La llegada a Glasgow fue tranquila.
La madre de Jesse Steward, al enterarse de lo que su hijo le contó, no daba crédito y lloró. Ella sí quería a Cedric. Había sido su pequeño, aunque él nunca la quisiera, y le dolió saber las atrocidades que había cometido con el clan de aquellas encantadoras muchachas.
Davinia fue rápidamente aceptada como lo que siempre había sido, la prometida de Jesse, y la paz y la armonía reinaron en aquel lugar, aunque Angela, por las noches, se sentaba en el alféizar de su ventana y miraba al horizonte a la espera de que Kieran regresara.
Pasadas tres semanas, una madrugada, mientras dormía, notó que alguien se movía a su lado y al despertarse no dio crédito a sus ojos al ver a Kieran dormido junto a ella.
Lo miró emocionada. Parecía cansado y aquella barba que llevaba lo hacía parecer más fiero y más maduro. Sin querer despertarlo, no lo tocó. Se dedicó a observarlo durante horas, hasta que él abrió los ojos y al ver que ella lo miraba, murmuró:
—Hola, torpona.
Cuando abrió los brazos para recibirla, Angela no lo dudó y se lanzó a ellos. Así permanecieron un buen rato, hasta que ella preguntó:
—¿Encontraste a James?
—No.
Su respuesta fue tan rotunda y seca, que decidió no preguntar más. Apretándola contra él, Kieran reconoció:
—Te deseo.
No hizo falta decir más. Consumidos por la pasión, se desnudaron sobre la cama, dispuestos a saciarse el uno del otro. La ardiente boca de Kieran le recorría el cuerpo a la par que sus manos, mientras Angela se dejaba abrazar, besar y tocar.
—¿Me has añorado?
Ella asintió y él insistió:
—Cuánto… dime cuánto.
Enloquecida por aquel dulce momento, Angela lo miró y, tras retirarle el pelo de la cara, murmuró:
—Tendrás que adivinarlo… engreído.
Kieran sonrió. Aquello era lo que quería escuchar y, separándole los tersos muslos con suavidad, deslizó uno de sus dedos hasta introducirlo en su interior y ella gimió de placer. Deseoso de tomarla como había ansiado durante aquellas largas tres semanas, cuando sacó el dedo se colocó sobre ella y la poseyó con pasión.
Extasiada, Angela se arqueó contra él y, agarrándole el trasero con descaro, lo animó a acelerar sus acometidas, algo que Kieran hizo velozmente mientras ella levantaba las caderas para recibirlo una y otra vez.
La locura se apoderó de ellos de inmediato y Kieran, mirándola, supo que había llegado al máximo placer, por lo que, besándola hasta dejarla sin aliento mientras la penetraba con fuerza, se dejó ir, tras soltar un profundo gruñido de satisfacción.
Angela lo abrazó con fuerza y él, para no aplastarla, rodó a la cama y, poniéndosela encima, musitó:
—Me alegra ser recibido con tanto ardor.
Angela se puso colorada y respondió:
—Deseaba que regresaras.
Kieran la miró y, dejándola de nuevo sobre la cama, se sentó y, poniendo los pies en el suelo, dijo:
—Recuerda, Angela, sin reproches ni exigencias.
Molesta, ella lo miró, le dio un puñetazo en la espalda y siseó:
—¿A qué viene ahora eso?
Unos golpecitos en la puerta interrumpieron su conversación.
—Tápate —le pidió Kieran y ella rápidamente se metió bajo las sábanas.
Poniéndose un plaid alrededor de la cintura, él abrió la puerta y varios criados entraron con una bonita bañera de cobre. Acto seguido, una legión de hombres y mujeres con cubos la llenaron y, cuando acabaron, Kieran cerró y dijo:
—Me muero por un baño.
Sin decir nada más, se quitó el plaid y se metió en la bañera de cobre. Angela lo observaba desde la cama. Estaba enfadada por su último comentario, cuando oyó que le decía:
—¿A qué esperas para bañarte conmigo?
Ella lo miró y, molesta, respondió:
—Sin reproches ni exigencias, ¿lo recuerdas?
Kieran sonrió y murmuró:
—Trescientos treinta.
Sin entender a qué se refería, fue a preguntar, pero antes de que lo hiciera, él aclaró:
—Trescientos treinta días quedan exactamente para que finalice nuestra unión.
Aquello fue demasiado para Angela. Aquel sinvergüenza se metía en su cama, le hacía el amor y ahora le recordaba los días que faltaban para que finalizase su enlace.
Indignada, se levantó de la cama y, dándole la espalda, se vistió. Kieran no dijo nada y, cuando ella terminó y fue a marcharse, viendo su nivel de mosqueo, le advirtió:
—No des portazo al salir.
Ella lo miró, estaba con los ojos cerrados en la bañera, sonriendo con autosuficiencia. Agarró la puerta y, con toda la fuerza posible, dio tal portazo que hasta temblaron los cimientos del castillo de Glasgow.
Una vez solo, dejó de sonreír, abrió los ojos y, mirando el techo, murmuró:
—Angela, no me puedo permitir enamorarme de ti.
Alterada por lo que él le había hecho sentir, Angela salió del castillo y se encontró con los hombres de su marido que, al verla, la saludaron con afabilidad. Ella les sonrió. A lo lejos vio a Iolanda hablando con uno de los guerreros Steward y a Louis observándolos. No cabía duda de que su expresión no era de felicidad.
Davinia, que en ese instante salía con el pequeño John en brazos, al verla preguntó:
—¿Adónde vas?
—A las caballerizas.
—¿Para qué?
Angela, parándose, miró a su delicada hermana y contestó:
—Para dar un paseo con mi yegua. Lo necesito.
—¿Qué te ocurre?
—Nada.
Davinia, sin creerla, respondió:
—Tu marido ha llegado de madrugada, me consta que está en tu habitación dándose un baño, ¿y dices que no te ocurre nada?
—¡Maldita sea, Davinia! ¿Quieres dejar de ser tan cotilla?
Su hermana la miró sorprendida y replicó:
—Por el amor de Dios, Angela, ¿qué manera es ésa de hablar?
Ella cerró los ojos. Davinia no tenía la culpa de su enfado y, suspirando, dijo:
—Discúlpame, por favor, no he debido contestarte así, pero ahora no quiero hablar. Quiero cabalgar y aclararme las ideas, ¿de acuerdo?
Su hermana mayor asintió y Angela, dándole un beso en la mejilla, murmuró:
—Luego nos vemos.
Y, sin más, se dio la vuelta y se dirigió a las caballerizas, donde se encontró con William. Éste le sonrió y al ver que se acercaba a su yegua, preguntó:
—¿Adónde vas, muchacha?
Suspirando por la pregunta, lo miró irritada, y él, que la conocía, se limitó a añadir, dándose la vuelta:
—Ve con cuidado.
Cuando William se marchó y se quedó sola, resopló. Su malestar estaba molestando a todos. Montó y salió de las caballerizas y, ante cientos de ojos que la observaban, se marchó al galope.
Al rato de correr, saltar arroyos y sortear árboles, Angela se dio cuenta de que estaba helada de frío y tembló. Pero continuó su alocada carrera, necesitaba desfogarse. Al llegar junto a unos árboles caídos, detuvo a su yegua. Pensó en rodearlos, pero tras mirar la distancia, decidió probar y saltarlos. Retrocedió unos metros y, agachándose sobre el cuello de Briosgaid, susurró:
—Vamos a saltarlos, lo vamos a conseguir.
La yegua relinchó y Angela, clavándole los talones en los flancos, se lanzó a la carrera y, cuando llegó hasta la pila de troncos, gritó y el animal saltó. Cuando sus patas tocaron el suelo, Angela rió y, palmeándole el cuello mientras continuaba su galope, dijo:
—Buena chica… buena chica.
Pasado un buen rato, llegaron junto a un arroyo y paró para que la yegua bebiera. Ella desmontó y se apoyó en el tronco de un árbol. Instantes después, oyó los cascos de un caballo y al mirar se sorprendió al ver que se trataba de Kieran.
Éste, acercándose, se paró, la miró y al ver que ella no lo miraba, se bajó de la montura y fue a decir algo, pero levantando un dedo, Angela lo señaló y siseó:
—No he olvidado lo de sin reproches ni exigencias, pero te he echado de menos, ¿es malo acaso?
Kieran no respondió, sino que se acercó a ella y, con una imperiosa necesidad de su contacto, la besó. Devoró sus labios con auténtica ferocidad y, cuando se separó, murmuró:
—Yo también te he echado de menos.
Desconcertada por ese cambio, Angela fue a hablar, pero él la amenazó:
—Si vuelves a saltar otro obstáculo como el que has saltado antes, tendré que prohibirte que montes a caballo, ¿entendido?
A punto de protestar, Angela vio su gesto guasón y lo retó:
—Atrévete a prohibírmelo.
Aquel desafío… aquella mirada… aquel gesto descarado lo hicieron sonreír y dándose cuenta de cómo temblaba de frío, le echó por encima su tartán y contestó:
—Descarada, regresemos al castillo antes de que te desnude y te haga el amor aquí mismo.