Aquella mañana, antes de llegar al castillo, Kieran vio practicar con la espada a los Steward. Con curiosidad, observó a Cedric dar órdenes y gritarles a los suyos, para después mirar a Otto, Harper y Rory, sus hombres de confianza, y cuchichear algo con ellos. Alejado de su hermano y de su gente, Jesse practicaba con sus propios hombres y les hablaba con calma cuando tenía que dirigirse a ellos. Su mirada se cruzó con la de Kieran y, tras sonreírse, éste prosiguió su camino hacia Caerlaverock.
Al llegar a las inmediaciones del castillo, Zac vio a la joven Sandra, que caminaba junto a una mujer y unas niñas pequeñas entre las cabañas abandonadas.
—Louis, acompáñame —pidió Zac.
Al mirar y ver a lo que se refería, su amigo bromeó:
—Muchacho, lo siento, pero el bigote de la que acompaña a esa muchacha no me gusta nada.
Kieran sonrió al oírlo y Zac insistió:
—Te deberé una. Va, quiero conocer a esa joven y te necesito.
Suspirando pero divertido, Louis finalmente lo acompañó, mientras Kieran proseguía jocoso su camino.
Zac apretó el paso hasta llegar donde estaban las mujeres. Sandra al verlo esbozó una sonrisa. El highlander bajó de su caballo, saludó a las pequeñas y a la mujer y después cogió una flor del suelo y, poniéndose ante Sandra, dijo:
—Una flor para otra flor.
Encantada, la joven la cogió y Evangelina, la mujer que la acompañaba, exclamó encantada:
—¡Oh, qué galante!
Deseoso de ganársela, Zac cogió otras flores y, entregándoselas a ella y a las niñas, añadió:
—Y, por supuesto, más flores para otras flores.
Louis sonrió. Zac había tenido buenos maestros y era todo un embaucador. Sin perder tiempo, Louis se bajó también del caballo y se acercó a Evangelina y las pequeñas y comenzó a hablar con ellas. Sabía que la mujer era la cocinera del castillo y empezó a alabar sus comidas, mientras las niñas corrían a su alrededor.
Una vez llegaron a unos bancos de madera, Zac invitó a Sandra a sentarse en uno de ellos, mientras Louis y las demás se separaron unos metros para arrancar unas hierbas aromáticas. Para darles intimidad a los jóvenes, el highlander retuvo a Evangelina preguntándole por los beneficios de aquellas hierbas y la mujer se los explicó encantada.
Mientras, Zac se sentó junto a Sandra y, cuando fue a hablar, la joven le tendió también una flor y dijo:
—Gracias por vuestro presente, como yo no tengo nada mejor que regalaros, tomad otra flor; esta naranja, mi color preferido.
Con una sonrisa, él la cogió y, tras olerla y ver que olía a bosque y a libertad, se la guardó en el bolsillo de la camisa mientras preguntaba:
—¿Venís mucho a visitar a los Ferguson?
—Siempre que puedo. Aunque, bueno…, pronto dejaré de hacerlo.
—¿Por qué?
Sandra resopló y, encogiéndose de hombros, respondió:
—Mi padre murió y la madre de mi madre se empeña en que regresemos a…
De repente se calló. Ante ella tenía a un fiero hombre de las Highlands y seguro que lo que iba a decir lo escandalizaría, por lo que concluyó vagamente:
—Bueno… lejos de aquí.
Zac, divertido por la locuacidad de la joven, insistió:
—¿Dónde es lejos de aquí?
—Lejos —repitió ella, apartando una mosca que la molestaba.
—Si me decís dónde, quizá pueda ir a visitaros —susurró.
Eso hizo sonreír a Sandra, que, mirándolo, repuso:
—Lo dudo.
—¿Por qué lo dudáis? Decidme dónde es.
Sabía que decirle adónde iba haría que aquel joven la mirara desde entonces con gesto raro, pero cansada de ocultar siempre su procedencia, dijo:
—A Carlisle. Voy a Carlisle.
Zac la miró boquiabierto y preguntó:
—¿Habéis dicho Carlisle?
—Sí —afirmó ella, poniendo los ojos en blanco al ver su reacción.
—¿Y qué se os ha perdido en Carlisle?
—Nada —resopló la joven e, incapaz de reprimir su vivacidad, en especial cuando se hablaba de aquel tema, añadió, levantándose del banco—: Mi madre es inglesa, ¿algo que objetar?
Sorprendido por ese arranque, Zac respondió, a cada instante más interesado:
—No.
Sandra hizo ademán de irse de su lado, pero él la agarró de la mano. Ella lo miró y, ofuscada y pasando a tutearlo, le espetó:
—Entonces, si no tienes nada que objetar, ¿por qué me miras así?
Hechizado por aquellos ojos almendrados, Zac se levantó para estar más cerca de ella y anunció:
—Me llamo Zac Phillips. Mi padre era inglés, ¿algo que objetar?
La expresión de Sandra cambió y abrió la boca, sorprendida.
—¿En serio? ¿Lo dices en serio?
El joven highlander asintió con una sonrisa y le cogió la mano.
—Totalmente en serio —contestó. Al ver que ella se volvía a sentar en el banco de madera, hizo lo mismo y prosiguió—: No puedo obviar que parte de mi sangre es inglesa, pero me he criado con escoceses y escocés me siento. Por lo tanto, sé de lo que hablas y cómo te sientes. Mis hermanas y yo hemos sufrido ese desprecio toda nuestra vida.
Encantada con esa revelación, Sandra se relajó y, sin soltarse de su mano, le planteó:
—¿Has vivido alguna vez en Inglaterra?
—Nací en Durham y pasé allí mis primeros meses de vida. Poco después, mis padres murieron y nosotros fuimos acogidos en la casa de la hermana de mi padre, Margaret, pero ella y su marido, Albert Lynch, no estaban muy contentos de tener a unos niños escoceses en su casa, y al final mi hermana Megan tuvo que huir conmigo y con mi hermana Shelma al castillo de Dunstaffnage, donde nos acogieron con cariño y donde mi abuelo Angus, de Atholl, nos dio cobijo y amor. Con el tiempo, mis hermanas se casaron, Megan con el laird Duncan McRae y Shelma con el laird Lolach McKenna, y actualmente yo soy lo que ves: un hombre de las Highlands orgulloso de serlo.
Sandra, totalmente absorbida por lo que él le había contado, asintió y sonrió. Sin duda, aquel joven le resultaba ahora más interesante que antes.
—Me enorgullece sentir tu orgullo —dijo.
Zac esbozó una sonrisa y se llevó la mano de ella a la boca para besarle los nudillos.
—Y a mí me encanta estar aquí con una preciosa dama como tú —respondió.
Se quedaron mirándose a los ojos y, antes de que Sandra pudiera moverse, Zac se acercó más y la besó en los labios. Asombrada, ella no se movió y él, curtido en esas lides, la agarró de la nuca mientras con la lengua le abría la boca. Cuando vio que lo aceptaba, profundizó el beso.
Durante unos segundos, Sandra se dejó llevar. Nadie la había besado nunca así, pero cuando sintió que Zac empezaba a apartarse de su boca, se retiró con los labios hinchados y, con la misma celeridad con que él la había asaltado, ella le dio un bofetón.
Sin separarse de ella y con la respiración entrecortada, igual que la de Sandra, Zac frunció el cejo y preguntó:
—¿Por qué has hecho eso?
Levantándose del banco con celeridad, ella respondió:
—¿Quién te ha dado permiso para besarme?
En ese instante, se acercaron Louis, Evangelina y las niñas, que habían oído el bofetón, y, antes de que Zac pudiera contestar, Sandra se cogió del brazo de la mujer, que miraba al joven con reproche, y, dando media vuelta, dijo:
—Eres un descarado, Zac Phillips.
Luego se alejó con premura, sin dejar ver su sonrisa, mientras Louis, ante el gesto de desconcierto del muchacho, se sentó junto a él y, mofándose, comentó:
—Bonita marca la de tu cara. Espero que al menos haya merecido la pena.
Zac, soltando una risotada, lo miró y afirmó:
—Sin duda alguna, la ha merecido.