Cuando Kieran se despertó, no sabía cuánto tiempo había pasado. Abrió los ojos y lo primero que vio fue el rostro angustiado de la dama de compañía de su madre.
—Ya vuelve en sí, mi señora, ¡vuelve en sí!
Atontado, se movió hacia ella, pero en ese momento, oyó a su madre gritar:
—Hijo, ¡qué susto! Pero ¿qué ha ocurrido?
Todavía mareado, vio que el bosque oscuro y lluvioso de la noche anterior ahora era un bosque lleno de luz y de alegres cantos de pájaros.
Se sentía como si le hubieran clavado mil espadas en la cabeza.
—Como no veníais a la posada —explicó su madre—, he ordenado a nuestros hombres que salieran a buscaros y ¡oh, Dios… qué susto nos hemos llevado! ¿Qué ha ocurrido, hijo? —preguntó de nuevo.
Sin poder responder a aquello, porque él mismo no lo sabía, dijo:
—Tranquila, madre, estoy bien.
Con gesto pesaroso y preocupado, ella se le acercó y, acariciándole el pelo, replicó:
—¿Bien? ¡¿Bien?! ¿Cómo puedes decir eso con la pinta que tienes? Oh, tienes una herida en la frente y sangre en el cuello.
—Mamá…
—¿Quién te ha curado? ¿Quién os atacó? Por el amor de Dios, entre tú y tu hermano me vais a matar a disgustos.
Enfadado por cómo se encontraba y por las continuas preguntas y reproches de su madre, fue a protestar, cuando ella, cambiando de tono, murmuró:
—Tesoro mío…, temo que te pase algo.
Kieran se levantó como pudo y, acercándose a ella, cuchicheó en su oído:
—Madre, te he dicho miles de veces que no me llames «tesoro» delante de mis hombres.
—¿Por qué?
—Por el amor de Dios. Que soy el laird O’Hara. ¿Qué van a pensar?
—Ya sabes que lo que piensen los demás nunca me ha importado. —Kieran asintió, sin duda era cierto, y la mujer añadió—: Por muy laird O’Hara que seas, yo soy tu madre y tú eres mi tesoro, y nadie va a impedir que te lo llame cuando yo quiera, ¿entendido?
—Madre…
—¿Dime, tesoro?
Él puso los ojos en blanco y decidió desistir. A veces era imposible razonar con ella.
Al ver el gesto de su hijo, Edwina sonrió. Kieran era un amor. Era cariñoso, atento, detallista, pero cuando se enfadaba o se empecinaba en algo, era imposible razonar con él.
Poco después, cuando él consiguió convencerla para que, junto con su dama de compañía, esperara en el carromato, se acercó a sus hombres un poco más recuperado.
—¿Estás bien, Kieran? —le preguntó Louis.
Él asintió y vio que el aspecto de su amigo no era mucho mejor que el suyo.
—Por san Drustan, ¡qué dolor de cabeza! —exclamó Zac en ese momento.
El joven se tocaba la cabeza, apoyado en un árbol.
Con la boca pastosa, Kieran cogió el odre de agua que le ofrecía uno de sus guerreros y bebió. Estaba sediento. En su mente sólo había un único pensamiento: debían buscar a los osados que los habían atacado, pero también a quienes los habían salvado.
El laird Kieran O’Hara era considerado un highlander de buen talante, que pocas veces se enfadaba. Tenía un carácter afable, conciliador con la gente y seductor con las mujeres. Pero en ese instante no era nada de eso. Un sombrío humor se había apoderado de él y sólo quería dar con sus atacantes y hacerles pagar lo ocurrido.
Aún aturdido, y tras devolverle el odre al guerrero, preguntó:
—¿Estáis todos bien?
Todos asintieron con un murmullo, pero cuando Zac preguntó qué había pasado, Kieran no pudo darle una respuesta.
—Aún no lo sé… pero encontraré, mataré, degollaré y descuartizaré a los infames que osaron hacernos esto —masculló.
—¡Kieran, por el amor de Dios! —gritó su madre horrorizada, al oírlo.
—Mamá, vuelve al carro.
—Necesito estirar las piernas, hijo —contestó ella rápidamente.
Al ver que se alejaba, Kieran, ofuscado, siseó:
—Maldita sea. Malditos villanos.
El joven Zac suspiró y Louis meneó la cabeza. Ver a su laird en ese estado no era algo que les gustase.
—Mi señor —intervino entonces uno de los highlanders—, creo que deberíamos regresar a nuestras tierras y…
—Yo opino como Gindar. Deberíamos regresar a Kildrummy —terció Edwina, ya de vuelta, sin importarle la intencionada mirada de su hijo pidiéndole silencio.
—Ni hablar. Primero tengo que saber qué ha ocurrido —dijo Kieran entonces.
—Hijo, por Dios…
Pero al ver la sombría mirada de su hijo, se calló y asintió. Después de que regresara al carro, Zac se acercó a su amigo y, con una sonrisa burlona, murmuró:
—No esperaba menos de ti. —Y enseñándole la flor naranja que tenía en las manos, añadió—: Yo también quiero saber quién ha sido el osado que me ha utilizado de jarrón y hacérselo pagar.
—¿Han robado caballos o algo? —preguntó Kieran.
—No.
—¿Nada? ¿No se han llevado nada? —insistió sorprendido.
—Absolutamente nada. Ni una moneda, ni una espada… no falta nada —contestó Louis—. Hay signos de lucha, pero ningún maleante muerto ni herido. Y luego están nuestras heridas, curadas. Pero ¿quién ha estado aquí?
La voz de la desconocida inundó el cerebro de Kieran, que frunció el cejo.
—Sólo recuerdo las voces de unas mujeres que… —empezó.
—¿Unas mujeres? —lo interrumpió Zac, tocando la flor naranja.
Kieran asintió.
—Un grupo de mujeres y hombres nos ayudaron, pero no sé más.
—¿Por estas tierras hay mujeres tan valerosas?
—Parece ser que sí —replicó Kieran y sonrió por primera vez.
Zac, sonriendo también, murmuró:
—Eso me gusta.
Tocándose la frente con cuidado, Kieran añadió:
—Antes de que yo perdiera la conciencia, una de las mujeres dijo que los atacantes nos habían envenenado en el burdel. —Y con gesto adusto, siseó, mirando a sus hombres—: Regresaremos allí y aclararemos las cosas.
Todos recogieron sus armas y se prepararon para partir. Kieran estaba intentando recordar algo más cuando Louis se acercó a él.
—Quizá sea cierto que este bosque está encantado.
Al oírlo, Kieran se paró en seco y recordó una cancioncilla que hablaba sobre un bosque encantado y, sin saber por qué, se tocó los labios y se estremeció.
Después montó en su corcel negro, miró a sus hombres y, tras dar la orden, regresaron al burdel en busca de explicaciones, mientras él se seguía preguntando quién era la mujer que lo había auxiliado.