Cuatro días después, con las cosas aclaradas entre todos, May regresó a la abadía acompañada por varios guerreros de Jesse Steward. Era lo mejor para todos. Cuanto antes retomaran sus vidas, antes se normalizaría todo.
Esa noche, Angela y Davinia se quedaron hablando hasta tarde ante el enorme hogar del salón. Sin duda, sus vidas habían cambiado y la hermana mayor auguraba que para bien. Angela lo dudaba, pero prefirió callar.
De madrugada y sin sueño, cuando Davinia se marchó a descansar, Angela subió a las almenas: necesitaba aire fresco. Al llegar allí, miró al horizonte y suspiró al ver la desolación del bosque quemado. Se frotó los ojos con tristeza. Había llorado tanto que ya no le quedaban lágrimas. Se tenía que despedir de aquel lugar, de su hogar, y comenzar una nueva etapa de su vida.
Con pena, abandonó las almenas y fue a su habitación. Al entrar y cerrar la puerta, vio la chimenea encendida. Eso la sorprendió, hasta que oyó:
—Estaba esperándote.
Al mirar vio a Kieran tumbado en la cama. Estaba desnudo de cintura para arriba y en décimas de segundo su cuerpo se calentó. Era espléndido, increíble y tentador. Su torso estaba curtido como sus brazos, pero rápidamente Angela apartó la vista y la dirigió al techo.
Kieran al ver su apuro y su rubor, sonrió. Sin duda, verlo sin camisa la intimidaba.
—¿Qué miras con tanto detenimiento? —le preguntó.
—El techo.
Durante unos segundos, ninguno de los dos dijo nada, hasta que Kieran insistió:
—¿Es interesante lo que ves?
Ahora la que sonrió fue Angela, pero la sonrisa se le borró cuando él la conminó:
—Vamos, desnúdate y ven a acostarte.
Abochornada por lo que Kieran le pedía, murmuró:
—Creo… creo que dormiré vestida.
Él sonrió, se levantó y, cogiéndole la mano, dijo:
—No seas tímida. Soy tu marido.
Mientras caminaba tras él, se fijó en su espalda. Pero ¿cuántos músculos tenía? Sin poder ni querer evitarlo, sus ojos se fijaron en varias heridas ya sanadas. Sin duda, aquello le tuvo que doler.
Cuando Kieran llegó al borde de la cama, la soltó y, señalándole un viejo y raído camisón color grisáceo que estaba sobre una silla, afirmó:
—Prometo no mirar.
—¿Seguro?
—Te lo acabo de prometer.
—¿Y he de fiarme de tu palabra?
—¿Tú qué crees? —se molestó él.
Ella, al darse cuenta de lo que estaba diciendo, asintió y respondió:
—Tienes razón. Si no me fío de ti con lo bien que te estás portando conmigo, estaría loca.
Kieran esbozó una sonrisa y, conteniendo las ganas que tenía de abrazarla, comentó:
—Angela, estoy cansado y quiero dormir, pero no voy a consentir que duermas vestida. Tienes dos opciones: o te desnudas tú o te desnudo yo.
—Oh, Dios mío.
—Exacto. Vamos, cámbiate.
—¿Serías capaz de hacerlo? —Y al ver su mirada, rápidamente se respondió ella misma—. De acuerdo. Yo… yo lo haré.
Sin más, Kieran se dio la vuelta con galantería y con una sonrisa en la boca. No se podía creer que él estuviera haciendo aquello. Sin tiempo que perder, Angela se quitó el vestido, tras él la camisola y, cuando se puso el camisón, anunció:
—He terminado.
Él se dio la vuelta y la miró. Era preciosa. Increíblemente bonita. Sonrió y, conteniendo el instinto que lo impulsaba a tomarla, dijo:
—Ahora debes descansar. Acuéstate.
Ella lo hizo sin rechistar y volvió a mirar el techo. Kieran, divertido, caminó hacia el otro lado del lecho y se tumbó a su lado. Angela estuvo durante un buen rato tiesa como una estaca, hasta que él le preguntó con voz cansada:
—¿Te asusto?
—No.
—¿Seguro? —insistió, mientras la miraba.
—Sí. —Y al notar su mirada, añadió, sin apartar la vista del techo—. Es sólo que se me hace raro compartir esta intimidad contigo.
—Mírame cuando te hablo, por favor —le pidió él.
Ella hizo lo que le pedía y cuando sus ojos se encontraron, preguntó:
—¿Tanto te incomoda tenerme en tu cama?
Su rostro lo decía todo y él le rogó:
—Dime la verdad, por favor.
Angela, tras mirarlo en silencio, murmuró:
—Eres mi esposo y no sé qué esperas de mí.
—Ya te lo dije —le aclaró molesto—. No espero nada que tú no desees.
—¿Y por qué estás aquí en vez de con tus hombres?
Esa pregunta en cierto modo lo pilló de sorpresa. Nadie lo había obligado a ir a aquella habitación, pero allí estaba y, tras pensarlo, respondió con tranquilidad:
—Eres mi mujer. Estamos recién casados y, si no duermo contigo, comenzarán las habladurías…
—Lo entiendo —lo cortó ella.
El silencio volvió a llenar la habitación y Kieran esbozó una sonrisa.
Él, que era deseado por las más hermosas féminas de Escocia, que se morían por meterlo en sus lechos, ante la que era su esposa no sabía cómo proceder.
Angela era su mujer, tenía pleno derecho sobre ella, pero nunca haría nada que pudiera resultar desagradable para los dos. Su cuerpo la deseaba y le pedía que la poseyera, pero su cabeza lo instaba a no perder la razón. Cuando sus miradas se volvieron a encontrar, no pudo más e hizo el ademán de levantarse. Se sentó en la cama y Angela lo interrogó:
—¿Adónde vas?
Sin querer mirarla, respondió:
—Creo que lo mejor será que vaya con mis hombres, aunque murmuren.
Desconcertada por lo que le hacía sentir, le cogió una mano. Él la miró y ella habló, invitándolo a tumbarse:
—Vamos, acuéstate. Tú también necesitas descansar.
Agotado por los días que llevaba durmiendo a la intemperie, se dejó caer de nuevo sobre el lecho y, mirándola, dijo en tono grave y seductor:
—Gracias.
Angela sonrió. No sabía por qué, pero Kieran le daba tranquilidad y seguridad. Él, al ver su gesto, inquirió sorprendido:
—¿Por qué sonríes ahora?
Con un gesto íntimo que a él lo enamoró, la joven se dio la vuelta en la cama para mirarlo de frente y respondió:
—Me hace gracia pensar que por mi indecencia e impaciencia estoy casada contigo.
Él sonrió también y Angela preguntó curiosa:
—¿Cómo crees que se lo tomará Susan Sinclair? —Y, sin poder evitarlo, añadió—: El capricho de cualquier highlander.
Kieran se apoyó en un codo y, tras mirarla durante un rato que a él se le hizo agónico, musitó:
—Imagino que feliz no la hará. Tendré que hablar con ella.
—¿Le pedirás que te espere hasta que acabe nuestro enlace?
—Posiblemente —respondió con sinceridad.
Un extraño malestar se apoderó de Angela, pero sin querer pensarlo, volvió a preguntar:
—¿Y tu madre? ¿Qué dirá ella?
—Habrá que esperar y ver —contestó Kieran—. La idea que se llevó de ti es que eras llorona e insoportable.
A Angela le entró la risa y él, divertido, murmuró:
—No te rías.
Sin poder parar, ella dijo:
—Tu madre me da pena. Pobrecilla, el susto que se va a llevar cuando me vea y sepa que soy tu mujer.
Kieran rió también. Reír con ella era fácil y al ver que lo miraba, le planteó:
—¿Te gusta lo que ves?
—Eres un presumido pretencioso, ¿lo sabías? —respondió.
Él soltó una carcajada y, tomando aire, dijo:
—Soy consciente de lo mucho que atraigo a las mujeres. Nunca ninguna se ha ido descontenta de mi lecho ni de mi lado.
—Sumo a lo anteriormente dicho vanidoso y engreído.
Retirándole un mechón que le caía sobre los ojos, con voz íntima, Kieran puntualizó:
—Digo la verdad, Angela. Soy un hombre que sabe satisfacer a las mujeres en los placeres carnales.
Al oír eso, el rostro de ella se puso rojo como un tomate. Divertido al verlo, él quiso saber:
—¿Te incomoda mi torso desnudo?
Angela, consciente de cómo la observaba, reconoció:
—No me incomoda, pero…
—¡¿Pero?!
—Me pones nerviosa. Es sólo eso.
—¿Y por qué te pongo nerviosa?
Recelosa por la pregunta, ella lo miró.
—Porque nunca he compartido medio desnuda mi lecho con ningún hombre. Por eso me pones nerviosa. Quizá, si fuera una mujer experimentada, te estaría haciendo ojitos, como tú me haces a mí, en lugar de estar temblando como una boba.
—¿Te estoy haciendo ojitos?
—Sin duda alguna —afirmó Angela.
Kieran rió divertido.
—Me encanta tu frescura y sinceridad. No las pierdas nunca.
Eso la hizo sonreír y el corazón de Kieran dio un vuelco emocionado. Su sonrisa era perfecta, increíble y su mirada, seductora. Para él aquello también era nuevo. Era la primera vez que llevaba un rato en una cama con una mujer medio desnuda y a solas y todavía no la había hecho suya.
—Yo también quiero ser sincero contigo y he de decirte que o dejas de mirarme con la intensidad con que lo haces y dejas de morderte el labio o al final voy a desear hacer algo más que estar tumbado a tu lado.
—¿Te estoy haciendo ojitos?
Kieran sonrió y dijo:
—Desde mi punto de vista, sí.
Ella de nuevo volvió a ruborizarse y él, soltando una carcajada, susurró:
—Tranquila, Angela, y no me tengas miedo, ¿de acuerdo?
Azorada, acalorada y alterada por lo que su cuerpo le exigía, respondió:
—Ajá…
Al escucharla, Kieran se dejó caer de nuevo en la cama para no mirarla. Ese «Ajá» era muy de Hada. Cruzó sus manos bajo la cabeza y, mirando el techo para de ese modo enfriar sus pensamientos, propuso:
—Durmamos. Será lo mejor.
Angela se puso también boca arriba, como él, cerró los ojos e intentó dormir, pero le fue imposible. Nunca había compartido el lecho con un hombre y aunque intentaba no rodar hacia el lado en que estaba Kieran, era imposible. Debía sujetarse al borde de la cama si no quería terminar sobre él.
Cuando la respiración del highlander se normalizó y ella intuyó que estaba dormido, se movió. Lo miró y observó con detenimiento, mientras con el dedo índice se rascaba la ceja. Sin duda alguna, se había casado con un hombre muy guapo. Pero realmente no sabía nada de él. Por no saber, no sabía ni su edad.
Atraída como un imán, levantó una mano. Deseaba tocarlo, sentir su calor, el tacto de su piel, pero intentó resistirse. El problema era que la tentación era muy fuerte y que lo tenía muy cerca. Demasiado.
Miró sus labios, aquellos labios seductores que había besado en otras ocasiones, y sintió que le faltaba el aire. Acalorada, se abanicó con las manos y se volvió a tumbar.
¿Por qué Kieran la hacía acalorarse así?
Pero volvió a mirarlo y su mano se dirigió hacia su torso duro y fibroso. Con cuidado de no despertarlo, lo tocó con un dedo y se asombró de la calidez y textura de su piel. Animada al ver que sus caricias no lo despertaban, se incorporó con cuidado en la cama para observarlo mejor.
¡Qué apuesto era!
Sintió cómo su interior se deshacía y calentaba por momentos al mirarlo. Con curiosidad, observó su ancho y musculoso pecho y sus fornidos brazos, fibrosos por la lucha con la espada. Kieran O’Hara vestido era imponente y poderoso, pero semidesnudo como estaba en ese instante, era tentador e inquietante.
«Dios santo, pero ¿qué estoy pensando?», se regañó a sí misma.
Conmocionada por lo que su cuerpo le pedía y su mente imaginaba, se llevó las manos a la frente. Maldijo en silencio por lo que no podía parar de desear e imaginar y al final clavó sus curiosos ojos en la delgada línea de vello rubio que desaparecía por la cintura del pantalón.
Acalorada, estaba resoplando, cuando lo oyó decir:
—¿Qué piensas, Angela?
Su voz, cómo entonaba su nombre y sentirse descubierta la hicieron maldecir. Finalmente, lo miró sin acobardarse y se encontró con los ojos de Kieran que la observaban y, sin moverse, respondió:
—Pensaba en que eres un hombre fuerte e imponente.
Él, que se había fingido dormido aquel rato y había observado concienzudamente todos y cada uno de sus movimientos, sonrió. Que ella se rascara la ceja con el índice le hacía saber que había estado pensando y acariciándole el mentón con cariño; murmuró en tono ronco:
—Y tú eres una mujer muy bonita, descarada y curiosa.
—Y torpe…
—Eso ya lo empiezo a dudar, preciosa.
Esa última observación la hizo sonreír. Kieran, deseoso de poner en práctica lo que no debía, resistió sus impulsos y dijo, invitándola a echarse:
—Creo que deberías descansar.
Ella negó con la cabeza.
—No puedo… ahora no.
Al recordar sus pesadillas, Kieran la entendió.
—Tranquila. Estaré a tu lado si tienes una pesadilla.
—No es por las pesadillas —repuso en tono bajo.
Sin moverse, él la observó y, cuando fue a hablar, Angela confesó:
—Kieran, mi parte desvergonzada y descarada me hace querer saber cómo satisfaces a las mujeres en los placeres carnales.
Él, como siempre, se sorprendió. Sin duda, Angela era una mujer apasionada, pero sin querer caer en la tentación de algo que sabía que podría salir mal, le advirtió:
—No me tientes o esta vez no voy a parar.
Dispuesta a conseguir lo que quería, lo miró.
—Deseabas a Hada y ella soy yo. —Y al ver cómo la observaba, añadió—: Te deseo y sé que me deseas.
—Claro que te deseo —afirmó en voz baja.
—No sé qué me ocurre, pero toda yo desea besarte, tocarte, saborearte. Quiero llamarte «cariño» y… y anhelo que me toques y…
—¿Sientes que tu interior arde? —preguntó Kieran.
Sin un ápice de vergüenza, ella asintió.
—Siento que mi cuerpo desea algo que sólo tú me puedes dar.
Embelesado por lo que le decía, sin moverse, preguntó:
—¿Qué desearías en este instante?
Acalorada por lo que sus palabras, su mirada y su cuerpo la hacían sentir, Angela notó que le faltaba el aire, pero respondió:
—Desearía besarte.
Kieran asintió, mientras notaba cómo el calor subía por su cuerpo y su pene se hinchaba bajo el pantalón, cuando dijo:
—Bésame entonces, pero…
Sin dejarlo terminar, le puso un dedo en los labios para que se callara. Hechizado por el momento y la sensualidad que ella desprendía, no se movió. Si lo hacía no habría manera de pararlo.
—Soy tu mujer —aseveró Angela—, y aunque sé que no reclamas mi cuerpo, te deseo y soy yo quien reclama el tuyo. Soy inexperta. No soy como las mujeres que ocupan tu cama llenas de lujuria y experiencia, pero aun muerta de miedo te lo pido.
Con mimo, Kieran la besó. Efectivamente, era inexperta, pero eso mismo era lo que a él lo apasionaba y, acabado el beso, murmuró:
—Angela, me vuelves loco.
Encantada por sus palabras y más tras el dulce beso que le había dado, prosiguió:
—Sé que es indecoroso, pretencioso, inmoral e insolente lo que te pido y más cuando entre nosotros no habrá nunca ni exigencias ni reproches, pero prefiero que seas tú el primer hombre que…
No pudo continuar. Ahora fue Kieran quien le tapó la boca con un dedo y susurró:
—Calla. No continúes.
Imaginar que otro tomara el cuerpo que le pertenecía por derecho lo encolerizó. Cerró los ojos. Gran parte de él deseaba tomarla y hacerla suya, pero sabía que en cuanto lo hiciera ella exigiría algo más que ciertos momentos de risas y diversión. Con los ojos cerrados, buscó su autocontrol y, cuando los abrió, instintivamente la asió por la cintura y la sentó a horcajadas sobre él.
¿Qué estaba haciendo?
Angela, al sentir entre sus piernas el ardor y el latido de lo que exigía, jadeó y Kieran murmuró loco de deseo:
—Si te poseo, nada cambiará entre nosotros.
—Ése fue el trato por ambas partes —respondió ella.
—Nada de exigencias y nada de reproches fuera del lecho.
—Así será —convino, convencida de lo que decía.
Llevada por el deseo no sabía lo que estaba diciendo, pero sí sabía lo que quería experimentar. Entonces, el calor se hizo insostenible y Kieran dijo con voz cargada de deseo:
—Vamos, mi cielo, ¡bésame!
Fascinada, arrebatada y cautivada por sus deseos y por aquel increíble seductor, sin dudarlo se inclinó y lo hizo. Acercó su boca a la de él, que se le ofrecía, y lo besó. El primer contacto fue tremendamente sensual e hizo que ambos jadearan. Angela, arrebatada, se movía mientras su rojo pelo le caía sobre la cara y Kieran, deseoso de verla, se lo recogía sujetándolo con la mano y le decía:
—Siempre que estés en el lecho con el ser deseado, mi preciosa Angela, hay que hacerle ver al otro cuánto te gusta y cuánto lo deseas, para que el que está frente a ti se deje llevar por la pasión y te desee a ti con locura. Hay que dejarse las vergüenzas y las inhibiciones para otro momento, porque el encuentro sexual así lo requiere, si quieres que sea verdadera entrega y pasión.
—De acuerdo, lo recordaré —asintió ella, grabando aquellas palabras en su mente, mientras disfrutaba de él.
Embriagado por el deleite que ella le proporcionaba con el beso, a diferencia de otras veces, la dejó que marcara el ritmo. Debía ir poco a poco. Angela era virgen, era su mujer y deseaba que fuera un momento especial para ella. Se lo merecía.
Dejó que lo besara, que lo saboreara, que lo volviera loco. Angela era dulce, tierna, sabrosa y debía tener cuidado, pero cuando ella profundizó en su boca y se apretó contra él, Kieran no pudo más y, posando las manos sobre su viejo camisón, le agarró el trasero con posesión, se lo apretó y murmuró:
—¿Sigues queriendo continuar?
Aquella intimidad y cómo la tocaba para apretarla contra él por encima del camisón la hizo temblar, y, dispuesta a experimentar aquella primera vez, murmuró:
—Sí.
A cada instante más embelesado, Kieran se incorporó y se sentó en la cama con ella encima. Con delicadeza, le quitó el camisón por la cabeza y, cuando se quedó desnuda sobre él, la miró y murmuró, retirándole las manos con las que se cubría el pecho avergonzada.
—Eres preciosa.
—Me gusta serlo para ti, cariño.
Excitada, Angela enredó los dedos en el pelo de él y lo atrajo hacia su boca. Lo besó con mimo mientras notaba cómo las manos de él subían y bajaban por su espalda, acariciando cada recoveco de su piel.
El placer era increíble.
Su boca era adictiva.
Y el momento, mágico y sensual.
Cuando sus manos le asieron de nuevo el trasero y se lo estrujaron, Angela jadeó, echó la cabeza hacia atrás y casi chilló al sentir cómo la caliente boca de él cubría uno de sus pezones.
Eso le ocasionó un placer intenso y devastador.
Saboreó primero uno y luego otro, y ella, mimosa, se entregó a sus caricias y a sus más ardientes deseos. Kieran la observaba extasiado hasta que sus ojos toparon con los moratones que tenía en el cuello. Saber que aquello se lo había hecho el villano de Cedric lo encolerizó y, acercándola con delicadeza para que lo mirara, susurró:
—Mi cielo… nadie te volverá a hacer daño.
Ella lo miró con una encantadora sonrisa y, con un hilo de voz, dijo:
—Me gustas mucho cuando eres cariñoso.
Kieran, subyugado, asiéndola de la cintura, se levantó de la cama. La impaciencia le podía. El deseo lo quemaba. La besó, la llevó hasta la pared y, cuando ella se arqueó al arañarse la espalda, él, rápidamente la dejó en el suelo y preguntó preocupado:
—¿Te he hecho daño en la espalda?
Angela negó con la cabeza y esbozó una sonrisa. Kieran, incapaz ya de parar, sin dejar de mirarla, se quitó los pantalones. La respiración de ella se aceleró al ver lo que tenía debajo de esa prenda y él, al verlo, murmuró:
—Tranquila… —Y cogiéndole una mano, la acercó a su erecto pene y dijo—: Tócalo, es suave. Esa suavidad es la que yo quiero que tú sientas cuando esté contigo.
Con cierto pudor, ella hizo lo que le pedía y se sorprendió gratamente al notar el suave tacto de su piel, pero cuando lo escuchó gemir, asustada, lo soltó y exclamó:
—Ay, lo siento… No quería hacerte daño.
Kieran sonrió. Angela, su dulce Angela, tenía tanto que aprender, y, cogiéndola en brazos, la posó con delicadeza sobre la cama y musitó:
—Mi gemido cuando me has tocado era de placer, no de dolor.
Sin dejar de mirarla a los ojos, la colocó con lentitud entre sus piernas y, tras cogerle las nalgas con deseo, la apretó contra su miembro erecto y ambos jadearon mientras él susurraba:
—Esto es pasión, lujuria y deseo. Lo que tú sientas al rozarme es lo que yo siento cuando me rozo con tu piel. ¿Te gusta?
La anhelante respuesta de ella le hizo saber cuánto lo deseaba y de nuevo tuvo que contenerse. Si por él fuera, le abriría las piernas y descargaría en ella con fuerza todo el deseo acumulado, pero no debía hacerlo. Debía saborear y en especial que ella saboreara el momento que iban a vivir y las íntimas caricias.
Pero Angela estaba ansiosa, acalorada, desatada y se movía sin control en busca de la satisfacción de su deseo, animándolo a que la siguiera. Sin embargo, Kieran se templó. Buscó su autocontrol para no sucumbir a los deseos de su apasionada y virginal esposa, a pesar del terrible dolor de su miembro.
En todos sus años de correrías, nunca había estado con una virgen. Las mujeres con las que había gozado eran todas experimentadas en esas lides y eso le ofrecía la posibilidad de dejarse llevar para cumplir todos y cada uno de sus deseos sexuales. Pero con Angela no podía ser así. A ella quería mimarla, cuidarla en aquel increíble instante, y dejarle un bonito recuerdo de su primera vez.
Para ello, durante un buen rato la besó con ternura hasta que la sintió jadear más relajada, la acarició por todas partes con pasión, hasta que el vello se le erizó, y le dijo todas las cosas bonitas y dulces que una mujer pudiera desear escuchar en un momento así.
Hechizada, ella disfrutaba encerrada en su propia burbuja de placer. No quería pensar en nada excepto en la unión de sus cuerpos. Si pensaba, se avergonzaría de lo que estaba haciendo: una señorita no se comportaba así. Pero le daba igual, lo deseaba, era su marido y necesitaba experimentar algo más que unos simples besos. Kieran era dulce, apasionado, ardiente, fuerte y varonil, y quería disfrutar de él y de su pleno derecho. Por su mente pasó Davinia: si su hermana se enteraba de su indecoroso comportamiento, como poco la encerraría y tiraría la llave.
Con los labios hinchados por la cantidad de besos que él le había dado, jadeaba enloquecida, cuando Kieran bajó su mano a la entrepierna de ella y la tocó donde nadie la había tocado nunca. Angela saltó y, sujetándola para que no se moviera, él murmuró:
—Abre un poco las piernas y deja que entre con mi dedo en ti. Eso nos facilitará el camino después.
Sin que tuviera que repetirlo, ella obedeció y, cuando sintió cómo su dedo se hundía en su interior, se arqueó y jadeó mientras Kieran decía:
—Eso es, mi cielo, disfruta, humedécete para recibirme.
Extasiada por lo que le hacía sentir, cerró los ojos mientras un placer hasta entonces desconocido para ella la llenaba por completo, subiéndola peldaño a peldaño hasta un desenlace increíble y extremo. Angela no supo cuánto tiempo pasó perdida en aquellas delirantes sensaciones, hasta que, de pronto, él retiró la mano de entre sus piernas, se puso sobre ella y, con la rodilla, la obligó a abrirse más para él.
—Tranquila… tranquila.
Angela lo miró asustada y al sentirse presionada y abierta de piernas a su merced se puso tensa. Había llegado el momento del que tanto había oído hablar a las ancianas y que todas catalogaban como doloroso pero satisfactorio.
Al ver cómo lo miraba, con los ojos muy abiertos, Kieran la besó con dulzura en los labios y musitó:
—Lo haré lo más suave que pueda. Sabes que la primera vez te dolerá, ¿verdad? —Angela asintió nerviosa y él dijo—: Prometo sólo pensar en ti para mitigar al máximo ese dolor.
Con el corazón acelerado, ella susurró asustada, mientras sentía su dura erección golpeándole las piernas. Sin saber por qué, con la mano le cogió el pene, lo apretó y, al notar su grosor, murmuró:
—Kieran… cariño… te deseo, pero…
—¡¿Pero?!
—Pero… es muy grande y no… no creo que entre.
Él esbozó una sonrisa. Con mimo, le tocó el óvalo de la cara y afirmó seguro de lo que decía:
—Entrará. Tú déjame a mí.
—Pero es enorme, ¡gigante! —insistió, al ser consciente de por dónde tenía que entrar.
Él soltó una carcajada y besándola con cariño susurró:
—El tamaño es algo que a los hombres nos obsesiona, mi cielo, y que tú me digas eso con tanta convicción hace que mi excitación por ti se redoble y te desee aún más.
Ella sonrió y Kieran bisbiseó:
—Tienes una sonrisa preciosa.
—La tuya tampoco está mal —repuso Angela, mirándolo.
Durante unos instantes se miraron hasta que él le ofreció la lengua y ella, sin reservas, se la tomó para jugar. Besos. Caricias. Palabras calientes y cariñosas. Kieran intentó ser todo lo caballeroso que pudo para humedecerla, hasta que introdujo la punta de su pene en su sexo y, lenta y pausadamente, la comenzó a penetrar.
—¿Te doy placer?
—Sí… sí… —jadeó, al sentirse una prolongación de él.
Fervorosa por lo mucho que aquello le estaba gustando, Angela comenzó a mover las caderas para recibirlo, mientras le clavaba las uñas en la espalda y le ofrecía su lengua. A cada instante estaba más dentro de ella y eso lo estaba volviendo loco. La estrechez de la joven, sus gemidos y cómo se entregaba a él estaban siendo algo increíble, algo que recordaría toda su vida, hasta que de pronto, todo su avance se paró al sentir la barrera del himen.
—Me duele, Kieran… me duele —se quejó Angela.
Él paró y dijo:
—Sé que te duele, pero ese dolor no te lo puedo evitar. Si fuera así, ten por seguro que lo desearía para mí, no para ti, mi cielo. Relájate.
—No puedo —murmuró ansiosa.
Kieran sintió cómo la tensión de ella aumentaba por momentos y toda la relajación de segundos antes desaparecía. Así que, mirándola a los ojos, susurró:
—Lo siento.
Y posando la boca sobre la de ella, con un duro y certero movimiento de cadera, se introdujo totalmente en su interior y cuando Angela fue a chillar, su angustioso lamento se perdió en su boca.
—Chissss… mi vida… tranquila, mi cielo. Eres preciosa, la mujer más bonita que he poseído nunca y te prometo que ese dolor pronto pasará.
Angela se movió desesperada. Quiso quitárselo de encima, pero Kieran no se movió. La inmovilizó sin salir un ápice de ella. Totalmente hundido en su cuerpo, la miró a la espera de ver su rostro surcado de lágrimas, pero ante la ausencia de las mismas, la besó en los ojos y musitó, deseoso de continuar hundiéndose en aquel canal estrecho, resbaladizo y suave.
—Debo estar quieto unos instantes.
—Cariño… —jadeó—. Me duele…
—Lo sé, amor, lo sé —le dijo con mimo—. Te aseguro que a partir de ahora ya no te dolerá. Te proporcionaré todo el placer que desees y nunca más volverás a sentir el dolor que has sentido ahora. Te lo prometo, mi cielo. Te lo prometo.
Angela lo miraba con angustia, mientras boqueaba a la espera de que el aire llenara sus pulmones. Continuaba sintiendo el dolor, pero pudo comprobar que él tenía razón y que éste comenzaba a ceder. De pronto, sus caderas parecían tener vida propia y empezaron a moverse.
—Tranquila… tranquila —sonrió Kieran al ver que volvía a resurgir.
Angela bajó sus manos temblorosas por la espalda de él, tocando sus duros músculos. Oírle decirle palabras cariñosas era maravilloso y excitante. Sin pudor, bajó las manos hasta el duro trasero de él y, apretándoselo, exigió:
—Muévete. Lo necesito.
Divertido por su insistencia, la miró e inquirió:
—¿Para todo eres igual de vehemente?
—Ajá… —afirmó.
Con una sonrisa que a Angela le llenó el alma, Kieran comenzó a moverse con cuidado. Primero lentamente y, cuando vio que ella no sufría, los movimientos se volvieron más secos y contundentes. Entregada, gimió, le clavó las uñas en la espalda y Kieran, retirándose de ella para volver a hundirse aún más profundamente, preguntó con voz rota por el deseo:
—¿Sientes placer?
Angela asintió mientras se dejaba manejar y notaba cómo la cama se movía descontrolada por la fuerza y los empellones de él. Su cuerpo era un torbellino de placer y emociones y, deseosa de no parar y continuar con aquello, se pegó al cuerpo de su marido mientras se abría más de piernas para darle mayor acceso a su interior.
Enloquecido por lo que ella le hacía saber sin hablar, Kieran intentó no perder la cordura. No quería hacerle daño, pero sus movimientos a cada instante más profundos y rápidos le hacían saber que Angela disfrutaba y buscaba más.
En un momento dado, Kieran apoyó su frente sobre la de ella y ambos gimieron enloquecidos. El placer era increíble, inimitable e inigualable. Siempre disfrutaba con las mujeres, pero con Angela estaba siendo especial y único. Como pudo la miró, ¡qué bonita era! Y cuando la vio morderse el labio inferior a la vez que cerraba los ojos y se arqueaba para recibirlo, supo que iba a alcanzar el orgasmo, por lo que, antes de que gritara y todo el castillo acudiera a su habitación para ver qué ocurría, la besó y absorbió su grito de placer, quedándoselo sólo para él.
Cuando la sintió desmadejada entre sus brazos, Kieran supo que ya podía pensar en él, en su propio placer, y, agarrándola con posesión, dio varios empellones que lo llevaron al éxtasis y finalmente se dejó ir, tras un gruñido contenido, a un orgasmo increíblemente intenso.
Cuando acabó, agotado por el autocontrol que había tenido que ejercer en todo momento para no dañarla, se dejó caer sobre Angela. Ambos respiraban con dificultad, hasta que Kieran, al darse cuenta de que la estaba aplastando, se apoyó en un brazo para reducir su peso y, mirándola, preguntó con el corazón desbocado:
—¿Te he hecho mucho daño?
—No… no…
Aún enloquecida por lo ocurrido, ella seguía en su propia burbuja de placer. Había sido increíble. Mucho mejor de lo que nunca se imaginó, pero supo que si había sido así era gracias a él, a su ternura, su contención y su paciencia. De nuevo su hermana Davinia pasó por su cabeza y el corazón le dolió al recordar que ésta les había contado que Cedric la forzó. Pobrecilla. Vivir un momento así sin delicadeza debía de ser terrible.
—¿Has experimentado el placer que esperabas?
Angela, conmovida por todo lo que había recibido de él sin pedírselo, asintió y, mirándolo, confesó:
—Nunca te lo agradeceré bastante. Gracias por tu sensibilidad y por acceder a mi capricho.
Conmovido por sus palabras, Kieran la besó.
Esa madrugada, ninguno de los dos durmió hasta el alba, mientras disfrutaban de sus cuerpos y de la pasión.