Angela durmió gran parte del día.
Kieran, preocupado, la visitó en varias ocasiones para ver si estaba bien, bajo la atenta mirada de William y sus hijos.
¿Era bueno dormir tanto?, se preguntó.
William, al ver su desconcierto, le dijo que no se alarmara. El sueño de Angela era así, o no pegaba ojo o, cuando lo hacía, estaba tan agotada que dormía profundamente.
Kieran asintió. Si ella estaba bien, él lo estaba también.
Intranquilo, dio un paseo sin alejarse de las inmediaciones del castillo. No podía dejar de pensar en la joven. En sus ojos, en su pelo, en su tristeza y en aquella sonrisa que le iluminaba el rostro. Necesitaba que se sintiera tranquila y feliz. Eso se había convertido en su máxima prioridad.
Por la noche, tras hablar con sus hombres, regresó al interior de Caerlaverock con la esperanza de que Angela se hubiera despertado. Pero seguía durmiendo. Subió otra vez a verla, en esta ocasión llevando un tartán para él.
Cuando abrió la puerta, vio que alguien había encendido el hogar. Eso le gustó. Y, acercándose a la cama, le acarició el pelo con ternura; luego, sentándose en el suelo, se apoyó en la pared y murmuró:
—Descansaré a tu lado por si me necesitas.
A la mañana siguiente, cuando Angela se despertó, todos los recuerdos acudieron a su mente. La muerte de su padre, su escapada, Iolanda, el regreso a Caerlaverock.
Sentándose en la cama, miró a su alrededor. Estaba sola y el hogar estaba casi apagado. Se levantó, se peinó y se recogió el pelo en la nuca. Después se puso uno de sus ajados vestidos, que encontró sobre una silla, y bajó al salón con otro vestido para Iolanda.
La muchacha, que estaba sentada en una silla, se levantó al verla entrar y la abrazó.
—¿Te encuentras mejor?
—Sí —respondió Angela.
—Vaya manera de dormir —se mofó Iolanda—. Nunca había conocido a nadie que durmiera como un oso.
Ese comentario hizo sonreír a Angela y, tendiéndole el vestido que llevaba en las manos, comentó:
—Somos más o menos de la misma altura, creo que te irá bien. Póntelo.
Mirando aquel viejo vestido como si fuera el más bonito del mundo, la chica sonrió encantada y dijo:
—Gracias… gracias… me lo pondré ahora mismo y, cuando tenga tiempo, lo arreglaré y me quedará perfecto.
—¿Sabes coser? —preguntó Angela sorprendida.
Iolanda asintió y aclaró:
—Mi madre era costurera y me enseñó. —Y, sin ganas de dar más explicaciones, la apremió—. Anda, siéntate a la mesa, te traeré algo de comer.
—No tengo hambre.
—Me da igual —replicó Iolanda—. Debes comer algo y no se hable más.
Y dicho esto, salió corriendo hacia las cocinas.
Sola en el salón, Angela miró a su alrededor. Aquél era el lugar donde había nacido y donde se había criado. Donde había reído y llorado. Donde había bailado y cantado junto a su familia, pero ahora, sola y sin ninguno de sus seres queridos cerca, se dio cuenta de lo difícil que sería vivir allí.
Quizá su padre tenía razón en lo referente a que se tenía que marchar. Pero sólo pensarlo le partía el corazón.
—Buenos días —oyó decir tras ella.
Al volverse, se encontró con la azulada mirada del guapísimo Kieran y, con una sonrisa calurosa, le devolvió el saludo:
—Buenos días.
El laird de los O’Hara caminó hacia ella, feliz de que por fin se hubiera despertado. Llevaba horas esperándolo. Deseó abrazarla, besarla, pero en vez de eso, se sentó frente a ella en la mesa y preguntó:
—¿Has dormido bien?
Ella respondió con un gracioso gesto y él comentó:
—Nunca había conocido a nadie que cayera en un sueño tan profundo como tú.
Divertida por ese comentario tan habitual entre los que la conocían, dijo:
—Hace un momento, Iolanda me ha dicho que duermo como un oso, justo lo que papá me decía siempre.
Ambos sonrieron justo en el momento en que la muchacha entraba con un tazón de leche y galletas. Lo dejó ante Angela y esbozó una sonrisa. Con aquel pobre vestido granate se la veía muy femenina y Kieran, con caballerosidad, dijo:
—Estás muy guapa esta mañana, Iolanda.
Encantada, la joven dio una vuelta ante ellos, para después coger las manos de Angela y decir:
—Gracias… gracias por este detalle. Llevaba casi dos años sin ponerme un vestido.
—Estás preciosa y te queda muy bien —aseveró ella.
Louis entraba en ese instante en el salón y, al verla, se quedó parado en la puerta. Sin duda, era un ángel lo que veían sus ojos. Cuando Iolanda lo vio, lo miró esperando que le dijera algo bonito, que no tardó en oír.
—Iolanda, vestida así eres una linda mujercita.
—Gracias —sonrió ella con coquetería. Y algo azorada por cómo la miraba él, se excusó—: Tengo que ir por agua. Disculpadme.
—Te acompañaré por si necesitas ayuda —se ofreció Louis tras carraspear.
Kieran y Angela intercambiaron una mirada de entendimiento y ambos sonrieron.
—Come algo —le indicó él—. Lo necesitas.
Angela asintió. Tenía mucha hambre y comió bajo su atenta mirada. Una vez terminó, sonrió satisfecha.
—Angela, debemos hablar —dijo él entonces.
—Tú dirás.
—Cuando todo termine y tus hermanas regresen a sus hogares, ¿qué querrás hacer?
Sorprendida por aquella cuestión en la que hasta el momento ella se había negado a pensar, respondió:
—Supongo que me quedaré aquí. No conozco nada más y…
—Aquí no se puede vivir —la cortó él—. Cuando todos nos vayamos, sólo quedaréis Iolanda, William con sus hijos y tú. Pero te recuerdo que Aston y George tienen pensado marcharse a Edimburgo tras las Navidades.
Ella asintió. La cruel realidad era agobiante y, murmuró, mientras se rascaba una ceja con el pulgar:
—Mi situación es bastante confusa y mi futuro aún más. —Y, con una triste sonrisa que a Kieran le rompió el corazón, añadió—: Papá siempre pensó que yo…
En ese instante se oyeron cascos de caballos. Levantándose de la mesa, Angela salió del salón, seguida de Kieran. Cedric y Davinia, junto a los guerreros Steward, entraban en el patio del castillo.
Al ver a su hermana, Davinia desmontó y corrió hacia ella. Ambas se abrazaron y Angela musitó sin llorar:
—Davinia, papá… todos están muertos.
Con los ojos desorbitados, la joven miró a Kieran y posteriormente a William, que se acercó a ellas y asintió.
Esa tarde llegó May y a partir de ese instante todo fue una locura y una gran tristeza para las Ferguson.