14

Al día siguiente, Angela amaneció ojerosa y con otro buen chichón. Otra noche en la que las pesadillas no la habían dejado descansar.

Cuando entró en el salón, donde todos estaban desayunando, saludó a su padre, que se interesó por lo que le había ocurrido en la frente, pero ella le quitó importancia y fue a sentarse junto a su hermana May.

El golpe atraía la atención de todos. ¡Qué mala suerte!

Con disimulo, miró a Kieran. Se moría por que le dedicara una de sus reconfortantes sonrisas, pero vio que en lugar de sonreírle la miraba con gesto serio y adusto. Haberla encontrado en actitud cariñosa con Aston lo había hecho cambiar de opinión respecto a ella. Eso la molestó, pero se enfadó de verdad cuando observó que él, al ver a Viesla, una de las pocas mujeres jóvenes del castillo, cambiaba de expresión y le sonreía.

May le preguntó con cariño:

—¿Qué te ha ocurrido en la frente?

—Me di un golpe sin querer.

Su hermana negó con la cabeza y susurró:

—Angela, debes tener más cuidado. Siempre estás llena de morados y magulladuras.

Ella sonrió. Las marcas que en ocasiones llevaba se las hacía las noches en que salía con los Shepard para ahuyentar a maleantes y villanos, pero no dijo nada.

—¿Has tenido pesadillas esta noche? —preguntó entonces su hermana en voz baja.

Angela asintió y May, abrazándola, dijo:

—Anda, come algo y ve a descansar. Lo necesitas.

Angela le dio un beso y empezó a comer.

—Mañana partiré para la abadía —dijo May entonces.

Ella dejó de comer para mirarla y su hermana continuó:

—Esta mañana he recibido una misiva de la madre abadesa. Por lo visto, varias de las novicias han enfermado y dos han muerto: necesitan mi ayuda.

—¡Oh, qué tristeza! —musitó Angela.

May asintió y, con los ojos anegados en lágrimas, convino:

—Sí, es muy triste… muy triste.

Ferguson, al mirar a sus hijas y ver la pena en sus miradas, anunció:

—May, acabo de hablar con O’Hara y él, junto con William y sus hijos, te escoltarán hasta la abadía. No corren buenos tiempos y cuanta más protección tengas, mejor.

—Gracias, padre —accedió la joven religiosa y, mirando a Kieran, añadió—: Gracias, laird O’Hara.

Él asintió con seriedad y Ferguson preguntó:

—Angela, mi vida, ¿los acompañarás tú también, como siempre?

Ella, al verse convertida en el centro de las miradas, respondió rápidamente:

—No.

Su padre observó preocupado:

—No tienes buena cara, hija, ¿qué ocurre?

—Padre…, esta noche ha tenido pesadillas —aclaró May.

Angela, al ver el gesto dolido del hombre, intentó sonreír.

—Estoy bien, papá. Te lo prometo.

A Kieran le llamó la atención eso de las pesadillas.

—Angela —dijo entonces May—, siempre vienes conmigo hasta la abadía, ¿por qué esta vez no quieres acompañarme?

Sin querer mirar a Kieran, que la observaba con gesto ceñudo, respondió:

—Esta vez llevas más escolta que nunca. No me necesitas y aquí están Davinia y el bebé.

—Siempre te necesito —insistió su hermana—. Me gusta tu compañía, porque me alegras y me haces sonreír. ¿Por qué me quieres privar de ella en esta ocasión? Por favor, acompáñame. Además, Davinia se marchará para Merrick mañana tras la comida.

Al mirarla y ver sus ojitos implorantes, al final Angela consintió:

—De acuerdo. Te acompañaré.

Ferguson miró a Kieran pidiendo su aprobación. En un principio, éste pensó en decir que no. No debía estar cerca de aquella joven, pero sin darse cuenta, asintió, y el padre de las muchachas dijo:

—Muy bien, O’Hara, dejo mis mayores tesoros a tu cargo. Lleva a May hasta la abadía y después devuelve a Angela sana y salva a su hogar.

Él asintió. Aquello sólo le supondría entre cuatro y cinco días. Una vez regresara de ese viaje, iría a por su madre a Edimburgo y regresaría a Kildrummy.

Continuaron con el desayuno, mientras las mujeres que servían en el castillo iban y venían felices de la cocina, trayendo comida para agasajar a los varoniles invitados, que les sonreían como bobos.

Con disimulo, Angela observó que Kieran seguía bromeando con Viesla. Sin duda alguna, ya sabía con quién pasaría la noche el laird O’Hara y eso la desesperó.

Estaba experimentando por sí misma los celos. Ver cómo Viesla se acercaba a Kieran y cómo éste la miraba con deseo la estaba poniendo enferma. Notó que le sudaban las palmas de las manos y que el corazón le latía con fuerza, pero, sobre todo, deseaba matar a Viesla y al descarado que coqueteaba con ella.

De pronto, se abrió la puerta del salón y apareció su hermana Davinia con su bebé, tras su marido Cedric, Otto y Rory, y delante de ellos pasaron corriendo las pequeñas sobrinas de la cocinera. Éstas saludaron a todos, pero, en su camino, Kieran las detuvo y ellas, divertidas, rieron a grandes carcajadas mientras él y Louis les hacían cosquillas. Sin duda a aquellos fieros highlanders les gustaban los niños.

Cedric se acercó a su hermano y, sin cambiar su gesto hosco y distante, le entregó una carta que Jesse cogió y se guardó sin mirarla.

Davinia, tras darle un beso a su padre, caminó con la mirada baja hacia donde estaban sus hermanas y al sentarse con el pequeño John en brazos les sonrió.

—¿Estás bien, Davinia? —preguntó May al ver su actitud apagada.

La joven asintió y, tras cruzar una mirada con Angela, dijo:

—Tengo hambre. Eso es todo.

Angela rápidamente cogió al pequeño y comenzó a besarlo, mientras sus hermanas hablaban.

Sin querer escucharlas, ella se centró en John. Era una preciosidad de bebé. Sólo tenía unos meses, pero era gordito y pelirrojo, como su madre y Angela. El niño le agarró la cara y le baboseó la barbilla. Ella esbozó una sonrisa sin percatarse de que Kieran la observaba.

—¿Qué te ha ocurrido en la frente, Angela? —inquirió Davinia.

Quitándole importancia, respondió molesta:

—Ayer me di un golpe sin querer. —Y luego, para cambiar de tema, comentó—: ¿Es cierto que mañana regresas a Merrick?

—Sí —afirmó Davinia sin ninguna ilusión.

—¿Por qué? ¿Acaso no os ibais a quedar un tiempo en Caerlaverock?

—Cedric así lo ha dispuesto, Angela, y no se hable más.

La rotundidad de sus palabras hizo que sus dos hermanas se mirasen, pero no comentaron nada. Davinia era hermética en todo lo referente a su matrimonio y el desayuno continuó en paz.

—Qué triste saber que te vas de nuevo, May —se lamentó de pronto Davinia, mientras se miraba en el dedo el anillo de su madre—. Te echaré tanto de menos…

Con una candorosa sonrisa, la joven religiosa la animó:

—Dentro de unos meses regresaré. Ya sabes que no puedo vivir sin veros a todos a menudo.

—Me preocupa esa enfermedad de las novicias de la abadía —continuó Davinia—. ¿Y si la coges tú?

Con voz comedida, May contestó:

—Hermana, si yo estuviera enferma, esas jóvenes me cuidarían. ¿No crees que es justo que yo también lo haga por ellas?

Davinia asintió.

—Viéndolo así, por supuesto.

Angela, agarrando a sus hermanas del brazo, cuchicheó:

—Davinia, ¿por qué no vienes conmigo a acompañar a May hasta la abadía? Quizá si ves que esas novicias no están tan enfermas te quedes más tranquila. Además, así podremos estar un tiempo juntas las tres.

Su hermana mayor sonrió. Nada le gustaría más en el mundo, pero respondió:

—Cedric no lo permitirá. Además, quiere que nos marchemos de aquí cuanto antes. Según él, no es seguro continuar en el castillo.

—¿Por qué no es seguro?

—Al parecer, le han dicho que han visto merodeando por el bosque a varios hombres que…

—¿Qué hombres? —la interrumpió Angela alerta.

—No lo sé. —Davinia se encogió de hombros—. Sólo sé que mi marido quiere que partamos todos los Steward mañana como muy tarde.

Eso inquietó a Angela. Ni ella ni los Shepard habían visto a aquellos intrusos. Si había gente extraña merodeando por el bosque, no deberían alejarse del castillo, así que, mirando a May, dijo:

—May, creo que deberías retrasar tu marcha.

La joven religiosa negó con la cabeza y Angela supo que tenía la batalla perdida. Si ella era cabezota, May lo era mucho más, por lo que desistió. Acompañaría a su hermana hasta la abadía y a su vuelta se encargaría de averiguar quiénes eran esos individuos que andaban por su bosque.

Acabado el desayuno, al salir al exterior se encontró con Jesse hablando con sus hombres. Les estaba dando órdenes. Al oírlo, Angela corrió hacia él y preguntó:

—¿Te marchas?

Él clavó sus oscuros ojos en ella y respondió:

—Sí. He de llevarle a madre la contestación de Cedric y después seguramente parta hacia Inverness.

—¿De verdad que sólo has venido en calidad de mensajero?

Jesse miró a aquella pequeña pelirroja. Siempre había sentido adoración por ella y, acercándose, aclaró:

—Madre no quería que nadie entregara su misiva excepto yo. Por eso vine hasta aquí. No imagines cosas que no son.

—Jesse…

—No, Angela —la cortó él.

Ambos se miraron unos segundos entendiéndose perfectamente, hasta que Jesse dijo:

—Tened cuidado con Cedric, ya sabes que no me fío de él.

—Tranquilo, nosotros tampoco —contestó Angela. Pero deseosa de decirle algo más, lo agarró del brazo y musitó—: Jesse, Davinia no es feliz y…

—Ella eligió —respondió con un semblante demudado—. No quiero saber más.

—Pero, Jesse…

—Angela, ¡por favor, no! —insistió él, mirándola dolorido.

En ese instante, Davinia salió por la puerta del castillo con el pequeño John en brazos y los vio. No se movió de donde estaba y, tras una mirada cargada de tristeza, sin decir nada se dio la vuelta y volvió a entrar en el castillo. Angela miró a Jesse y al ver cómo apretaba la mandíbula, murmuró:

—Que tengas un buen viaje, Jesse.

Él asintió y, tras besarle la mano con cariño, subió a su corcel y salió del patio del castillo sin mirar atrás, seguido de sus hombres.

Cuando se quedó sola, Angela buscó a Aston y George. Necesitaba contarles lo que Davinia le había comentado durante el desayuno. Ellos prometieron darse una vuelta por el bosque antes de partir hacia la abadía.

Poco después, mientras Aston iba a buscar los caballos, George se quedó con Angela y le reveló:

—Aston me ha comentado lo que ocurrió anoche con O’Hara.

Ella se encogió de hombros y él añadió:

—Eso ha de terminar, Angela, o al final nos descubrirán a todos.

Sin ganas de recibir una nueva reprimenda, ella lo miró haciéndole ojitos, parpadeó y, dándole un casto beso en la mejilla, contestó:

—Tranquilo, eso no ocurrirá.

La tos de alguien los hizo volverse y se encontraron la mirada seria de Kieran, que dijo:

—George, necesito que vayas a hablar con Louis y le indiques el camino que soléis seguir hasta la abadía.

El joven asintió y, antes de separarse de Angela, le preguntó:

—¿Estarás bien?

Kieran, al oírlo, afirmó molesto:

—Por supuesto que estará bien. Yo no me como a nadie.

Tras cruzar una mirada con Angela, George sonrió y se marchó. Cuando se quedaron solos, Kieran la miró y dijo:

—Qué sorpresa, nunca imaginé que una torpe y llorona damita como vos, tan llena de «¡Oh, Dios mío!» y de decencia, se repartiera entre el amor de dos hermanos y me exigiera a mí besos apasionados. ¿No creéis que eso es escandaloso?

Sin dejarse amilanar por su tono de voz, Angela repuso:

—Y eso me lo dice un promiscuo…

Irritado por lo que aquella joven le hacía sentir, masculló:

—Yo no voy de santo e inocente como vos, milady.

Ella quiso responderle con rotundidad, pero sabía que no era el momento ni el lugar, de modo que se llevó la mano a la boca y, tras hacer un puchero que a Kieran lo desesperó, musitó sollozando:

—Sois cruel, muy cruel.

—¿Todo lo arregláis con llantos?

Ella entonces berreó y él asintió desesperado.

—Sin duda, así es.

Conteniendo la risa, Angela pestañeó para que las lágrimas no dejaran de salir de sus ojos y gimoteó:

—Seguro que si yo fuera esa tal Hada a la que tanto admiráis, no me hablaríais con tanta dureza.

—Si fuerais la tal Hada —replicó él subiendo el tono de voz—, me habríais plantado cara y no os echaríais a llorar por mis palabras como una niña tonta. Ésa es una de las grandes diferencias entre vos y ella, entre otras muchas cosas.

Y, sin más, Kieran se dio la vuelta y se marchó. Aquella joven, que en ciertos momentos lo atraía, con sus llantos y tontería lo desesperaba.

Angela, con las mejillas mojadas de falsas lágrimas, lo observó marcharse a grandes zancadas. Sin poder evitarlo, esbozó una sonrisa. El avispado y listo highlander Kieran O’Hara ni por asomo se imaginaba que ella era Hada.

Esa noche, tras regresar Aston y George del bosque e informarle de que habían encontrado a algunos Murray, Angela se relajó, y cuando subió a su habitación, estaba tan cansada que, en cuanto cayó sobre el lecho, se durmió.

Aún era de noche cuando Davinia entró a despertarla. Si iba a acompañar a May, debía levantarse o la comitiva se iría sin ella. Rápidamente, Angela se arregló y en una bolsa guardó cuatro cosas para su aseo personal. Seguramente, William llevaría en su caballo una bolsa con sus botas y la capa. Siempre que iba con él y sus hijos a acompañar a May a la abadía, a la vuelta le encantaba montar en su yegua durante casi un día entero con total libertad.

Cuando llegó al salón, se paró al ver a Kieran y a algunos de sus hombres a la mesa, comiendo. Él torció el gesto al verla, y ella no lo saludó al pasar por su lado. Cuando se sentó junto a sus hermanas, Davinia le llenó un tazón con leche y, apremiándola, dijo:

—Vamos, come algo antes de partir.

Angela sonrió. Davinia era toda una madraza, que, sin descanso, obligó a May y a ella a comer varios bollos de pan. Luego metió en una cesta otros bollos recién hechos para el camino.

Acercándose a sus hijas, Ferguson se sentó frente a ellas y puso la palma de la mano hacia arriba. Como en otras ocasiones, las tres pusieron las suyas encima y, emocionado, el hombre confesó:

—Ya estoy deseando que todas regreséis a mi lado. Soy un viejo que no puede vivir sin sus tres tesoros.

—Y nosotras no podemos vivir sin ti —contestaron ellas.

Ese ritual se repetía siempre desde que Davinia se casó y se marchó del castillo. Todas sabían que su padre era un hombre que, a pesar de su envergadura, era débil de sentimientos y corazón.

Angela, la más mimosa de las tres, se levantó, rodeó la mesa y lo abrazó. Adoraba a su padre y había llegado a entender su flaqueza y debilidad. Mientras lo abrazaba, sus ojos se encontraron con los de Kieran, quien, a diferencia de minutos antes, suavizó su gesto; Angela se lo agradeció con una sonrisa.

—Padre —dijo Davinia—, espero poder regresar en tres meses. Las Navidades llegan pronto y tanto May como yo queremos pasarlas contigo.

—Prepararemos pasteles con Evangelina y decoraremos la casa como madre nos enseñó, celebraremos la Navidad con el pequeño John y las niñas —apostilló May.

Angela sonrió. Sentada en las piernas de su padre, se acurrucó contra su cuello y lo escuchó hablar y reír con sus hermanas, mientras ya deseaba que fuera Navidad.