37

De madrugada, el campamento de los O’Hara estaba en silencio. Todos dormían excepto un par de hombres que hacían guardia. Con cuidado, Iolanda corrió ligeramente la tela de su tienda para observar a su alrededor. Miró a los dos hombres que vigilaban. Hablaban mirando al frente, no hacia donde ella estaba.

Con sumo cuidado, abrió la tienda del todo y, despacio, salió de ella con su pequeña bolsa en la mano. Sin hacer ruido, se escabulló en el bosque.

Louis, que no podía dormir, la miró incrédulo. ¿Qué estaba haciendo?

La observó desde su manta y, cuando ella se esfumó, se levantó y, con su mismo sigilo, la siguió durante un buen trecho.

¿Adónde iba?

Sin dejarse ver, procuró no perderla de vista. Al principio la joven corrió y, cuando no pudo más, paró a tomar aire, momento en que Louis se le acercó por detrás y preguntó:

—¿Se puede saber adónde vas?

Al oírlo tan cerca se asustó y le dio con la bolsa que llevaba en la mano. El golpe le fue directamente al pecho y Louis murmuró con sorna:

—Tendrás que golpearme con algo más duro si quieres hacerme daño.

Irritada por su tono de voz, lo miró y siseó:

—¿Qué haces siguiéndome?

—¿Qué haces marchándote?

Contrariada por haber sido descubierta, respondió:

—No te interesa, ¿entendido?

Y, dándose la vuelta, continuó su camino con paso firme. Louis la siguió tranquilamente. Por cada dos pasos que ella daba, él sólo tenía que dar uno, por lo que seguirla era fácil. Iolanda, al ver aquello, se volvió de nuevo y gruñó:

—¿Se puede saber qué haces?

—Seguirte hasta que me digas adónde vas.

—Vete de aquí, ¡fuera!

—No.

—Desaparece de mi vista, idiota.

—No y menos si me insultas.

Llevándose la mano al cinto, donde llevaba la espada, Iolanda la asió y Louis murmuró:

—Si lo haces, te arrepentirás.

Sin hacerle caso, ella desenvainó, pero antes de que pudiera blandirla, él ya se la había quitado, la había tumbado en el suelo y sentado sobre ella. Ella pataleaba.

—¿Adónde vas, Iolanda?

Molesta y enfadada, protestó:

—No te importa y haz el favor de soltarme ahora mismo.

Con el rabillo del ojo, Louis observó que seguía sujetando la bolsa con fuerza. Sin duda, aquéllas eran sus posesiones más preciadas. Optó por arrebatárselas y, levantándose, le dijo:

—Muy bien. Ya te puedes ir.

—Devuélveme mis cosas —exigió ella.

Pero sentándose en el suelo con toda la parsimonia del mundo, Louis respondió:

—No.

—He dicho que me devuelvas mis cosas.

—No si no me dices adónde vas.

Furiosa, cogió una piedra del suelo y se la tiró. Le dio justo en la cabeza y él, tocándose, susurró:

—Así nunca me convencerás.

Iolanda fue a protestar, pero entonces vio que le corría sangre por la frente y, horrorizada, exclamó:

—¡Dios mío, te he hecho sangre!

Louis asintió.

—Eso parece. Pero, tranquila, de ésta no me muero.

Angustiada, se subió la falda, desgarró parte de la enagua que Angela le había dado y, acercándose a él, murmuró mientras lo limpiaba:

—Lo siento… lo siento. De verdad que no quería hacerte esto.

El guerrero, encantado con su cambio de humor y su cercanía, sonrió y confesó:

—Yo tampoco, pero por tenerte tan cerca merece la pena.

Iolanda, al ver su gesto guasón, se alejó, miró al cielo y blasfemó.

—Esa lengua tan sucia no es propia de una señorita —se mofó él.

Ese comentario la volvió a enfadar y, señalándolo con el dedo, preguntó:

—¿Y que tú me robes mis cosas es de caballero?

Levantando las manos, Louis replicó:

—Yo no te he robado nada. Me he sentado aquí a esperar que me digas adónde vas.

—Antes me corto la lengua que decírtelo.

Esa respuesta lo hizo sonreír y, señalando el suelo, le indicó con tranquilidad:

—Siéntate y descansa. Creo que hablaremos mejor.

Ella, tras dar un par de vueltas mientras pensaba qué hacer, al final se sentó y, cuando Louis la miró, dijo:

—Muy bien, ya estoy sentada. ¿Sobre qué quieres hablar?

Él, al ver que había conseguido algo, sin moverse de su sitio comentó:

—No son horas para que una mujer ande sola por el bosque. Si te alejas del campamento y de nuestra protección, te puede ocurrir cualquier cosa, ¿acaso no lo sabes?

Irritada por la tranquilidad con que hablaba, respondió, mientras él se limpiaba la sangre con la tela de su enagua:

—Lo que sé es que no quiero seguir el camino con vosotros. Lo siento en el alma por Angela, a la que adoro. Es buena conmigo y sé que me quiere de corazón, pero… pero…

—Pero ¿qué?

—Pues eso… que he decidido seguir sola, como estaba. No necesito a nadie y nadie me va a echar de menos pasados un par de días.

Louis la miró. Aquella jovencita con cara de pilla era lo más bonito que había visto nunca y repuso:

—Te equivocas. Yo te echaría de menos.

Sorprendida y en cierto modo halagada por lo que había dicho, replicó:

—Lo dudo. Una vez llegues a tu destino, no creo que te falten mujeres de cabellera larga y elegantes cuerpos que se ocupen de ti.

—¿En serio crees eso?

Iolanda suspiró. Si algo no le debía de faltar a Louis eran mujeres. Aquel pedazo de hombre de cabellos oscuros, sonrisa afable y cuerpo escultural debía de tenerlo todo, y respondió:

—No es necesario que te diga lo que tú mismo ya sabes. ¿O es que necesitas que te halague para no herir tu ego de machote?

Él soltó una carcajada y, clavando los ojos en ella, dijo:

—Iolanda, respecto a las mujeres, te diré que desde hace unos días me atraen más las mujeres de cabello corto. —Y al ver cómo lo miraba, añadió—: Sé que oíste lo que hablé con Zac y quiero pedirte disculpas.

—Oh, no… no hace falta —contestó herida.

—Sí, sí hace falta.

—Pues yo te digo que no —repitió.

Louis suspiró. Lo irritaba tanto como le daba ganas de besarla.

¿Cómo una mujer que era tan poquita cosa podía ser tan cabezota? Pero sin querer perder los modales, insistió:

—Cuando hago algo mal, sé pedir perdón.

Incrédula por lo que oía, Iolanda negó con la cabeza y le advirtió:

—Si lo que estás haciendo es desplegar tus artes conmigo, te lo puedes ahorrar, no me impresionas.

—¿Ah, no?

—No.

Sin dejar de mirarla, y viendo lo nerviosa que eso la ponía, preguntó:

—¿Ni siquiera un poquito?

—Nada.

—¿Ni aunque te dijera que eres una preciosa mujer con la que me gustaría tener algo más que un simple cortejo?

Asustada por sus palabras, se levantó de golpe, se dio un manotazo en la pierna y aulló de dolor. Aún no tenía el dedo bien.

—Maldita sea, ¿te has hecho daño?

—¿Tú qué crees? —contestó, con los ojos llenos de lágrimas.

Louis se levantó rápidamente y fue hasta ella para consolarla, mientras decía:

—No me llores, Iolanda, por favor. Sonríe. Tienes la sonrisa más cautivadora que he visto nunca y sólo deseo verte contenta.

Aquel tono íntimo y su cercanía la hicieron ponerse alerta y susurró:

—No me toques. Aléjate de mí.

Louis dio un paso atrás, pero al hacerlo, la luna iluminó el rostro de la joven y, al verle las mejillas llenas de lágrimas, se acercó de nuevo y, mirándola a los ojos, la besó.

Al principio, ella no se movió. Permaneció quieta hasta que su boca aceptó la de él. Sin apenas tocarla, Louis siguió besándola, hasta que, deseoso de sentir su cercanía, le pasó un brazo por la cintura para apretarla contra él y entonces, asustada, le dio un mordisco en la lengua y, con desesperación, comenzó a pegarle puñetazos en el pecho hasta que consiguió que la soltara.

—¡Serás bruta! —se quejó él, tocándose la lengua dolorido.

—¡No vuelvas a tocarme! ¡Nunca! ¡Nunca! —gritó la chica.

Sin entender aquella reacción, Louis preguntó:

—¿Qué ocurre? ¿Por qué te pones así? Tranquila, Iolanda, tranquila, no voy a hacerte nada.

Ella lo miró con desesperación y gimió:

—No vuelvas a tocarme, ¿entendido?

Él asintió y se sentó de nuevo en el suelo, junto a la bolsa, mientras decía:

—De acuerdo. Entendido.

Con el corazón encogido, observó cómo las lágrimas resbalaban por el rostro de ella sin poder hacer nada. Deseaba abrazarla, mimarla y consolarla y, sobre todo, saber por qué lloraba, además de por el dolor de su dedo. Pero tras su reacción no quiso alarmarla y sólo se dedicó a esperar. Cuando ella se tranquilizó, se secó las lágrimas y dijo:

—No necesito que te disculpes por lo que dijiste ese día, yo sé quién soy y nada de lo que tú digas me importa.

—Te equivocas, te importa, y por eso llevas varios días sin hablarme. Siéntate, por favor, y hablemos.

La joven se sentó de nuevo y al ver que se tocaba el dedo magullado, le preguntó:

—¿Te duele?

—No.

El guerrero sonrió.

—¿Por qué mientes cuando ambos sabemos que te duele?

Ella lo miró. Pensó contestarle, pero al ver su gesto y cómo la miraba, desistió.

—Hace días, me di cuenta de que tengo una boca muy grande —continuó Louis.

—¡Enorme!

—Eso es, enorme —repitió con tranquilidad—. Y por eso tengo que disculparme por lo que me oíste decir. Fue una tontería. No lo pensaba y actué sin pensar y sin saber que podías oírme y te podía hacer daño.

—¡¿Daño?! —Y, mirándolo, siseó—: Te equivocas. A mí nada ni nadie me hace daño ya.

Desconcertado por la forma en que matizó aquellas palabras, susurró:

—Dime qué te ha ocurrido para que estés tan dolida.

Iolanda lo miró, pero no abrió la boca, y Louis, intentando llegar a ella por otro camino, expuso:

—Ayer, cuando Angela leía la invitación, me percaté de una cosa, sabes leer, ¿verdad? —Ella no respondió y él prosiguió—: Sin duda, has tenido una vida algo mejor que la que llevas, ¿a que sí?

Iolanda siguió en silencio y él finalizó:

—Tengo todo el tiempo del mundo para que contestes.

Y así, desafiándose, permanecieron sin moverse de donde estaban hasta que comenzó a amanecer. La luz del día le permitía contemplar el rostro de Louis con claridad y viceversa, y se horrorizó al ver la sangre seca sobre la frente de él. ¿Cómo podía ser tan bruta?

En varias ocasiones estuvo tentada de contarle la verdad, pero luego se arrepentía. Era mejor dejar quieto el pasado. Nadie debía saber lo ocurrido, nadie.

Cuando hubo amanecido y la posibilidad de escapar se hizo menor, cansada, se levantó. Fue hacia su bolsa, la cogió y, cuando echó a andar, Louis, levantándose también, dijo:

—No voy a dejar que te marches. ¡Para!

Iolanda, con los ojos llenos de lágrimas, siguió andando.

—He dicho que te pares, maldita cabezota.

Sin mirar atrás, ella continuó, hasta que de pronto sintió que la levantaban en volandas. Furiosa, comenzó a patalear hasta que él la soltó.

—¡Te he dicho que no volvieras a tocarme! —gritó.

—Pero, Iolanda…

—Quiero irme —gruñó—. Quiero perderte de vista y no quiero que me detengas.

Convencido de que a aquella joven le había ocurrido algo terrible, él negó con la cabeza. Ni loco la iba a dejar marchar. Debía llevarla de regreso al campamento.

Cuando Angela se despertó, estaba sola en la tienda, envuelta en mil tartanes y mantas. Kieran la había tapado bien para que no cogiera frío. Detalles tontos como ése le gustaban mucho de él y sonrió.

Al salir de la tienda, los hombres de su marido la saludaron con cortesía. Todos parecían haberla aceptado con gusto y ella los saludó con una sonrisa.

Se acercó al que se encargaba de cocinar para todos, que le entregó una taza con leche caliente. Angela se la estaba tomando, cuando vio a Kieran, Louis y Iolanda algo alejados de ellos, hablando. Eso la inquietó. Y más al ver los bruscos movimientos de manos de la joven. Parecían discutir y, sin dudarlo, dejó la taza y fue hacia ellos.

—¿Qué ocurre? —preguntó al acercarse.

Todos la miraron y Louis, enfadado, gruñó:

—Ha intentado escapar, pero la he encontrado y la he traído de vuelta.

—¿Qué te ha ocurrido en la cabeza? —preguntó ella, al verle la sangre seca en la frente.

Él, enfadado, se tocó la herida y miró a Kieran, que sonrió cuando Iolanda dijo:

—Lo que le ocurre a cualquier asno que me impide caminar.

—Iolanda —la regañó Angela.

Kieran al ver la situación, y en especial que su amigo, siempre tan tranquilo, estaba comenzando a perder los nervios, le indicó:

—Louis, ve a que te curen esa herida.

—Estoy bien. No te preocupes, Kieran.

—Lo sé. Pero ve. He de hablar con Iolanda —insistió él.

El highlander miró a Iolanda con gesto sombrío y ella, en respuesta, levantó el mentón con indiferencia. Cuando Louis se marchó, Angela y Kieran se miraron y ella inquirió:

—¿Por qué te ibas?

—Soy libre. No pertenezco a nadie y me puedo marchar cuando quiera.

Sin entender el tono de su respuesta, Angela asintió y murmuró:

—Creía que conmigo estabas bien.

—Y lo estoy —asintió Iolanda, a la que se le comenzaron a llenar los ojos de lágrimas.

—Entonces, ¿por qué te vas?

—Iolanda —intervino Kieran con tranquilidad—, que una mujer vaya sola por los caminos no es muy recomendable, ¿no ves que te podría ocurrir algo?

La joven se desmoronó y Angela, mirando a Kieran, le pidió en silencio que se marchara y las dejara. Él asintió y, una vez se quedaron solas, Angela preguntó:

—Dime, ¿qué ocurre tan terrible que te hace huir de nosotros?

—No huyo de vosotros.

—Louis no dice lo mismo.

—¡Louis! —repitió Iolanda, mirándolo desde lejos—. Ese idiota me ha tenido toda la noche hablando, discutiendo y peleando.

—¿Idiota?

—Sí. Idiota, engreído, tonto, petulante y pretencioso, por no decir nada más.

—Ya has dicho bastante —se mofó Angela.

Iolanda esbozó una sonrisa y ella, al verla, continuó:

—Quizá es así contigo porque le gustas. ¿Acaso me vas a negar que él a ti no?

—Tengo mejor gusto para los hombres.

Eso hizo reír a Angela. Tenía claro que Louis le gustaba, pero dejando a un lado eso, insistió:

—Sabe que se equivocó con su comentario e intenta pedirte perdón de la mejor manera que sabe.

Iolanda resopló y dijo:

—¿Por qué le has contado nada?

—Se lo tenía que decir —respondió Angela—. El pobre se estaba volviendo loco sin saber qué había hecho para haberte ofendido tanto.

Cansada de la noche agotadora que Louis le había dado, la joven se abanicó con la mano y, con el semblante demudado, gimió:

—No puedo ir a Stirling.

Sin entender qué le ocurría, Angela la abrazó mientras veía que Kieran y Louis las miraban.

—Tranquila, Iolanda, tranquila —murmuró.

Cuando consiguió tranquilizarla, la cogió de la mano y la llevó hasta un gran árbol, bajo el que se sentaron.

—Cuéntame por qué no quieres ir a Stirling —le pidió. Iolanda se tocó la cara y Angela puntualizó—: Pero quiero la verdad.

La muchacha tomó aire y empezó:

—Me crié en Stirling junto a mis padres y mi hermano Ralph.

—¿Stirling? Pero tú me dijiste…

—Lo sé —la cortó—. Te mentí.

Angela asintió y Iolanda prosiguió:

—Mi padre era dueño de una herrería que heredó de su padre y mi madre, junto a su amiga Pedra, tenía un pequeño negocio de costura. Ambas eran costureras y se dedicaban a la venta de vestidos, en especial cuando llegaba la gran fiesta anual de los clanes de Stirling. Aún recuerdo estar en la pequeña tienda con ellas y ver pasar a las mujeres de muchos lairds por allí, con ganas de dejarse las monedas.

»Mamá y Pedra eran famosas por sus bonitos vestidos y complementos y, con el tiempo, yo comencé a coser junto a ellas. —Sonrió con tristeza—. Mi familia era una familia querida y respetada por todos en Stirling y nuestra vida era acomodada y feliz. Pero cuando yo tenía quince años, mi padre y mi hermano enfermaron de fiebres y, tras mucho sufrimiento, murieron —susurró—. Mamá continuó con su trabajo de costurera, pero nos quedamos con una herrería que no sabíamos llevar y ella, buscando una solución, y desoyendo las palabras de Pedra, buscó un herrero que llevara el negocio y así fue como entró en nuestras vidas Fiord Delawey —gimió—. Durante años, todo funcionó, pero…

Iolanda se interrumpió. Le costaba hablar de aquello y Angela, al verlo, murmuró:

—Estoy aquí, a tu lado, hoy, mañana y siempre, Iolanda. Cuéntame qué ocurrió.

—Fiord era un buen herrero, y aunque a Pedra nunca le gustó ese hombre, mi madre se enamoró de él, pero él se casó con otra —prosiguió, secándose las lágrimas—. Dos años después de esa boda, Sindia, que era como se llamaba la mujer de Fiord, murió junto a su bebé en extrañas circunstancias y un año después ese hombre se casó con mi madre. Al principio todo fue bien, pero luego mi madre se quedó embarazada y… y… Sean, mi hermano, nació hace tres años.

De nuevo el llanto impidió seguir a Iolanda y, después de que Angela la consolara y tranquilizara, prosiguió:

—A partir del nacimiento de Sean, todo se volvió caótico. Fiord comenzó a beber, a maltratar a mi madre y a acosarme a mí. Insistí en hablar de ello con mi madre, intenté que lo viera como lo veíamos Pedra y yo, pero fue inútil. Mamá estaba tan enamorada de él que no veía nada más y… y… una madrugada noté que alguien se metía en mi cama y era él. Intenté gritar, salir de la cama, llamar a mi madre, pero Fiord me tapó la boca y… y…

Angela, al entender lo que quería decir, murmuró:

—¡Oh, Dios mío…!

Secándose las lágrimas, la joven continuó:

—A la mañana siguiente, asustada y dolorida, no podía levantarme de la cama y cuando mamá fue a despertarme, vio la sangre en las sábanas y le conté lo ocurrido. Nunca olvidaré su cara de horror. Después me hizo levantar, quitó las sábanas, las quemó y me envió a comprar carne a una granja de las afueras de Stirling, y me dijo que me llevara a Sean conmigo. Cuando regresamos esa tarde, la gente se arremolinaba en la puerta de mi casa. Yo no sabía qué había ocurrido y entonces vi a Fiord salir con gesto compungido y Pedra me dijo que mamá había muerto.

Horrorizada, Angela se tapó la boca y Iolanda siguió con el relato:

—Según las vecinas, al regresar de la herrería, Fiord se la había encontrado en el suelo sin vida. Dijeron que una caída la había matado, pero yo sé que no fue así y Pedra también lo sabe. Fue Fiord. Fue él. Él la mató cuando ella le reprochó lo que me había hecho.

»Durante un tiempo, Sean y yo dormimos en casa de Pedra, porque yo me negaba a dormir en mi casa con ese hombre. Pero un día, ella se marchó por la mañana a entregar un vestido y Fiord llegó bebido. Sean dormía y me pilló en la casa e intentó propasarse de nuevo. Me defendí como pude y él me susurró al oído que si no cedía me mataría como a mi madre. Asustada, pude coger un cuchillo y se lo clavé en el muslo. Cogí a Sean y me dispuse a huir, pero Fiord, levantándose del suelo, me quitó a mi hermano y, señalando el fuego, me gritó que si no me marchaba, echaría a Sean a las brasas.

»Asustada por el pequeño, salí corriendo y dejé a mi hermano allí. Al día siguiente regresé a buscarlo, pero Fiord se lo había llevado a la herrería. Durante un mes, regresé todos los días con la esperanza de salvar a Sean de ese animal, pero me fue imposible. Pedra intentó ayudarme y trazamos un plan entre las dos, pero todo salió mal. —Y, levantándose el vestido para enseñarle la pierna, dijo—: Al verme, Fiord cogió un hierro candente y con él me quemó el muslo.

Angela, horrorizada al ver aquella fea marca, fue a decir algo, cuando la joven prosiguió:

—Luego, Fiord me cargó en su caballo, herida, y me dejó en el bosque, a las afueras de Stirling. Dijo que si me volvía a ver mataría a Sean y a Pedra y no pude hacer otra cosa que marcharme. A duras penas conseguí mantenerme con vida y curarme. La herida se me infectó, y de ahí su feo aspecto, pero me alejé de Stirling todo lo que pude y llegué hasta donde me encontraste, y yo… yo…

Abrazándola, Angela la consoló. La vida de Iolanda no había sido nada fácil y, sin saber qué decir, murmuró:

—Lo siento, Iolanda… lo siento mucho.

La joven asintió y, mirándola, dijo:

—Siempre he querido regresar a por Sean y Pedra. Él cumplirá tres años el mes que viene, pero yo sola nunca podré conseguirlo. Y ahora voy camino de Stirling y yo… yo… no sé qué hacer. Me asusta que Fiord me vea y cumpla su promesa y…

—Yo te ayudaré —afirmó Angela—. Hablaré con Kieran y…

—No, no, por favor. Me avergüenza que ellos sepan lo que me ocurrió…

—Iolanda —la cortó Angela—, tú no tienes culpa de nada de lo que pasó. De nada —remarcó con énfasis—. Demasiado ha sido ya para ti lo ocurrido y haber sobrevivido este tiempo tú sola en el bosque y sin medios.

—Pero ellos…

—Ellos lo entenderán todo. Estoy segura de que Kieran te ayudará a recuperar a…

—No… No, por favor.

Angela, al ver el miedo en sus ojos, tomó aire y convino:

—De acuerdo… de acuerdo, no diré nada, pero no llores. Buscaré una solución. Yo te ayudaré. —Y, tocándose la ceja con el dedo anular, añadió—: Si mal no recuerdo, Kieran dijo que estaríamos varias noches en Stirling. Veré cómo podemos despistarlo e ir a buscar a tu hermano. Tranquila, ¿vale?

—Por favor, no les digas nada a los hombres. Y menos a Louis. Él ya piensa que yo… Y si sabe que Fiord me… me…

—Pero Iolanda, él podría…

—¿Qué es lo que no nos tiene que decir? —preguntó Kieran, acercándose a ellas acompañado de Louis.

Las dos los miraron sorprendidas y Angela rápidamente respondió:

—Cosas íntimas de mujeres. —Y, al ver que ellos las miraban escépticos, añadió con mofa—: Se dice que nosotras somos curiosas, pero los hombres no os quedáis atrás.

Kieran miró a su mujer intentando leer en su cara si era verdad lo que decía, pero sonrió al verla mirarlo con picardía, y más cuando dijo:

—Vamos, Iolanda, debemos recoger nuestras cosas para continuar el camino.

Cuando ellas se marcharon, Louis miró a Kieran y preguntó:

—¿Qué crees que es eso que Iolanda no quiere que nos cuente?

Él se encogió de hombros y murmuró, mientras caminaban tras ellas:

—Cosas de mujeres.

Cuando ellos se fueron, Zac, que había estado todo aquel tiempo sentado al amparo de un enorme tronco, se levantó, miró a las mujeres que se alejaban y susurró:

—Iolanda, cuenta con mi ayuda.