En la planta de abajo del castillo, Louis, al ver a su laird de pie en el centro de aquel desangelado salón, con aquel gesto de desconcierto, se acercó a él.
—Nunca hubiera imaginado que esa delicada damita pudiera ser la encapuchada.
Incrédulo aún por el descubrimiento, Kieran contestó:
—Ni yo, Louis… ni yo.
—¿Qué hacemos, Kieran? —preguntó, al verlo mirar confuso a su alrededor.
—De momento, decirles a nuestros hombres que recompongan en la medida de lo posible este lugar. Luego, esperar a que regresen los que han ido a llevar la noticia. Después ya veremos.
Louis asintió. Sin duda, lo que acababa de ocurrir, a pesar de ser guerreros muy experimentados, les resultaba inexplicable.
—Será como tú digas, Kieran —dijo, apretándole el hombro.
Un buen rato después, cuando William estaba ante el hogar del enorme salón, sumido en sus pensamientos, Kieran se le acercó y, sentándose a su lado, preguntó:
—¿Los acompañantes encapuchados de Angela erais tú y tus hijos?
El hombre asintió.
—Sí. Animados por esa jovencita, hemos intentado alejar a los maleantes de Caerlaverock, pero como ves, ha sido inútil. —Y mirándolo a los ojos, añadió—: De los hombres que os asaltaron a ti y a tus hombres ya nos encargamos nosotros.
—¿Qué hicisteis con ellos?
—Si algo aprendí de los años en que combatí es que quien viene a matarte tiene dos opciones: matarte o morir. A mis hijos y a Angela les he enseñado lo que yo aprendí y te aseguro que el que se acerca con malas intenciones no vive para contarlo.
A cada instante más sorprendido porque aquella pelirroja fuera tan letal como el hombre le describía, inquirió:
—¿Su padre conocía su secreto?
—Sí. Hace años que Ferguson lo sabía. Yo se lo dije. No podía ocultarle lo que su hija estaba haciendo y sólo recuerdo que esbozó una sonrisa y dijo: «¡Es como su madre!». Luego me pidió que cuidara de ella como él no sabía hacerlo y eso es lo que intento.
—Pero ¿cómo una mujercita como Angela se metió en algo así?
Shepard sonrió y dijo:
—La pregunta sería, cómo mis dos hijos y yo nos dejamos embaucar por ella. Angela aprendió a manejar la espada sola. Primero nos observaba a mis hijos y a mí y luego convenció a Aston y a George para que practicaran con ella. Pasado el tiempo también me convenció a mí y, bueno, el resto ya te lo puedes imaginar. Te aseguro que es una experta guerrera, con un instinto nato para la lucha e increíblemente habilidosa para muchas cosas más. Ah, y en cuanto a sus llantos y su torpeza, lo hacía para ocultar su verdadera forma de ser. Nunca quiso que nadie supiera que ella era Hada. Temía que se lo prohibieran. —Y, mirando a Kieran, añadió—: O’Hara, hace poco te dije que esa joven era increíble, y ahora tú mismo lo has podido comprobar. Ya no hay nada que ocultar.
Él asintió. Sin duda tenía razón, pero preguntó:
—La noche que nos ayudasteis en el bosque, oí la voz de otra mujer, ¿quién era?
—Sandra, la amiga de Angela. —Y soltando una carcajada murmuró—: Esas dos jovencitas son unas guerreras increíbles.
Kieran asintió. Había estado totalmente cegado por lo que ellas le habían querido hacer creer, y lo habían engañado muy bien.
Angela, en su habitación, dormía inquieta. Perturbadores sueños la asediaban, pero se tranquilizó cuando vio a su padre. Éste le decía que quería verla sonreír, que él era feliz porque estaba con su adorada Julia y que ahora ella debía continuar su vida y marcharse de Caerlaverock.
Sobresaltada se despertó y lloró con desesperación al pensar en lo sucedido, aunque algo en su interior le decía que, por fin, su padre era feliz. Sonrió. Eso era lo que él le pedía en el sueño, pero su sonrisa se convirtió en furia y frustración.
Rápidamente, se levantó de la cama, se ciñó la espada y abrió la trampilla oculta que había en la estancia para ir a buscar su propia venganza.
Caminó por el pasadizo con decisión, pero antes de llegar al final del mismo, oyó voces. Aston y George estaban allí. Se le habían anticipado. ¡Qué bien la conocían!
Frustrada, se dio la vuelta y regresó a su habitación. Una vez allí, salió de su estancia y, con cautela, bajó hasta la primera planta, donde vio a William y a Kieran en el salón, hablando. Con sigilo, llegó a las cocinas y, decidida, fue hasta donde sabía que Evangelina guardaba sus hierbas.
Sin tiempo que perder, cogió unas pocas y un puñado de azúcar, salió por la ventana de la cocina y fue hasta donde estaban todos los caballos. Con cuidado, les dio un poco de la mezcla a cada uno, pero no a su yegua, y esperó a que les hiciera efecto. Esas hierbas los atontarían durante un buen rato y así sus dueños no podrían seguirla. Cuando vio que las patas de los animales se doblaban, montó y, espoleando a su yegua con los talones, la hizo cruzar el patio del castillo.
Los guerreros gritaron al verla partir y, presurosos, Kieran y William salieron a la puerta al oírlos. Sin mirarlos, la joven cruzó el puente de madera.
—¡Muchacha, para! —gritó William, corriendo hacia los caballos.
—¡Maldita sea! —gruñó Kieran.
Pero cuando llegaron a sus monturas, las encontraron tumbadas o sentadas sobre sus cuartos traseros. Intentaron levantarlas, pero los animales no podían y Kieran preguntó angustiado:
—¿Qué les ocurre?
Negando con la cabeza, William contestó:
—Ha sido Angela.
—¿Qué les ha hecho? —preguntó Kieran incrédulo.
William tuvo ganas de reír a pesar de la desgracia que los rodeaba y, tocando el hocico de su caballo, notó el azúcar y olió las hierbas.
—Ha intentado que no la sigamos —explicó—. Pero, tranquilo, dentro de un rato los caballos estarán bien. Traed agua para que beban —les pidió a los hombres.
Louis miró a su jefe sin dar crédito y siseó:
—Maldita mujer.
Kieran blasfemó. No soportaba que lo tomaran por tonto y, sin lugar a dudas, aquella mujer se la había vuelto a jugar.