Cuando pararon de nuevo para pasar la noche, Angela se percató de que Kieran la seguía con los ojos buscando que lo mirase. Ella no quiso darse por enterada y disimuló. Se avergonzaba de haber llorado como una tonta y con tanto sentimiento delante de él.
Tras hablar con los tres Shepard y dejarles claro que entendía su decisión, decidió regresar al carro junto a May, que al verla llegar, preguntó:
—¿Qué tienes tú con ese O’Hara?
—¿Cómo dices? —preguntó sorprendida.
—Tengo ojos, hermanita, y veo cómo os miráis —respondió May.
—Pues tus ojos te informan mal.
Su hermana soltó una carcajada y contestó:
—Si tú lo dices… —Y al ver que Angela no pensaba decir nada, añadió—: Quiero que sepas que a papá le gusta para ti y que a mí no me desagrada. Es un hombre galante, educado y caballeroso, que sin duda te podría dar una buena vida si tú quisieras y…
—Oh, May… ¡cállate!
Enfurruñada porque todo el mundo parecía querer emparejarla con él, se bajó del carro a toda prisa. Con cuidado de no ser vista, y en especial de no correr ningún peligro, se alejó del campamento con la necesidad de estar sola, y cuando se sintió lo suficientemente alejada de todos, se sentó al abrigo del enorme tronco de un árbol y, doblando las piernas, volvió a ocultar la cara en ellas.
Durante un rato pensó sobre su futuro. Cuando Aston y George se marcharan, no podría arrastrar a William al bosque para defender sus tierras. Aquella época en la que había sido una valerosa guerrera sin duda había acabado para ella. El problema era cómo prescindir de la sensación de libertad que le producían esos momentos en los que sacaba su espíritu combativo.
Las lágrimas escapaban nuevamente de sus ojos cuando oyó que alguien se acercaba y al mirar con el rabillo del ojo supo que era él, O’Hara. Secándoselas rápidamente, esperó su llegada.
Cuando llegó, Kieran la miró a la espera de que dijera algo y, como no lo hizo, se sentó de nuevo a su lado.
—¿Otra vez llorando?
Angela no contestó y él añadió:
—Mi madre se fue pensando que eres una graaaan llorona.
Ella lo miró y, tras soltar un berrido angustioso, Kieran añadió para intentar consolarla:
—Pero también pensaba que eres una joven bonita y amable.
Sus palabras no la consolaron y un buen rato más tarde, cansado de oírla hipar, insistió:
—¿Quieres contarme de una vez qué ha ocurrido?
—No.
—¿Y si te digo una palabra edulcorada como «cariño» o «mi vida»?
Angela lo miró y, molesta, siseó:
—Vete al infierno, O’Hara.
Él sonrió al escucharla.
—Por el amor de Dios, Angela Ferguson acaba de blasfemar.
Ella no respondió y, sin querer darse por vencido, Kieran dijo:
—Me preocupas. ¿Qué ocurre?
—Nada.
A cada instante más desconcertado por el desconsuelo de ella, se desesperó. ¿Qué debía hacer en un caso así? ¿Abrazarla? ¿Regañarla? En aquellos años había visto llorar a Megan, a Gillian, a su madre, pero la carita de Angela y sus ojos enrojecidos pudieron con él.
Igual que había hecho al mediodía, la sentó sobre él. Esta vez ella no se resistió. Necesitaba mimos y Kieran se los dio. Besándole la cabeza, susurró:
—Sea lo que sea puedes contármelo e intentaré ayudarte.
Aquella delicadeza y afecto al hablarle la hicieron sentirse pequeña y se dejó acunar. Sólo se dejaba abrazar así por su padre, pero dejando caer la cabeza sobre el hombro de él, dijo:
—Es difícil explicar…
Su dulce tono de voz le puso a Kieran el vello de punta y no se movió. Sentir su cálido cuerpo sobre el suyo le hizo experimentar cientos de sensaciones. Nunca había compartido aquel tipo de intimidad casta y recatada con ninguna mujer. Los momentos íntimos que compartía con otras eran básicamente sexuales, pero con Angela era diferente y, a pesar de que lo disfrutaba, lo inquietó. Durante un rato no dijeron nada, hasta que ella levantó la cabeza y murmuró:
—Gracias, Kieran.
Él la miró emocionado. Oír su nombre en boca de ella le sonó encantador.
—¿Por qué? —preguntó.
—Por consolarme a pesar de lo que tu madre y tú pensáis de mí.
—¿Sabes? —dijo él divertido—, me alegra ver que sigo siendo Kieran cuando estamos a solas. Eso me hace pensar que confías en mí.
—Aunque no te pueda llamar «cariño» —se mofó ella.
—No… no soy tu cariño. Por lo tanto, mejor que no lo hagas.
Ella lo miró con una triste sonrisa y, secándose los ojos, respondió:
—Pero ya sabes, cuando regresemos…
—Lo sé —la cortó—. Deberé llamarte como exigen las normas del decoro, milady.
Durante unos segundos se miraron a los ojos de una manera que a los dos los hizo estremecer. Era indudable que se atraían. Al ver que no iba a poder evitar besarla, para romper el hechizo exigió:
—Quiero saber qué te ha hecho llorar.
Apartando la vista de su boca, desesperada por la cruel realidad, explicó:
—Mi mejor amiga, Sandra, se ha ido a vivir a Carlisle. Mi cuñado se empeña en casarme con hombres que me repugnan. Mi hermana May regresa a la abadía. Mi hermana Davinia a su hogar, y Aston y George, mis grandes amigos, me acaban de decir que pasadas las Navidades abandonarán el castillo para irse a vivir a Edimburgo, y mi padre desea que también yo abandone Caerlaverock, me busque un nuevo clan e intente ser feliz, pero no puedo, ¡no puedo abandonarlo! —Abriendo las manos en un gesto desesperado, añadió—: Todo el mundo se marcha para comenzar una nueva vida y yo me encuentro atrapada en un hogar cada vez más frío, derruido, solitario y difícil de recuperar.
»Veo ante mí un futuro incierto en el que finalmente tendré que desposarme con alguien a quien aborreceré, pero… pero luego está mi padre, al que adoro y por el que daría la vida, que me dice que busque el amor para ser feliz como lo fue él con mamá hasta su muerte. Y yo… yo estoy confusa.
Su sensatez al hablar fue lo que terminó de desarmar a Kieran. Aquella joven, insoportable y quejicosa en ocasiones, le había abierto su corazón de tal manera que deseó poder darle una solución a sus penas, pero no pudo. No supo qué decirle, salvo abrazarla y consolarla.
Tras un rato de silencio en el que Kieran se permitió acariciarle el brazo y la espalda por encima del vestido con demasiada intimidad, le retiró con mimo un mechón de cabello de la cara y preguntó:
—¿Aston o George son muy especiales para ti?
—Sí, pero no en los términos que tú insinúas. Junto a su padre, William, desde pequeña han estado a mi lado. Nos han protegido a mí y a mis hermanas cuando papá, sumido en su desesperación, se pasaba días sin salir de sus aposentos, y les estoy agradecida. Y aunque me duele su marcha, entiendo su decisión. Ellos han de vivir su vida, conocer mujeres de las que enamorarse, desposarse, tener hijos y ser terriblemente felices y eso, en Caerlaverock, nunca lo van a hacer.
—Por tus palabras intuyo que eres muy romántica.
Con una triste sonrisa, ella contestó:
—He tenido al mejor maestro a mi lado toda la vida: mi padre. Pero la vida me ha enseñado que, igual que te hace feliz, el amor puede destruirte. Papá sufre por lo que siente. May entró en la abadía por amor y mi hermana Davinia padece por amor.
Kieran, sorprendido por esa revelación, murmuró:
—Pero, aun así, tú crees en el amor, ¿verdad?
Ella se acaloró. ¿Qué hacía hablando de aquello con él? Pero al sentir cómo la sangre bullía en sus venas, se olvidó de ser la dulce Angela y del decoro que le habían enseñado desde pequeña, levantó el mentón y, al más estilo Hada, respondió:
—Sí.
—¿Y por qué aún crees en él tras lo que has comentado?
Mirándolo a los ojos, sonrió. Pensó en lo que su madre siempre le había contado que sintió cuando vio por primera vez a su padre y, olvidándose de las normas, la moderación, la compostura y la vergüenza, contestó:
—Porque cuando te vi por primera vez, me quedé sin aliento. —A Kieran se le demudó el semblante y ella añadió—: Y estoy segura de que si tú me conocieras, si supieras realmente cómo soy, te enamorarías de mí.
Nada más acabar de decir aquello y ver el rostro de él, maldijo su larga lengua y se puso roja como un tomate.
Pero ¿qué había dicho?
Incrédulo y divertido al mismo tiempo por su desparpajo, Kieran preguntó:
—¿Y por qué crees que si te conociera me enamoraría de ti?
—Olvídalo. He dicho una tontería —repuso ella, mirando el suelo.
—Me interesa que me aclares esa tontería —insistió él.
Angela maldijo. ¿Por qué se saltaba siempre las reglas? ¿Por qué no podía ser como Davinia, que pasara lo que pasase sabía callar y encajar? Miró al hombre que, frente a ella, esperaba una aclaración y tomó aire. Si le decía que era Hada sabía que su interés se redoblaría, pero respondió:
—Lo que he dicho no es decoroso. Y empiezo a avergonzarme de mi lengua tan suelta.
Aquella sinceridad lo hizo sonreír. Le gustaba que Angela fuera así con él, y al sentir su azoramiento por lo que había dicho, Kieran le miró la frente y dijo:
—Sigues teniendo un buen chichón.
—Lo sé.
Sus miradas se encontraron y, tras un extraño silencio en el que él interpretó su mirada, murmuró:
—Una dama casta y decente nunca reclamaría un beso.
—Me consta, como ahora te consta a ti que, además de llorona, soy bastante indecente. —Y entonces preguntó—: ¿Susan no reclama tus besos?
—Soy un caballero y nunca hablaré de una mujer ante otra —respondió Kieran.
Pero su olor… su cercanía… su dulzura… su petición… su desvergüenza, todo eso mezclado con el momento, hicieron que el valeroso Kieran derribara sus defensas y susurrara al rozar sus labios:
—Angela…
Haciendo caso omiso de su advertencia, ella sacó la punta de la lengua y, pasándosela con descaro por los labios, murmuró, mientras el calor que el cuerpo de él irradiaba, la consumía de deseo:
—No quiero oírte.
—Tu arrojo me provoca.
—Lo sé —dijo ella, sonriendo.
Kieran rozó su nariz con la suya y, en tono íntimo, musitó:
—Cada vez que dices eso de «Lo sé», me dejas indefenso.
Angela sonrió y contestó:
—Lo sé.
Su fragancia lo embriagaba, su boca lo anulaba y su voz lo enloquecía. ¿Qué le estaba haciendo aquella mujer?
Incapaz de negarse, colocó una mano en el cuello de ella y otra en su cintura e, introduciendo su ardiente lengua en su boca, la devoró sin descanso. Sin fuerzas, Angela se dejó hacer y disfrutó de la pasión que le demostraba. Entonces se dio cuenta de que estaba tumbada en el suelo, con aquel hombre moviéndose sobre su cuerpo.
El erótico contacto le endureció los pezones y jadeó. Kieran, al percatarse de ello, paseó su mano por encima del corpiño del viejo vestido y murmuró:
—Angela, la pasión por poseerte me consume. No deberíamos continuar.
—Lo sé…
—Y si lo sabes ¿por qué me provocas?
—No lo sé.
Su respuesta y su gesto excitado lo hicieron sonreír y, sin darle tregua, la agarró del pelo y la acercó a él. El beso fue salvaje por parte de los dos. Sin duda, ambos se deseaban y Kieran, embrutecido y perdiendo totalmente el control de sus actos, metió las manos por el interior de su escote y le tocó los endurecidos pezones.
—Oh, Dios… —jadeó Angela al sentir aquel íntimo contacto.
Hasta la fecha, ningún hombre le había rozado ninguna parte del cuerpo, y menos una tan íntima. Kieran lo intuía, lo imaginaba, pero no paró. Lleno de esa pasión de la que hablaba ella, continuó con aquella locura y, sobreexcitado, susurró sobre su boca:
—¿Te gusta mi tacto?
—Sí —respondió extasiada.
Embriagado por su rápida y sincera respuesta, Kieran paseó su ardiente boca por su delicado cuello y, cuando subió hasta su oreja, sintió que se estremecía. Eso lo volvió loco.
—Eres dulce, suave, apasionada y tremendamente tentadora, Angela Ferguson —dijo—, y creo que tienes razón.
—¿En qué? —preguntó, embriagada de deseo.
Sin separarse de ella, en un tono íntimo que le puso el vello de punta, Kieran musitó:
—Creo que si te conociera más, quizá me podría enamorar de ti.
Excitada por sus palabras, se movió bajo su cuerpo. El contacto de sus manos sobre su piel la hizo temblar, mientras sentía cómo le estrujaba los pechos y le decía palabras ardientes y seductoras al oído que la incitaban a querer continuar con lo que estaban haciendo.
Enloquecido por la respuesta del cuerpo de Angela, se movió sobre ella con actitud posesiva y arrogante, para hacerle sentir la fuerza de su virilidad. Quería que supiera cuánto la deseaba y lo excitado que estaba por lo que hacían.
Angela, al notar que apretaba sus caderas contra su cuerpo y ser consciente de lo que era aquello, jadeó mirándolo a los ojos, pero en lugar de amilanarse, se arqueó hacia él y Kieran le respondió dándole un increíble, ardoroso y anhelante beso, mientras todo él temblaba, conteniéndose para no someterla a sus caprichos allí y en ese instante.
Cuando finalizó el beso, sin darle tiempo a pensar, bajó su boca hasta uno de sus pechos. Eran suaves, blancos y tentadores. Se lo besó. Lo mimó mientras ella se estremecía bajo su cuerpo y, finalmente, le succionó el pezón con deleite, mientras Angela se apretaba contra él, dispuesta a disfrutar de aquel momento. Desfallecida de lujuria, hundió los dedos en el cabello de Kieran mientras cerraba los ojos y lo sujetaba contra su pecho para que no parara.
Al sentir cómo se le entregaba, Kieran le subió rápidamente la falda y, cuando metió una mano dentro de sus calzas y le tocó el vientre plano, la oyó jadear. Loco de deseo, le soltó el pezón que había mimado en su boca y murmuró:
—No sé qué quieres de mí, pero esto es lo que yo deseo de ti. —Y, con un seco y contundente movimiento de cadera, le mostró de nuevo su esplendor y dureza.
Angela gimió al sentirlo y, de pronto, con un rudo movimiento, Kieran le separó las piernas.
—¡Oh, Dios mío!
—Exacto, mi cielo —dijo él sonriendo—. ¡Oh, Dios mío! Estoy seguro de que estás húmeda, Angela. Muy húmeda. Y sé que es por mí, y eso me vuelve loco de pasión y de deseo. Tan loco, que lo único que anhelo en este instante es hacerte mía. Hundirme en ti como un salvaje para oírte gritar mi nombre.
Consciente de adónde habían llegado, Angela gimió asustada. ¿Qué estaba haciendo? No debía continuar con aquello. Debía parar cuanto antes, pero su cuerpo se negaba a obedecerla.
—Ésta es una pequeña parte de la dulce tortura a la que me sometes con tu continua desfachatez a la que llamas «pasión». Pero soy un hombre de honor y sé que no debo continuar, aunque tu cuerpo y el mío griten que no me detenga.
—Tienes razón… para… para…
Esa vez, el sentido común de Kieran prevaleció. La miró y, al verla debajo de su cuerpo, con los pechos destapados y entregada al deseo, de pronto tomó conciencia de lo que estaba haciendo.
A pesar de ser una descarada que lo hechizaba, Angela era una joven dama casta y virgen. No una de las mujeres que él solía frecuentar. La besó en la boca y se sentó a horcajadas sobre ella a la luz de la luna. Necesitaba respirar y recuperar el control de su cuerpo y, en especial, de sus pensamientos. Cuando lo consiguió, la miró de nuevo y susurró:
—Ni te imaginas el esfuerzo que estoy haciendo por no hacerte mía ahora mismo sin pensar en nada más.
—Kieran… —musitó asustada.
—A pesar de tu descaro eres virgen, ¿verdad? —Ella asintió y él siseó entre dientes—. Eso me hace no darle a mi cuerpo lo que me demanda; pero, si no fueras virgen, te aseguro que no pararía, y más cuando tu cuerpo, tu boca y tus ojos me piden que continúe.
Cogiéndole una mano, la llevó hasta su dura erección y, posándola sobre ella, musitó:
—Aquí están el ardor y la pasión con los que yo me quedo. No vuelvas a provocarme, dulce Angela, o la próxima vez nada me podrá detener, ¿entendido?
Alarmada y con la respiración acelerada, asintió, retirando la mano de su dura entrepierna. No le cabía la menor duda de que, si él quisiera, teniéndola como la tenía, podría robarle la virtud sin que nadie se enterara.
Con frialdad, Kieran le guardó los pechos en el interior del vestido, ante la atenta mirada de ella, que respiraba con dificultad. Una vez terminó, se puso en pie y, cogiéndola de la mano, la levantó del suelo.
Cuando estuvieron de pie el uno frente al otro, Kieran se pasó con pesar la mano por su rubio cabello. Después la miró y, ante su expresión confusa, dijo:
—Me desconciertas. A veces pareces una dulce y tímida damita y otras una mujer dispuesta a perder la cabeza y la virtud entre mis brazos. Y, ¿sabes? Yo soy un mujeriego, pero no robo la virtud de ninguna virgen si puedo evitarlo. Por lo tanto, a partir de ahora intenta mantenerte alejada de mí para evitar tentaciones, ¿entendido?
—Ajá… —musitó.
Ofuscado, reprimido y furioso por lo que aquella mujer podía hacer con él, se dio la vuelta y se alejó a grandes zancadas, dejándola sola, acalorada y totalmente desconcertada.
¿Qué había estado a punto de hacer?
Pasados unos minutos, cuando se recompuso y peinó como pudo, Angela regresó donde estaban todos. William y sus hijos la miraron extrañados, pero ella se acercó a ellos sonriendo para hacerles saber que estaba bien.
Con curiosidad, miró a su alrededor en busca del hombre que deseaba. Lo vio sentado con la espalda apoyada en un árbol, observándola con pesar. Eso le produjo un calor interno que la turbó.
Sin duda, Kieran estaba despertando en ella ese fuego del que había oído hablar a algunas mujeres. Por ello, despidiéndose de los Shepard, regresó al carro junto a su hermana, que estaba durmiendo, y no se despegó de ella a partir de ese instante.