7

Cuando amaneció, Kieran, junto con sus hombres, regresó al castillo. Se sorprendió al encontrarse con Jesse Steward. Se saludaron con afabilidad, siempre se habían respetado y llevado bien. Jesse les dijo que iba al castillo de los Ferguson para llevarle una carta de su madre a su hermano Cedric, por lo que retomaron el camino todos juntos.

Una vez en Caerlaverock, Kieran se percató de cómo el semblante de Jesse cambiaba al entrar en el patio del castillo. Supuso que encontrarse con su hermano no era lo que más le apetecía, pero no preguntó. Jesse se despidió de ellos y se fue directo al salón. Tenía prisa.

Kieran se quedó mirando alrededor. Todo parecía muy tranquilo. Desmontó de su imponente corcel y entonces un caballo viejo y asustado apareció ante ellos. Detrás de él iba un anciano con cara de apuro y detrás del hombre, Kieran reconoció a una de las hijas del laird Ferguson. Sin poder evitarlo, se quedó mirando la escena.

—Patt —sollozó la joven—, este horrible caballo no me quiere.

El viejo, desesperado, agarró al caballo y respondió:

—Milady, este caballo no puede ser más manso.

Angela, con el cabello lleno de paja y haciendo un puchero, caminó hacia el hombre y, acercándose, protestó:

—Casi me mata. ¿No lo has visto?

El anciano cabeceó, resopló y finalmente dijo:

—Siento deciros que lo que he visto es que, al montar, le habéis dado una gran patada, el animal se ha movido y vos habéis terminado sobre el heno.

En ese instante, apareció Sandra. Al ver a su amiga, fue a consolarla y, cuando el caballo se acercó, chilló y se apartó de él. Patt resopló. Aún le costaba entender lo asustadizas que eran aquellas dos jóvenes en relación con los caballos.

Zac, que observaba la escena junto a Kieran, esbozó una sonrisa, caminó hacia el grupo y, acercando la mano al hocico del animal, dejó que éste lo oliera y luego lo acarició.

—Dejad que el animal os huela —le indicó—. Que reconozca vuestro olor. Habladle con cariño, sin gritos, y os aseguro, miladies, que en menos de lo que pensáis el caballo os respetará y se portará bien.

Sandra, al ver al highlander, soltó a su amiga y, acercándose a él, alargó la mano. El caballo se movió y ella la retiró asustada. Zac, divertido, se la cogió y se la llevó a la cabeza del animal para que lo tocara.

—Tranquila —murmuró—. No permitiré que os haga nada.

Con gesto delicado, Sandra permitió que el joven le cogiera la mano y la ayudara a acariciar al animal. Sus callosas palmas la hicieron vibrar y, emocionada por el contacto, susurró:

—Es muy suave.

—Tan suave como vuestra piel, milady —respondió el highlander.

Su tono tan íntimo acaloró a Sandra e, intentando contener el impulso que sentía de acercarse más a él, dijo:

—¿Seguro que no me morderá?

—¡Cuidado, Sandra! —exclamó Angela divertida.

Zac sonrió y, mirando a la joven que tenía cogida de la mano, contestó:

—Os lo aseguro. No os hará nada, estando yo presente.

Durante varios minutos, Sandra dejó que le sujetase la mano y se la pasara por la cabeza del caballo, hasta que el animal hizo un movimiento brusco y, asustada, se soltó de él.

—Habéis dicho que no me mordería —protestó.

—Y no lo ha hecho —respondió Zac alucinado.

—Sí. Me ha mordido —afirmó Sandra.

Boquiabierto, el joven se acercó a ella e insistió:

—No, no os ha mordido. Sólo se ha movido.

Angela, al ver la expresión de consternación de su amiga ante la reacción del caballo, se acercó a ella, le cogió la mano y, mirándosela, exclamó, siguiéndole el juego:

—Oh… querida Sandra. Tienes la palma enrojecida. Oh… por Dios… oh, por Diossssss. Este animal te podría haber arrancado la mano —concluyó.

—Ha sido su culpa —dijo Sandra señalando a Zac mientras hacía un puchero.

—¡¿Cómo?!

—Lo que oís —insistió ella—. Ha sido culpa vuestra.

Él, incrédulo, las miró a las dos sin entender nada.

Kieran vio que su madre salía por la puerta principal con su dama de compañía y fue a saludarla.

—Buenos días, madre.

La mujer sonrió y, acercándose a él, cuchicheó:

—¿Y mi beso, tesoro mío?

Kieran maldijo. ¿Por qué le gustaba tanto avergonzarlo delante de sus hombres?

Los cariñitos y las palabras edulcoradas no eran dignos de un highlander como él. Eso le restaba fiereza ante sus guerreros. Pero cuando fue a protestar, vio la sonrisa de su madre y sonrió también. Tras besarla en la mejilla, murmuró:

—Zalamera.

Edwina, encantada, le guiñó un ojo y, señalando a las jóvenes que estaban con Zac, comentó:

—Son bonitas las muchachas, ¿verdad, hijo?

—Sí, madre. Mucho —contestó él, mirándolas.

—Por lo visto, la pequeña de los Ferguson está soltera —le susurró Edwina al oído— y, por lo que pude comprobar ayer, es una muchacha cariñosa y afable, una muchacha que…

—Madre…

—Hijo, debes buscar una buena mujer.

Resoplando por aquella conversación que tanto lo agobiaba, Kieran masculló:

—¡Por el amor de Dios, madre, no empieces otra vez!

Al ver su gesto serio, la mujer negó con la cabeza y gruñó:

—¡Maldito cabezota!

—¿Nunca te cansas de buscarme esposa? —preguntó él divertido.

—No. Hasta que encuentre la ideal para ti.

—¿Y cuál sería la ideal para mí, si a todas les encuentras defectos?

Edwina, que conocía bien a su hijo, lo miró y dijo:

—La mujer ideal para ti será la que sepa hacerte feliz y te haga sonreír como un bobo.

Kieran fue a decir algo, pero su madre añadió:

—Celine McDuhan era tonta y aburrida. Ofelia Sherman, decía que sí a todo lo que tú proponías. Julieta McDourman sólo sabía atusarse el cabello. Augusta Pickman, ¡oh, esa jovencita era insufrible! Belinda Cardigan únicamente pensaba en comer, Rose Dirmakr…

—¿Y Susan Sinclair?

Edwina negó con la cabeza y luego contestó:

—Ya sabes que me parece agradable y bonita, pero fría y una quejicosa, además de pesada y aburrida.

—Madre —rió él.

—Y si a eso le sumamos a la chismosa y entrometida de su madre, lo tiene todo, ¿no? —Pero al ver cómo la miraba, añadió—: Aunque si ella es la elegida, yo la aceptaré con tal de que seas feliz.

Kieran suspiró. Su madre era más exigente todavía que él y no queriendo hablar más del tema, miró a Zac, que parecía desesperado con aquellas jóvenes. Se disculpó con su madre y, acercándose a ellos, preguntó:

—¿Qué ocurre, Zac?

Él fue a contestar, pero Angela, con el rostro congestionado por la risa contenida, respondió en su lugar:

—Este hombre ha obligado a mi amiga a tocar el maldito caballo y…

—¿Que yo la he obligado?

—Me habéis cogido la mano —asintió Sandra— y… y…

Al ver que lloriqueaba, Kieran dijo con galantería para tranquilizarlas:

—Disculpadme, bellas damas, pero yo sólo he visto que Zac intentaba enseñarle a… —Al darse cuenta de que no recordaba sus nombres, preguntó—: ¿Cómo os llamáis?

—Sandra y Angela —respondió la primera, dejando de llorar.

Patt, que sujetaba el caballo, miró a los dos hombres y puso los ojos en blanco. Los tres se entendieron con ese simple gesto y Angela, al verlos, preguntó:

—¿Qué queréis decir con esas miradas? —Todos callaron y ella, tras un gemido lastimoso, musitó con un hilo de voz—: Queréis decir que somos tooorpes y tooontas.

—No, milady —aclaró Patt presuroso.

Pero Angela, representando su papel de joven tontorrona, continuó y, forzando la voz, gritó:

—¡Por culpa de uno de sus hombres, mi casi hermana ha estado a punto de perder una mano!

—¡¿Cómo?! —protestó Zac.

Sandra, extendiéndola, asintió:

—Enterita… enterita. ¡Oh, casi hermana, ¿qué habría hecho yo sin mi mano?!

Sin dar crédito, Zac balbuceó:

—Miladies, ¿no estáis exagerando?

Angela, al oírlo, agarró a su amiga y protestó con voz de pito:

—Oh, Dios mío, ¿creéis que exageramos?

Kieran, que no podía continuar callado, contestó:

—Sin duda alguna.

Ellas dos se miraron y, ante el asombro de los hombres, comenzaron a lloriquear mientras hablaban a toda velocidad y soltaban mil lamentaciones, a cuál más lastimosa. Bloqueado por lo que estaba viendo, Zac miró a Kieran y musitó:

—Sé apaciguar a un caballo, pero a una dama de éstas no.

Eso hizo reír a Kieran, que, mirando a las jóvenes, dijo:

—Disculpadnos, damiselas, pero si continuáis llorando así, vuestros rostros se…

—¿Nos estáis llamando feas? —saltó Angela.

—No —respondió Kieran molesto—. Es sólo que…

Llevándose una mano a la frente, Angela sollozó:

—Nos han llamado feeeas. Oh, Dios… Oh, Dios… ¡qué humillación!

Kieran y Zac se miraron sin entender. Pero ¿qué les pasaba a aquellas dos chicas?

Al final, cansados de sus lamentaciones, decidieron darse la vuelta y dejarlas allí llorando, pero entonces Sandra agarró a Zac para retenerlo.

—Les tenemos pánico a los caballos, pero debemos aprender a montar. Y no queremos subirnos a un animal tan alto. Nos da miedo.

En ese momento, el caballo se movió y ambas dieron un chillido y buscaron la protección de los highlanders. Abrazadas a ellos, ambas se miraron con guasa, mientras ellos intercambiaban una mirada e intentaban quitárselas de encima.

—Milady, me estáis pisando —protestó Kieran, mirando a Angela.

—El caballo no os hará nada, por el amor de Dios —gruñó Zac.

Kieran, con el cuerpo de la chica pegado al suyo, aspiró su olor. Era agradable, muy agradable, pero como pudo, se despegó de ella y, mirándola de frente, preguntó:

—¿En serio os da tanto miedo el caballo?

Angela asintió y Patt, acostumbrado a ellas, murmuró:

—Y los perros y los conejos y las ardillas y…

—¡Patt, no exageres! —lo regañó Angela.

—¡¿Exagerar?! —respondió el anciano y Kieran sonrió.

Instantes después, el jefe de los O’Hara asió la mano de la llorona y dijo:

—Si me lo permitís, os subiré a mi caballo y podréis ver que…

—Ah… —gritó Angela descompuesta—. No… no… no.

Y, sin más, le dio un empujón y salió corriendo despavorida hacia la entrada del castillo. Edwina, que estaba allí, la miró sorprendida. ¿Qué le ocurría? Sandra, al verla, volvió a hacer otro puchero y, después de mirar a Zac, que no entendía nada, corrió tras su amiga.

Cuando ellas desaparecieron, los highlanders se quedaron mirándose alucinados y Louis, que salía en ese instante, preguntó:

—Pero ¿qué les habéis dicho a esas damas?

Patt, que aún seguía con el caballo cogido de las riendas, dijo:

—Esas jovencitas le temen a todo, señor… ¡A todo!

Edwina se acercó a su hijo e inquirió:

—¿Qué le ha ocurrido a la pequeña Ferguson?

—Nada, madre. Sólo que teme a los caballos.

Incrédula, la mujer frunció el cejo y le planteó:

—¿Y por eso lloraba así? —Kieran asintió y su madre exclamó—: Qué pena. Con lo agradable que me pareció anoche y lo asustadiza que ha resultado ser hoy…

Zac y Kieran se echaron a reír. Aquella joven no duraría ni dos días en las Highlands.

—Voy a estirar un poco las piernas con Aila —comentó entonces Edwina.

—No te alejes mucho, madre —le pidió Kieran, mientras con la cabeza indicaba a dos de sus guerreros que las siguieran a distancia.

Luego, Kieran y los demás entraron en el castillo. Al llegar al salón, vieron al laird Ferguson hablando en un lateral con su yerno Cedric y sus hijas May y Davinia.

Tras cruzar una nada afable mirada con Cedric, para no interrumpir su conversación, Kieran decidió sentarse a la larga mesa de madera del otro lado del salón, junto a Jesse Steward, que lo recibió con una grata sonrisa. Comenzaron a hablar, pero sin duda a ambos les llamaba la atención la conversación de aquéllos.

—Sé de dos hombres de Hermitague con buena situación que están interesados en Angela. Incluso mi hermano Jesse, Otto o Rory —expuso Cedric— estarían encantados de aceptarla como esposa.

—No —respondió el laird.

William Shepard, que los escuchaba sentado sobre un tronco, los miró pero no dijo nada. Prefería callar y observar lo que ocurría.

Cedric, dando un manotazo en la pequeña mesa que tenía al lado, dijo, levantando la voz:

—Señor, debe entrar en razón. ¡Su hija ha de desposarse ya!

Al oírlo, el laird miró al marido de su hija y siseó con voz trémula de furia contenida:

—No vuelvas a hablarme así en toda tu vida. Y tratándose de mi hija, tú no opinas, no ordenas y no decides, ¿entendido, Cedric?

El hombre asintió con ojos airados, pero luego miró a su mujer y, tras hacerle un gesto con la cabeza, ella intervino con un hilo de voz:

—Padre, yo me desposé con Cedric cuando…

—Así lo quisiste, hija. ¿Acaso lo has olvidado? —replicó su padre, tallando un palo de madera aún con gesto de enfado.

Cedric y Davinia se miraron y ésta, acalorada, insistió:

—Padre, dentro de unos días regresaré a mi hogar en Merrick, con mi esposo y sus hombres y…

—Y nosotros nos quedaremos viviendo tranquilamente aquí —sentenció el laird.

May cosía sentada en una silla y observaba sin decir nada la insistencia de su cuñado. ¿Por qué tendría tanto interés en la boda de Angela? Miró a Cedric, un individuo frío y desagradable. Nada que ver con Robert Chatman, el hombre al que ella amó, que su padre adoraba y sus hermanas querían, pero que por desgracia murió en combate.

Cedric miraba el fuego en busca de las palabras correctas, cuando Ferguson susurró:

—Angela es la luz de mi vida.

—¿Y yo no lo soy, padre? —se quejó Davinia.

El laird cruzó una significativa mirada con su buen amigo Shepard y, sonriendo, respondió:

—Claro que sí, hija mía, y también lo es May. Pero igual que vosotras habéis elegido vuestro camino, quiero que Angela elija el suyo. El día que nacisteis le prometí a vuestra madre que únicamente os desposaríais por amor y así ha de ser.

May, al escuchar a su padre, esbozó una sonrisa con disimulo. Era un romántico al que adoraba, como sabía que él adoraba a sus tres hijas.

—Eso es un error, señor —dijo Cedric—. Angela es una mujer y como tal ha de obedecer y acatar lo que se le imponga. Se podría casar con mi hermano Jesse y marcharse a Glasgow. Está en edad de contraer matrimonio y su boda podría beneficiar a…

—Cedric, con mi hija no mercadeo. Le hice una promesa a su madre y la cumpliré —sentenció el hombre con tranquilidad.

La furia de su yerno creció visiblemente y Davinia, al verlo, tras mirar a Jesse con disimulo, insistió de nuevo:

—Padre, sed razonable. Angela aquí es vulnerable, necesita a alguien que la proteja y lo sabéis.

William sonrió al oír eso. Si alguno de los asistentes conociera a la verdadera Angela se quedaría boquiabierto. Ferguson, acariciando con cariño la cara de su hija mayor, respondió:

—Sé que piensas que yo no soy capaz de defenderla, pero daría la vida por ella. Sólo quiero que conozca el verdadero amor, como os he dado oportunidad de conocerlo a vosotras, y espero que algún día su hombre la llame «mi cielo», como yo llamaba a vuestra madre.

Cedric dijo algo desafortunado en referencia a ese apelativo cariñoso y Ferguson protestó.

Kieran, que, como Jesse Steward, escuchaba desde lejos, miró a éste y le preguntó:

—¿Buscas esposa?

Con gesto hosco, él negó y respondió con una amarga sonrisa:

—No, pero al parecer el idiota de mi hermano la busca para mí.

—No cabe duda de que te quiere desposar —se mofó Louis.

—Lo último que haría sería aceptar una orden de él —gruñó Jesse enfadado.

Louis y Kieran intercambiaron una mirada, pero no dijeron nada. Sin duda, Jesse pensaba lo mismo que ellos del idiota de su hermano. Siguieron bebiendo en silencio mientras escuchaban. Kieran entendía lo que Davinia y Cedric querían decir. Sin duda, aquella mujercita temerosa era peculiar y necesitaría que alguien la protegiera cuando su padre faltase. Pero por otro lado también comprendía que si Ferguson le había dado su palabra a su mujer la respetara.

—Señor, permítame decirle —insistió Cedric— que con ese carácter tímido que tiene nunca va a encontrar un marido a su medida. Lo mejor es desposarla con un hombre que conozcamos y…

—Lo hará, lo encontrará. Lo sé —concluyó el laird mirando a su amigo William.

—Pero, padre, Angela es…

Cansado de escucharles, Ferguson gruñó y, tirando el palo de madera que estaba tallando, miró a su hija mayor y al marido de ésta y siseó:

—Angela es una Ferguson y además tiene la sangre española de vuestra madre, estoy seguro de que saldrá adelante, con o sin marido.

Kieran y Louis se miraron sonriendo.

¿Sangre española?

Las españolas que ellos habían conocido en alguno de sus viajes poco tenían que ver con aquella asustadiza mujer. La joven tenía de española lo que ellos de ingleses.

—Padre —intervino May para tranquilizarlos—, si crees que lo mejor es que venga a la abadía conmigo, puedo hablar con la madre abadesa y…

—¡Ni se te ocurra volver a mencionarlo! —se oyó de pronto.

Todos miraron hacia la puerta y allí estaba Angela. Kieran la observó con curiosidad. De pronto, la tímida llorona tenía una expresión de enfado y determinación que le hizo gracia. La muchacha apretó los puños y, sin importarle quiénes estuvieran allí bebiendo cerveza, se acercó a su familia y en voz baja y contenida, imploró:

—¿Queréis dejar de buscarme marido o abadía?

Mirándola, el marido de Davinia replicó:

—Lo hacemos por tu bien, aunque ahora no lo creas. Conozco a varios hombres que…

—¡No! ¡No me interesan!

Cedric, enfadado por su descaro, bajó la voz y dijo:

—Tu padre morirá antes que tú, es ley de vida, y…

—¡Cedric! —gritaron molestas Angela y May, mientras Davinia se tapaba la boca.

—¡Por san Drustan, ya me estáis enterrando!

—No, padre —respondió Davinia rápidamente—. Espero que Dios lo guarde muchos años, pero Angela…

—¿Acaso teme tu marido que yo sea una carga para él? —Su hermana no contestó y Angela, molesta, prosiguió—: Yo no he sentido la llamada de Dios, como May tras la muerte de Robert, ni he encontrado a un hombre con el que quisiera vivir, como tú. Papá sólo cumple la promesa que le hizo a mamá y ni tú ni nadie logrará que yo haga lo que no deseo hacer.

Al escucharla, Ferguson sonrió, para desesperación de Cedric. Angela era la única de sus hijas que lo llamaba «papá» y con la que desde siempre mantenía largas charlas a la luz de la luna o ante el hogar. Esa confianza entre ellos siempre le había gustado y aún no quería renunciar a ello. Su pequeña hija era la más parecida a su madre, lo creyera ella o no.

—Si tu madre viviera, estaría de acuerdo conmigo —le espetó Cedric.

—Lo dudo —se mofó el laird, ganándose una sonrisa de Angela—. Su madre rechazó a muchos pretendientes hasta que llegué yo, porque su padre así se lo permitió, y eso mismo es lo que ella quería para sus hijas. Mi amada Julia decía que, cuando me conoció, sintió que el corazón se le desbocaba y eso era lo que ella quería para sus retoños. Un corazón desbocado. Una boda por amor. Mi hija Davinia la tuvo. May también, con Dios. Ahora Angela decidirá, como lo hicieron sus hermanas.

—Señor, esa absurda promesa le va a traer problemas. Ningún hombre de su posición permite que sus hijas tomen estas decisiones —se empecinó Cedric—. Es una mujer y…

—Oh, Cedric, ¡qué cargante eres! —protestó la joven.

—¡Angela! —le reprochó May.

Cedric, molesto, se acercó a la joven con actitud intimidante, pero ella siseó en tono bajo:

—Cuidadito con lo que vas a hacer. Estás en mis tierras.

—¡Angela! —exclamó Davinia al ver a su hermana tan respondona. ¿Qué le ocurría?

Con una sonrisita en los labios, el laird Ferguson dijo, para zanjar el asunto:

—Mientras yo viva en Caerlaverock, ella estará segura y protegida.

Acercándose a su padre, Angela lo abrazó con cariño y murmuró para que solo él la oyera:

—Gracias, papá. Te quiero.

Conmovido por el cariño que su pequeña siempre le demostraba, le cogió la barbilla y contestó:

—Yo te quiero más, cariño mío.

Ambos sonrieron sin importarles quiénes los miraran y Kieran, que observaba la escena, esbozó también una sonrisa. Sin duda, aquel hombre y su hija tenían una conexión muy especial.

Entonces, Ferguson cogió a su hija del brazo y se encaminó hacia donde estaban sus invitados. En su camino, recogió el palo que estaba tallando y que había tirado al suelo y una vez llegó a la mesa, lo dejó sobre ésta.

Jesse le guiñó un ojo a Angela y ella sonrió divertida. ¿Por qué Davinia no se había casado con aquel hermano?

Kubrat Ferguson pidió algo de beber a una de las mujeres y se acomodó frente a Kieran y junto a su hija.

—¿Habéis tenido buena noche en el bosque, O’Hara?

Angela se volvió para mirar a sus hermanas. May seguía cosiendo mientras observaba cómo Davinia, empujada por su marido con disimulo, desaparecía por la puerta del fondo. Ese gesto no le gustó, pero no dijo nada. Si Davinia lo consentía, era su problema. Instantes después, William Shepard se les unió y se sentó a la mesa con ellos.

—Ha sido una noche tranquila —contestó Kieran, mientras observaba a la joven hija del laird con curiosidad. Tenía un rostro bonito, fino y delicado. Sin duda tan delicado como la dulce damita que era.

Tras un silencio, el laird Ferguson se tocó la frente y confesó entre dientes angustiado:

—Doy gracias al cielo por que no haya ocurrido nada… Maldito bosque. Desde que se llevó a mi mujer y mis hijos no hace más que darme disgustos y problemas.

—Mi señor… —susurró William al escucharle.

—Kubrat… —dijo Jesse, al ver su expresión.

Angela lo miró y vio que los ojos se le humedecían, por lo que le cogió la mano y, apoyando la cabeza en su hombro, musitó con cariño:

—Papá, no quiero verte llorar, ¿vale?

Él asintió, se secó los ojos y murmuró, aún emocionado:

—Lo siento… no quería incomodar a nadie.

Kieran, tras cruzar una mirada con Jesse y Angela y ésta pedirle ayuda en silencio, dijo:

—No pasa nada, Ferguson. Tranquilo. Todos hemos perdido a seres queridos y entiendo tu dolor.

Tras unos segundos en silencio, durante los cuales el hombre se repuso, Kieran añadió:

—Por suerte para todos, ni esta noche ni la anterior ha ocurrido nada en el bosque. Aunque las gracias se las deberíamos dar a esa banda de encapuchados que te comenté. De no ser por ellos y su eficacia, te aseguro que hoy tendrías un verdadero problema.

El laird asintió y, suspirando, exclamó:

—Por san Drustan. Llevo años intentando saber algo de esa gente, pero todo es inútil. Nadie los conoce. Nadie los ha visto. Sólo sé de ellos porque llegan a mis oídos sus buenas acciones.

Sorprendido, Kieran insistió:

—Éstas son tus tierras, ¿cómo no vas a saber quiénes son?

—Lo he intentado todo. ¡Todo! ¿Verdad, William?

—Sí, mi señor.

—Pero mis incursiones nocturnas nunca han dado fruto —prosiguió Ferguson—. Esa banda de encapuchados parece leerme el pensamiento. Se adelantan a mis movimientos y saben esconderse muy bien.

—¿Y no has pensado que pueda ser tu propia gente? —preguntó Kieran.

Ferguson soltó una carcajada y respondió:

—Nadie de mi entorno está tan loco, ni haría eso a cambio de nada.

«Ay, papá… si tú supieras…», suspiró Angela con una media sonrisa que rápidamente borró al ver que Kieran la observaba.

—Como habrás comprobado por ti mismo —prosiguió Ferguson—, en este castillo apenas queda gente.

Kieran asintió. Le había llamado la atención que el laird no tuviera ejército que liderar, pero cuando fue a preguntar, el hombre continuó:

—Todo el mundo se ha marchado de aquí. Sólo quedamos los que ves.

—¿Y quién cultiva los campos?

—Entre los que vivimos en el castillo —contestó Angela—. Todos trabajamos en ellos para poder subsistir.

—Os he pedido cientos de veces que os vengáis a vivir a Glasgow —dijo Jesse—. Allí hay sitio para vosotros y…

—Gracias, hijo, pero no —lo cortó Kubrat—. En estas tierras murió mi amada Julia y en ellas espero morir yo también.

Sorprendido por las palabras de la joven, Kieran le cogió una mano y le miró la palma. Tenía razón, no eran las manos delicadas de una damisela.

—No sabía que las cosas te fueran tan mal, Ferguson —comentó.

El laird asintió con tristeza y, mirando las manos de su hija pequeña, susurró:

—Sólo espero que Angela sea lista, encuentre un buen marido y se marche de aquí en cuanto pueda.

—Papá… —protestó la joven.

Kieran, que aún no le había soltado la mano, al verle una cicatriz en la palma, preguntó, tocándosela con un dedo:

—¿Esto de qué es, milady?

Nerviosa por el contacto y molesta por que no la soltara, Angela contestó bajito, tras cruzar una rápida mirada con Shepard:

—Me corté…

En ese instante, Sandra entró en el salón y Angela aprovechó para retirar la mano, que bajó rápidamente de la mesa. Zac, al ver a la joven, le sonrió. Era una morena con una cara preciosa. Pero al ver el gesto adusto de Louis, apartó la vista. La muchacha se sentó a la mesa frente a Jesse, que la saludó con una alegre sonrisa y, tras un movimiento de cabeza de Angela, se limitó a escuchar y callar.

—En cuanto a lo que hablábamos —insistió Kieran—, he podido comprobar por mí mismo que es un grupo liderado por una mujer…

—¡Hada! —asintió Ferguson—. Sí. También he oído hablar de ella.

—¿Y quién no? —cuchicheó William, ganándose una miradita de Angela.

—¿Sabéis quién es? —preguntó Kieran interesado.

El laird negó con la cabeza.

—No.

—A mí me encantaría conocerla —dijo Jesse—. Sin duda, debe de ser una mujer fuera de lo común.

—Papá —intervino Angela—, ¿de verdad crees que una mujer puede ser tan valiente y osada como para hacer lo que la gente dice?

Kieran soltó una carcajada que a Angela se le tornó adictiva y más cuando afirmó:

—Os aseguro, milady, que, de donde yo vengo, hay mujeres capaces de esa valentía. Es más, las hermanas de Zac son tan diestras en el manejo de la espada y el rastreo como yo mismo.

—¿De veras? —preguntó Angela, encantada, a pesar de su gesto circunspecto.

Kieran clavó sus claros ojos en ella y Zac respondió:

—Mis hermanas Megan y Shelma son grandes guerreras. En especial Megan. Ella nos ha cuidado desde siempre y, aunque su impetuosidad le trae continuos problemas con mi cuñado Duncan, es…

—Duncan está encantado con cómo es su esposa —lo cortó Kieran—. Y no cabe duda de que ella y Gillian, la mujer del hermano de Duncan, son dos mujeres de armas tomar.

—¿Tan valientes son? —preguntó Sandra.

—Las he conocido y puedo afirmarlo —sonrió Jesse, cruzando una divertida mirada con Kieran.

—¿Las conoces? —inquirió Zac, sorprendido.

Jesse Steward respondió sonriente:

—A Duncan y a Niall los conozco como a Kieran, de haber coincidido en batallas. A ellas las conocí en la reunión de clanes de Stirling. No se amilanaron ante nadie.

Kieran se echó a reír al recordar de lo que hablaba y dijo:

—Zac, ¿recuerdas el enfado de los McRae, cuando Megan y Gillian desafiaron a algunos highlanders a competir con el arco y la espada y salieron victoriosas?

Zac soltó una carcajada.

—¿Cómo podría olvidarlo?

Durante un rato, hablaron de la maestría de Megan y Gillian luchando o montando a caballo, mientras Angela los escuchaba en silencio. Sin duda alguna aquellas mujeres eran como ella, la diferencia era que en su caso no lo podía manifestar en público y ellas sí. Finalmente, mirándola, Zac dijo:

—Para horror y alegría de mi cuñado Duncan, mis sobrinas están siguiendo el mismo camino que su madre. —Y, con mofa, añadió—: El día que yo me despose, espero que mi mujer no me dé tantos problemas como mi hermana le da a mi cuñado.

Todos rieron a carcajadas hasta que Kieran recondujo la conversación para volver a hablar de aquella misteriosa mujer y su grupo de encapuchados. Eso le hizo gracia a Angela, que oyó decir a su padre:

—Hay quien dice que es el espíritu errante de mi amada mujer, y quienes la acompañan, mis hijos.

Todos conocían la triste historia de aquella familia y el silencio se apoderó del salón. Angela acarició la mano de su padre, que ya se iba a desmoronar, y Kieran, al ver el gesto, intervino:

—Anoche volví a encontrarme con ella en el bosque y os aseguro que un espíritu no es. Es una mujer de carne y hueso y, por lo poco que pude ver de ella, bastante atrevida y osada.

Louis y Zac preguntaron al unísono:

—¡¿La viste?!

Sandra y William miraron a Angela con disimulo. ¿Había ido al bosque sin ellos?

La joven, al sentir sus miradas, les dio una patada por debajo de la mesa para que disimularan, mientras Kieran se vanagloriaba:

—Vino a visitarme de madrugada. Ya sabéis el efecto que causo en las mujeres.

Al oír eso, Angela levantó una ceja y Jesse Steward inquirió:

—¿Y cómo es? ¿Es bonita?

Kieran pensó un momento la respuesta.

—No lo sé. Sólo pude ver que era una mujer de estatura media, como muchas de las que nos podemos encontrar, e iba demasiado tapada para mi gusto. Espero que vuelva a visitarme y me dé la ocasión de destaparla, no sólo el rostro.

«Será fanfarrón», pensó Angela, justo en el momento en que Edwina entraba en el salón tras su paseo.

Molesta por los comentarios de O’Hara y las risotadas de los hombres, movió el palo de madera tallada que su padre había dejado sobre la mesa y, de un golpe seco, tiró la espada de Kieran, que en su caída se llevó por delante también su jarra de cerveza.

—Ay, lo siento —se disculpó, levantándose.

Edwina, al ver aquel estropicio, murmuró acercándose:

—¡Bendito sea Dios, hijo, cómo te has puesto!

Al verse empapado de cerveza, Kieran maldijo en silencio. Angela se agachó a recoger la espada al mismo tiempo que él y, al levantarse, se dieron un cabezazo.

—Augggh —protestaron los dos.

—Y ahora un coscorrón —sonrió Edwina.

Jesse soltó una carcajada y Kieran, tras oír a su madre, miró a la joven con el cejo fruncido.

—Ay, Dios mío, lo siento otra vez —susurró ella asustada—. ¡Soy tan torpe!

Siguiendo con su representación, Angela fue a recoger por fin la espada del suelo, agarrándola por la hoja, pero Kieran la detuvo.

—No me extraña que os cortéis las manos. Si la cogéis de ahí os haréis daño. ¿No sabéis eso, muchacha?

Entornando los ojos, ella se hizo la tímida, mientras veía que Edwina la observaba con gesto serio. Soltó la espada con cuidado de no cortarse y el arma cayó directa sobre el pie de Kieran, que saltó de dolor. Con fingido horror, Angela se tapó la boca, mientras contenía la risa y volvía a repetir temblorosa:

—Ay… lo siento… lo siento… lo siento…

—Hija de mi vida, ten cuidado —intervino Edwina, incrédula ante tanta torpeza.

Sandra se aguantó la risa, algo que Louis, Zac, Jesse, William y el laird Ferguson no hicieron.

Kieran dio un paso atrás y siseó:

—Las armas se cogen por el puño. —Y al ver su gesto apocado, preguntó—: ¿Nunca habéis cogido una espada?

—Dios me libre —respondió ella, llevándose una mano a la garganta.

Sorprendido de que aquella joven pudiera trabajar en el campo, le tendió la espada y ordenó:

—¡Cogedla!

—No, hijo, no se la acerques, no te vaya a hacer daño.

—Madre, ¿podrías callarte un segundo… por favor? —siseó Kieran.

—Kieran O’Hara —protestó la mujer—. No me hables así.

Divertida, Angela observó cómo aquella mujer gesticulaba y le plantaba cara a su hijo. Finalmente, levantando las manos hacia el cielo, Edwina dijo:

—De acuerdo, me callaré, tesoro, me callaré.

—Madre… —suspiró él al oír que otra vez lo llamaba «tesoro».

Angela miró a su padre, que asintió con una sonrisa. Debía obedecer y coger la maldita espada. Acercándose pues a O’Hara, le pisó el pie dañado y Kieran, agarrándola del brazo, la acercó a él y exclamó:

—Nunca he conocido a nadie tan torpe como vos.

Edwina asintió. Ella tampoco, pero se calló.

Angela, con los ojos a escasos centímetros de los suyos, se sintió desfallecer y, de pronto, todos los sonidos desaparecieron, para quedar sólo el latido de su corazón. Eso la hizo pensar en su madre.

¡Eso fue lo que siempre dijo que le había pasado al conocer a su padre!

Extasiada por su descubrimiento, durante unos segundos mantuvo la mirada fija en la del highlander y sólo reaccionó cuando lo oyó decir:

—Milady, coged la maldita espada.

Con premeditación y alevosía fue a agarrar de nuevo mal el arma, pero deteniéndola, él gruñó con desesperación:

—Os acabo de decir que de la hoja no se agarra.

Ferguson sonrió y, mirando a una descolocada Edwina, cuchicheó:

—Mi preciosa y delicada niña nunca ha empuñado un acero.

La mujer negó con la cabeza y Kieran dijo con sorna:

—No hace falta que me lo digas, Ferguson, yo mismo lo veo.

Cada vez más molesta por la actitud arrogante que él mostraba, Angela cogió la espada por la empuñadura con las dos manos, aunque lo hizo sin mucha fuerza y el peso del arma hizo que se le cayera a los pies, cortándole la falda del vestido por la mitad.

—Ay, Señor —gritó Edwina horrorizada. Y, mirando a su hijo, añadió—: Kieran, te exijo que le quites a esta muchacha tu espada de las manos ahora mismo, antes de que ocurra algo peor.

Angela se movió, arrastrando con ella el arma. Todos gritaron asustados al ver cómo el acero pasaba a escasos centímetros del tobillo de Kieran, que dio un salto.

Éste, mirando la delicada pierna que asomaba entre la falda cortada, esbozó una media sonrisa y le quitó la espada.

—Está visto que lo vuestro no son las armas, ni el valor, milady.

De buena gana, Angela se lo habría demostrado y le habría dado su merecido, pero no debía hacerlo. Su padre, al ver su expresión compungida, dijo, acercándose a ella con cariño:

—Ve a tu habitación a descansar hasta la hora de la comida, mi vida.

Como un conejito asustado y con la falda del vestido cortada, Angela asintió y, sin mirar atrás, salió del salón seguida por Sandra.

Cuando entraron en la habitación y cerraron la puerta, las dos jóvenes comenzaron a reír. Estaba claro que Angela los había engañado muy bien a todos. Incluido a ese creído de Kieran O’Hara.