Al caer la noche, el laird Ferguson invitó a Edwina y a los guerreros a pernoctar en el castillo. Todo era sencillo, pero estaba limpio y aseado. Sin embargo, Kieran, tras despedirse de su madre, declinó el ofrecimiento y regresó al bosque.
—No me convencen —gruñó Louis.
—¿Quiénes? —preguntó Kieran.
—Ese Cedric Steward y sus hombres.
Kieran sabía a lo que se refería, pero dijo:
—Estamos en las tierras de Ferguson y su hija está casada con uno de ellos…
—Kieran —lo interrumpió Zac, acercándose a ellos sobre su caballo—, esos Steward me dan igual, pero me molesta que no hayas aceptado el lecho caliente que Ferguson nos ofrecía.
Riendo, Kieran acercó su caballo al de su buen amigo y aclaró:
—Lo he rechazado por la misma sencilla razón por la que anoche preferimos dormir aquí y no en la posada. Además, prefiero que mi madre esté tranquila, sin oír a mis hombres corretear tras las pocas mujeres que había.
—Es cierto, apenas había bonitas doncellas. Todas eran demasiado viejas, excepto las hijas de Ferguson —se quejó Zac.
Kieran, divertido, los miró a los dos y comentó:
—Cuando regresemos a nuestros hogares ya tendremos mujeres jóvenes y bonitas. De momento, vamos a dormir al raso y…
—Y, de vez en cuando, una cama caliente no viene mal —replicó Zac.
—Y si en ese catre hay una bonita joven, ¡mejor! —afirmó Louis.
Cuando llegaron a la cueva donde habían pernoctado la noche anterior, tomaron posiciones, pero en esta ocasión ninguno durmió. Estuvieron horas con los ojos bien abiertos, pero allí no apareció nadie.
Ya muy entrada la noche, el agotamiento hizo que algunos de aquellos highlanders cayeran en un sueño profundo, y en ese instante de mayor quietud, Kieran oyó el sonido de unas ramas al moverse. Al ver que nadie se acercaba, decidió levantarse e ir a mirar, ante la atenta vigilancia de Zac. Cuando llegó a los ramajes, miró, pero allí no había nadie. Tampoco había huellas en el suelo. Tras explorar un momento con curiosidad, regresó a su manta, en la que se acurrucó, dispuesto a descansar.
De madrugada, algo alertó a Kieran de nuevo. Se levantó y caminó hacia un lateral del bosque, pero allí no había nadie. Sin embargo, cuando fue a dar media vuelta, oyó:
—Me alegra ver que estás mejor.
Rápidamente, Kieran se volvió y se encontró con una figura encapuchada. Pero cuando fue a dar un paso hacia ella, ésta, levantando la espada, le advirtió:
—No te acerques o tendré que matarte.
Reconoció la voz como la de la mujer que le había hablado la noche del ataque y, parándose en seco, la observó. No era muy alta. Iba vestida con unos pantalones de cuero marrones que remarcaban su estilizada y bonita figura, unas botas altas y una capa con capucha que le impedía ver su rostro y su cabello. Se fijó en sus manos, cubiertas con unos guantes del mismo color que los pantalones. No pudo ver ni un ápice de carne.
—¿Me matarías? —le preguntó sonriendo.
—Ajá…
—¿En serio, mujer?
—Sin dudarlo.
Eso hizo sonreír aún más a Kieran e, intentando ganar tiempo, preguntó:
—Entonces, ¿por qué me salvaste y curaste?
—Porque me apiado de los débiles —respondió sin titubear.
A él se le torció el gesto al reconocer que tenía razón y siseó:
—¿En serio?
—Muy… muy… en serio —afirmó ella.
Kieran dio otro paso adelante. Le encantaba su desparpajo al hablar sin florituras. La mujer no se movió y él preguntó:
—¿Tanta fuerza y arrojo tienes?
—Ajá… —repitió.
Esa nueva afirmación con tanta chulería lo hizo volver a sonreír, pero entonces la encapuchada añadió:
—No subestimes el poder de una mujer con un acero en la mano. Sin duda te sorprendería, laird O’Hara.
Esa advertencia lo hizo detenerse. Conocía a mujeres como Megan o Gillian que, con un arma en la mano, eran tan fieras como sus esposos, y contestó:
—De acuerdo, me has convencido. No me moveré.
—Sabia elección.
—Pero, a cambio, me gustaría ver tu rostro para poder darte las gracias por lo que hiciste por mí y por mis hombres.
Ella se movió y dijo:
—Las gracias me las puedes dar sin ver mi rostro, ¿no crees?
Sin embargo, deseoso de contemplarla, insistió:
—Por supuesto, pero…
—No insistas.
Kieran, acostumbrado a que las mujeres cayeran en sus brazos tras decirles dos lindezas, lo probó con ella:
—Si tu rostro es tan bonito como tu voz, debes de ser una preciosa mujer.
—Adulador, zalamero, halagador… Vaya… vaya…
Sin dejarse vencer por su reticencia, él continuó:
—Valerosa, enigmática, graciosa… Déjame verte.
Al oírlo, Angela bajó la espada. Nunca un hombre había osado hablarle con tanta dulzura, pero sin moverse de su sitio, respondió:
—Quizá lleve la capucha precisamente por lo fea y deforme que soy, ¿no crees?
—Lo dudo —contestó Kieran—. Lo dudo mucho. Preciosa, muéstrate ante mí.
—¿Preciosa?
—Sin duda lo eres.
—Qué adulador —se mofó ella.
Sin embargo, su corazón latía a toda mecha. Ningún hombre le había dicho tales lindezas. Sin duda, aquél era todo un conquistador, pero redoblando su empeño, se mantuvo firme:
—No. No dejaré que me veas.
—¿Por qué?
—Porque no.
—Sin duda, a la par que bonita e interesante eres porfiada y tozuda.
Angela soltó una carcajada y él volvió al ataque.
—Necesito ver tu rostro.
—No.
Aquella negativa tan rotunda lo azuzó. Nunca ninguna mujer le había negado ningún capricho y, tras un corto silencio, dijo:
—Sigo esperando que cambies de opinión, ¡Hada!
La joven, oculta bajo su capa, al oír ese nombre sonrió y respondió con tranquilidad:
—Puedes esperar sentado, O’Hara.
Kieran levantó las cejas sorprendido, pero aquella tozudez le gustó y, torciendo el gesto, preguntó:
—¿A qué has venido entonces?
—Éste es mi bosque, mi hogar, estoy en mi casa.
—Eso quiere decir que mis hombres y yo molestamos.
Angela esbozó una sonrisa bajo su capucha. Nunca había sentido tanta curiosidad por un hombre, aunque, sin duda, aquél le provocaba algo más que curiosidad.
—Debes marcharte de estas tierras —dijo en respuesta—. No es bueno que paséis la noche en el bosque. No es un lugar seguro para nadie.
—¿Para ti lo es? —preguntó Kieran, dando otro paso al frente.
Angela, al verlo, volvió a levantar la espada.
—He dicho que éste es mi hogar y como tal lo reclamo.
Al momento, otro encapuchado se movió por su derecha y, al mirarlo Kieran, ella desapareció con una rapidez que lo dejó boquiabierto. ¿Dónde se había metido? Buscó durante varios minutos a aquella mujer y a su acompañante, pero parecía que se los hubiese tragado la tierra.
¿Quién era? ¿Dónde podía encontrarla?
Todavía anonadado, regresó al campamento, donde al verlo llegar Louis preguntó:
—¿Ocurre algo?
Él negó con la cabeza, pero ya no pudo dejar de pensar en aquella enigmática mujer.