Al amanecer del día siguiente, aparecieron los Murray escoltando a la madre de Sandra. Al verlos llegar, la joven se desesperó. Debía marcharse a Carlisle con ellos inmediatamente.
Desconsolada, lloraba sobre la cama de su amiga Angela, cuando ésta, abrazándola, murmuró:
—Tranquila. Estoy segura de que…
—Mis abuelos nos harán la vida imposible y… y…
Angela sólo podía abrazarla. No podían hacer nada ante su inminente marcha, salvo preparar el equipaje y aprovechar los últimos momentos que les quedaban juntas.
Tras la comida, Angela se despedía de ella a las puertas del castillo, mientras los mozos cargaban el baúl con su ropa.
Kieran, Zac y Louis, que en ese instante salían con sus caballos, miraron hacia las jóvenes y Zac detuvo su montura.
—Continuemos, Zac —dijo Kieran.
Pero el joven no le hizo caso, y Louis cuchicheó:
—Según he oído, la han reclamado sus abuelos ingleses y se va a vivir a Carlisle. Supongo que acabará casada con un fino y apestoso inglés como ella.
—Aunque me joroba decirlo, yo también soy medio inglés, Louis —intervino Zac—. No lo olvides.
Y, dicho esto, dirigió su caballo hacia las jóvenes a paso lento. Cuando llegó hasta ellas, sin desmontar, anunció con voz seria:
—Sandra, vengo a desearte un buen viaje.
Ésta, mirándolo con los ojos hinchados de tanto llorar, intentó sonreír, pero le fue imposible: un sollozo le encogió el cuerpo y una lágrima le cayó por la mejilla. Ese dolor tan íntimo, tan delicado, tan sufrido de la muchacha, a Zac le tocó en el corazón y, desmontando, se acercó a ella ante el asombro de Angela y, enjugándole con el pulgar la lágrima, le pidió en voz baja:
—No llores, por favor.
Sandra asintió con sinceridad.
—No quiero hacerlo, pero… pero no puedo parar.
Zac esbozó una sonrisa y clavando sus ojos en ella, añadió:
—Quiero que sepas, Sandra Murray, que me hubiera encantado conocerte en otras circunstancias.
Ella, tragando el nudo de emociones que tenía en la garganta, asintió y respondió con un hilo de voz:
—Lo mismo te digo, Zac Phillips.
El joven, conmovido por su triste tono, tan diferente del alegre y vivaracho de otras ocasiones, al ver en un lateral del castillo un macizo de flores, miró a Angela y preguntó:
—¿Puedo?
Ella, al entender lo que quería hacer, asintió y después cruzó una mirada con Kieran. Éste le hizo un guiño. Zac fue hasta las flores, las miró y arrancó una. Sin perder tiempo, y ante la atenta mirada de más personas de las que le habría gustado, regresó junto a la joven y, entregándosela, afirmó:
—Una flor para otra flor.
Sandra lo miró. Era lo mismo que le había dicho días antes, cuando le salió al encuentro en el campo.
Zac, sin dejar de mirarla, murmuró:
—Sonríe, es de color naranja, tu preferido.
Sandra deseó llorar más y más, pero Angela, mirándola, dijo:
—Es un bonito detalle que se acuerde de tu color preferido, ¿no crees?
La joven asintió y, cuando fue a coger la flor, Zac retuvo su mano junto a la suya y susurró:
—Haré todo lo posible para que nuestros destinos se vuelvan a encontrar. —Y en un tono íntimo, mirándola a los ojos, añadió—: No me olvidaré de ti.
Dicho esto, se llevó la mano de ella a la boca y le besó los nudillos con delicadeza y caballerosidad. Justo como su cuñado Duncan siempre le había dicho que debía hacerlo con una joven que le interesara. Después, tras mirarla unos segundos, clavó la vista en Angela, montó en su caballo y se marchó.
Kieran y Louis sonrieron al verlo. Sin duda aquella muchacha había impresionado al joven guerrero más de lo que ellos se habían percatado. Poco después, tras mil besos y abrazos, la comitiva que escoltaba a Sandra y su madre salió por las puertas del castillo, y la desolación por la marcha de su amiga hizo que Angela llorase y esta vez de verdad.
Esa noche, antes de subir a su habitación, Angela miró a su buen amigo Aston y, tras una seña, él supo lo que quería decir. En los aposentos de la joven, que habían sido los de sus padres antaño, había una compuerta secreta en el suelo del lateral. Cuando el laird Ferguson decidió cambiar de aposentos tras la muerte de su mujer, ordenó que esa compuerta de salida del castillo se sellara. Y así estuvo durante años, hasta que un día, William se lo comentó a Angela, que, ayudada por ellos, la volvió a abrir.
Daba a un túnel oscuro y sucio que cruzaba por debajo del foso que rodeaba el castillo y llevaba a una de las cuevas del bosque. Por allí era por donde siempre salía Angela para reunirse con los Shepard.
Cuando la media luna estaba en lo alto de la segunda torre, Aston la vio salir de la cueva y preguntó:
—¿Qué ocurre?
Ella, quitándose la falda que llevaba sobre los pantalones de cuero, al ver a su caballo preparado, susurró:
—Simplemente quiero pasear. Añoro a Sandra.
—¿Te has vuelto loca? Los Steward y los O’Hara están en el bosque, ¿acaso quieres que te descubran?
—No lo harán —afirmó ella.
Aston, intentando quitarle la idea de la cabeza, insistió:
—La noche es demasiado oscura para que andes a caballo, ¿no crees, Angela?
Ella negó con la cabeza y respondió melancólica:
—Son las mejores para que nadie me vea.
El joven asintió. Tenía razón y, mirándola, comentó:
—Angela, quisiera hablar contigo de una cosa.
Deseosa de montar en su yegua y cabalgar, preguntó:
—¿No puede esperar a mi regreso?
Tras pensarlo, Aston asintió y le entregó las riendas de la yegua.
Ella sacó la capa de las alforjas y se la puso.
—Hola, Briosgaid —saludó al animal—, te echaba de menos, bonita.
La yegua movió la cabeza a modo de saludo y Angela sonrió. Luego montó con destreza y, mirando a Aston, que la observaba, dijo:
—Necesito un poco de soledad. Espérame aquí, pronto regresaré.
Preocupado por ella, murmuró:
—No deberías ir sola. Si mi padre se entera de que te he dejado hacerlo se enfadará…
—Tu padre no se enterará.
Tras darse por vencido, el muchacho se sentó en una roca dispuesto a esperarla. Angela azuzó a su yegua y ésta se internó en el bosque, lejos de los Steward. Inconscientemente, se acercó hacia donde su corazón la guiaba, hacia Kieran O’Hara.
Oculta en la oscuridad, lo vio hablar con sus hombres alrededor del fuego. Durante un buen rato esperó a que se alejara de ellos y, cuando lo hizo, ella caminó con sigilo hacia donde él se dirigía para descansar. Cuando vio que se sentaba y apoyaba la espalda en un tronco, Angela, que conocía el bosque al dedillo, se acercó por detrás y musitó:
—O’Hara, debes marcharte.
Al oír aquella voz, él esbozó una sonrisa. Ella había ido a buscarlo y, sin moverse, respondió:
—No sin antes saber quién eres.
La oyó reír quedamente.
—¿Por qué no te das por vencido?
Volviéndose hacia la sombra encapuchada, contestó:
—Porque siempre consigo lo que quiero.
—¡¿Siempre?!
—Siempre —afirmó él con rotundidad.
La determinación de su mirada y su voz la puso alerta y, dando un paso atrás, dijo:
—Adiós, O’Hara.
—Espera, no te vayas —le pidió él, levantándose con rapidez.
Louis, al oírlo y ver aquel rápido movimiento, se acercó a él y preguntó:
—¿Qué ocurre?
Kieran le ordenó callar. Quería escuchar hacia adónde se dirigían los pasos de ella. Y cuando oyó los cascos de un caballo, murmuró presuroso:
—Enseguida vuelvo.
—¿Es ella?
—Sí —respondió.
—Kieran, ten cuidado —le pidió Louis.
Él asintió y, montando en su caballo, lo azuzó para seguirla a pesar de que la oscuridad se lo dificultaba. No conocía el bosque como ella y, aunque oía los resoplidos de su montura y el repiqueteo de los cascos del animal al dar en el suelo, no conseguía alcanzarla.
Angela, al ver que la seguía, dio un rodeo por el bosque para perderlo, pero le fue imposible. Intentó pensar con rapidez y al final decidió regresar donde estaba Aston. Con un poco de suerte, le daría tiempo a hacer lo que había pensado.
Animando a Briosgaid a que acelerara el paso, saltó un riachuelo como una experta amazona, serpenteó entre varios árboles y pudo comprobar que por fin dejaba atrás al highlander. Eso la hizo sonreír y, apretando los talones contra su yegua, susurró:
—Vamos, Briosgaid. Parece que le sacamos ventaja.
Aston, sentado en una roca, oyó el galope del caballo y se levantó alertado.
—¿Qué ocurre? —preguntó al verla llegar.
Bajándose de la yegua a toda prisa, Angela se quitó la capa, la ocultó tras la enorme piedra donde había escondido antes la falda y, cogiendo ésta, se la pasó por los pies y se la ató como pudo a la cintura, en el mismo momento en que se oía llegar a otro caballo al galope. Luego, mirando a Aston, dijo:
—Abrázame.
—¡¿Qué?! —exclamó el muchacho.
Pero sin darle tiempo a más, ella se tiró a sus brazos, dándose un cabezazo y desequilibrándolo. Ambos cayeron al suelo, donde rodaron justo en el momento en que un caballo se paraba a su lado.
Kieran, al ver aquel pelo rojo y reconocer a los dos que estaban abrazados en el suelo, siseó:
—Por el amor de Dios, ¿qué estáis haciendo?
Aston y Angela se separaron con la respiración entrecortada y miraron con sorpresa al recién llegado, que los escudriñaba con gesto de enfado. Ella, alterada por la carrera, para hacer más real su papel de damita asustada, murmuró:
—¡Oh, Dios mío!
Confuso por haber encontrado a la inocente Angela en esa actitud, Kieran musitó:
—Vaya… vaya… la señorita «¡Oh, Dios mío!» —Y, con gesto molesto, añadió—: Veo que ya estáis poniendo en práctica mis enseñanzas, o quizá debo suponer que no sois tan virginal como aparentáis.
Aston la miró. ¿A qué enseñanzas se refería aquel hombre?
Kieran, furioso por haber perdido a Hada y haberla encontrado a ella en aquella indigna tesitura, masculló:
—Y vos sois la que habla de la compostura y la pureza…
No dispuesta a contestarle, Angela calló y Aston, tocándose la cabeza, se vio obligado a intervenir:
—Señor, creo que…
—No estoy hablando contigo —gruñó Kieran, acallando al muchacho.
Un incómodo silencio se hizo entre los tres hasta que Kieran vio a un caballo bebiendo en un pequeño riachuelo y preguntó:
—¿De quién es ese animal?
—Mío, ¿por qué? —afirmó rápidamente Aston.
Kieran observó al caballo. Era majestuoso y un buen animal, pero todavía confuso por lo ocurrido, dejó el tema y preguntó:
—¿Habéis visto pasar a alguien por aquí?
Angela se llevó la mano al pecho y, con voz aflautada y temerosa, susurró:
—¿Hay alguien más por aquí aparte de vos y de nosotros?
Aston se levantó rápidamente y se llevó la mano a la espada, preparado para un posible ataque. Kieran mirando a Angela dijo:
—Regresad al interior del castillo. Estaréis más segura allí, y dejadme recordaros que los Steward no os agradan. —Pero antes de marcharse, siseó—: Está claro, milady, que las apariencias engañan. Buenas noches.
Dicho esto, ofuscado y molesto por el libertinaje de la joven, espoleó el caballo y se marchó. No sólo había perdido a la encapuchada, sino que encima se había encontrado con algo que nunca imaginó.
Cuando se alejó, Aston miró a Angela y susurró:
—¿Te has vuelto loca?
—No. Oh, Dios, ¡qué cabezazo nos hemos dado! Justo encima del golpe que ya tenía —se lamentó, tocándose la frente, mientras Aston se frotaba la sien.
—¿A qué se refería con eso de las enseñanzas?
—A nada que a ti te incumba.
—Pero, Angela, ¡casi te descubre! Y ahora encima cree que tú y yo…
—Lo que piense me da igual —contestó enfadada y, ajustándose la falda, añadió, antes de recoger la capa—: Lo importante es que no se ha percatado que a quien perseguía era a mí.
Y dicho esto, se despidió de su yegua dándole un beso en el morro y regresó a su habitación por el mismo camino por el que había salido, mientras Kieran volvía a su campamento, enfadado por lo que había descubierto.