.
Kieran intuyó que William sabía algo y, molesto, preguntó:
—Y si sabías dónde estaba ¿por qué no has dicho nada?
Angela miró a su marido y rápidamente respondió:
—Él no sabía dónde estaba. No le hables así a William.
Al ver que todos la miraban, resopló, y, antes de que pudiera decir nada más, William se le adelantó:
—Hoy es su cumpleaños y el aniversario de la muerte de su madre y de sus hermanos. Y, conociéndola, seguro que ha ido a cumplir con el ritual que lleva haciendo desde entonces, ¿verdad, muchacha?
Angela, desarmada, asintió y Iolanda murmuró emocionada:
—¿Y por qué no has dicho nada?
Louis y Kieran se miraron. Ahora entendían el mal día que llevaba.
—No quería hablar de ello. Es algo mío —contestó Angela sin querer mirar a su marido.
A Kieran se le puso el vello de punta y se sintió fatal. Cogiéndola del brazo, la separó de los demás y reconoció:
—Siento que hayas recordado sola ese doloroso día. —Ella no dijo nada y él le preguntó—: ¿Por qué no me has dicho que era tu cumpleaños?
Contemplándolo por primera vez en todo el día, con mirada serena repuso:
—Porque no es importante.
—Eso no es cierto.
—A nadie le importa —insistió Angela.
Conmovido, Kieran supuso que en Caerlaverock siempre habrían intentado obviar esa fecha por el dolor que les causaba y replicó:
—A mí sí me importaba saber que hoy era tu cumpleaños y, como ves, a Iolanda y a Louis también.
Ella se encogió de hombros sin querer darle importancia.
—No es necesario que conozcas estas cosas. Al fin y al cabo, dentro de unos meses nos perderemos de vista y no necesitarás recordarlas.
Turbado por los sentimientos extraños que ella le hacía sentir, afirmó:
—Aun así, ya no se me olvidará.
Al escucharlo, quiso sonreír pero no lo hizo. Volvió con los otros y, cuando sintió que Kieran caminaba a su lado, se dio la vuelta y explicó:
—He intentado decírtelo antes, pero no me lo has permitido. Estabas muy ansioso por perderme de vista para irte con tus amiguitas de grandes pechos.
Al comprender que ella tenía razón, Kieran fue a disculparse, pero Angela añadió:
—Estoy cansada. Quiero subir a la habitación y no quiero compañía.
—Vamos, es tarde —dijo Iolanda.
Cuando las dos mujeres se marcharon, seguidas por William, Kieran miró a Louis y murmuró:
—Ella tiene razón, no se lo he permitido.
Cuando Louis iba a contestarle, alguien exclamó detrás de ellos:
—Kieran O’Hara, ¡cuánto tiempo sin vernos!
Al volverse, ambos se quedaron asombrados. Ante ellos estaba Aiden McAllister, el gran amigo y compañero de fechorías de James O’Hara desde su infancia.
Boquiabierto por aquel inesperado encuentro y ante la oportunidad de saber de su hermano, Kieran preguntó:
—¿James está aquí?
Aiden bajó la mirada al suelo y, tras tomar una bocanada de aire, tocó la bolsa que llevaba colgada a su cintura y sacó una daga. Al verla, Kieran rápidamente supo lo que significaba y, con voz apagada, inquirió:
—¿Cuándo?
—Hace ocho meses.
Louis, al ver que su buen amigo respiraba con dificultad al recibir la noticia, fue a decir algo, cuando Kieran añadió:
—¿Cómo murió?
—Unas fiebres se lo llevaron.
Él negó con la cabeza. Siempre pensó que James moriría luchando e insistió:
—¿Y por qué no me avisasteis, maldita sea?
Aiden, al comprender su rabia, respondió:
—James te quería y admiraba mucho, Kieran. Siempre que hablaba de ti lo hacía con orgullo, aunque cuando se encontrara contigo te hiciera creer lo contrario. Él…
—No quiero saber más —lo cortó.
Apesadumbrado, pensó cómo darle la terrible noticia a su madre. Aquello la hundiría.
—En su lecho de muerte, James me hizo prometer que no os avisaría de su muerte para no haceros sufrir ni a ti ni a tu madre, y que lo enterraría cerca de Kildrummy. Y así lo hice. Mis hombres me esperan, seguramente bebiendo en la posada junto a los tuyos. —Kieran no dijo nada y Aiden añadió—: James descansa junto al pedrusco que hay en el valle donde jugábamos de niños.
Kieran asintió. Sabía a qué lugar se refería y, enajenado por la rabia y el dolor, agarró a Aiden del cuello y, arrinconándolo contra la pared, siseó:
—No te vuelvas a acercar a Kildrummy ni a mi madre ni a mí. James ha muerto y ya no hay nada que hablar.
Dicho esto, lo soltó y le quitó de las manos la daga que su padre le había regalado a su hermano de pequeño y, al hacerlo, se fijó en que Aiden llevaba en las manos un ramillete de brezo escocés, como instantes antes llevaba Angela. Sin decir nada más, se dio la vuelta y se alejó.
Louis, tras mirar a Aiden, lo siguió.
En la habitación, Angela no podía conciliar el sueño. Nunca olvidaba que esa noche, muchos años atrás fue una noche llena de llantos y de cientos de ruidos extraños en Caerlaverock. Estaba mirando el techo cuando la puerta se abrió. Al ver que se trataba de Kieran, murmuró:
—Te he dicho que esta noche quería la habitación para mí sola.
Él no le hizo caso. Cerró la puerta y, apoyándose en ella, se escurrió hasta quedar sentado en el suelo. Angela, al verlo, se incorporó y, cuando pudo verlo en medio de la oscuridad de la habitación, preguntó:
—¿Qué estás haciendo?
Él no contestó. Eso era extraño y Angela se levantó. Sin acercarse, vio que tenía la cabeza apoyada en las rodillas y que su cuerpo temblaba. Al oír una especie de gemido, sin dudarlo, se arrodilló a su lado.
—¿Qué ocurre, cariño? ¿Qué te pasa?
Durante un buen rato, Kieran no dijo nada. No contestó. Lloró en silencio la muerte de su hermano y Angela sólo pudo abrazarlo sin saber qué le ocurría.
Cuando dejó de llorar, levantó la cara y, mirando a la mujer que tenía a su lado y que lo consolaba, explicó:
—Acabo de saber a través de Aiden McAllister que mi hermano James murió hace ocho meses.
Oír ese nombre la sorprendió, pero más lo hizo ver lágrimas en los ojos de su fiero marido. Eso le puso el vello de punta y, entendiendo el dolor que aquella noticia le había causado, murmuró:
—Lo siento, Kieran. Lo siento mucho.
Deseoso de su contacto, él la abrazó y, antes de que ella hablara, dijo:
—Mi hermano era una mala persona, un villano, un hombre sin escrúpulos que vivió fuera de la ley y la justicia. Lo sé yo y lo sabe todo el mundo, pero era mi hermano y, por extraño que parezca, lo quería.
—Claro que sí, cielo… claro que lo querías y te entiendo.
Secándose los ojos con brusquedad, prosiguió:
—Atesoro recuerdos de nuestra infancia maravillosos y yo… ahora…
—Chis… calla… y no digas nada más.
Emocionado como un niño, lloró de nuevo y, al notar que Angela le enjugaba las lágrimas de las mejillas, musitó desesperado:
—Madre dijo que no lo sentía… cuando regresábamos de la abadía de Dundrennan, ¡dijo que no lo sentía vivo! Y yo… yo… ahora tendré que decirle que tenía razón y que James ha muerto, y no sé cómo hacerlo. Esta noticia la hundirá. La matará de dolor.
Consciente de que iba a ser un momento difícil para ellos, Angela susurró con mimo:
—Tranquilo, cariño, tranquilo. Yo te ayudaré. Se lo diremos entre los dos y la cuidaremos para que nada le ocurra. Tú por eso no te preocupes. ¿De acuerdo?
Y sin decir nada más, lo volvió a abrazar y lo acompañó en su dolor, haciéndole ver que no estaba solo. Al cabo de un rato, lo obligó a levantarse del suelo y, una vez estuvieron los dos de pie, él, mirándola, dijo:
—Estoy avergonzado por mi falta de tacto contigo. Eres tan buena, candorosa, sonriente, y yo… yo no sabía que hoy era tu cumpleaños y el aniversario de la muerte de tus seres queridos y no sé cómo pedirte perdón.
Angela suspiró y, olvidándose de lo que había sentido un rato antes, respondió:
—Tranquilo, yo tampoco te he dicho nada.
Pero sujetándole la cara, él insistió:
—Siento que lo hayas intentado y que yo no te dejara.
—No pasa nada. No te preocupes.
De nuevo el silencio llenó la habitación. Tenían tanto que decirse, que ninguno de los dos habló, hasta que él, al ver el ramillete de brezo sobre la mesilla, le advirtió:
—Aléjate de Aiden McAllister. Era el mejor amigo de James y las mujeres lo pierden. Y, por lo que he podido intuir y ver, él ya se ha fijado en ti.
Angela no respondió y, cuando se oyó la carcajada de una de las mujeres que había en la posada, Kieran dio un paso atrás y ella, sin poderlo evitar, murmuró:
—Kieran, no lo hagas. Quédate.
Sin mirar atrás, se soltó de sus manos y salió de la habitación. Lo que Angela no supo es que, una vez cerró la puerta, se dejó caer en el suelo y pasó el resto de la noche ante su puerta.