Al anochecer, Jesse Steward llegó también al castillo con su ejército. Angustiado, quiso acercarse a Davinia o a sus hermanas para darles sus condolencias, pero su hermano Cedric y sus hombres se lo impidieron, por lo que, sin hacer ruido, se quedó junto a Kieran y el resto de los guerreros.
Al alba, Zac, incrédulo por lo que le habían contado, le preguntó a Louis:
—¡¿Que Angela es Hada?!
Su amigo asintió y respondió:
—Y tu delicada Sandra otra de las encapuchadas.
—¡¿Cómo?!
—Lo que oyes, amigo… lo que oyes.
Atónito, el joven miró a Kieran, que no muy lejos de ellos hablaba con Jesse. Rápidamente, de una bolsa que colgaba de su cintura, Zac sacó la flor seca que la encapuchada le dejó en el pelo y al ver que era de color naranja y exactamente igual que la que le había entregado Sandra el día que se conocieron, sonrió.
Desde un discreto segundo plano, Iolanda observaba preocupada a Angela. La joven apenas se movía ni hablaba con nadie, sólo miraba la tumba de su padre casi sin pestañear. Levantándose, buscó a Louis y, acercándose al grandullón, le comentó:
—Louis, estoy preocupada por Angela. Creo que voy a acercarme a ella y…
—No, Iolanda —la cortó él—. Quédate donde estás. No me fío de esos Steward.
—Pero ¿no ves que…?
El paciente Louis la sujetó del brazo con dulzura y dijo:
—Veo todo lo que tú ves, pero, por favor, no te acerques a esos hombres, no son de fiar.
Iolanda asintió y sonrió. Aquel hombre de ojos rasgados y soñadores le gustaba, así que en vez de volver a donde estaba, se sentó a su lado.
Zac, al ver la cara de bobalicón de su amigo al mirarla, se le acercó y, discretamente, preguntó:
—¿Y esta joven quién es?
—Es Iolanda —le informó Louis y, bajando la voz, le contó—: Cuando Angela se escapó, la buscamos y la encontramos con ella. Al parecer, la pobre llevaba viviendo en el bosque cerca de dos años, sola y…
—¿La pobre? —rió Zac.
Louis, al ver que levantaba la voz, se acercó a él y siseó molesto:
—Baja la voz o te oirá.
El otro obedeció rápidamente y, mirando a la muchacha con disimulo, murmuró:
—Sin duda, no tiene bigote como…
—¡Zac! —lo cortó Louis—. Un respeto por la otra pobre mujer, que ha muerto.
Consciente de que tenía razón, el joven asintió:
—Tienes razón. Mi comentario ha sido desafortunado.
Tras un silencio en el que Zac observó que su amigo no apartaba la vista de la joven de pelo corto, cuchicheó:
—¿Te gusta Iolanda?
—No.
—Pues tu sonrisa de bobo no dice lo mismo.
—He dicho que no me gusta, ¿no has oído bien? —siseó Louis.
—¿Seguro? —insistió Zac divertido.
—¿Pretendes enfadarme? —replicó Louis molesto y frunciendo el cejo.
Al ver su reacción, Zac sonrió.
—Tiene una sonrisa muy bonita y unos ojos cautivadores. Y con un vestido más nuevo que el que lleva mejoraría mucho su apariencia, ¿no crees?
Louis, removiéndose nervioso, contestó:
—No dudo de lo que dices, pero a mí me gustan las mujeres de cabelleras largas y con clase. No mujeres de la calle como esta joven. Simplemente, estamos siendo cordiales con ella. La ayudamos y le damos cobijo por pena. Por no dejarla sola.
—¿En serio? —preguntó Zac, sorprendido porque lo que veía no era lo que su amigo le decía.
—Zac, por favor, ¿quién se fijaría en alguien como ella? ¿Con ese pelo? ¿Acaso es comparable a alguna de las bellezas con las que yo suelo estar?
—No. Sinceramente no.
Con actitud de machos dominantes ambos se rieron, sin percatarse de que Iolanda lo estaba oyendo todo, pero a pesar de que aquello le partió el corazón, sin inmutarse continuó mirando al frente.
Las tres hermanas Ferguson dieron sepultura a los cuerpos sin vida de las personas que siempre las habían cuidado y querido.
Su tristeza y desconsuelo eran insoportables. Habían perdido todo lo que ellas consideraban familia.
Pese a su actitud fría, Cedric estuvo junto a su mujer durante el responso y, una vez finalizado, no pudo hacer nada cuando su hermano Jesse, apartando a Royce, se acercó a Davinia y la abrazó con cariño.
May y Angela se percataron de que Cedric maldecía mientras su hermano le daba el pésame a Davinia.
Kieran, que desde la distancia lo miraba todo con ojos curiosos, recordó lo que Angela le había contado respecto a la boda de su hermana con Cedric. Sin lugar a dudas, e incluso sin hablar con Jesse, pudo percatarse de lo mucho que éste quería a la joven. Sólo había que ver cómo ambos se miraban en busca de consuelo cuando estaban separados.
Alertado por ello, observó movimientos extraños y solapados enfrentamientos entre los guerreros de Cedric y los de Jesse Steward y les dijo a sus hombres que se mantuvieran al margen. No quería enemistarse con ninguno de los clanes, pero si había que elegir a quién apoyar, sin duda elegiría al de Jesse Steward.
Terminado el funeral, los hombres se alejaron, dejando solas a las tres mujeres ante la tumba del laird Kubrat Ferguson, y Kieran fue testigo entonces de una violenta disputa entre los hermanos Steward.
—Te quiero fuera de mis tierras —siseó Cedric.
—¿Tus tierras? —se mofó Jesse—. Dirás las tierras de los Ferguson.
—Ahora son mías. Me pertenecen por derecho, como todo lo que hay en ellas.
—Madre me dijo que en tu carta decías que no ibas a seguir viviendo en Merrick y que le prohibías que volviera a dirigirse a ti, ¿por qué? —preguntó Jesse, acercándose a su hermano.
—Porque no necesito vuestra compasión. Y al fin y al cabo ella no es mi madre.
—Eres un desagradecido, Cedric. Madre te quiere tanto como a mí y…
—Mi madre murió cuando yo era pequeño. Nunca he tenido otra madre. Y respecto a las migajas de Merrick…
—¡¿Migajas?! ¿Vivir en la mansión de Merrick para ti son migajas?
Cedric levantando el mentón respondió altanero:
—Comparado con el castillo de Glasgow donde vives tú, sí. ¿Acaso yo no puedo querer tener una fortaleza, como tú?
A cada instante más caldeado por la conversación, Jesse fue a contestar cuando Cedric añadió:
—Ahora tengo mi propio castillo y, para tu disgusto, mi propia mujer. Una mujer a la que deseas pero que es mía y tú nunca poseerás.
Al oír eso, Jesse se llevó la mano a la empuñadura de la espada, pero Kieran, interponiéndose entre los dos, impidió lo que todos temían.
Cedric sonrió al verlo y se alejó con una maquiavélica sonrisa, mientras Jesse y Kieran lo miraban con inquina.
Tras hablar con Jesse y calmarlo, Kieran intentó acercarse a las mujeres. Necesitaba hablar con Angela y saber que estaba bien, pero para su sorpresa, los hombres de Cedric no se lo permitieron.
Con el semblante demudado, empujó a varios Steward para abrirse paso. Nadie le impediría acercarse a ella. Cuando por fin llegó cerca de la joven, la vio depositar unas flores sobre la tumba de su padre y decir:
—Papá, te voy a echar mucho de menos, pero ahora disfruta como siempre has querido al lado de mamá. Os quiero y siempre os llevaré en mi corazón. —Acto seguido, le lanzó un beso y se echó a llorar al no recibir la respuesta de siempre.
May la abrazó y Kieran no se movió.
Luego, las tres hermanas regresaron al castillo cogidas de la mano. Estaban desoladas. No había más que mirarlas para ver la tristeza que las embargaba. Kieran no le quitaba ojo a Angela, que tenía la mirada perdida. No lloraba, no hablaba, sólo miraba al suelo con una gran tristeza, con actitud derrotada.
Iolanda, que intentó acercarse a Angela para darle su cariño y consolarla, fue empujada con brutalidad por uno de los Steward y acabó en el suelo tras tropezar con su vestido. Sin ningún temor, la joven se levantó, caminó hacia el bruto que la había empujado y, de no ser por que Louis fue rápido y paró su estocada con un espadazo, aquel bruto la habría herido de gravedad.
—¿Estás bien, Iolanda? —le preguntó preocupado.
Ella, dolorida por el golpe que se había dado al caer al suelo, asintió y, alejándose para que no vieran sus lágrimas de dolor, susurró:
—Sí.
Louis, molesto por aquella brutalidad, sin mirar a Iolanda increpó a aquel Steward y éste le respondió. Instantes después, la discusión proseguía y Kieran tuvo que mediar. Los Steward de Cedric estaban ávidos de peleas, pero él no lo iba a consentir y gritó:
—Cedric, controla a tus hombres si no quieres problemas.
—¿Problemas yo? —rió él con superioridad y, con un gesto que a Kieran no le gustó, añadió—: Apártate de Angela. No eres quién para acercarte a ella.
—¿Cómo dices? —bramó él al oírlo.
—Ahora ella forma parte de mi clan —contestó Cedric—. Y yo elegiré quién se le acerca o no.
—¿Te olvidas de que su padre la dejó a mi cargo? —siseó Kieran molesto.
Cedric soltó una risotada y respondió:
—La trajiste de vuelta a Caerlaverock. Tu responsabilidad ha terminado.
Kieran fue a responderle, cuando Jesse Steward se acercó a su hermano y dijo:
—Por el amor de Dios, Cedric, ¿qué estás haciendo?
Encogiéndose de hombros, él respondió:
—Mis hombres siguen mis órdenes. Ahora quien dicta las normas en Caerlaverock soy yo.
Aston, preocupado por su amiga, intentó acercarse a Angela, pero los hombres de Cedric tampoco se lo permitieron. Molesto por ello, el joven se encaró con ellos y el jaleo volvió a comenzar.
Angela era como una hermana para él y nadie lo separaría de ella. De nuevo Kieran, ayudado por unos ofuscados Zac y Louis, frenaron aquello.
William Shepard al ver el enfrentamiento, tras apartar a su hijo, le gritó a Cedric, molesto:
—Angela es como mi propia hija, ¿acaso no lo sabes, Cedric?
Pero éste repuso:
—Pues vete olvidando de ella, porque ya no lo es. A partir de hoy, yo soy el señor de estas tierras y mis normas primarán ante lo que…
—Cedric, pero ¿qué estás haciendo…? —repitió Jesse al escucharle.
Pero el otro miró a su hermano pequeño y siseó:
—Querido Jesse, ¿qué tal si te marchas por donde has venido antes de que te tenga que matar? No te necesito, ni a ti ni a tu ejército. No te quiero ver cerca de mi mujer ni de mi castillo nunca más.
—Tu ansia de poder te destruirá, hermano —gritó Jesse furioso.
—¡Largo de mis tierras!
Los dos hermanos se miraron con odio y Jesse contestó, dispuesto a todo:
—Me marcharé cuando lo crea pertinente y no vuelvas a hablarme así nunca más o vas a lamentarlo.
Dicho esto, tras mirar a las mujeres, que ajenas a todo se consolaban unas a otras, Jesse se dio la vuelta y caminó hacia sus hombres.
William Shepard, tras cruzar una significativa mirada con Kieran O’Hara, que le pidió calma, bramó:
—Exijo hablar con Angela.
—Tú aquí ya no exiges ni ordenas nada, William —le espetó Cedric—. Soy el marido de Davinia, la primogénita del hombre al que acabamos de dar sepultura, y os pido amablemente a todos que abandonéis mis tierras.
Al oírlo, varios de los hombres de Cedric sonrieron con malicia. William fue a responder, pero Kieran, agarrándolo del brazo, dijo, entrometiéndose:
—Tienes mucha prisa por que nos vayamos de aquí, Cedric, ¿por algún motivo especial?
El nuevo señor del castillo de Caerlaverock respondió con gesto adusto:
—O’Hara, ¿acaso he de daros un motivo para querer que os marchéis de mis tierras?
—¿Nos echas? —preguntó él con una extraña calma.
Cedric, con una sonrisa que no le gustó nada, dijo mientras observaba a lo lejos a su hermano hablar con Royce, uno de sus hombres:
—Al amanecer os quiero lejos de aquí o lo lamentaréis.
Kieran vio que junto a Angela, que seguía mirando el suelo mientras caminaba, estaba Otto Steward, el hombre que había intentado propasarse con ella el día de la fiesta y eso lo puso enfermo. Nada más ver cómo la miraba, supo que nada bueno le esperaba a la joven.
Cedric, rodeado de sus hombres, miró a William Shepard y, antes de marcharse, dijo:
—A partir de este instante, la joven Angela es para ti y tus hijos lady Angela. Se acabó la familiaridad entre vosotros. Y, en cuanto a verla, no os lo permito.
Y, tras decir eso, se dio la vuelta, al tiempo que William y sus hijos se llevaban la mano a sus espadas. Pero Zac y Louis los frenaron con disimulo, mientras Kieran se interponía en su camino y decía:
—Tranquilos, así no vais a resolver nada.
Sin duda tenía razón y, apenado, William observó cómo la pequeña a la que sus hijos y él adoraban, desaparecía como un fantasma, acompañada de sus hermanas, tras los muros de Caerlaverock.
Kieran, no dispuesto a obedecer lo que aquel idiota de Cedric le había ordenado, decidió esperar unos días.
Sólo con ver la angustia de Jesse, supo que allí algo no iba bien. ¿Qué ocurría? Por ello, y a diferencia de las otras noches, decidió que aquélla pernoctarían a la puerta del castillo, junto a los guerreros de Jesse Steward.
Allí estaban, cuando Kieran vio un movimiento tras un árbol. Rápidamente comprobó que se trataba de Iolanda y caminó hacia ella. Al llegar, se percató de que la joven tenía lágrimas en los ojos y que se movía inquieta. Preocupado, le preguntó:
—¿Qué te ocurre, Iolanda?
Ella, apoyándose en el árbol, respondió, escondiendo una mano tras su cuerpo:
—Nada, señor… nada.
Kieran, al ver sus ojos enrojecidos, se acercó y le dijo con afecto:
—No me engañes. Vamos, Iolanda, ¿qué te ocurre?
Ella, incapaz de contener más el dolor, sacó la mano de detrás de su espalda y Kieran exclamó:
—Por el amor de Dios, muchacha, ¿cómo te has hecho eso?
Tenía el dedo anular en una posición que no era normal.
—Tengo un médico entre mis hombres —la informó Kieran—. Ven. Te lo mirará.
—No, gracias, señor. Yo lo solucionaré.
Sorprendido, él preguntó:
—¿Cómo que lo solucionarás? Necesitas que te vean esa mano rápidamente.
—No… No…
Cada vez más extrañado por aquella joven a la que siempre veía sonreír, insistió:
—¿Qué te pasa?
—Le agradezco su ayuda, pero no quiero ser una carga para usted y sus hombres. Por favor, vuelva con su gente. Yo me ocuparé de mi problema.
Sin entender qué le ocurría, Kieran la cogió en brazos y dijo:
—He dicho que me acompañes y no se hable más.
Sin poder parar de llorar por el dolor que sentía, finalmente la chica no se resistió y se dejó llevar, mientras ocultaba su rostro en el pecho de él, que le iba diciendo:
—Tranquila, Iolanda… tranquila.
A través de sus lágrimas, vio que varios de los O’Hara los observaban con curiosidad. Una vez llegaron hasta Patrick, que así se llamaba el médico, Kieran la dejó en el suelo y, cogiéndole el mentón, afirmó con caballerosidad:
—Nunca permitiría que siguieras sufriendo y todo lo que pueda hacer para remediarlo siempre será poco.
Esas palabras tan afectuosas la hicieron sonreír y sentirse algo querida.
—El dedo está roto —dijo Patrick, cogiéndole la mano—. Habrá que recolocarlo y entablillarlo.
—Hazlo —le ordenó Kieran.
Asustada, la joven los miró y el médico le advirtió:
—Dolerá un poco, pero no hay otra forma de curarlo, mujer.
Kieran vio que ella negaba con la cabeza e intervino:
—Iolanda, la única forma de hacerlo es como Patrick dice. —Y, cogiendo un trozo de madera forrada en tela que el médico le entregaba, añadió—: Muerde esto mientras lo hace. Te ayudará a aguantar el dolor.
Acobardada, ella negó de nuevo con la cabeza, justo en el momento en que Louis se acercaba presuroso y preguntaba:
—¿Qué le ocurre a Iolanda?
Al oír su voz, la joven se puso tensa. Y, sin mirarlo, rogó:
—Por favor, Louis, aléjate de mí ahora mismo.
—¿Por qué? —preguntó él, descolocado.
—¡Vete! —gritó ella, descompuesta.
—Ya lo has oído, Louis, vete —intervino Kieran.
El semblante serio de su laird hizo retroceder a Louis, pero no marcharse. Kieran volvió a ofrecerle a Iolanda el palo forrado, pero ella volvió a rechazarlo:
—No lo necesito. Aguantaré el dolor.
—Es muy doloroso —le advirtió Patrick.
—He dicho que lo aguantaré. No soy una delicada damisela y sé resistir —espetó la joven, sorprendiendo a los highlanders.
Kieran miró a Louis, que, sin entender nada, se encogió de hombros. No sabía qué le ocurría a Iolanda, ni por qué había reaccionado así. Kieran se sentó a su lado mientras el médico manipulaba su mano. Con los ojos desorbitados, Iolanda aguantó el dolor temblando y, cuando Patrick terminó, le entablilló el dedo y le dio algo de beber, ella se lo bebió de un trago.
Luego, el médico le tendió un saquito y dijo:
—Diluye un puñado de esta hierba en agua al menos cuatro veces al día y tómatelo. El dolor desaparecerá, te lo aseguro.
Iolanda fue a coger el saquito, pero las manos le temblaban. Rápidamente, Louis se acercó para ayudarla, pero ella, con gesto despectivo, siseó:
—No necesito tu ayuda. Las mujeres como yo sabemos cuidarnos solas.
De nuevo los hombres presentes se miraron. ¿Qué le ocurría a la simpática joven?
Entonces, tras agradecerle a Kieran y a Patrick su ayuda, se alejó sin mirar a Louis, que la observaba desconcertado.
—¿Qué le has hecho a Iolanda? —preguntó Kieran sorprendido.
Sin entender su fría reacción, cuando hasta entonces siempre había sido sonrisas y amabilidad, Louis respondió:
—Nada que yo recuerde.
Kieran la miró tumbarse sobre una manta al lado del fuego y abrigarse para descansar.
—La valentía de esta muchacha me acaba de dejar sin palabras. Pocas personas aguantan el dolor como ella acaba de hacerlo. Y te digo una cosa, no sé qué ha pasado entre vosotros, pero sea lo que sea, sin duda Iolanda tiene razón.
Y dicho esto, se marchó dejando a Louis aún más desconcertado. Tras dejar a su amigo mirando a la joven que intentaba dormir al lado del fuego, Kieran se encaminó hacia Jesse Steward que, apartado del grupo, miraba el abrasado bosque. Cuando llegó a su lado, preguntó:
—¿Me puedes decir qué es lo que te atormenta?
Jesse cerró los ojos avergonzado y respondió:
—No quiero creer lo que me dice mi instinto, O’Hara. Pero Cedric es un hombre ambicioso y por tener el control de esta propiedad, sé que es capaz de cualquier cosa.
Atónito por lo que esas palabras daban a entender, Kieran fue a decir algo, pero Jesse continuó:
—Davinia Ferguson fue mi prometida durante años, pero cuando Cedric regresó de Irlanda, tras una discusión con nuestra madre por el castillo de Glasgow, desapareció y, una semana después, regresó con Davinia convertida en su esposa.
»Intenté hablar con ella, pero fue inútil. Sólo sé que Cedric es codicioso y que siempre ansió todo lo que por derecho propio me correspondía a mí. Quería las tierras de mi familia y, al no conseguirlas, decidió robarme mi tesoro más preciado: Davinia.
Por fin Kieran entendía lo que allí ocurría.
—Algo me hace temer que Cedric se ha vuelto a extralimitar —murmuró Jesse.
—¿Realmente crees que él ha podido…? —preguntó Kieran espantado.
—Sí —lo cortó Jesse—. La ambición de mi hermano no conoce límites.
Él lo miró boquiabierto. Nunca se había planteado algo así y, mirando a Jesse, dijo:
—Si compruebo que es cierto, te aseguro que la muerte de Kubrat y su gente no va a quedar impune.
—Tampoco por mi parte —afirmó Jesse destrozado.
En ese instante, oyeron las exclamaciones de varios hombres que miraban hacia lo alto del castillo. Ellos dos miraron también hacia allí y Kieran susurró:
—No me lo puedo creer.
—La locura lo ha cegado —musitó Jesse horrorizado.
Sobrecogidos, vieron cómo los hombres de Cedric quitaban de malos modos los estandartes de la familia Ferguson que ondeaban en las almenas del castillo y ponían los del clan de Cedric Steward. Un estandarte distinto al que Jesse y sus hombres llevaban.