Esa noche, Angela no pegó ojo y, al alba, antes de que Kieran subiera a buscarla a su habitación, ya estaba en el salón con Iolanda, Aston y George. Cuando él llegó y sus miradas se cruzaron, ambos se saludaron con cortesía.
—¿Estás preparada? —le preguntó Kieran, acercándose.
Ella asintió y, levantándose del viejo banco de madera, asió con fuerza la mano de Iolanda.
—Nosotros iremos saliendo —comentó George, tras mirar a su hermano Aston.
Ninguno de los dos quería ver la tristeza de Angela al abandonar aquel lugar. Kieran, sin tocarla, permaneció a su lado mientras observaba cómo ella se levantaba y, tras echar una última mirada al salón, se encaminaba hacia la puerta. Al llegar allá, se paró, se volvió, miró el hogar que la había visto crecer y murmuró con un hilo de voz:
—Hasta pronto.
Al ver la tristeza en su mirada, Kieran se acercó a su lado y dijo:
—Te aseguro que cuando regreses aquí de nuevo, todo estará mejor que ahora.
Angela asintió. A pesar de la felicidad que sentía por la restauración, intuía que cuando regresara ya no sería su mujer. Pero sin decir nada, se dio la vuelta y se marchó con el corazón roto junto a Iolanda.
Varios guerreros O’Hara los esperaban en el patio, ya montados a caballo. Angela tocó con cariño el morro de su yegua, que estaba junto al caballo de Kieran. Iolanda, desconcertada y sin saber qué hacer, miró a su alrededor y Kieran la interrogó:
—¿Sabes montar a caballo? —La joven asintió y él ordenó, mirando a uno de sus hombres—: Traed un caballo para ella.
Cuando se lo trajeron, Iolanda lo acarició y le habló con mimo, mientras Louis la observaba desde lejos. Todavía no entendía por qué ella apenas le hablaba, por lo que, aunque le hubiera encantado que cabalgara con él, prefirió mantenerse al margen.
Instantes después, los tres montaron y Kieran, tras mirar a su mujer y ésta asentir con la cabeza, se puso al frente, levantó una mano y la comitiva salió del patio del castillo de Caerlaverock.
Angela, que cabalgaba junto a Iolanda, levantó el mentón y reprimió las lágrimas. No quería mirar atrás, no podía despedirse de aquel lugar o sabía que se desmoronaría. Cruzó en silencio el puente de madera y, a paso lento, avanzó con los demás.
William Shepard, consciente de su estado de ánimo, se puso a su lado y le preguntó:
—Muchacha, ¿estás bien?
Ella asintió sin mirarlo. No podía hablar. Si lo hacía, lloraría sin parar y no quería que los hombres de Kieran la vieran comportarse de nuevo como una llorona. William negó con la cabeza y supo que debía dejarle espacio, por lo que hincó los talones en su caballo y cabalgó hasta ponerse junto a Kieran y sus hijos.
Iolanda, al verla cómo apretaba la mandíbula mientras cruzaban el bosque, le tocó el hombro y murmuró:
—El día que regreses, regresaré contigo.
Angela asintió con la cabeza, pero continuó mirando al frente. Así siguieron un buen trecho, hasta que, al subir la colina, Angela supo que era su última oportunidad de ver su hogar. Quiso mirar, despedirse de nuevo, pero no pudo. Continuó su camino con los hombres de su marido, mientras miles de recuerdos inundaban su cabeza. Sus padres. Sus hermanos. Las noches en que su padre les contaba cuentos. El pequeño lago donde habían aprendido a nadar. El claro donde ella había aprendido a manejar la espada con William, Aston y George.
Todo ello le nubló la vista y se detuvo. Respiró con fuerza y entonces, dándose la vuelta, clavó los talones en su yegua y salió disparada en dirección contraria.
Los hombres que iban tras ella, al verla se pararon también e intentaron retenerla, pero ella los sorteó con habilidad.
—¡Angela! —gritó Iolanda.
Kieran, al oír el jaleo, se volvió para mirar y entonces la vio alejarse al galope. William, Aston y George se movieron para ir tras ella, pero él se lo impidió y dijo:
—Continuad el camino. Angela y yo enseguida os atraparemos.
Y dicho esto, se lanzó en su persecución con el corazón desbocado. Sin duda, Angela no se lo iba a poner fácil, pero él no iba a permitir que se saliera con la suya.
Cuando la alcanzó, vio que había desmontado y estaba de rodillas. Tenía la capucha de la capa puesta y, al acercarse, comprobó que había clavado la espada en el suelo y que la sujetaba con las manos entrelazadas.
Llegó hasta ella, bajó del caballo y se le acercó. Una vez estuvo a su lado, deseoso de su contacto, la asió de la cintura, la levantó y le cogió la mano. Ella lo miró, y, con el rostro bañado en lágrimas, dijo:
—Mis recuerdos se quedan todos aquí, Kieran…
Él, sin saber qué hacer al ver su desconsuelo, la estrechó entre sus brazos y, mientras la sentía temblar y llorar, murmuró:
—Tus recuerdos siempre serán tuyos, estés donde estés. Entiendo tu dolor, pero has de ser fuerte y pensar que ahora comenzarás a atesorar vivencias de otros lugares y otras gentes. Sabes bien que aquí no te habrías podido quedar, incluso si no hubieras sido mi esposa, lo sabes, ¿verdad?
Ella asintió. Lo sabía, claro que lo sabía. Caerlaverock, tal como estaba, era un lugar donde vivir era prácticamente imposible y, cuando fue a responder, Kieran dijo:
—No me gusta verte llorar.
—Odio llorar. Es un tonto gesto de debilidad.
—¿Y por qué lo haces?
—Por pena, rabia, tristeza…
Kieran la entendió. No era fácil pasar por todo lo que estaba pasando ella y, cogiéndole el mentón para que lo mirara, susurró:
—Angela, mira al frente, tu padre así lo querría.
—Lo sé… lo sé.
—El Hada que tú y yo conocemos no lloraría, ¿verdad?
Tragando el nudo que tenía en la garganta, ella asintió de nuevo. Sin duda Hada, la guerrera que muchos temían, no lloraría. Llorar siempre había sido un síntoma de debilidad que ella había utilizado para hacerles creer a todos que era una débil damita.
Pero no era así. Ella era una guerrera. Y, tras desclavar la espada del suelo, se la guardó al cinto. Miró hacia Caerlaverock, se llevó una mano a la boca, se la besó y, tras pasársela por encima del corazón, lanzó el beso.
Después miró a Kieran, que, hechizado por su cara de ángel, fue a besarla, pero ella, dando un paso atrás, se apartó.
—Creo que debemos regresar con el grupo.
Desconcertado por que lo hubiera rechazado, asintió y, recomponiéndose, la ayudó a montar y después montó él también. Debían continuar el camino.