CAPÍTULO VEINTE

El largo tránsito de horror tocó a su fin y los tres supervivientes comenzaron el proceso, aun más largo, de cicatrización.

El Holandés había cargado a Lloyd y a Teddy en su coche, y con una Kathleen llorosa a su lado se había dirigido hasta la casa de un médico procesado por vender morfina. Con el rifle del Ho­landés apuntando a su cabeza, el doctor había examinado a Lloyd y había determinado que necesitaba una transfusión inmediata de libro y medio de sangre. El Holandés revisó el permiso de condu­cir y el carnet de identidad que había sacado del cuerpo de Teddy Verplank y ambos hombres habían resultado ser 0. El doctor llevó a cabo la transfusión con una centrifugadora improvisada para es­timular los latidos del corazón de Teddy mientras el Holandés re­petía una y otra vez al oído que anularía todos los cargos que pesaban contra él, sin parar en costes. Lloyd respondió favorable­mente a la transfusión de sangre y empezó a recuperar el conoci­miento mientras el doctor anestesiaba a Kathleen y le quitaba las costuras de tripa de gato que anclaban sus párpados a sus cejas. El Holandés no le dijo a Lloyd de dónde provenía la sangre. No quería que lo supiese.

Dejando a Lloyd y a Kathleen en casa del doctor, el Holandés trasladó los restos de Teddy Verplank a su última morada, un tra­mo de playa condenada que se sabía que estaba llena de toxinas industriales. Transportó el cadáver sobre una serie de vallas alam­bradas y se quedó observando cómo la marea envenenada lo arras­traba en medio de una pesadilla.

El Holandés se pasó la semana siguiente con Kathleen y Lloyd y convenció al doctor para que supervisara su recuperación física, la casa se convirtió en un hospital de dos pacientes, y cuando Kath­leen salió de su estado de sedación, le contó al Holandés cómo Teddy la había amordazado, se la había cargado a la espalda y la había transportado a través de las colinas de Silverlake en su camino hacia el enfrentamiento con Lloyd.

Él le dijo cómo las anotaciones en verso del calendario de Teddy Verplank le habían llevado hasta la presa de la central y que si Lloyd tenía que sobrevivir como policía y como ser humano iba a ser tarea de ella ser muy amable y nunca hablarle de Teddy. Kathleen asintió entre lágrimas.

El Holandés prosiguió diciendo que destruiría cualquier rastro oficial de Teddy Verplank, pero que sería cosa suya calmar los recuerdos henchidos de terror de Lloyd con amor.

—Con todo mi corazón —fue la respuesta de Kathleen.

Lloyd siguió delirando durante una semana. A medida que sus heridas físicas se cicatrizaban sus pesadillas fueron cediendo y gra­dualmente, entre las más tiernas caricias, Kathleen consiguió con­vencerle de que el monstruo había muerto y que de algún modo había vencido la misericordia. Colocando un espejo ante sus ojos, le contó hermosas historias y le hizo creer que Teddy Verplank no era su hermano, sino una entidad separada que había sido en­viada para cerrar los libros de toda la angustia de sus primeros cuarenta años. Kathleen era una buena narradora y, de un modo tenue, Lloyd empezó a creer en ella.

Pero mientras Kathleen recomponía la historia de Lloyd y Teddy, comenzó su propio terror. Su llamada a Silverlake Camera había causado la muerte de Joanie Pratt. Su reticencia a creer en Lloyd y a aplastar sus lastimosas ilusiones habían resultado en la des­trucción de una mujer pletórica de vida. La sentía en cada una de sus respiraciones. Cuando tocó el cuerpo devastado de Lloyd fue como una sentencia de muerte. El pesar lo constituía tener que escribir sobre ello. Era una sentencia en vida que no admitía me­dios de expiación.

Un mes después de la noche de walpurgis de Silverlake, Lloyd descubrió que era capaz de andar. El Holandés y Kathleen se ha­bían ido turnando en sus visitas diarias y el doctor, libre de car­gos, le había retirado ya la medicación contra el dolor. Pronto tendría que recuperar a su familia y enfrentarse a los inquisidores de Asuntos Internos, pero antes de hacerlo había un lugar que te­nía que visitar.

El taxi le dejó frente al edificio de ladrillo rojo de la calle Alva­rado. Lloyd abrió el cerrojo de la puerta y subió las escaleras, sin saber si quería que la peor de sus pesadillas fuera negada o confirmada. Fuera lo que viere, iba a determinar el curso del res­to de su vida, pero aún no lo sabía.

La sala de sus pesadillas estaba vacía. Lloyd sintió cómo sus esperanzas se desvanecían en el aire. No había sangre, ni fotogra­fías ni ramas de rosal. Las paredes habían sido pintadas de un inocente azul pálido. Las ventanas de los miradores estaban enta­blonadas. Ya nunca lo sabría.

—Sabría que vendrías.

Lloyd se volvió al escuchar aquella voz. Era el Holandés.

—He estado vigilando este lugar durante días —dijo—. Sabía que ibas a venir aquí antes de ponerte en contacto con tu familia o de reincorporarte al servicio.

Lloyd recorrió ligeramente los dedos sobre las paredes y dijo:

—¿Qué encontraste aquí, Holandés? Tengo que saberlo.

El Holandés sacudió la cabeza.

—No. Nunca. No vuelvas a preguntármelo jamás. Dudé de ti y estuve a punto de traicionarte, pero ya he hecho mi enmienda y no voy a contarte esto. Todo cuanto pude encontrar que perte­neciera a Teddy Verplank está ahora destruido. Nunca ha existi­do. Si tú, Kathleen y yo lo creemos así, tal vez entonces podremos vivir como gente normal.

Lloyd golpeó la pared con el puño.

—¡Pero tengo que saberlo! ¡Tengo que pagar por Joanie Pratt y ya no soy policía, así que tengo que descubrir lo que significa para saber lo que debo hacer! Tuve aquel sueño que sabe Dios lo que…

El Holandés se le acercó y le puso las manos sobre los hombros:

—Todavía eres policía. Hablé personalmente con el jefe, mentí, amenacé y me arrastré, y me costó mi ascenso y el mando de Asun­tos Internos. Tus problemas con Asuntos Internos nunca tuvieron lugar, igual que Teddy nunca existió. Pero estás en deuda conmi­go y vas a tener que pagar.

Lloyd se enjuagó las lágrimas de los ojos:

—¿Cuál es tu precio?

El Holandés dijo:

—Entierra el pasado y enfréntate a tu vida.

Lloyd averiguó la nueva dirección de Janice y tomó un avión a San Francisco a la noche siguiente. Janice había salido el fin de semana, pero las niñas se habían quedado con su amigo Geor­ge, y cuando atravesó la puerta, se abalanzaron sobre él hasta que estuvo seguro de que le habían magullado cada centímetro de su apaleado cuerpo. Por momentos, sintió pánico cuando le pidieron que les contara una historia, pero la fábula de la gentil poetisa y el policía las satisfizo hasta que estalló en un torrente de lágri­mas. Penny fue la única en aportar una conclusión. Abrazó con fuerza a Lloyd y le dijo:

—Me gusta esta nueva moda tuya de contar historias felices, papá. Picasso encontró su etilo avanzada su vida, y tú también puedes hacerlo.

Lloyd tomó habitación en un hotel cerca de la casa de Janice y pasó el fin de semana con sus hijas. Las llevó al zoo, al museo de historia natural y a los muelles de pesca. Cuando las dejó el domingo por la noche, George le dijo que Janice tenía un amante, un abogado especializado en impuestos, y que era con quien esta­ba pasando la noche. Por unos instantes, pensó en descargar su ira y arruinar aquel romance y apretó los puños en un acto refle­jo. Entonces el recuerdo de Joanie Pratt abortó sus pensamientos sangrientos. Lloyd besó a sus hijas y se despidió de ellas para re­gresar a su hotel. Janice tenía un amante y él tenía a Kathleen y no sabía lo que sentía, al margen de lo que todo aquello pudie­ra significar.

El lunes por la mañana, tomó un avión de vuelta a Los Ángeles y un taxi hasta Parker Center. Subió a pie hasta el sexto piso sin­tiendo cómo los músculos de alrededor de la herida de la ingle se estiraban y encogían. Pasarían semanas hasta que pudiera vol­ver a hacer el amor, pero cuando el viejo doctor traficante le die­ra el alta, cogería a Kathleen y pasaría con ella todos los fines de semana.

Los pasillos de la sexta planta estaban vacíos. Lloyd miró su reloj de pulsera y vio que eran las 10.30 de la mañana, la hora del descanso matutino. Sin duda, el Holandés debía haber cubier­to su prolongada ausencia con alguna escusa, así que por qué no reunirse con los demás.

Lloyd abrió la puerta del bar. Su cara se iluminó al contemplar aquella gran sala llena de hombres en mangas de camisa que to­maban café y donuts, que reían y hacían chistes e inocentes gestos obscenos. Se quedó junto al umbral de la puerta regocijándose en la imagen hasta que el estruendo se convirtió en un susurro. To­dos los presentes en la sala le estaban mirando y cuando se pusie­ron en pie y empezaron a aplaudir, miró en sus rostros y no vio sino amor y respeto. La sala se emborronó por sus lágrimas, mien­tras los gritos de «bravo» y los aplausos le hacían retirarse hacia el pasillo, derramar más lágrimas y preguntarse qué diablos signi­ficaba aquello.

Lloyd corrió hacia su despacho. Buscaba las llaves en el interior de su bolsillo cuando el oficial Artie Cranfield llegó junto a él y le dijo:

—Bienvenido, Lloyd.

Lloyd señaló hacia abajo, hacia la entrada, y se enjuagó las lá­grimas.

—¿Qué coño es todo esto, Artie? ¿Qué coño significa?

Artie lo miró sorprendido y luego precavido.

—No te hagas el loco, Lloyd. Corre el rumor por el departamen­to que tú aclaraste el caso del Carnicero de Hollywood. No sé có­mo empezó, preo todos los de Robos y Homicidios están convenci­dos de ello y también la mitad de la policía de Los Ángeles. Se dice que el Holandés Peltz se lo dijo en persona al jefe y que el jefe ordenó a los de Asuntos Internos que te dejaran enn paz por­que mantenerte en el departamento era el mejor modo de que tu­vieras cerrado el pico. ¿Quieres hacer el favor de contármelo todo?

Las lágrimas de desconcierto de Lloyd se convirtieron en lágri­mas de risa. Abrió la puerta del despacho y se secó las lágrimas con la manga.

—El caso lo solucionó una mujer, Artie. Una poetisa de izquierdas que detesta a la policía. Ríete de la ironía y disfruta de tu grabadora.

Lloyd cerró la puerta ante las narices de Artie. Cuando le oyó alejarse por el pasillo, refunfuñando, encendió las luces y contem­pló su cubículo. Todo estaba igual que la última vez que lo había visto, excepto por una rosa solitaria que había en una taza de ca­fé, sobre su mesa. Junto a la taza había una hoja de papel. Lloyd la tomó y leyó:

Querido Lloyd:

Las despedidas largas son terribles, así que seré breve. Ten­go que marcharme. Tengo que marcharme porque tú me has devuelto la vida y tengo que ver qué puedo hacer con ella. Te amo y necesito tu cobijo, y tú necesitas el mío, pero el lazo que nos une es de sangre y si seguimos juntos nos po­seerá y nunca tendremos la posibilidad de estar cuerdos. He dejado mi librería y mi apartamento (de cualquier modo, per­tenecen a mis acreedores y al banco). Tengo el coche unos pocos cientos de dólares en efectivo y me marcho, sin exce­so de equipaje, hacia lugares desconocidos. (Los hombres lo han hecho durante siglos.) Tengo muchas cosas en mente, mucho que escribir. ¿Te parece un buen título Penitencia por Joanie Pratt? Ella me pertenece y voy a darle lo mejor que tengo, y tal vez así sea perdonada. Me duelo por tu pasado, Lloyd, pero aún me duelo más por tu futuro. Has escogido segar lo repugnante y reemplazarlo con tu amor aplastante, y éste es un doloroso camino a seguir. Adiós. Gracias. Gra­cias. Gracias.

P. D.: La rosa es para Teddy. Si le recordamos, entonces nunca será capaz de hacernos daño.

Lloyd dejó el papel sobre la mesa y cogió la flor. La apoyó contra su mejilla y yuxtapuso la imagen con los arreos espartanos de su oficio. Un terror con perfume de rosa emergió junto a los armarios de archivos, junto a las órdenes de busca y captura, el mapa de la ciudad y todas las demás cosas de su despacho para producir una luz blanca y pura. Cuando las palabras de Kathleen transformaron la luz en música, grabó aquel instante en la más dura fibra de su corazón y se la llevó consigo.