19

Cuando Angela se despertó, estaba en el interior de una tienda. El olor a quemado era agobiante y rápidamente recordó lo acontecido. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Debía salir de allí e ir en busca de su familia. Con cuidado, se acercó a la apertura de la tienda. Vio apostados a dos hombres, pero a nadie más.

Se sacó la daga que llevaba en la bota y la clavó en una de las paredes de tela. Despacio y sin hacer ruido, hizo una abertura por la que salió sigilosamente. Instantes después, vio a su yegua atada a un tronco, fue hasta ella y cogió la bolsa donde guardaba sus cosas. Entró de nuevo en la tienda, se quitó la falda y rápidamente se puso los pantalones de cuero y las botas altas. Cuando terminó, se ajustó la espada a la cintura y el carcaj a la espalda, y se cubrió con la capa y la capucha para volver a salir.

Lo hizo por el mismo sitio y, sin hacer ruido, llegó hasta su yegua. La desató del tronco y, caminando, desapareció en la oscuridad de la noche.

Cuando estuvo lo bastante lejos del campamento, montó y, dándole unos golpecitos con los talones, murmuró:

—Regresemos a casa, Briosgaid.

Cabalgó sin descanso durante lo que le pareció una eternidad por el bosque quemado y, cuando salió de él, el corazón se le paró. Ante ella estaba su hogar, el lugar donde se había criado, pero supo que nada era como antes.

Había un extraño silencio y, clavando de nuevo los talones en la yegua, se lanzó al galope en busca de su familia. Cuando llegó al principio del puente, los hombres de Kieran le ordenaron parar. Como una flecha y sin hacerles caso, Angela pasó ante ellos y atravesó el puente de madera.

Nada más entrar en el patio del castillo, vio a Kieran y William. Sin importarle, azuzó a su montura hasta llegar a la escalinata de la puerta de entrada y, con agilidad, desmontó y corrió al interior.

—Hada —murmuró Kieran sorprendido.

—Dios mío, muchacha —susurró William al verla.

Ambos echaron a andar presurosos hacia el interior del castillo, donde ella había desaparecido, y entonces Kieran vio que la joven se quitaba la capucha de la capa, dejando al descubierto una cabellera roja y brillante. Bloqueado, se paró y, cuando ella se dio la vuelta, agarró del codo al hombre que estaba junto a él.

—Sí, O’Hara, lo que ves es cierto —dijo William.

Confuso como nunca en su vida, Kieran musitó:

—¿Angela es…?

—Sí —afirmó William—. Angela y Hada son la misma persona.

Totalmente pasmado, incrédulo y desconcertado, se quedó parado en la puerta de entrada, mientras ella llamaba:

—Papá… Papá, ¿dónde estás?

Nadie contestó y Angela miró a su alrededor. Lo poco que tenían estaba por los suelos, roto y volvió a gritar:

—¡Patt, Evangelina, Viesla, Effie, Leslie… contestad!

—Angela —la llamó William.

—Papá… Papá… contesta, por favor.

En ese momento se dio la vuelta y vio a los dos hombres. William se acercó a ella y la abrazó, mientras Kieran la miraba totalmente descolocado. Todavía no podía creer que ella fuera Hada.

—¡Papá! —chilló ella, soltándose del abrazo de William.

—Angela… —la llamó entre dientes éste.

—¿Dónde está? Dime dónde está.

—Escúchame, muchacha… Mírame…

Kieran la observaba aturdido, mientras ella mascullaba con agonía:

—Papá… Papá, por favor, ¡otra vez no… otra vez no!

Acercándose a ella, William le pidió de nuevo:

—Angela, mírame.

—No. No quiero mirarte. No quiero hablar. Tengo que encontrar a papá. ¡Papá!

En ese instante, Aston y George, con los ojos enrojecidos, aparecieron llevando dos pequeños cuerpos inertes entre sus brazos. Angela, al verlos, se tapó la boca y, con un hilo de voz, gritó:

—No… no, por favor… nooooooo…

Horrorizada, corrió hacia las pequeñas sobrinas de Evangelina, Effie y Leslie. Lloró y gritó al cielo con desesperación.

Kieran, acostumbrado a ese dolor por las batallas en las que había participado, olvidándose de todo, se acercó a ella y, apartándola de las niñas, le dijo con firmeza, sujetándole la cara delicadamente:

—Mírame… ¡Angela, mírame!

Al oír su orden, ella lo miró y, al obtener su atención, Kieran le aseguró:

—Encontraré a quien ha hecho esto y lo pagará, ¡te lo juro!

A ella las piernas se le doblaron y, sujetándola con fuerza, él la abrazó y murmuró, consciente del dolor que sentía en aquel instante:

—Lo siento, Angela… lo siento.

Ella lloró con verdadera agonía, mientras Aston y George, con la pena pintada en el rostro, salían del salón llevando a las pequeñas sin vida.

Con el corazón a punto de salírsele del pecho, Angela fue a decir algo, cuando Kieran, sin soltarla, se le adelantó:

—Acompáñame y te mostraré dónde están todos.

Como si se tratara de una de sus horrorosas pesadillas, ella lo siguió agarrada a su mano. Kieran salió del salón del castillo y se dirigió hasta lo que eran los establos. A su paso, los hombres miraban a la joven y bajaban la cabeza en señal de duelo.

Al entrar en las caballerizas, Angela creyó morir. Allí estaban los cuerpos sin vida de todas las personas que adoraba, que necesitaba para vivir. Todos. Nadie había sobrevivido al terrible ataque. Los habitantes de Caerlaverock habían muerto.

Él, al ver que se le alteraba la respiración, expuso sin soltarla:

—Los hemos reunido aquí para darles sepultura. Mis hombres están cavando en las afueras del castillo y…

—¡Papá! —chilló al verlo.

Y soltándose de él, corrió a abrazar al hombre que adoraba. Arrojándose literalmente sobre él, lo besó y le pidió con mayor cariño y el amor más desgarrado que despertara. Le rogó que abriera los ojos, que la besara, que sonriera, pero su padre no lo hizo.

Angela se ensució las manos, la cara, toda ella de sangre, pero no le importó. Sólo quería estar con él y no separarse nunca. Sus gritos agónicos los desgarraban a todos. Su angustia era terrible.

Kieran la observaba junto al resto de los hombres. La imagen de la joven era de pura derrota y desolación, y todos sufrieron con ella. Lo que había ocurrido no era justo.

De pronto, la angustia que le provocaba verla en aquella situación lo inquietó y, acercándose a ella, intentó consolarla. Probó a apartarla de su padre, pero ella no se lo permitió. Se resistió con uñas y dientes y tuvo que dejarla.

De madrugada, y viendo que Angela seguía allí, llorando, Kieran no pudo más y, acercándose de nuevo, dijo:

—Vamos, acompáñame.

—¡¡No!! —gritó ella.

—Angela… lo siento, pero…

—Mataré a quienes lo han hecho, ¡los mataré! —chilló descompuesta.

Kieran, todavía no acostumbrado a ese tipo de fiereza en ella, asintió. Entendía perfectamente lo que podía estar sintiendo en ese momento.

Al final, decidió utilizar la fuerza para alejarla de allí. Y, a pesar de sus patadas y chillidos, se la llevó sin importarle las cosas que le decía.

Una vez en el salón del devastado castillo, Kieran la zarandeó para hacerla volver en sí, hasta que ella se fue aplacando y, cuando lo hizo, él se agachó para mirarla a los hinchados ojos y murmuró:

—Tienes que tranquilizarte.

—Otra vez no… Es mi padre, Kieran… ¡es papá! —gimió casi sin voz.

—Lo sé, Angela… lo sé, mi vida —convino con ternura. Ella le provocaba ese sentimiento hasta entonces desconocido, y prosiguió—: He enviado a Zac con algunos de mis hombres a la abadía para avisar a tu hermana May y otros han ido a darle la noticia también a Davinia. He pensado esperar a que lleguen para dar sepultura a tu padre, ¿te parece bien?

Totalmente sobrecogida, ella asintió y, con gesto triste, preguntó:

—¿Por qué? ¿Por qué ha tenido que ocurrir esto? ¿Por qué todas las personas que me quieren tienen que morir y dejarme?

Sin saber qué decirle, Kieran la miró y, con cariño, le retiró el pelo de la cara.

—No lo sé, Angela. No tengo respuesta para eso.

La joven lo abrazó. Se hundió en sus brazos y se dejó consolar por él, mientras Kieran reprimía la furia y la rabia que sentía por lo que allí había ocurrido.

William, al verla más tranquila, se le acercó y, separándola de Kieran, la llevó hacia la escalera, sujetándola con fuerza, subió con ella hasta su habitación y la obligó a tumbarse en la cama.

Desconsolada, Angela se resistió, no quería dormir, quería justicia, hasta que William le dijo:

—A tu padre no le gustaría verte así. —Y cuando vio que lo miraba, añadió—: Debes ser fuerte por él, Angela. Debes vivir por él. Kubrat lo querría así.

—Oh, Dios, William… Papá ha muerto, ¡ha muerto! ¿Qué voy a hacer yo ahora sin él?

El buen amigo de su padre la miró. Él también sentía muchísimo aquella pérdida, pero respondió:

—Debes vivir, Angela. Eres fuerte, valiente, como te pidió tu madre. —Y al ver que lo miraba, agregó—: Él, al igual que tu madre, siempre supo la guerrera que hay en ti. Sabía que tú eras esa Hada de la que todo el mundo hablaba. Yo mismo se lo dije hace años.

Boquiabierta, fue a decir algo, pero William prosiguió:

—Kubrat Ferguson fue mi señor y mi buen amigo. Él me encomendó protegerte y eso he intentado hacer y, al tener depositada toda su confianza en mí, yo no podía mentirle…

—¿Papá sabía que nosotros éramos los encapuchados?

William asintió y, con una triste sonrisa, dijo:

—Siempre estuvo orgulloso de ti.

Angela se tapó la cara y sollozó. Ahora entendía ciertas palabras que en ocasiones le decía. Su padre lo sabía, conocía su secreto, pero aun así calló y la dejó creer que lo engañaba. Ahora entendía por qué siempre le decía que era tan valiente como su madre, a pesar de la apariencia de torpeza que intentaba dar ante los ojos de todos.

William le acarició el pelo con cariño y continuó:

—Le gustaba que yo le hablara de tu arrojo y valentía al encontrarnos con algunos de los villanos y hace tiempo me hizo prometerle que el día que él se reuniera con su amada Julia, yo debía hacer que te marcharas de aquí. No quería que te quedaras a vivir en este castillo tan lleno de tristes recuerdos.

—No puedo marcharme de mi hogar —murmuró desconsolada—. Es el único sitio que conozco y…

—Debes hacerlo, muchacha, y no voy a cejar en mi empeño hasta que lo consiga. Tu lugar no está aquí.

—¿Y dónde está? —preguntó desesperada.

El hombre se encogió de hombros y, mirando a la muchacha que adoraba, susurró:

—No lo sé, pero lo encontraremos. Te lo prometo.

Encogida en la cama, Angela se hizo un ovillo y el agotamiento la hizo caer en un profundo sueño.