Angela se despertó asustada. ¡Malditas pesadillas! Abrió los ojos y se sentó en la cama, cuando unas manos la sujetaron y una voz le susurró:
—Tranquila, estás a salvo, tranquila.
Angela respiró angustiada y vio a Kieran sentado en la cama de su habitación, a su lado. Se había pasado gran parte del día observándola mientras dormía. Y pudo ver cómo las pesadillas no la dejaban descansar.
Preocupado por ella, le tendió una copa con agua y cuando Angela bebió, la volvió a dejar sobre la desconchada mesilla.
—¿Una pesadilla? —le preguntó.
Ella asintió, mientras notaba que su corazón desbocado por el miedo de lo que había soñado se ralentizaba. Cerrando los ojos, respiró hondo, como su padre le había enseñado y pronto sintió que la tensión de sus hombros desaparecía. Más tranquila, abrió un ojo para observar a su marido. Éste seguía mirándola. Volvió a cerrar el ojo, pero al hacerlo, se percató de que sólo llevaba un ajado camisón. Rápidamente, se tapó con el tartán que la cubría y preguntó:
—¿Qué estás haciendo aquí?
Kieran sonrió. Sin duda, su mujercita era peculiar. Levantándose de la cama, se sentó en la silla donde llevaba horas y dijo:
—Velar por el sueño de mi mujer.
Ella asintió. Así que no había sido un sueño, estaba casada con él, y murmuró:
—¡Oh, Dios mío, es verdad!
—Sí, Angela. Somos marido y mujer.
Asustada por estar en la alcoba a solas con él y medio desnuda, preguntó:
—¿Y mis hermanas?
—Imagino que por algún rincón del castillo —respondió él con tranquilidad, mientras disfrutaba de la belleza de ella nada más despertarse, despeinada y con los ojos hinchados.
—¿Puedo preguntarte algo? —preguntó Kieran. Ella asintió y él dijo—: ¿Qué sueñas en tus pesadillas?
Angela cerró los ojos, resopló y finalmente explicó:
—Las veces que lo recuerdo, veo una y otra vez a mi madre y a mis hermanos desmembrados y llenos de sangre. Me veo a mí misma corriendo por el bosque, asustada, en busca de mi padre. Y en otras ocasiones sueño que nos asaltan, no hay un ejército que nos defienda y veo a mi padre y a mis dos hermanas morir ante mí y yo no puedo hacer nada.
Eso le dejó muy claro a Kieran que, ante todo, se sentía desprotegida. Sus sueños eran un recuerdo del pasado y un miedo horroroso a perder lo único que le quedaba: su familia.
Angela a cada instante se le antojaba más y más seductora. De no haberse fijado en ella, de pronto había pasado a no poder apartar su mirada ni su atención de aquella pelirroja que era su mujer.
Tras lo ocurrido la madrugada anterior, sólo pudo alejarse de ella unos metros. No quería que nada ni nadie le pudiera hacer daño ni atosigar. La necesidad que sentía de protegerla aún no se la explicaba. Y cuando la vio entrar en el castillo y subir corriendo a las almenas para quitar los estandartes de Cedric Steward, no supo si besarla o regañarla por su impaciencia.
Una vez bajó de las almenas, se sentó con sus hermanas a la enorme mesa de madera a hablar y cuando Kieran se quiso dar cuenta, estaba dormida. Tras una seña de May para que se la llevara a la habitación, él la cogió con delicadeza y la subió para que descansara.
Kieran no había dormido. Se había pasado horas en vela observándola. Aquella joven ahora era su mujer y todavía no podía entender qué lo había impulsado a cometer semejante locura que lo hacía tan feliz. Y, sobre todo, ¿qué iba a hacer con ella?
Cohibida por la intimidad que compartían en aquel cuarto, Angela lo observaba. Kieran, a pesar de su amabilidad, de su caballerosidad, de su generosidad y de su cordialidad con ella y sus hermanas era un hombre fuerte y peligroso. El poder que irradiaba su mirada o su cuerpo era abrumador y de pronto fue consciente del lío en que se había metido casándose con él.
Kieran, al ver cómo lo miraba, supo lo que pensaba y, sin moverse, dijo:
—Tranquila, Angela, no espero nada de ti si tú no quieres.
Ella asintió. De momento se tranquilizó y él, levantándose de la silla, le indicó:
—Baja al salón cuando estés lista. Debemos tener una charla con tus hermanas.
Sin mirar atrás, Kieran salió de la habitación y, cuando cerró la puerta, se apoyó en la pared y maldijo. ¿Qué narices le pasaba con aquella mujer?
Era un hombre adulto, curtido en la batalla y ella, una jovencita sin experiencia, pero a su lado se sentía inquieto y desconcertado. Maldijo dando un puñetazo a la pared que le desolló los nudillos. El dolor lo hizo volver a la realidad y bajó al salón.
Un rato después, cuando Angela llegó también, con su vestido gastado, se encontró a sus hermanas, a William, Kieran y Jesse sentados a la mesa. Todos la miraron y le sonrieron. Ella, tras dedicarles una nerviosa sonrisa, se sentó junto a sus hermanas y comió lo que Davinia le puso delante.
De pronto, mirándolos, preguntó:
—¿Dónde habéis enterrado los cuerpos de los Steward?
—Mis hombres han cavado una fosa lejos de aquí —respondió Kieran.
Angela asintió y preguntó:
—¿También el del hombre que había en mi habitación?
Los hombres se miraron. No habían encontrado a nadie allí y May murmuró:
—Entonces Rory Steward sigue vivo. Debió de escapar por el túnel.
—Dudo que volvamos a saber nada más de él. Era un cobarde —dijo Davinia.
Angela continuó comiendo y, cuando terminó, Jesse, que estaba frente a ellas, se lamentó:
—Siento muchísimo lo ocurrido. Nunca imaginé algo así de Cedric. Si lo hubiera sabido, habría actuado antes.
Ninguna de ellas habló y él prosiguió:
—Una vez dicho esto, William, Kieran y yo hemos hablado, y entre los tres creo que hemos tomado la mejor decisión respecto a vuestro futuro.
—¿Nuestro futuro? —repitió Angela, levantándose a la defensiva.
—Angela… muchacha… siéntate, por favor —le pidió William.
—Ah, no… —insistió ella—. Nadie volverá a decidir por nosotras. No me he enfrentado con Cedric para que…
—¡Angela! —la cortó May—. Calla y escucha, por favor.
Molesta, ella lo hizo y, tras ver que todos la observaban, Jesse continuó:
—No me has dado tiempo a decir que sólo se hará lo que vosotras queráis.
Angela asintió. Sin duda se había precipitado y Kieran, que estaba al lado de Jesse, añadió:
—May, imaginamos que tú querrás regresar a la abadía, ¿verdad? —La joven asintió y él la informó—: En el momento que tú quieras, varios de mis hombres o de los de Jesse te escoltarán hasta allí.
—¿Y mis hermanas? —preguntó ella.
William Shepard esbozó una sonrisa y Jesse contestó:
—Davinia regresará conmigo a Glasgow y, cuando pase un tiempo, se casará conmigo, siempre y cuando ella quiera.
Angela la miró y sonrió. A Davinia se le llenaron los ojos de lágrimas y, sorprendida, miró a sus hermanas. Éstas asintieron y ella, mirando al amor de su vida, respondió con decisión:
—Nada en el mundo me gustaría más.
William sonrió sentado junto a Kieran y este último expuso:
—Y Angela y yo partiremos para Kildrummy y…
—¿¡Cómo!? ¿Por qué? —preguntó ella.
—¡Angela! —exclamaron May y Davinia al escucharla.
La joven fue a decir algo, cuando Kieran se le adelantó:
—Mi cielo, ahora eres mi mujer, ¿no lo recuerdas?
Ella asintió al ver que él estaba disimulando ante sus hermanas, pero murmuró:
—Quiero quedarme aquí. En Caerlaverock… cariño.
—Ahora eres mi mujer, Angela, y no voy a dejarte aquí, expuesta a toda clase de penurias. —Y prosiguió—: William y sus hijos vendrán con nosotros a Kildrummy. Ellos han aceptado. Es lo mejor para todos.
—Debes partir con tu marido, Angela —dijo May—. Aquí ya no hay nada. No hay campos que cultivar, ni gente que los cultive. No hay bosque. Sólo hay un castillo desvalijado y…
—Pero es mi hogar —susurró apenada.
—Tu hogar ahora es Kildrummy… mi cielo —aseveró Kieran.
Levantándose de la mesa, la rodeó y, cogiendo a Angela del brazo, la sacó del salón ante el gesto de sorpresa de todos. Una vez en el pasillo, la miró y dijo:
—Te recuerdo que si me he casado contigo, te llamo esa ridiculez de «mi cielo» y te he seguido en la pantomima de que te cortejaba, es porque tú me lo pediste por tu bienestar y el de tus hermanas. ¿Qué estás haciendo ahora?
Ella asintió.
—Tienes razón —admitió—, pero todo ha cambiado. Cedric ha muerto y no quiero ser una carga para ti. Ambos sabemos que todo es mentira y…
—No voy a permitir que me hagas quedar como un mal highlander que abandona a su mujer en un lugar inhóspito para…
—No quiero marcharme —lo cortó ella.
Incrédulo por la rapidez con que cambiaba de opinión, la miró e insistió:
—¿Por qué no quieres acompañarme?
Con un gesto que a Kieran se le antojó precioso, ella lo miró y musitó:
—Me siento fatal. Me siento culpable por lo que te hice hacer para nada. Si yo hubiera sabido este desenlace, no te habría pedido matrimonio y…
—Pero no lo podías saber, Angela.
—Tienes razón, pero ahora estás unido a mí por un año y un día y…
—Sólo queda un año… el día ya ha pasado.
Ella sonrió y dijo:
—Kieran, apenas nos conocemos. No sabemos nada el uno del otro, pero estamos casados y…
—Esto es tuyo —la cortó él.
Al ver el brazalete con la piedra verde de su madre, que su padre guardaba, a Angela se le llenaron los ojos de lágrimas y murmuró, abrazándolo:
—Gracias… gracias por entregármelo.
Kieran, conmovido por aquel abrazo, le contó, consciente de lo que le entregaba:
—Tu hermana me dijo que era de tu madre y ahora es tuyo. —Y, carraspeando para no emocionarse, prosiguió—: Y volviendo al tema que nos ocupa, debemos dejar pasar ese año. Además, siempre existe esa posibilidad de que me enamore de ti en este tiempo. —Eso hizo que ella sonriera y él continuó—: Y, tranquila, nunca te dejaré en la calle aunque no renovemos votos…
De pronto, se oyeron unos gritos procedentes de la cocina del castillo. Kieran y Angela reconocieron la voz de Iolanda y, con rapidez, se encaminaron hacia allá. Al entrar, oyeron a la joven decir:
—Aléjate de mí y no te vuelvas a acercar nunca más en toda tu vida.
—Pero ¿qué te ocurre? —preguntó Louis desconcertado.
Iolanda, sin percatarse de que otros ojos los estaban observando, respondió:
—Lo que me ocurre es que personas como tú han hecho de mí lo que soy, y… y… yo… no…
Hundida, se sentó en una silla con los ojos llenos de lágrimas. Louis se fue a acercar de nuevo, cuando ella, cogiendo un plato de cerámica, lo amenazó:
—Si te acercas te lo rompo en la cabeza.
Angela entró en la cocina para dejarse ver y, mirando a Louis, le hizo un gesto con la cabeza para que se retirara.
Luego, con cuidado, se acercó a su amiga y, sentándose frente a ella, murmuró:
—Ven aquí.
Angela la abrazó con ternura con el brazalete de su madre aún en la mano y Iolanda comenzó a llorar.
—Quiero volver a donde me encontraste —susurró—. Allí… Allí era feliz a mi manera y no tenía por qué… por qué…
Kieran, sin entender nada, entró también en la cocina y, mirando a su amigo, musitó:
—¿Se puede saber qué os pasa a vosotros dos?
—No lo sé, Kieran… no sé qué le pasa. He venido a verla para preguntarle cómo se encontraba y ha reaccionado como ves.
Con un gesto, Angela les ordenó callar y, cuando la joven Iolanda se tranquilizó, enjugándole las lágrimas con los dedos, dijo:
—No vas a regresar a donde te encontré, porque ése no es lugar para una persona tan maravillosa como tú y porque te necesito a mi lado.
—Pero…
—Iolanda, escúchame —insistió Angela y, tras ponerse el brazalete de su madre, miró a Kieran y preguntó—: ¿Cuándo partimos para Kildrummy?
Sorprendido por el giro que estaba tomando la conversación, Kieran miró al desconcertado Louis y respondió:
—En cuanto tú estés lista.
Angela asintió y añadió:
—Iolanda vendrá con nosotros en calidad de dama de compañía.
Kieran asintió sin dudarlo. Él tampoco pensaba dejar a la joven donde la encontraron y cuando Angela le sonrió agradecida, se estremeció, pero con disimulo sonrió y continuó mirándola.
Ella, volviendo a dirigirse a su llorosa amiga, dijo con claridad:
—Necesito que vengas conmigo a Kildrummy. —Y mirándola con una carita de zalamera que a Kieran lo hizo sonreír, murmuró—: Por favor… por favor… Iolanda, no me digas que tú también me dejas.
—Pero ¿y qué hago yo en Kildrummy? —preguntó la chica.
Al ver que ellos las miraban, Angela bajó la voz y respondió:
—Lo mismo que yo. Aguantar un año. Cuando pase, las dos nos iremos y podremos comenzar de cero.
Iolanda la miró y ella insistió:
—No me niegues tu compañía. Te necesito a mi lado para poder sobrevivir al año que me espera.
Al oírla, Kieran la miró. ¿Tan terrible era estar casada con él?
Un buen rato después, tras conseguir que Iolanda accediera a acompañarla, cuando Angela salió de la cocina y pasó por el lado de Louis, susurró:
—¿Alguien te ha dicho lo bocazas que eres? —Luego miró a su marido y añadió—: Gracias por permitir que Iolanda nos acompañe.
Y dicho esto, salió de la cocina y se marchó.
—¿Bocazas? —preguntó Louis—. ¿Por qué me ha dicho eso?
—Tú sabrás, amigo… Tú sabrás.
Louis, al ver cómo miraba a Angela, que se alejaba, sonrió y predijo divertido:
—Sin duda va a ser un año interesante.