En la habitación de Angela, Davinia miraba a sus hermanas con expresión asustada. Ella mejor que nadie conocía a Cedric y sabía que a partir de ese instante el futuro no les depararía nada bueno.
Lo que su marido estaba haciendo no le gustaba, pero no podía hacer nada.
—¿Cómo puedes permitirlo? —dijo su hermana May—. ¿Cómo puedes permitir que nos esté robando nuestro hogar?
Davinia no sabía qué responder.
—Alguien se tiene que hacer cargo de todo y Cedric…
Pero May la cortó enojada.
—¡Nosotras no hemos muerto! Seguimos siendo Ferguson y ésta es nuestra casa. No puede quitar nuestros estandartes.
Angela, que desde el entierro había estado absorta en su mundo, al oír aquello salió de su apatía y preguntó:
—¿Cedric ha quitado nuestros estandartes?
—Sí, Angela —contestó May, sentándose a su lado.
Como una tormenta a punto de estallar, Angela miró a su hermana mayor y exigió:
—Quiero que tu marido vuelva a poner los estandartes de nuestra familia y quite los de los Steward. Quiero que esos hombres salgan de nuestro hogar y se vayan al suyo y…
El sollozo de Davinia al entender que sus hermanas tenían razón la interrumpió momentáneamente, hasta que, cogiendo aire, gritó:
—Davinia, ¿cómo lo has podido permitir? Somos Ferguson. ¿Acaso lo has olvidado? —Y antes de que ninguna de las dos respondiera, preguntó—: ¿Dónde están William, Aston y George? Ellos nos ayudarán.
Hecha un mar de lágrimas, Davinia se retorció las manos. Ella no podía hacer nada, ¿acaso sus hermanas no se daban cuenta? Temblorosa, fue a contestar, cuando May se le adelantó:
—Dudo que ellos nos puedan ayudar.
—¿Por qué? —inquirió Angela.
Tocándose la frente con pesar, su hermana mediana respondió:
—Porque están fuera del castillo. Cedric les ha prohibido entrar.
—¡¿Cómo?!
El grito que soltó fue tan alto y potente que sus hermanas la miraron sorprendidas. Nunca habían oído a Angela levantar la voz de esa manera, pero eso a ella le dio igual. No pensaba claudicar y dejarse manejar por el idiota de Cedric. Totalmente fuera de sus casillas, se levantó de la cama y, dirigiéndose a su hermana mayor, la increpó:
—¿Cómo lo has podido consentir? William, Aston y George son la única familia que nos queda. ¿Acaso lo has olvidado?
—No —susurró Davinia y, desesperada, añadió—: Yo no he consentido nada. Yo no puedo hacer nada para evitarlo, ¿es que no lo sabéis?
—Eres su mujer —replicó Angela—. Al menos podrías intentar hablar con él y hacerle entrar en razón.
Cansada de ocultar su dura vida, su hermana mayor se levantó de la cama, se levantó las faldas del vestido y, enseñándoles los muslos y las pantorrillas, dijo ante el horror de ellas:
—Estas marcas y otras que tengo en el cuerpo son lo que recibo cuando se me ocurre dar mi opinión. ¿Crees que Cedric me escuchará en algo tan importante?
—¡Oh, Dios mío! —murmuró May.
Horrorizadas, sus hermanas la miraron y Angela, abrazándola, susurró:
—¡Lo mataré!
Al oírla hablar así, May y Davinia se miraron sorprendidas y entonces Angela preguntó:
—¿Por qué nunca nos dijiste nada?
—Porque no quería que ni vosotras ni papá lo supieseis. Bastante sufrimiento padezco yo como para que vosotros lo padezcáis también.
May, uniéndose al abrazo de las tres, lloró por el sufrimiento de su hermana, mientras Angela, desconcertada, rumiaba sin descanso.
Su padre había muerto, su gente había muerto, y no pensaba permitir que aquel imbécil continuara maltratando a su hermana y la separara de William, Aston y George. Desesperada, soltó a sus hermanas, se llevó las manos al pecho y reprimió sus ganas de llorar. No debía. Su padre no querría verla así y preguntó:
—¿Sabes si Cedric ha enviado a alguno de sus hombres en busca de quienes cometieron la matanza?
Davinia negó con la cabeza y rompió a llorar. Angela blasfemó, le parecía que se iba a volver loca.
May, horrorizada al oírla, intentó sujetarla de los hombros, pero ella se le escapó, abrió la puerta y salió de la habitación. Davinia y ella corrieron detrás.
—Angela, ¡para! —pidió May.
—No —contestó.
—Angela, por el amor de Dios, ¿qué vas a hacer? —preguntó Davinia, llorosa.
Ella, sin pararse, respondió:
—Lo que le prometí a mamá: cuidar de mis hermanas.
Intentaron detenerla, pero les fue imposible y, cuando llegó a la entrada del salón y vio a su cuñado bebiendo con Otto, Harper y Rory mientras reían, se le revolvieron las entrañas. Cedric se comportaba como si no hubiera ocurrido nada y, dispuesta a luchar por lo suyo, gritó:
—Cedric, ¿qué estás haciendo en mi fortaleza?
Al oírla, ellos se dieron la vuelta y la miraron, y Cedric, levantándose, le dijo, acercándose:
—Me alegra ver que ya estás mejor, Angela.
Sin moverse y parapetada por sus hermanas, ella siseó:
—Quita ahora mismo tus estandartes de mi hogar.
Cedric soltó una carcajada. ¿Una mujer dándole órdenes a él? Miró a sus hombres con gesto de superioridad y, mirándola con gesto hosco, contestó:
—Soy el marido de tu hermana mayor y, por derecho, el que ahora manda aquí.
—No lo voy a permitir.
Divertido, acercó su rostro al de aquella pequeña pelirroja y murmuró:
—El que no va a permitir que te comportes como lo estás haciendo soy yo.
Angela levantó las cejas y sin un ápice de miedo, espetó:
—¿Y qué vas a hacer, me vas a pegar como a mi hermana, maldito cerdo?
Él miró a su mujer y, tan sorprendido como todos por aquel cambio de actitud de la pequeña de los Ferguson, con una maquiavélica sonrisa respondió:
—Si es necesario, no lo dudes, querida Angela. A partir de ahora, me tendrás respeto y no me volverás a contestar de esta manera o…
—Te contestaré así siempre que me dé la gana —lo cortó ella.
Un fuerte bofetón le cruzó la cara haciéndola tambalearse y casi caer.
—¡Dios santo! —gritó May, angustiada.
—¡He dicho que no voy a consentir esta falta de respeto! —vociferó Cedric.
Angela, cada vez más enfadada y con la mejilla ardiendo por el golpe, bramó:
—¡Al respeto nos estás faltando tú, maldito cobarde!
Él le dio un nuevo bofetón que la tiró al suelo. Horrorizada, Davinia chilló:
—¡Cedric!
Al oír su nombre, miró a su mujer y, agarrándola del brazo, se lo retorció con saña.
—No te he dado permiso para hablar, ¡silencio!
—Pero mi hermana…
—He dicho que te calles —gritó él, empujándola con furia contra la pared.
En ese instante, Royce, uno de los Steward que entraba en el salón, al ver aquello preguntó:
—¿Qué ocurre, mi señor?
—Les enseño respeto —gruñó Cedric—. Son mujeres y han de obedecer.
Al entender lo que pasaba, Royce se metió entre él y las mujeres y dijo:
—Mi señor, estáis muy nervioso. Deberíais calmaros.
Cedric lo miró con gesto hosco.
—¿Crees que no debería hacerles saber a mi mujer y a sus hermanas quién manda aquí? —preguntó.
Sin moverse de donde estaba, Royce respondió:
—Estoy seguro de que todas ellas lo saben.
Horrorizadas, las tres hermanas vieron cómo los guerreros de Cedric lo miraban con actitud intimidante y que Royce se llevaba una mano a la cintura. Sin duda se estaba preparando para defenderse de los demás, cuando Cedric levantó el mentón y, con gesto prepotente, tras mirar a sus hombres, que estaban detrás de él, comentó:
—Creo que voy a castigar a mi mujercita y sus hermanas simplemente porque quiero y me apetece. Dadme un palo.
—¡No! —chilló Davinia.
Si alguien sabía cómo se las gastaba aquel animal, ésa era ella.
Como una fiera, Angela se levantó y vociferó furiosa, mientras May intentaba retenerla:
—¡No lo voy a permitir!
Cedric las miró insolente y Royce intervino de nuevo:
—Señor, las cosas no se hacen así. Creo que no es acertado que…
—Royce, ¿te he pedido consejo?
El hombre no se movió ni contestó. Su mirada se cruzó con la de Davinia y, cuando fue a decir algo más, Cedric lo miró con furia y siseó:
—Royce, hoy te he visto hablando con mi hermano. ¿Qué tenías que decirle? —El guerrero no respondió y él continuó—: Dile a Jesse que si no quiere verla muerta y colgada de las almenas, ya puede irse de aquí antes del alba.
Las tres hermanas se miraron horrorizadas por lo que acababan de escuchar, cuando Harper, Rory y Otto, que estaban detrás de Cedric, se le echaron encima a Royce y lo redujeron a puñetazos, dejándolo tirado inconsciente en un lateral del salón.
Davinia, al entender que era un infiltrado de Jesse, fue a ayudarlo, pero Cedric la agarró del brazo y masculló con rabia:
—Eres mi mujer, y si en algo valoras la vida de ese idiota de mi hermano, de su madre o del pequeño John, te ordeno que no te muevas o los verás morir uno a uno, ¿entendido? —Davinia no contestó y él volvió a gritar—: ¡¿Entendido?!
Con miedo a que les hiciera daño a cualquiera de ellos por su culpa, Davinia bajó la vista y asintió. No podía hacer otra cosa. No podía permitir que le pasara nada a nadie o nunca se lo perdonaría.
Al oír aquella terrible amenaza, Angela se lanzó contra Cedric, pero éste, cogiéndola del cuello, comenzó a apretar con fuerza, mientras susurraba:
—Matarte sería muy fácil, Angela… No me provoques.
En el rostro de él se veía que se deleitaba ante el sufrimiento de la joven, que ya no podía respirar. Davinia gritó que la soltara y May se lo suplicó. Finalmente, Cedric lo hizo y Angela cayó al suelo. Asustadas, sus hermanas la auxiliaron, mientras ella intentaba respirar y tosía descontrolada.
Al ver que su hermana estaba bien a pesar de las marcas del cuello, May se agachó junto a Royce y comprobó que estaba vivo. Eso la tranquilizó, hasta que oyó decir a Cedric:
—Lleváoslo y, cuando despierte, decidle a los hombres que lo saquen fuera del castillo para que mi hermano reciba mi mensaje.
Instantes después, varios de aquellos brutos cogieron el cuerpo inerte de Royce y lo sacaron del salón. Angela, furiosa por todo, en cuanto se recuperó, arremetió de nuevo contra Cedric, pero éste, cogiéndola del brazo, la lanzó contra la pared. May y Davinia corrieron a ayudarla, y él las miró y dijo:
—El clan Ferguson de Caerlaverock se ha extinguido. Ahora el castillo pertenece al clan de Cedric Steward. —Y dirigiéndose a May, que lo miraba con rabia, añadió—: Mañana, tú regresarás a la abadía y no te quiero volver a ver nunca más por aquí o tu hermana o tu angelical sobrino morirán. —Davinia soltó un gemido de horror y su marido continuó—: Y tú, como mi esposa que eres, quiero que reorganices este apestoso lugar para convertirlo en…
—Aquí el único apestoso que hay eres tú —voceó Angela—. Mi hermana May regresará a su casa siempre que quiera, y como toques a mi Davinia o a mi sobrino, la que te matará seré yo.
Cedric, incrédulo, preguntó:
—¿Qué te ha ocurrido, Angela? ¿El valor te ha llegado de repente?
—Simplemente, no tengo tiempo de llorar si he de defender a los míos de infames como tú —replicó ella.
Rory, Harper y Otto entraron de nuevo en el salón, esta vez sin Royce. Cedric, aún asombrado por las cosas que le había dicho Angela, no le quitó a ésta la vista de encima. Si antes aquella muchacha quejica había sido una molestia, ahora lo era aún más. Por lo que, con una sarcástica sonrisa, sentenció:
—Angela, te casarás con Otto Steward mañana, y lo que pase a partir de ese instante contigo poco me importará.
Otto, tras mirarla con lascivia, asintió con la cabeza.
—La disfrutaré en mi lecho —dijo— y después se la entregaré a Rory y a Harper para que se diviertan con ella también.
—¡No! —gritó Davinia horrorizada.
Harper y Rory chocaron las manos y rieron. Aquello iba a ser divertido.
May y Davinia se miraron desesperadas, pero Angela aseveró con un hilo de voz:
—Nada de lo que decís ocurrirá.
—Oh, sí —rió Rory—. Ocurrirá.
—Mañana se oficiará la boda —concluyó Cedric.
—No —negó Angela.
Otto, disfrutando por adelantado de lo que ya imaginaba, dijo:
—Lo permitas o no, así será, y no me tientes, pelirroja, o ahora mismo, sin boda de por medio, te hago mía en cualquier rincón de este sucio castillo. Y Cedric no se interpondrá, ¿verdad?
El mencionado sonrió y contestó con mofa:
—He de ser un buen cuñado. Despósate y luego haz lo que quieras con ella.
—No lo voy a consentir —siseó Angela.
Tras soltar una risotada, Cedric respondió:
—Tu padre ya no está entre nosotros, por lo que la absurda promesa que le hizo a tu madre queda en el olvido, pequeña zorra. Ahora yo mando sobre ti y digo que mañana serás la mujer de Otto Steward. Le gustas y está ansioso por poseerte.
—Oh, Dios santo —murmuró Davinia aterrorizada.
—Antes me quito la vida, que entregarme a quien tú desees —replicó Angela con frialdad.
—¡Angela, por el amor de Dios! —chilló May al escucharla.
Davinia soltó un gemido: su marido se había vuelto loco de remate.
Otto Steward se acercó a Angela, la cogió por la cintura, la apretó contra su pecho y susurró cerca de su boca:
—Serás mía y nada lo va a impedir.
Asqueada por su olor a rancio y por la repugnancia que le causaban sus malas intenciones, sin dudarlo, lo empujó con todas sus fuerzas, quitándoselo de encima.
May, dispuesta a sacar a sus hermanas de allí, las cogió de la mano y dijo:
—Vamos, necesitamos descansar.