Angela cabalgó sin descanso y, cuando salió el sol ya estaba bastante lejos del castillo. Tenía que encontrar a los maleantes que le habían causado aquel dolor. Y cuando los encontrara, los mataría con sus propias manos.
Cuando paró en un riachuelo para que Briosgaid bebiera, desmontó para estirar las piernas. No sabía adónde iba, pero sí sabía lo que haría cuando tuviera delante a los que buscaba.
De pronto, oyó el sonido del acero al chocar y voces. Alarmada, corrió hacia la dirección de donde provenía y vio a dos hombres algo patosos atacando a un joven. Sin dudarlo, sacó la espada del cinto y se enfrentó a ellos. Con la rabia que llevaba en su interior, los atacó con ferocidad, dureza y extrema brutalidad. Una vez reducidos, junto con el joven los ató de pies y manos con unas cuerdas.
Una vez acabaron, Angela miró al desconocido para hablar con él, pero al ver en su rostro una delicadeza que no esperaba, sorprendida preguntó:
—¿Eres una mujer?
La otra asintió y, tocándose la corta melena, dijo:
—Sí, y muchas gracias por tu ayuda. Sola me habría sido más difícil reducir a estos idiotas.
Todavía incrédula por su descubrimiento, Angela la interrogó:
—¿Sabes quiénes son?
La muchacha, morena y de pelo oscuro, y vestida con pantalones, como ella, se encogió de hombros.
—No lo sé. Es la primera vez que los veo por aquí.
Angela los miró. Tenía que averiguar si aquéllos habían estado en Caerlaverock y, dándole a uno con el pie, preguntó:
—¿De dónde venís?
—Alfred —dijo el otro—, te dije que la del pelo corto era una mujer. La vi lavarse en el arroyo y…
—Te he preguntado que de dónde venís —insistió Angela.
El tal Alfred la miró y agregó:
—Ahora son dos mujeres, John. Lo pasaremos bien.
La joven morena le dio con un palo en la cabeza, sorprendiendo a Angela, y cuando el hombre perdió el conocimiento, mirando al otro, dijo:
—Responde a lo que te ha preguntado.
Angela lo interrogó durante un buen rato y pronto vio que no tenían nada que ver con lo ocurrido en su hogar. Rebuscó entre sus cosas y no encontró nada que los inculpara. Sin duda, de Caerlaverock no venían.
La muchacha, que la había observado todo el rato, encontró un caballo y preguntó:
—¿Es tuya esta preciosidad?
—Es mi yegua Briosgaid —contestó Angela, acercándose y acariciándola.
La otra joven sonrió y, acariciando el hocico al animal, murmuró:
—Hola, bonita. Eres una preciosidad.
La yegua movió la cabeza como asintiendo, y ellas dos se rieron.
—¿Cabalgas sola? —le preguntó la desconocida.
—Sí.
Angela miró a su alrededor en busca de más gente y cuando no vio a nadie, preguntó a su vez:
—¿Y tú estás aquí sola?
La joven morena asintió y, atando las bridas de la yegua a una rama, respondió:
—Mejor sola que mal acompañada. Ven a mi casa, te puedo dar algo de beber.
Angela la siguió y se sorprendió al ver que llegaban a un pequeño y destartalado chamizo construido con piedras entre unos árboles. Entró con la chica en lo que ésta consideraba su casa y vio un pequeño catre en el suelo, un fuego, varios troncos de madera y, sobre uno de ellos, unas flores frescas.
—¿Vives aquí?
La otra asintió y, encogiéndose de hombros, dijo:
—No es gran cosa, pero es mi hogar.
Había un pequeño y desconchado caldero al fuego del que salía un olor muy bueno.
—¿Has comido? —preguntó la muchacha. Angela negó con la cabeza y, con una sonrisa, la otra dijo—: Permíteme entonces que te invite a comer, en agradecimiento por la ayuda que me has prestado. No es mucho, sopa con un poco de conejo, pero está muy rica, te lo aseguro.
Ella asintió. La joven sacó entonces una especie de plato de loza que sin duda había conocido tiempos mejores y, poniéndoselo delante, se lo llenó de sopa.
—Come —le indicó—. Verás qué buena está.
—¿Y tú no comes?
Ella, con una encantadora sonrisa, respondió:
—Mi vajilla se compone de un solo plato. Cuando tú termines, comeré yo. Vamos, prueba mi sopa. Por cierto, no me he presentado. Me llamo Iolanda. Iolanda Graham.
—Angela Ferguson —se presentó ella a su vez.
Al oír su nombre, la joven perdió su sonrisa y comenzó a temblar.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó Angela al verlo.
Con voz trémula, Iolanda juntó las manos y suplicó:
—Por favor, Angela, sé que estoy en la tierra de los Ferguson, pero no me delates, o el laird de estas tierras me obligará a irme de aquí y no sabría adónde ir.
—No… tranquila. Claro que no diré nada —contestó ella, consternada por su reacción.
Aún preocupada y retorciéndose las manos, la joven añadió:
—Sé que con lo que te estoy pidiendo te estoy metiendo en un lío con tu señor, pero créeme, Angela, si me pillan los Ferguson, nunca te delataré. No diré que lo sabes, ni siquiera que te conozco. Te lo prometo.
Eso hizo sonreír a Angela con tristeza. El señor de aquellas tierras había muerto, pero sin querer pensar en ello para no echarse a llorar, inquirió curiosa:
—¿Qué le ha pasado a tu pelo?
Iolanda se tocó la cabeza y, suspirando, dijo:
—Tuve que cortármelo. Una mujer no puede andar sola por los caminos y esto me ayuda a parecer un hombre.
Angela asintió. Sin duda era una buena decisión y, mirando el plato, preguntó:
—¿Esto es lo que utilizas como cuchara?
—Sí —afirmó con una sonrisa la chica, mirando el palo tallado como una cuchara—. Lo siento, pero como ves, mis limitaciones son muchas. Pero te aseguro que la comida está muy buena. Come.
Angela, levantándose, cogió otro palo tallado y, poniéndolo sobre el tronco que hacía las veces de mesa, afirmó:
—Sólo comeré si tú lo haces conmigo.
—Pero si sólo tengo un plato.
—Suficiente para las dos, ¿no crees?
Iolanda esbozó una sonrisa sincera que a Angela le llenó el corazón.
Además de gente mala, como la que había provocado todo el desastre en Caerlaverock, había gente buena en el mundo y aquella muchacha sin duda lo era. Le estaba dando todo lo que tenía a cambio de nada.
—Mmmm…, esto está buenísimo —exclamó, tomando una cucharada de sopa.
—Gracias —sonrió Iolanda bajando la vista—. Era la receta de mi madre.
Al oír ese «era», Angela comprendió mejor su situación y se interesó:
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Este invierno será el segundo —respondió la chica.
—¿Has vivido aquí todo este tiempo?
—Sí.
—¿Y en invierno también?
Ella asintió y bajó la vista.
—Pero Iolanda, eso ha debido de ser terrible para ti. El invierno es espantosamente frío y…
—Te aseguro, Angela —la cortó ella con una sonrisa—, que estar aquí, a pesar del frío o del hambre, ha sido mi única alternativa. Por suerte, de niña mi padre nos enseñó a mi hermano y a mí a cazar y pescar y eso ha facilitado mi día a día.
De nuevo Angela se dio cuenta de que hablaba de su padre en pasado y, sin poder evitarlo, preguntó:
—¿Tan terrible era tu vida como para estar mejor aquí?
Iolanda perdió su jovial sonrisa.
—Sí.
De pronto, se oyó un silbido y la voz de uno de los hombres que estaban fuera maniatados. Ellas levantaron la tela que servía de puerta de la cabaña y, horrorizadas, vieron a varios desconocidos con muy malas pintas que las miraban. Habían estado tan absortas en su conversación que no se habían percatado de nada.
—Buenos días, señoritas —saludó con mofa uno de aquellos villanos.
Llevándose la mano al cinto, ambas salieron de la caseta desenvainando sus espadas y se pusieron a la defensiva. Los hombres las rodearon. Eran cinco más los dos maniatados. Uno de aquellos adelantó su acero, le dio un golpe al plato que había sobre el tronco y éste cayó al suelo y se hizo añicos.
Iolanda, al verlo, masculló con voz enojada:
—Me acabas de romper la vajilla, maldito gusano.
El hombre soltó una risotada y ella, furiosa, le lanzó un espadazo que casi le corta el pescuezo.
Conscientes del peligro que corrían, las dos jóvenes se miraron y, sin acobardarse, se lanzaron a la lucha. Como pudieron, se defendieron con sus armas, pero cuando uno de los hombres desató a los dos que estaban atados, ya eran siete. Demasiadas espadas para ellas solas. Sin embargo, cuando creían que todo había acabado, se oyó el silbido de unas flechas y uno a uno todos aquellos villanos cayeron de bruces, ante sus caras de asombro.
Las jóvenes se juntaron, dispuestas a continuar la lucha con quien se les pusiera por delante, cuando Angela vio aparecer a Kieran y a William junto a algunos de sus hombres. Eso la tranquilizó, pero a pesar de su alegría por hacer acto de presencia en aquel momento, maldijo. La habían pillado.
Kieran, con el semblante demudado por la rabia, se acercó a ella y, mientras sus hombres se encargaban de aquellos malolientes villanos, la asió del brazo y, acercando su rostro al de ella, bisbiseó:
—¿Adónde se supone que ibas, Angela?
—¡Suéltame! —replicó ella.
Malhumorado, él insistió:
—Dime, ¿adónde ibas?
—¿Tú qué crees? —le respondió, dando un tirón para que le soltase el brazo.
Pero sin apartarse de su lado, Kieran dijo:
—No lo sé y por eso te lo pregunto.
Con una chulería que hasta ese momento él no había visto en la dulce y llorona Angela, ésta respondió:
—¿Acaso he de darte explicaciones? ¿Desde cuándo? ¿Desde cuándo yo tengo que rendirte cuentas a ti?
—Desde que tu padre me pidió que te llevara sana y salva a tu hogar —contestó Kieran.
—¡Maldita sea! —siseó furiosa. Y luego, sin amilanarse, añadió—: Ya lo hiciste, O’Hara. Me llevaste de regreso a Caerlaverock. Por lo tanto, tranquilo, quedas exento de mi guarda y custodia.
—Te equivocas y lo sabes —replicó Kieran enfadado.
Angela levantó las cejas y sentenció:
—No me equivoco. Y ahora que sabes quién soy, ten por seguro que no necesito tu ayuda, ni la de nadie. Con la mía propia me basto.
Al volverse, se encontró con Aston y George, que sonreían ante la desesperación del O’Hara y, sin poderlo evitar, ella también sonrió. Ya no había nada que ocultar. Ahora todos sabían que era Hada.
Iolanda, al ver que aquellos hombres conocían a la joven, se tranquilizó y bajó la espada.
—¿Están bien los caballos? —preguntó entonces Angela.
William asintió, y ella, mirando al ceñudo O’Hara, insistió:
—¿Caraid también?
Kieran, sorprendido de que se acordara del nombre de su caballo, asintió a su vez y Angela, en un tono de voz más calmado, añadió:
—Siento haberlo hecho, pero no podía permanecer tumbada en mi cuarto como una tonta, sin que nadie hiciera nada, mientras los asesinos de mi padre y de mi gente están libres. ¿Acaso no lo entiendes?
—¿Quién te ha dicho que nosotros no estamos haciendo nada, y menos aún que no lo entienda? —replicó Kieran.
—Quiero encontrarlos. Quiero matarlos. Quiero que sufran por lo que han hecho y quiero verlo con mis propios ojos y hacerlo con mis propias manos.
Esas impetuosidad, fuerza y coraje le recordaron a Kieran las de las esposas de sus amigos McRae y, aunque le agradó su valor, dijo:
—Varios de mis guerreros están buscando a quienes mataron a los tuyos, ¿o es que crees que lo ocurrido va a quedar impune?
—Por mi parte no —aseveró decidida.
—Y por la mía tampoco —afirmó Kieran.
Entre ambos saltaban chispas y, finalmente, tras apartar la vista y mirar a William, ella comentó compungida:
—Yo creía que…
—Por el amor de Dios, Angela —gruñó Kieran—. Tu padre era un buen hombre, y te dejó a mi cargo, ¿cómo no me voy a preocupar por ti y por lo ocurrido en Caerlaverock?
Al pensar en su padre, se le dulcificó el semblante y, volviendo a ser la cariñosa Angela, se lanzó a sus brazos y, descolocándolo por completo, musitó:
—Gracias, Kieran… gracias… gracias…
Él miró a William sorprendido. ¿Aquella joven quería volverlo loco? Y al ver que el hombre sonreía, pensó que aquel viejo zorro estaba disfrutando con su total desconcierto.
Cuando apartó a Angela y miró su rostro, se apenó al ver sus ojos enrojecidos. Eso le hizo bajar sus defensas a unos niveles que nunca imaginó, pero sin querer perder la compostura, siseó:
—Mientras estés a mi cargo, no vuelvas a marcharte sin avisar, ¿entendido?
—Ya no estoy a tu cargo.
—Sí lo estás —afirmó Kieran.
Tras soltar un más que evidente suspiro, Angela asintió:
—De acuerdo. Lo estoy.
Contento por ver que parecía entrar en razón, añadió, levantando la voz:
—¡Si vuelves a hacerlo, juro que te encontraré y…!
—No me grites, O’Hara, que no soy sorda —pidió molesta.
—¿Que no te grite? —repitió él, incrédulo ante su osadía.
—Exacto. Estoy a un palmo de ti, ¿por qué gritas?
Sus hombres los observaban y Kieran, al ser consciente de ello, gruñó:
—Porque te lo mereces. —Y bajando la voz, agregó—: Mis guerreros nos están mirando. Haz el favor de dejar de protestar y compórtate.
Angela miró con disimulo y, con mofa, empezó:
—Buenooooo…
William comprendió la actitud de Kieran ante sus hombres y susurró:
—Muchacha, deberías callarte y ceder.
—¿Tú también con eso? —Pero al entender lo que le decía, musitó—: De acuerdo, me callaré.
Agradecido por la ayuda, Kieran miró a William y éste dijo:
—Él tiene razón, tu padre nos pidió que veláramos por ti, muchacha.
—Tú dices que mi padre te dejó a mi cargo, él dice que papá también lo dejó a mi cargo y…
—¡Es cierto, Angela! —la interrumpió Kieran, levantando de nuevo la voz—. ¡Sabes que así es!
—¡Que no me grites, O’Hara! —le gritó ella a su vez y, enfadada, hizo ademán de marcharse, pero él se lo impidió sujetándola del brazo—. ¡Suéltame, maldita sea! —ordenó enfadada.
Varios de los guerreros O’Hara mascullaron, protestando. ¿Qué hacía aquella mocosa hablándole así a su señor? Kieran, al oírlos, siseó con gesto fiero:
—O cambias de actitud o te aseguro que lo vas a lamentar. —Y luego añadió—: Recuerda, Angela, estás bajo mi responsabilidad y…
—¡¿Y?!
Aquella provocación continua lo estaba sacando de sus casillas y contestó:
—Que me respetarás y no me gritarás. Y, aunque te marches, debes saber que, vayas donde vayas, siempre te encontraré.
Ella parpadeó. Ni su padre le había hablado nunca así. Fue a contestar, pero Iolanda, que había oído los cuchicheos y comentarios de los guerreros, al ver la tensión allí acumulada, se entrometió para llamar la atención de la joven y exclamó:
—Por el amor de Dios, Angela, ¿cómo no me lo habías dicho? ¿Han matado a tu padre y a tu gente? —Y, sin darle tiempo a contestar, la abrazó y afirmó, dejándolos a todos pasmados al percatarse entonces de que era una mujer—. Yo te cuidaré. No te dejaré sola y mi casa será tu casa. A partir de ahora, me tienes para todo lo que necesites, ¿de acuerdo?
Kieran miró a la muchacha de pelo corto. ¿Quién era?
Angela sonrió y asintió con la cabeza. Realmente, estaba tan cansada que lo último que le apetecía era discutir, así que abrazó a aquella casi desconocida y, agradecida, dijo:
—Gracias, Iolanda, pero he de regresar a mi hogar.
Permanecieron abrazadas unos instantes, hasta que Angela se separó y caminó hacia William, que la consoló y la mimó como llevaba años haciéndolo.
Kieran, receloso por no ser él quien la consolara y sólo se llevara sus malas contestaciones, observó envidioso aquel gesto entre los dos.
Mientras, Iolanda contemplaba con tristeza cómo aquella joven se alejaba y ella se quedaba de nuevo sola.
Dio media vuelta, miró su pequeño y destartalado hogar y caminó hacia él resignada. Al llegar, se agachó y recogió con pena los pedazos de su único plato, mientras se le escapaba una lágrima. En ese momento, oyó preguntar detrás de ella:
—¿Qué es eso que huele tan bien?
—Sopa con conejo —respondió sin volverse—, pero lo siento, no te puedo invitar. Toda mi vajilla está hecha añicos.
Louis, acercándose, vio los trozos que tenía en las manos y se burló:
—¿Eso es tu vajilla, muchacho?
Iolanda se volvió con furia y, dándole un empujón al gigante que tenía detrás, gritó fuera de sí, con lágrimas en los ojos:
—Sí, idiota. Esto era toda mi vajilla y no soy un muchacho, soy una mujer.
Confuso por no haberse dado cuenta de ese detalle, vio las lágrimas en sus ojos y preguntó:
—¿Y por qué lloras? ¿Qué te ocurre?
Con la sensibilidad a flor de piel, ella le enseñó la loza rota que tenía en las manos y contestó:
—Éste era el único recuerdo que tenía de mi madre y ahora está… está roto.
Louis, apenado por su tristeza, se acercó más, le levantó la barbilla con un dedo para que lo mirara y se disculpó:
—Siento haberte hecho llorar. No era ésa mi intención.
Iolanda se secó las lágrimas y, dando un paso atrás para alejarse del moreno y guapo highlander, murmuró:
—Tranquilo, tú no me has hecho llorar.
Mientras, Kieran observaba a William y sus hijos hablar con Angela. Parecían discutir. Debían hacerla entrar en razón o él tomaría cartas en el asunto. Pero por fortuna vio que lo conseguían y Aston, acercándose a él, dijo:
—Volverá a Caerlaverock con nosotros y esperará a que lleguen sus hermanas.
Kieran asintió. Aquello era lo más razonable.
Sin poder apartar la vista de ella, recorrió su cuerpo con cierta lujuria. Ante él tenía a Hada, la mujer que había ocupado la mayoría de sus pensamientos durante los últimos días. Encantado, miró aquellos pantalones de cuero marrón que resaltaban sus bonitas piernas y su sensual movimiento al caminar. Se notaba que llevaba aquella ropa con total naturalidad y sonrió al ver la capa verde. La capa que siempre ocultaba a la verdadera mujer, que no era ni más ni menos que la dulce y torpe Angela.
Entonces vio a ésta dirigirse hacia Iolanda, que, sentada en un tronco, hablaba con Louis. Al llegar frente a ella, le ordenó:
—Iolanda, recoge tus cosas, te vienes conmigo.
—¡¿Cómo?!
—No te dejaré aquí sola. Me niego. Te vendrás conmigo al castillo de Caerlaverock.
La joven la miró sorprendida y fue a decir algo, pero Angela le aclaró:
—Mi padre era el laird Kubrat Ferguson, dueño de estas tierras, y yo, como hija suya, no permitiré que pases otro invierno de frío y soledad.
—¿Has pasado el invierno aquí? —preguntó Louis sorprendido, señalando la cabaña.
Cohibida de pronto al saber quién era Angela, la joven inclinó la cabeza y con actitud sumisa y mirando al suelo, murmuró:
—Señora, os doy las grac…
—Iolanda, por favor, mírame a los ojos —la cortó Angela.
Cuando lo hizo, ella le aclaró:
—Odio las malditas reglas y quiero que me llames por mi nombre. Por favor, no cambies tu actitud hacia mí.
Azorada, la chica la miró a los ojos y, emocionada, murmuró:
—¿Estás segura de que me quieres a tu lado?
Angela esbozó una sonrisa e, intuyendo que había encontrado en ella a una excelente amiga, asintió y afirmó con cariño:
—Totalmente segura, Iolanda.
Emocionada, la chica la abrazó y, cuando la soltó, miró a Louis, que le sonrió. Nerviosa, entró en la cabaña, cogió una ajada bolsa y, cuando salió de allí, informó:
—Ya está, Angela. Aquí está todo lo que tiene algún valor para mí.
—Iolanda irá contigo en tu caballo —le dijo Angela a George.
—No, irá conmigo —se apresuró a decir Louis.
Al oírlo, Iolanda se ruborizó y respondió:
—Si me dais un caballo, puedo ir sola.
—No hay más caballos —contestó Louis—. Vendrás conmigo.
Entonces, sin mirar a Kieran, Angela pasó por su lado en busca de su yegua, pero él la agarró del brazo y dispuso:
—Tú vendrás conmigo.
Ella intentó soltarse y, señalando a su yegua con la cabeza, respondió:
—Ya has visto que sé montar a caballo y que no soy la dulce y tímida damita que creías. No necesito que nadie me lleve. Sé cabalgar yo sola.
Sin ganas de discutir, Kieran miró a William y le indicó:
—Ata la yegua a tu caballo. Angela irá conmigo.
—Pero…
—He dicho que vienes conmigo y haz el favor de cerrar esa boquita de una vez —espetó él con voz ronca.
Nadie, a excepción de su madre, conseguía sacarlo de sus casillas como lo hacía aquella chica.
Instantes después, Kieran montó con gallardía en su enorme y bonito caballo e, inclinándose, izó a Angela. Ella, resignada, se sentó a horcajadas sobre el negro animal y la comitiva emprendió el regreso.
Al principio, ni Kieran ni Angela hablaban. Ambos estaban ocupados, poniendo en orden sus pensamientos, hasta que, acercando la boca a la oreja de ella, él preguntó:
—¿Cómo prefieres que te llame, Angela o Hada?
—Angela —contestó ella.
—¿Por qué me lo ocultaste?
—Nadie debía saberlo.
—¿Por eso me dijiste que si te conociera un poco más me enamoraría de ti?
Azorada por ello, Angela no respondió y el laird calló. ¡Cuánta razón tenía ella!
Entonces, Kieran azuzó a su caballo y cabalgó con la joven entre sus brazos hasta llegar al castillo de Caerlaverock.