8

Dos días después, Kieran continuaba en el castillo. Su excusa era que quería encontrar a quienes los atacaron, pero a quien realmente anhelaba ver era a la misteriosa mujer que los ayudó.

Edwina no salía de su asombro.

¿Cómo era posible que la pequeña de los Ferguson fuese tan torpe y llorase tanto?

En algunos momentos, cuando se sentaba a hablar con ella, Angela le mostraba una manera de ser que le encantaba. Era graciosa, amable, simpática y se le podía hablar de cualquier cosa. Pero cuando menos lo esperaba, aparecía la muchacha llorona, quejicosa y torpe y todo lo que Edwina había pensado anteriormente de ella quedaba borrado.

Esa noche, le dijo a su hijo que quería partir para Edimburgo.

—Madre, ¿no puedes esperar?

La mujer negó con la cabeza justo en el instante en que vio a Angela pasar llorando, seguida por una de las criadas.

—Si paso un segundo más con esa insufrible jovencita, te aseguro que mi visita a Caerlaverock no va a acabar bien.

—Es muy sensible —se mofó Kieran.

—Lo que es es una llorona insoportable —replicó su madre.

—¿Qué te parecería como señora O’Hara? —preguntó él divertido.

Edwina lo miró y, tras pellizcarle el brazo, siseó:

—Si lo haces, ¡te mato!

Tras soltar ambos una carcajada, la mujer añadió:

—Creo que la ausencia de una madre la ha hecho tan débil y dependiente. —Y al ver que su hijo se encogía de hombros, preguntó—: ¿Es cierto lo que se dice de Kubrat Ferguson?

—¿El qué?

—Que desde que falleció su mujer su vida se derrumbó.

Kieran, al recordar el episodio de hacía unos días, cuando Angela tuvo que consolar a su padre, asintió.

—Sí, madre. Lo he podido ver con mis propios ojos y ya ves el lamentable estado en el que viven.

—Sí. Es verdaderamente penoso —convino la mujer, mirando a su alrededor.

—Aunque he de decir en su defensa —prosiguió Kieran— que perder a su mujer y a tres de sus hijos en un día no debió ser nada fácil.

—Debió de ser terrible… ¡terrible! —Y, pesarosa, añadió—: Cuando murió vuestro padre, yo quise morir con él, pero James y tú me hicisteis ver que tenía que seguir viviendo. No quiero ni pensar si vosotros dos hubierais muerto también.

Kieran sonrió y, abrazándola, dijo:

—¿Qué habría sido de nosotros sin nuestra dulce, bella y encantadora madre?

Olvidándose de la tristeza, Edwina le devolvió la sonrisa y murmuró:

—Zalamero.

Ambos rieron de nuevo y Kieran, aprovechando el momento, dijo:

—En referencia a James, seguiremos buscando, madre. Y cuando encuentre a ese gusano, le daré su merecido por no dar señales de vida durante tanto tiempo.

La mujer asintió y, mirándolo con los ojos anegados de lágrimas, confesó:

—Es raro, hijo, pero el corazón me dice que a tu hermano le ha ocurrido algo. No lo siento y eso me preocupa.

Kieran, queriendo quitarle importancia a su preocupación, se acercó a su madre, la besó con cariño y cuchicheó:

—Lo encontraremos. Te lo prometo.

En ese preciso instante, un grito llamó su atención y al mirar hacia la estancia colindante vieron que Angela, enseñando un dedo, lloraba dando saltitos:

—Me he pinchado… me he pinchado con la aguja de coser.

Su hermana mayor, Davinia, la abrazó rápidamente para consolarla, y Edwina, mirando a su hijo, murmuró:

—Si no me voy pronto de aquí, creo que mataré a esa torpona y llorosa joven.

—De acuerdo, madre —contestó él divertido—, partirás al alba para Edimburgo. Varios de mis hombres te escoltarán hasta la casa de tu amiga Rose O’Callahan y allí esperarás hasta que yo llegue, para ir contigo a Kildrummy.

—¿Recuerdas que Rose tiene una sobrina llamada Siarda?

—Madre… no.

La mujer sonrió y calló. Después, aplaudió contenta. Adoraba a Rose. Se conocían desde jovencitas y encontrarse con ella siempre era motivo de felicidad.

—Por cierto, hijo, se acerca la fiesta de los clanes en el castillo de Stirling.

—Sí, queda poco más de un mes.

—¿Qué tal si nos encontramos allí?

Aún quedaba tiempo para aquello, pero sin ganas de discutir con su madre, Kieran asintió.

Al alba, tras despedirse de los Ferguson, Edwina, junto con su dama de compañía, partió feliz hacia Edimburgo, mientras observaba a Angela, aún sin entender la facilidad de la chica para pasar de encantadora a insoportable.

Los días pasaron y Kieran siguió buscando a la mujer que le había salvado la vida, pero no conseguía averiguar nada de ella ni de su banda. En ciertos momentos, y requerido por Kubrat Ferguson, acudía al castillo de Caerlaverock para hablar con el hombre. Pero en cuanto caía la noche, se marchaba al bosque para no estar cerca de Cedric. No lo soportaba y menos tras haberlo visto presionar a su mujer como lo había hecho.

De madrugada, en medio del silencio del lugar, Louis oyó un ruido y despertó a Kieran. Ambos escucharon con atención, pero cuando se convencieron de que no era nada, se volvieron a acostar.

Sin embargo, la intranquilidad de ser atacados de nuevo no dejaba dormir a Kieran y en una de las ocasiones en que se dio la vuelta, le pareció ver que en la entrada de una de las cuevas había alguien medio escondido. Se levantó sin dudarlo, cogió su espada y caminó hacia allá con decisión.

Dentro de la cueva todo estaba oscuro. La luz de la luna no entraba hasta allí, pero poco a poco sus ojos se fueron acostumbrando y entonces oyó:

—Hola de nuevo, O’Hara.

Rápidamente miró hacia la derecha y se encontró con lo que ansiaba ver. Allí, estaba la mujer que lo obsesionaba. Se volvió con una sonrisa y, acercándose a ella, contestó:

—Llevo días esperándote, ¿por qué no has venido antes?

Moviéndose con cautela, ella respondió:

—Tengo otras cosas que hacer. No sólo os vigilo a vosotros.

—¿Nos vigilas?

—Ajá…

Encantado por volver a estar con ella, preguntó:

—¿Cómo has llegado hasta aquí sin que ninguno de mis hombres te haya visto?

—Ya te lo dije, este bosque es mi casa y sé cómo moverme.

—¿Vives en la cueva?

La joven no respondió y cuando Kieran se movió, ella también lo hizo. Con los ojos cada vez más adaptados a la oscuridad, él la siguió con la mirada y cuando vio que se apoyaba contra la pared, se acercó lentamente y levantó las manos para quitarle la capucha, pero ella le advirtió:

—Yo que tú no lo haría.

—¿Qué me lo impide? —preguntó Kieran con voz íntima.

No hizo falta que contestara, la punta de una daga en las costillas le hizo saber la respuesta. Con una sonrisa, Kieran bajó las manos y susurró:

—Tarde o temprano sabré quién eres.

Ella sonrió. Cuando actuaba como Hada era atrevida y descarada, por lo que acercándose peligrosamente a su boca respondió:

—Lo dudo.

Esa clara invitación a besarla le hizo entender que la joven lo deseaba y, en tono bajo, murmuró:

—Te buscaré y te encontraré, lo quieras o no.

—Repito, lo dudo —musitó Angela divertida.

Se fue a mover, pero Kieran la paró con un rápido movimiento. Tenía la respiración acelerada y ella también. Aquella mujer se le tornó muy apetecible y, sin dudarlo, preguntó, acercando sus labios a los suyos:

—Si te beso, ¿me clavarás la daga?

Angela, nerviosa, no supo qué contestar. Su osadía la había llevado a aquel complicado momento, pero hechizada por el magnetismo del hombre, y en especial por lo que su cercanía la hacía sentir, no se movió y dijo:

—Sólo lo sabrás si lo haces.

A oscuras en el interior de la cueva, Kieran se esforzaba por verle la cara, pero era imposible. Entre la oscuridad y la capucha no había manera de vislumbrar nada. Bloqueado por lo que ella le hacía sentir, jadeó como un principiante al oír su contestación.

Aquella cercanía, aun sin tocarse, era lo más maravilloso que había experimentado en toda su vida y, atraído como un imán por la entrecortada respiración de la mujer, posó las manos en las redondas caderas de ella y murmuró:

—Sin duda, creo que merecerá la pena probar.

Y, sin más, se abalanzó sobre su boca, que devoró sin pudor.

En un principio Angela no supo qué hacer. Nunca antes la habían besado y menos con aquella intimidad. Pero al sentir que la lengua de él se introducía entre sus labios, los abrió y, cuando intuyó lo que había que hacer, metió también la suya en la boca del hombre y lo disfrutó.

Al verse aceptado por ella, le agarró con más fuerza las caderas y la apretó contra su entrepierna. Al oír el gemido que escapó de sus labios, interpretó que le resultaba placentero y gruñó de satisfacción.

La joven era dulce e irresistible y, por la manera en que había respondido a su beso, sin duda estaba llena de pasión.

Cuando por fin sus bocas se separaron, Angela sintió que le faltaba el aire. No podía ver con claridad el rostro de él, pero a juzgar por su fatigosa respiración, pudo saber que estaba igual que ella.

Kieran acercó la mano hasta aquellos apetecibles labios y al tocarlos supo que estaban rojos, hinchados y dispuestos de nuevo para él. Pero antes de que se pudiera mover, fue ella la que se le echó encima y lo besó con devoción.

Esta vez el beso fue tan apasionado como el primero, con la diferencia de que era la joven la que se apretaba contra su cuerpo, temblando de deseo. Deseoso de seguir con aquello, Kieran la agarró con gesto posesivo, dispuesto a desnudarla y hacerla suya. Era una mujer cálida y brava, y ambas cosas le gustaban. Un ronco gemido de ella lo volvió loco.

Sin embargo, cuando él intentó bajarle el pantalón, Angela se asustó, lo apartó de un empujón y siseó con voz trémula:

—No seas tan osado.

—Lo deseas, preciosa Hada, no lo niegues. Deseas estar entre mis brazos y sentir el placer carnal que sabes que te puedo ofrecer.

—Eres un engreído, O’Hara, ¿lo sabías?

Kieran, con el corazón acelerado y no sólo por el momento que estaban viviendo, no se movió, pero gruñó:

—Te ofreces a mí y ahora dices que no.

Aterrorizada por lo que podía ocurrir si no lo detenía, Angela tembló, pero intentando mantener la voz firme, respondió:

—Besas muy bien, O’Hara, pero eso no quiere decir que yo quiera más de ti.

Él, aturdido, excitado y furioso por el rechazo, fue a acercarse a ella de nuevo, cuando un golpe en la cabeza lo hizo caer de bruces.

Al verlo, Angela se tapó la boca para no gritar, y entonces oyó decir:

—Sabía que te encontraría aquí.

Ella se quitó la capucha y gruñó al reconocer la voz de Sandra.

—¿Por qué le has dado tan fuerte?

Su amiga, al ver que se agachaba para atenderlo, dijo:

—Por el amor de Dios, Angela, si no lo hubiera hecho, creo que ese bárbaro te habría poseído ante mis ojos.

Ella asintió. Todavía tenía los labios húmedos e hinchados por el apasionado beso. Comprobó que el laird respiraba y se tranquilizó. Pobre, menudo golpe en la cabeza que le había dado su amiga. Una vez se cercioró de que estaba bien, se levantó.

—¿Cómo puedo hacer para atraer a Zac hasta aquí? —susurró entonces Sandra, asomándose a la entrada de la cueva.

Angela la agarró del codo y tiró de ella hacia dentro.

—¿Pretendes que ahora sea yo la que golpee en la cabeza al otro bárbaro?

Sandra le guiñó un ojo divertida y, al verle la cara, preguntó:

—¿Qué has sentido cuando te ha besado de esa manera?

Aún acalorada, ella se retiró un mechón de pelo de los ojos y musitó:

—Calor y un placer hasta ahora desconocido.

—Oh, Dios mío, ¡yo quiero sentirlo también!

—¿Te has vuelto loca? —musitó Angela.

—Eres egoísta, ¿lo sabías? —respondió Sandra con gesto reprobatorio.

—¡Vámonos antes de que se despierte!

Su amiga soltó una breve carcajada y se encaminó hacia la grieta por la que había aparecido.

—De acuerdo, vámonos.

Cuando Kieran se despertó, estaba tirado boca abajo en la cueva. Dolorido, se tocó la cabeza y miró alrededor. De pronto lo recordó todo. La mujer, su beso y el golpe.

—Maldita sea —murmuró.

Tocándose la cabeza con cuidado, se levantó y vio la luz del alba que entraba por la boca de la cueva. Sin duda había estado allí más tiempo del que pensaba.

Tras mirar alrededor y no encontrar lo que buscaba, salió y vio a sus hombres aún dormidos. Saludó con la cabeza a Efren, que estaba de guardia, y caminó hacia su manta. Al sentarse en ella, pensó en la mujer y en su boca. Inconscientemente, se tocó los labios y sonrió. La desconocida era dulce y fogosa.

—¿Has dormido bien? —le preguntó Louis, incorporándose.

Kieran miró a su amigo. No pensaba contarle nada de lo ocurrido o se mofaría de él, de modo que asintió y, levantándose presuroso, dijo:

—Vamos, debemos levantar el campamento y regresar al castillo.

Zac, que en ese instante se acercaba a ellos, los saludó.

—Creo que deberíamos ir a Edimburgo, recoger a tu madre y regresar a Kildrummy —sugirió Louis—. Intuyo que no vamos a encontrar a los villanos que nos asaltaron y…

—Louis… —lo cortó Kieran—, ¿es que no quieres encontrarlos?

—Tanto como tú —respondió su amigo—, aunque algo me hace pensar que a quien buscas en realidad es a la mujer que comanda a los encapuchados, ¿me equivoco?

Kieran no contestó y Louis musitó:

—Esa tal Hada no te conviene.

—¿De qué hablas? —replicó él, molesto.

—Hablo de que en Kildrummy te espera Susan Sinclair y…

—Louis, ¡basta!

Pero sin ningún temor, éste prosiguió:

—Esa tal Hada considera este bosque su hogar y dudo que tú quieras quedarte en esta zona de Escocia a vivir, ¿verdad?

Kieran no respondió, pero Louis tenía razón.

Aun así, lo miró y sentenció:

—Regresaremos dentro de unos días.