11

Esa noche, tras ponerse sus mejores galas, entraron las dos en el salón y todos los hombres las miraron con otros ojos. Habían dejado de ser unas campesinas para convertirse en unas damitas bellas y perfumadas. Sandra llevaba un vestido granate que hacía resaltar su bonito pelo y su increíble sonrisa. Zac la miró y, encandilado, le murmuró a Louis:

—Sin duda es la joven más bonita que he visto nunca.

Louis soltó una carcajada que hizo reír a Kieran, que, por su parte, contemplaba a Angela boquiabierto. La muchacha llevaba un vestido verde que realzaba su delicada figura y su tez clara. En vez de llevar el pelo recogido, como siempre, se lo había dejado suelto y en la cabeza lucía una bonita corona de flores.

Estaba bellísima, y más cuando vio a su padre y éste le sonrió. Sin duda, la menor de los Ferguson tenía una sonrisa fascinante.

—Eres la viva imagen de mi cielo —susurró Ferguson, cogiéndole la mano.

Angela esbozó una sonrisa y dijo:

—Papá, mamá era morena, como May, y yo soy pelirroja, como tú, como la abuela Rose y como Davinia.

—Pero esos ojos verdes, la sonrisa y tu porte son de ella, mi vida.

Ambos sonrieron y él, sacándose del bolsillo de la camisa un brazalete de oro con una piedra verde, se lo entregó diciendo:

—Póntelo. A tu madre le gustaría.

—Papá —susurró ella, emocionada al verlo.

—Ésta era su joya preferida y sabes que es tuya. Davinia tiene un anillo, May el crucifijo y…

—Y yo quiero que tú me guardes este brazalete —concluyó Angela, mirándolo.

Su pequeña tenía un carácter tan parecido al de su mujer, que le encantaba y, aunque se empeñaba en ocultarlo, él mejor que nadie sabía que lo poseía.

—Esta noche quiero vértelo puesto. Dame ese capricho, hija mía.

Aquel brazalete tenía para él un incalculable valor emocional. Según Ferguson, la piedra verde era del mismo color que los ojos de Julia. De su amor. Fue su regalo de bodas. Se lo entregó la primera noche que durmieron juntos y ella nunca se lo quitó, hasta el día de su muerte, cuando los villanos que la mataron se lo robaron. Al darles caza, el laird lo recuperó y desde entonces nunca se separaba de él, siempre lo llevaba encima. Tenerlo cerca, decía, le hacía sentir que ella seguía con él.

Angela cogió el brazalete que su padre le tendía, tocó la piedra verde con cariño, la besó y se lo puso en la muñeca. Kieran los observaba, conmovido por la ternura que veía en ellos. Sin duda, aquel hombre tenía debilidad por su hija pequeña, y viceversa.

Con deleite, paseó la mirada por la joven Angela. Era una dama muy bella, aunque en otros momentos tremendamente insoportable.

—La Sinclair es demasiado fina y ésta demasiado llorona —susurró Louis a su lado.

—Y torpona —matizó Kieran, al ver que daba un traspié.

Ambos rieron y Zac añadió:

—Louis, ¡esta noche no ha mencionado a la enigmática Hada! Creo que a Kieran ésa sí que lo ha impresionado, ¿verdad?

Los tres rieron, pero Kieran no contestó. Estaba demasiado ocupado contemplando a la pequeña de los Ferguson. Aquel pelo salvaje y rojo largo hasta la cintura, sus ojos verdes, su bonita boca y aquella naricilla respingona llamaban su atención. Sin duda, la hija de Kubrat, cuando no lloriqueaba, aun con aquel gastado vestido, era una joven muy deseable y bonita. Sólo había que ver cómo la observaban sus hombres o los de Steward para entender que no era una mujer que, engalanada, pasara desapercibida.

La cena fue muy buena. La cocinera del castillo se afanó en preparar algo exquisito con los ingredientes que tenía y sin duda lo consiguió.

Todos disfrutaban del momento y Kieran sonrió a todas las damas del lugar excepto a Angela, que no se había dignado mirarlo ni una sola vez. Eso lo incomodaba. Él era un hombre que no les pasaba inadvertido a las mujeres y ver que ella no le prestaba atención ni siquiera cuando le hablaba, lo molestó. Lo que Kieran no sabía era que la joven lo observaba con disimulo.

Acabada la cena, varios hombres comenzaron a tocar las gaitas. Las sobrinas de Evangelina fueron las primeras en salir a bailar y Jesse bailó con ellas. Poco después, lo hicieron algunas mujeres del castillo, invitadas por sus maridos, por los Steward o por los guerreros de Kieran que se animaron a danzar.

Zac observó cómo algunos Steward sacaban a bailar a Sandra. Eso le fastidió. Y, cuando no pudo más, se acercó a aquella joven que tanto le llamaba la atención y la invitó también. Ella no lo dudó y, con una encantadora sonrisa que lo encandiló por completo, aceptó.

Sentada junto a su padre, Angela lo veía sonreír mientras la gente se divertía. Pocas veces el rostro se le iluminaba de felicidad y disfrutó del momento.

Rió al ver a Evangelina bailar con su marido Olrach y las gemelas. Encantada, Angela daba palmadas junto a su padre para acompañar la música, cuando éste le preguntó:

—¿No bailas, hija?

—Pero si no he parado, papá —dijo.

Sin embargo, dispuesta a que su padre conservara aquella increíble sonrisa el máximo de tiempo posible, Angela miró a su amigo Aston y, tras hacerle un gesto, éste la invitó a bailar.

Aceptó con coquetería y elegancia y comenzó a danzar con él. Angela era diestra en el baile y se movía con soltura mientras sonreía y disfrutaba. Tras aquella pieza, la siguiente la bailó con Jesse Steward y luego siguió danzando con unos y otros. Poco después, con el rabillo del ojo vio que Kieran y Louis bailaban con Effie y Leslie. Las pequeñas, al sentirse protagonistas, no paraban de sonreír y Angela las miraba encantada.

En un momento dado, sus ojos se encontraron con los de su padre y, al ver su gesto, miró a Cedric, que, sentado en un lateral del salón junto a Otto y Rory, no había bailado con nadie y Davinia tampoco. Pobre Davinia. Sólo le permitía estar sentada tras él, acompañada de su hijo.

La fiesta continuó y Angela vio que Kieran invitaba a bailar a Viesla, una de las mujeres más jóvenes del castillo. No podía parar de mirarlo y pudo ver, como decía su padre, su sonrisa perpetua y su caballerosidad.

Durante un buen rato, el salón del castillo de Caerlaverock se llenó de risas, magia y música y todos fueron dichosos.

Agotada por el baile y acalorada, cuando Angela paró de danzar fue a hablar con Sandra, pero al verla enfrascada en una conversación con Zac, se dirigió hacia una de las mesas de las bebidas. Cogió una jarra de cerveza y oyó que Cedric le decía:

—Angela, quiero presentarte a Otto y Rory Steward. Ambos desean conocerte y, a ser posible, cortejarte.

Tras dedicarle a su cuñado una mirada de reproche, miró a los dos hombres. Si de lejos daban miedo, de cerca era peor. Ver sus bocas melladas y oler su aliento rancio le revolvió el estómago y, alejándose sin importarle lo que pensaran, dijo:

—Disculpadme, me llama mi padre.

Y salió despavorida a la terraza trasera del salón, a tomar el aire.

Miró el precioso cielo tachonado de estrellas y eso la hizo olvidar las intenciones de su cuñado. Levantó su jarra de cerveza y susurró sonriendo:

—Por ti, mamá.

Bebió un sorbo y oyó unos pasos tras ella. Al volverse, vio que se trataba del tal Otto, que se acercó y preguntó:

—¿Qué hacéis aquí tan sola?

—Necesitaba respirar aire fresco.

El hombre sonrió, dio un paso más para acercarse a ella y susurró:

—Eso sois vos, un dulce y tentador soplo de aire fresco.

Angela, incómoda por cómo la miraba, se movió para alejarse.

—Ya volvía adentro.

Pero él, tendiendo una mano, le cortó el paso.

—Creo que vuestro cuñado os ha comentado mis intenciones con respecto a vos.

—Siento deciros que las mías no son las mismas —replicó, dispuesta a dejarle las cosas claras.

—¿Me rechazáis?

—Sí. Os agradezco vuestro interés, pero no aceptaré.

—Deberíais pensar en mi proposición o…

—¿O qué?

Molesto por su descaro, el hombre le dio un empujón que la hizo empotrarse contra la pared, y entonces se oyó una voz que decía:

—Steward, aparta tus sucias manos de ella inmediatamente.

Kieran estaba de pie frente a ellos. Otto, pese a la mirada furiosa del otro, no se movió, y el highlander insistió con calma:

—No repito las cosas dos veces.

Otto, al ver que tenía la mano en la empuñadura de la espada, se apartó de ella sin decir nada y, tras mirarla con reproche, regresó inmediatamente a la fiesta.

Una vez se quedaron solos, Angela respiró y Kieran le preguntó, acercándose:

—¿Estáis bien?

—Sí… sí…

—No deberíais estar aquí sola, lo sabéis, ¿verdad?

—Estoy en mi casa y me siento protegida —replicó ella.

—¡¿Protegida?! —se mofó Kieran.

Enojadísima, levantó el mentón y respondió:

—Sin duda, habría sabido quitarme de encima a ese hombre.

Kieran soltó una carcajada por lo valiente que se mostraba en ese momento, y ella inquirió:

—¿Qué os resulta tan divertido?

Acercándose aunque sin tocarla, susurró ante su cara:

—Vos sois quien me divierte cuando no veis el peligro.

Angela, más tranquila con su presencia, pensó en lloriquear para asustarlo, pero aquel juego de él y en especial su cercanía le estaban gustando y contestó:

—Quizá el peligro, aquí y ahora, sois vos y vuestros hombres, ¿no creéis?

Con gesto arrogante, Kieran sonrió y, queriendo demostrarle su fuerza y superioridad, la agarró por la cintura y, quitándole la jarra de cerveza de las manos, la acercó a su cuerpo y murmuró:

—No parecíais tan contestona.

Angela intentó apartarse de él de un empujón, pero era como luchar con un gigante y, al no conseguirlo, levantó la barbilla para mirarlo a los ojos y siseó, conteniendo su furia:

—¡Soltadme inmediatamente!

—Milady, no lo neguéis, os morís por mis atenciones.

Enfadada y sin poder sacar la daga que llevaba en la bota, Angela gimió mientras decía:

—Sois un pretencioso engreído.

Kieran soltó una carcajada y, al ver que iba a comenzar a llorar, espetó:

—Y vos una llorona, una torpe y una insufrible molestia.

Ella abrió la boca, dispuesta a decirle cosas terribles, pero tras pensarlo, apretó los dientes y gimoteó:

—Soltadme, he dicho.

Aquel juego, a Kieran le estaba gustando más de lo que nunca creyó posible y respondió:

—No.

Angela resopló, conteniendo su furia.

—O’Hara, si no me soltáis, lo lamentaréis.

Kieran se inclinó para estar más cerca y, en un tono bajo que a ella la hizo jadear, susurró:

—Llorad, es lo que mejor sabéis hacer.

Angela fue a protestar, pero él la soltó, le entregó la jarra de cerveza, se dio la vuelta y se marchó.

Azorada por lo ocurrido, se dio la vuelta y bebió de su jarra, mientras las manos le temblaban y aún sentía junto a su cuerpo la posesión y masculinidad de aquel hombre.