5

Al mismo tiempo, en la planta superior del castillo, Angela hablaba con su amiga Sandra, sentadas ambas sobre el lecho.

—Tranquila, no nos reconocerán.

Sandra, encantada de haber visto al joven al que besó, dijo:

—Ese Zac Phillips es un adonis… ¿Has visto qué ojos tiene?

Angela no contestó. Para ella un adonis era Kieran O’Hara. Todavía recordaba el beso que le robó estando él medio inconsciente y, sonriendo, murmuró:

—Sí, Zac tiene unos ojos muy bonitos.

De pronto, alguien llamó a la puerta y Viesla entró con una misiva que le entregó a Sandra. Luego se marchó, cerrando tras ella. La joven miró la carta y Angela preguntó:

—¿No la vas a abrir?

Ya no tan sonriente como momentos antes, Sandra lo hizo y, tras leer lo que ponía, se la entregó para que la leyera y se echó a llorar.

Angela suspiró. Sandra debía partir para Carlisle e, intentando consolarla, dijo:

—Seguro que tu madre encuentra una solución para que os podáis quedar a vivir en Traquair House. Tu padre os llevó a vivir allí y…

—Lo dudo —la cortó la joven de suaves cabellos ondulados—. Mis abuelos maternos se han empeñado en que regresemos a Carlisle y, como ves, ya lo han conseguido. ¡Malditos… malditos!

—Sandra… tranquilízate.

—Según ellos, tras la muerte de mi padre, mamá y yo no debemos seguir viviendo en Escocia, a merced de lo que ellos consideran bárbaros sangrientos. —Ambas pusieron los ojos en blanco—. Ya sabes que nunca estuvieron de acuerdo en que mi madre consintiera en vivir en Escocia y ahora, nos guste o no, nos arrastran a Inglaterra de nuevo.

—Pero vamos a ver, Sandra, ¿tu madre por qué no se niega? Ella tiene su hogar en Traquair y…

—Mi madre es demasiado buena y siempre quiere contentarlos a todos. En su momento lo hizo con mi padre, viniéndose a Escocia, y ahora quiere agradar a sus padres. Pero la diferencia es que yo he crecido aquí, me siento escocesa y no me quiero ir. No deseo vivir con ellos, ni con sus estirados amigos. Además, estoy segura de que su legión de criados se pasarán el día entero vigilándome por si robo algo.

La situación de Sandra y su madre era delicada. Tras la muerte de Gilfred Murray, sus abuelos se habían empeñado en que se fueran a vivir con ellos a la ciudad inglesa de Carlisle y, ante la falta de personalidad de la madre de la muchacha, lo habían conseguido.

—Escúchame, Sandra, si quieres, esta noche podemos buscar una solución. Quizá si hablamos con William…

—No, Angela. —Sonrió con tristeza.

—Pues entonces hablaremos con los Murray. Ellos son tu clan y…

—No. No vamos a hacer nada que pueda poner en peligro a nadie y menos a William o a los Murray. Los días que me quedan, disfrutaré de tu compañía y cuando mamá venga a buscarme, me iré con ella a Carlisle. —Aunque, entornando sus ojos castaños, añadió—: Pero que quede claro que volveré. Soy una Murray y regresaré a Escocia para vivir donde siempre he querido hacerlo. Lo juro por mi vida, aunque sea lo último que haga.

Y juntaron sus dedos meñiques y cerraron los ojos, un gesto que repetían desde hacía años. Era su pacto particular. Y las promesas que sellaban con él nunca se incumplían.

En ese momento, la puerta de la habitación se abrió de nuevo. Era Davinia, la hermana mayor de Angela, que las apremiaba para que bajaran a comer. Las dos jóvenes estaban hambrientas y poco después, sin demorarse, salieron de la habitación y, tras bajar la escalera, entraron en el desangelado comedor.

Angela se acercó a su padre y, apoyando la barbilla en su hombro, preguntó:

—¿Todo bien, papá?

El hombre asintió con una cariñosa sonrisa. Su pequeña, siempre tan pendiente de él.

—Sí, mi vida. Vamos, siéntate y come.

Edwina, al ver la escena, comentó:

—Qué alegría ver a una hija tan atenta y a un padre tan cariñoso.

—Mis hijas son la luz de mi vida —respondió Ferguson sonriendo.

Angela le dio un beso en la mejilla y después se sentó junto a su amiga Sandra y su hermana Davinia, que atendía con cariño a su pequeño y a las revoltosas gemelas de una sobrina de Evangelina, la cocinera. Dos niñas huérfanas de apenas tres años, a las que todos adoraban y mimaban.

Effie, una de ellas, al ver que Edwina la observaba, se levantó, caminó hacia ella y la señaló con algo en la mano.

—¿Quieres patata? —preguntó.

Edwina, enternecida por aquel gesto tan bonito e infantil, abrió la boca y la niña le dio la patata.

—Effie, por el amor de Dios —la regañó Davinia—. No molestes a la señora.

Al oírla, Edwina tragó y rápidamente aclaró:

—No me molesta… no me molesta.

Angela se levantó divertida, se agachó junto a la pequeña y dijo:

—Una señorita ha de sentarse a la mesa para comer, ¿no lo recuerdas?

Tras mirar a Edwina y ésta guiñarle un ojo, la niña corrió a su sitio.

—Tienes unas sobrinas preciosas —le dijo Edwina a Angela—. ¿Son hijas de tu hermana mayor?

Ella respondió con una sonrisa:

—Effie y Leslie son hijas de una sobrina de la cocinera del castillo. Los padres de las pequeñas murieron de fiebres en Edimburgo y, al quedarse huérfanas, papá ordenó que las trajeran a vivir con nosotros.

—Qué bonito detalle —comentó Edwina.

—Las pequeñas forman parte de nuestra familia —contestó Angela—. Papá nos enseñó que la sangre no es lo único que une a las personas y a las familias. Lo que verdaderamente las une son los sentimientos y el auténtico amor.

Encantada con las palabras de la joven, Edwina asintió y, al oír reír a las niñas, añadió:

—No hay nada más bonito que la risa de un niño, ¿verdad? Yo tuve dos varones, Kieran y James, y me quedé con las ganas de la ansiada niña. Mis dos muchachotes brutos y peleones me llenaron de felicidad, pero no veo el momento de que alguno de ellos me dé una nietecita como Effie o Leslie, a la que hacer que le confeccionen bonitos vestidos y, si me lo permiten, ponerle el nombre de Nathaira.

—Nathaira, ¡qué bonito! —exclamó Angela.

—Era el nombre de mi abuela. Siempre dije que si tenía una hija se llamaría así, pero al no haberla tenido, espero que sea el nombre de alguna de mis nietas.

Angela sonrió por aquella confidencia y, mirando al guapo laird O’Hara con dulzura, afirmó:

—Sin duda, algún día tendrá preciosas nietas y nietos.

Al ver cómo miraba a su hijo, la mujer cuchicheó:

—Sólo espero que sea antes de que mi cuerpo esté bajo tierra.

—No diga eso, señora, por favor —le dijo Angela, riendo.

En ese instante, Kieran miró hacia donde ellas dos estaban hablando y la joven, intimidada, se despidió de la dama y regresó a su sitio. Allí le quitó a Davinia al pequeño John de los brazos y lo acunó mientras Effie y Leslie se levantaban y corrían por el salón.

—Come, Angela, ¡vamos, que se enfría! —la apremió May, quitándole el bebé de los brazos, mientras se levantaba para ayudar a su hermana mayor con las revoltosas niñas.

Angela se echó una porción de venado en el plato.

—Hoy parecen más fieros que ayer —le susurró su amiga Sandra.

Ambas sonrieron. Angela, tras mirar que nadie las pudiese oír, respondió:

—Ayer estaban bajo los efectos del beleño blanco.

Y las dos soltaron una carcajada.

—Gracias a su atontamiento pude besarlo —añadió Sandra, mirando a Zac.

—Chissss —la regañó Angela.

Pero la otra joven, con una pícara sonrisa, cuchicheó:

—Oh, Dios, ¡qué labios tan dulces!

—Sandra, ¡calla! ¿Desde cuándo eres tan descarada? —le espetó Angela, mirando a Kieran, que hablaba con su padre.

Su amiga sonrió con picardía.

—¿Acaso crees que no vi cómo besabas a su jefe?

A Angela se le cayó el tenedor contra el plato, haciendo que todos dejaran de hablar y la miraran. Se puso roja como un tomate y, disculpándose, cogió el tenedor y comenzó a comer, bajo la atenta mirada de Edwina. La mirada de ésta era tan intensa como la de su hijo y la ponía nerviosa.

Azorada, acalorada e inquieta miró hacia otro lado y cuando todos retomaron sus conversaciones, Sandra, acercándose, insistió:

—Lo besaste.

—¡Silencio! —dijo ella para hacerla callar.

—Lo vi con mis ojitos.

—Vale, lo besé —reconoció finalmente, con un hilo de voz—. Pero te recuerdo que tú también lo hiciste.

Sandra miró al joven que atraía toda su atención y musitó:

—Mmmm… y no me importaría volver a hacerlo.

Angela gruñó.

—No disimules —insistió su amiga—. Me he fijado en cómo miras al laird O’Hara. Sin duda, ese highlander te ha impresionado. Nunca te he visto mirar así a nadie. Ni siquiera al guapo de Bercas O’Callahan antes de que se marchara.

Sin responder, Angela miró al laird con disimulo y suspiró al ver cómo él bromeaba con una criada.

—De acuerdo, es muy apuesto. Además…

—Además, su apariencia salvaje es arrebatadora, ¿verdad? —completó Sandra la frase, cruzando una mirada con Zac, que le hizo un guiño.

Davinia, la mayor de las hermanas Ferguson, de nuevo con su pequeño en brazos, se sentó junto a ella y preguntó:

—¿Qué es arrebatador?

—Tu color de pelo, Davinia —respondió rápidamente Sandra—. Angela lo adora.

Sorprendida, Davinia dijo:

—Pero si lo tengo rojo, como ella.

—Pero el tuyo es más brillante —le aclaró Sandra sonriente.

Angela, divertida por la cara de su hermana al mirarse el cabello, asintió con la cabeza y se metió un trozo de carne en la boca. Minutos después, y con fingido disimulo, observó cómo Kieran O’Hara hablaba con su padre, aunque también se percató de las sonrisas que cruzaba con cualquier fémina de la sala. Sin duda, era todo un conquistador. Le gustaban sus bonitos ojos y su cabello claro. Tenía además una bonita sonrisa y parecía un hombre que la usaba muy a menudo, no como el marido de Davinia, con su cara de amargado. Esa sonrisa, unida a su altura, su porte, sus anchos hombros y su voz varonil, sin lugar a dudas era un buen reclamo para las mujeres. Sólo había que ver cómo las pocas que había en el castillo se morían por atenderle y llenar su copa de bebida.

Estaba ensimismada observándolo, cuando de pronto sus ojos se encontraron. Al ver que lo miraba, Kieran le sonrió con caballerosidad. Angela, azorada, sintió que se tensaba y las mejillas se le encendían.

Nerviosa, apartó la vista y suspiró. Si él supiera.

May llegó a la mesa con Leslie y Effie, que, junto al pequeño John, eran la alegría del castillo. Ésta se sentó rápidamente con Angela, que la abrazó con cariño.

Davinia, que estaba junto a su hermana y Sandra con el pequeño John en brazos, al ver tan contentas a las jóvenes, dijo con curiosidad:

—Os veo muy sonrientes, ¿qué es lo que os hace tanta gracia?

—Si te lo decimos, te escandalizarás —contestó Sandra.

Al oírla, Angela la miró, pidiéndole precaución en silencio, pero la muchacha continuó:

—¿No te parecen cautivadores estos highlanders?

—¡Sandra! —exclamó Davinia.

—Ese Zac es tan guapo…, ¿verdad? —prosiguió la impetuosa joven.

—¡Por todos los santos, Sandra! Eres una señorita y lo primero que debes recordar es tu educación. ¿Qué es eso de hablar de él con ese descaro?

—Davinia, no exageres —intervino Angela—. Sandra sólo decía que Zac…

—¡Angela! —gruñó de nuevo su hermana—. Recuerda las normas y la educación que os hemos dado durante años. —Y al ver cómo ellas se miraban, añadió—: ¡Por el amor de Dios, niñas, cuidad vuestras lenguas y portaos como las damas que sois! No avergoncéis a padre tuteando a hombres a los que no conocéis. Comportaos con decoro.

«Malditas reglas», pensó Angela, pero calló.

Si algo recordaba de su madre era que decía esa misma frase muchas veces al día.

Todas callaron, hasta que Sandra, incapaz de seguir más en silencio, preguntó:

—¿Cuándo supiste que Cedric era tu hombre?

Davinia se sonrojó, bajó la cabeza y murmuró:

—Cuando lo vi.

Angela miró a su cuñado. Era el hombre más idiota que había conocido nunca y, aunque su hermana no dijera nada, todo el castillo intuía que no era feliz. Sólo había que ver cómo la trataba en ocasiones para darse cuenta de que Cedric no era un hombre cariñoso ni con ella ni con su bebé.

Nadie entendió la decisión de Davinia de casarse con aquel patán. Durante años, la joven fue cortejada por Jesse Steward, un muchacho que se desvivía por ella, pero cuando Cedric regresó de un largo viaje y la conoció, las cosas cambiaron rápidamente y Davinia se casó con él, dejando a Jesse Steward desolado y sumiendo en el desconcierto a la gente del castillo. Cuando le preguntaron el porqué de esa decisión, Davinia sólo dijo que lo hacía por amor.

—¿Y tras casi dos años de matrimonio sigues queriéndole como el primer día? —se interesó Sandra.

Davinia se rascó el cuello con incomodidad, lo que llamó la atención de Angela, pero finalmente, al ver que esperaban su respuesta, dijo:

—Por supuesto que sí. Amo a Cedric como él me ama a mí.

—¿Y crees que daría la vida por ti? —preguntó Angela.

Davinia miró a su marido y, bajando la vista, afirmó:

—Tanto como yo por él.

—¡Oh, qué bonito! —se mofó Sandra y, acercándose a ella, cuchicheó—: Una mujer casada y experimentada como tú no debería irritarse por nuestra curiosidad. Es normal que siendo solteras nos atraiga la intimidad con un hombre e incluso decir sus nombres…

—¡Sandra! —la interrumpió Davinia escandalizada y, mirando a las niñas, añadió—: Leslie, Effie, salid al patio a jugar. ¡Vamos!

Angela le dio una patada a Sandra por debajo de la mesa. ¿Qué hacía hablando de todo aquello?

May, que hasta el momento se había mantenido al margen, una vez las niñas se hubieron marchado, refunfuñó:

—Iréis al purgatorio por esta pecaminosa conversación. Sois doncellas y no conocéis varón. Callad y comed.

Rápidamente, Angela se hizo la señal de la cruz en la frente y cambiando de tono, murmuró con seriedad:

—May… ¡sólo bromeábamos!

Después de la comida, lady Edwina y su dama de compañía se retiraron a descansar. Cedric, el marido de Davinia, se acercó a ésta y Angela notó que su hermana se tensaba. Cuando él se marchó, vio cómo su tensión disminuía.

—Entiendo vuestra curiosidad respecto a los hombres —dijo entonces Davinia—, pero debéis ser comedidas y no olvidar que sois doncellas casaderas y respetables y, sobre todo, debéis guardar el decoro con ellos. Deberíais haber visto cómo os observaba la madre del laird O’Hara. Si no lo hacéis, creerán que sois unas mujerzuelas que no se hacen respetar.

Las dos jóvenes se sonrojaron. Davinia, al ser la mayor, había sido como una madre para ellas en muchas cosas. Ahora, al ver las caras de las muchachas, añadió:

—Vale. Entiendo que esos hombres, tan diferentes a los nuestros, os han atraído y…

—Davinia —protestó May—. ¿Ahora tú?

Con una candorosa sonrisa, su hermana mayor la miró y respondió:

—May, aunque ahora seas religiosa, en el pasado estuviste prometida y sabes de lo que hablamos.

Ésta, al escucharla, calló pero sonrió, y Davinia añadió:

—Que tú eligieras un amor espiritual después de lo ocurrido con Robert no quiere decir que las demás deban hacerlo y por ello creo que…

Pero sin dejarle terminar la frase, May se levantó y se fue. Recordar a Robert aún le dolía y no quería escuchar nada más.

—No tenías que haber mencionado a Robert. ¿Por qué lo has hecho? —protestó Angela.

Davinia susurró:

—Lo siento… no me he dado cuenta.

—Aún sufre por él —musitó Angela, mirando marcharse a su hermana.

Davinia asintió. Desde que estaba casada con Cedric, en ocasiones no medía bien sus palabras y convino:

—Tienes razón. Luego hablaré con ella.

Pero tras un tenso silencio, Davinia volvió a la carga.

—Como hermana mayor y mujer casada, quiero preguntaros si os atrae algún hombre del clan Steward.

—No —respondió Angela.

Mientras que Sandra, con su particular sentido del humor, dijo:

—Si tuviera que elegir a algún Steward, sin duda elegiría a Jesse. Es un hombre atractivo y sin duda muy caballeroso.

Angela se tapó la boca para no reír. La cara de su hermana era todo un poema. Como decía su padre, donde hubo fuego quedan rescoldos, y sin duda Davinia seguía sintiendo algo por Jesse Steward, aunque intentara ocultarlo.

—Tú le rechazaste y él sigue soltero, no sé por qué me miras así —se defendió Sandra.

Davinia cambió rápidamente de expresión y, esbozando una sonrisa, respondió:

—Simplemente me ha extrañado tu contestación. Pero, decidme, ¿algún rudo hombre de las Highlands os ha llamado la atención?

Angela, que sabía lo casamentera que era su hermana, se calló, pero Sandra dijo:

—Hay alguno muy agraciado.

Davinia miró a aquellos bárbaros tan poco parecidos a los hombres del clan de su marido y a los que vivían en Caerlaverock y respondió:

—Los hijos de Shepard, Aston y George, también son agraciados y…

—Hermana —la cortó Angela—, Aston y George son como nuestros hermanos, ¿de qué hablas?

Pero sin darse por vencida, Davinia insistió:

—Vale… vale… pero entonces, ¿cuál de esos bárbaros os llama la atención?

Con disimulo, Sandra miró a Zac y Davinia esbozó una sonrisa, pero después inquirió:

—Angela, ¿y a ti no te gusta ninguno?

—No.

—¡Mentirosa! —exclamó Sandra. Y antes de que pudiera hacerla callar, contestó—: El laird Kieran O’Hara.

—¡Sandra! —protestó Angela.

—¿El laird? —repitió Davinia sorprendida.

Sin lugar a dudas, aquel hombre estaba fuera del alcance de Angela. Su hermana no era una muchacha que destacara por nada. Era bonita, pero se empeñaba en no sacarse partido y ya la habían dejado por imposible. Además era tímida y torpona, algo que por norma no atraía a los hombres, por lo que Davinia sonrió y dijo con ternura:

—Mi pequeña Angela, entiendo que el laird O’Hara te haya llamado la atención, es un hombre muy apuesto y galante, pero deberías fijarte más bien en los hombres de mi marido, o en los que acompañan a O’Hara. Piensa que Kieran O’Hara es un hombre poderoso y creo que está por encima de tus posibilidades.

Angela tuvo ganas de sonreír. Si su hermana supiera que lo besó, se moriría del susto. Bajó la vista y no dijo nada, pero Sandra, incapaz de callar, preguntó:

—¿Y por qué crees que un hombre así nunca se fijaría en Angela?

Davinia hizo un mohín. Pensó que no se había expresado bien y se justificó:

—Un hombre como él puede elegir entre cientos de bellezas y…

—¿Estás llamando fea a Angela? —saltó Sandra molesta.

—Noooooooo —contestó Davinia—. Angela es una preciosa joven que no tiene nada que envidiarle a nadie. Pero soy una mujer adulta e intuyo que no es el tipo de mujer en la que un hombre como él se fijaría. Ella…

—Angela es hija de un laird tan poderoso como lo es ese tal O’Hara —siseó Sandra enfadada—. De modo que puede aspirar a él tanto como cualquier otra.

Al escucharla, Davinia torció el gesto y, con pesar, respondió:

—Nuestro padre era un laird poderoso antaño. Hoy por hoy no tiene ni ejército, ni pueblo, ni recursos. Eso es suficiente para que Angela no pueda fijarse en un hombre como ese O’Hara.

—¿Por qué no olvidáis el tema? —protestó la mencionada.

Pero su hermana, apenada por la mala interpretación de sus palabras, siguió con el asunto:

—Por supuesto que Angela puede aspirar a enamorar a cualquiera, pero los hombres son muy complejos y hay cosas que a ellos los vuelven locos, como el coraje. —Y bajando la voz, añadió—: Y ya no hablemos de unos grandes pechos, una belleza exquisita y…

—Y como yo no tengo nada de eso, puedo dar por supuesto que él no se va a fijar en mí, ¿verdad, hermana? —se mofó Angela.

—Tú tienes cosas mejores. Cosas que un hombre como él seguro que no sabría valorar, como el decoro, el pundonor, tu delicadeza —apostilló Davinia.

Sandra, de carácter bastante rebelde, quiso protestar, pero al ver la expresión de Angela prefirió callar. Su amiga no quería llamar la atención en nada. Era su decisión y como tal debía respetarla.

Davinia, al ver la carita triste de su hermana, la acarició con mimo y susurró:

—Cedric cree que Otto Steward o Rory Steward podrían ser unos buenos candidatos para ti. Está pensando en hablar con padre para…

—Dile a tu esposo que no se moleste. No aceptaré ni a Otto ni a Rory. ¡Qué horror! —replicó Angela, mirándolos con repugnancia.

Davinia la reprendió por sus modales y, cuando Angela resopló, prosiguió, dulcificando un poco la voz:

—Padre envejece y no puede seguir velando por tu seguridad. Estás en edad de casarte y eres una carga para él, ¿no te das cuenta?

—Puedo elegir. Por suerte, papá me lo permite, como te lo permitió a ti.

Angela miró a su adorado padre. Meses atrás, había rechazado una oferta de matrimonio de un hombre de Irvine. Un tonto que la hubiera hecho infeliz. Pero el tiempo pasaba y debía desposarse.

—Debes encontrar marido o ingresar en una abadía, como May —insistió su hermana.

—¿¡Yo religiosa!? —se mofó Angela—. Davinia, por favorrrrrr.

Sandra sonrió al oírla.

—Cedric cree que necesitas un marido que te proteja —continuó la hermana, mirando el suelo.

Las dos jóvenes se miraron y tuvieron que aguantarse la risa. ¿De verdad necesitaban un hombre para que las protegiera?

Angela puso los ojos en blanco: Davinia era una pesada.

Nadie, a excepción de Sandra y otras tres personas, conocía su verdadera personalidad. Durante años había escondido su carácter impetuoso, loco y batallador, para mostrarse sólo como una dulce y asustadiza damita.

Años después de la muerte de su madre y hermanos, Angela siguió una tarde a Shepard, el mejor guerrero de su padre, y a los hijos de éste a un claro del bosque. Allí, el hombre comenzó a entrenar a sus gemelos Aston y George en el arte de la lucha. Los primeros días, ella aprendió desde la distancia movimientos que luego practicaba en la soledad de su cuarto con un palo.

Al principio era lenta e inexperta y las magulladuras que ella misma se hacía le salpicaban brazos y piernas, morados que todos achacaban a su torpeza.

Cuando Sandra iba a visitarla, o viceversa, practicaban lo que Angela había aprendido y así su amiga aprendía también. Con el tiempo, Angela empezó a entrenarse a escondidas con los hijos de Shepard en el bosque. Aston y George se convirtieron en dos buenos amigos y aliados suyos que le guardaron el secreto y le mostraron todas las artes de combate que su padre les enseñaba.

A medida que pasaron los años, Angela floreció como mujer y como guerrera, aunque esta segunda faceta suya seguía escondida.

Mientras Davinia continuaba hablando de la virtud y el comportamiento que debían tener las jóvenes, Angela se apoyó en la mesa y comenzó a recordar el día en que decidió enseñarle a Shepard lo que había aprendido. Como cada tarde, los siguió a un claro del bosque, a él y a sus hijos.

—Angela, sé que estás ahí —gruñó Shepard—. Te acabo de ver. Sal ahora mismo.

Al verse descubierta, no lo dudó y, a pesar de que temblaba, se plantó ante él.

—¿Qué haces escondida tras los arbustos? —le preguntó el hombre.

—Observaros —respondió.

—Muchacha, no debes estar sola en este maldito bosque —dijo él—. Si tu padre se entera, te regañará.

—El bosque no me da miedo, William —respondió Angela—. Quienes han de darnos miedo son las malas gentes que campan por él.

—Tienes razón —asintió el hombre, sonriendo—. Pero no creo que sea bueno que estés aquí. Regresaremos todos al castillo.

—No, William. No regresaremos —afirmó ella, sorprendiéndolo.

Los hijos de Shepard se miraron con complicidad y George dijo:

—Padre, creo que deberíamos decirle que…

—Ahora no —lo cortó el hombre, presuroso—. Debemos regresar antes de que alguien la eche de menos y el castillo se alarme.

Tras mirar a sus amigos, Angela sacó con decisión una espada de debajo de su capa y, tragando el nudo de emociones que tenía en la garganta, dijo:

—William, ¡lucha conmigo!

—Por san Drustan, muchacha, ¡suelta eso ahora mismo antes de que te hagas daño! —gritó él al verla.

—No —respondió Angela.

Cada vez más incrédulo de que aquella dulce y tímida damisela le desobedeciera, insistió:

—Eres una jovencita delicada. No tienes fuerza ni empeño para hacer cosas que sólo los hombres debemos llevar a cabo y…

—William Shepard —lo cortó ella, levantando la voz, mientras se desataba la falda. Ésta cayó a sus pies y quedó vestida con unos masculinos pantalones de cuero marrones—. ¡Lucha conmigo!

Boquiabierto, el hombre fue a protestar, pero su hijo George intervino:

—Vamos, padre, hacedle caso.

Finalmente, y ante tanta insistencia, el guerrero asió su espada y se puso frente a Angela. Lo primero que le llamó la atención fue ver que sujetaba la espada con fuerza y cómo plantaba con seguridad los pies en el suelo, buscando su punto de apoyo. Eso le dio a entender que sabía más de lo que él esperaba.

Al ver que William era incapaz de blandir su espada contra ella, Angela tomó la iniciativa y, levantando su acero, le dio un mandoble del revés. Rápidamente, Shepard lo paró gritando:

—Muchacha, ¿qué haces? ¡En nombre de Dios!

Ella soltó una carcajada y aplaudió. Aquello la divertía y mucho.

Luego sonrió y, sin prisa pero sin pausa, lanzó un nuevo mandoble y esta vez Shepard respondió. Durante lo que al hombre le pareció una eternidad, luchó con aquella impetuosa jovencita y se sorprendió de lo bien que manejaba la espada. Sin darle tiempo a pensar, él le lanzó ataques por la derecha y la izquierda y comprobó que reaccionaban con precisión.

Al finalizar, Shepard bajó su arma y, mirándola aún incrédulo, jadeó con una sonrisa:

—Me has sorprendido muy gratamente. ¿Quién te ha enseñado a luchar?

—Tú, William —contestó ella acalorada.

—¡¿Yo?!

—Ajá…, tú —afirmó Angela—. Tras lo que les ocurrió a mi madre y a mis hermanos, decidí aprender a defenderme por si, llegado el caso, mi familia o yo misma lo necesitábamos. Se lo pedí a mi padre, pero se negó, y un día, hace años, vi que enseñabas a Aston y George a manejar el acero y no lo dudé. Por cierto, mi amiga Sandra también ha aprendido. Espero que algún día la veas luchar.

A cada instante más sorprendido, el hombre murmuró:

—Nunca imaginé que…

—Lo sé… Sé lo que vas a decir —lo interrumpió Angela sonriendo y retirándose el pelo de la cara—. No ha sido fácil ocultarle mi impetuosidad a todo el mundo, incluidos mi padre y mis hermanas, pero sabía que si no lo hacía me buscaría problemas. Por eso en el castillo me muestro como una joven delicada y algo torpe. Con ese carácter, nadie sospechará de mis verdaderas intenciones.

—Pero el laird se pondrá furioso si se entera de que…

—Nunca se enterará. Te lo prometo, Shepard.

Él asintió y, mientras empezaba a llover, su hijo Aston dijo:

—Es buena con el acero, padre, y Sandra también. En varias ocasiones nos han desarmado a George y a mí.

Angela sonrió. Escuchar aquello de un joven al que ella consideraba un excelente guerrero la hacía feliz.

—Tener su propia espada les ha dado seguridad —comentó George.

—¡¿Su propia espada?! —repitió Shepard.

Los dos hermanos se miraron y George aclaró:

—¿Recuerda el último viaje que hicimos a Stirling? —El hombre asintió—. Allí les compramos las espadas. Teníais que verlas dando mandobles y…

—Hijo… con lo que he visto ya me puedo hacer una idea —contestó su padre y, sonriendo, echó a andar para refugiarse de la lluvia bajo unos árboles.

Durante un rato siguieron charlando del asunto y cuando la lluvia comenzó a caer con más fuerza, se cubrieron con las capuchas.

—Durante estos años he practicado con Aston y con George sin que nadie lo supiera —explicó Angela—. Me costó convencerlos, pero una vez se dieron cuenta de que mis intenciones eran serias, no lo dudaron y me enseñaron todo lo que tú les enseñabas a ellos. Me sorprendieron regalándome esta espada —concluyó con orgullo.

El hombre miró a sus hijos y sonrió, Angela prosiguió:

—Lo mejor de todo esto, ha sido ver que puedo confiar en ellos y que han guardado mi gran secreto, que espero que siga igual de oculto que hasta el día de hoy.

Shepard iba a responder, cuando el chillido angustiado de una mujer, proveniente del interior del bosque, los alertó.

—No te muevas de aquí. Nosotros iremos a ver qué ocurre —le advirtió William a la joven.

Angela no se movió, pero cuando vio que los tres se perdían en la inmensidad del bosque y se oyó otro grito, esta vez de un niño, no lo dudó y corrió tras ellos. Se encontró a Shepard y sus hijos luchando contra varios hombres. Sin pensarlo dos veces, y con su identidad oculta bajo la capucha, la pequeña de las Ferguson puso en práctica con fiereza lo que llevaba años practicando. Ésa fue la primera vez que, unidos, ayudaron a alguien y desde entonces se empezó a hablar de la banda de los encapuchados.

Todos esos recuerdos hicieron sonreír a Angela, y Davinia, que continuaba con su perorata, preguntó:

—¿Por qué sonríes ahora?

Encogiéndose de hombros, la joven suspiró y, dedicándole a su hermana la más candorosa de sus miradas, contestó:

—Estoy contenta porque sé que siempre me protegerás.

Al oír eso, Davinia tuvo ganas de llorar. Sin duda, en los planes de su marido no entraba proteger a su hermana, pero en un arranque de cariño, acercó los labios a la sien de Angela y la besó, percatándose de que su marido las observaba. Eso la puso tensa.