CAPÍTULO DIECINUEVE

El acceso a la central eléctrica era una tortuosa carretera de dos carriles que terminaba en la base de una colina moteada de male­za y matorrales y emergía empinada desde la valla alambrada que encerraba las instalaciones del generador. Junto al lado izquierdo de la carretera había un sucio aparcamiento de coches, próximo a un cobertizo de herramientas que quedaba empotrado entre dos palos de los que colgaban potentes lámparas. Directamente sobre la cima de la colina había otra torre de luces de la que salían cables de alimentación que conectaban con los depósitos de agua de Silverlake, a medio kilómetro hacia el norte.

A las 11.30, Lloyd abandonó el parque a pie, jalonando el terri­torio a medida que subía por la ladera de la colina. Llevaba el 30.06 apoyado en el hombro y el Magnum 44 presionado contra la pierna. Sabía que desde que había tomado posición en la calle del parque, habían pasado seis coches en dirección norte hacia la carretera de acceso. Dos de ellos eran coches oficiales del departa­mento de agua y electricidad que, presumiblemente, se dirigían a las oficinas de la administración de la central. Los cuatro coches restantes habían regresado en el lapso de una hora, lo que quería decir que sus ocupantes se habían drogado o tumbado en la ladera de la colina y habían regresado a Los Ángeles. Lo que quería de­cir que Teddy Verplank había llegado a pie o estaba a punto de acceder.

Lloyd se encaminó hacia el norte por el borde de la carretera, rodeando la presa que empalmaba con la central. Cuando llegó a la última curva vio que había estado en lo cierto. Junto a la valla, al lado del cobertizo de herramientas, había dos coches apar­cados; ambos eran vehículos de la central eléctrica.

La presa terminó y tuvo que andar un tramo sobre el asfalto antes de poder escalar la colina y establecer el campo del duelo.

Caminaba despacio, explorando constantemente con la mirada su lado ciego. Si Verplank se encontraba en las inmediaciones, pro­bablemente estaba oculto en el grupo de árboles, junto a los co­ches aparcados. Miró su reloj: eran las once cuarenta y cuatro. Exactamente a las doce, dispararía contra aquellos árboles.

El asfalto se terminó y Lloyd comenzó a escalar la colina, avan­zando lentamente mientras sus pies pisaban montones de basuras. Vio una extensión de matorrales altos que emergían frente a él y sonrió al darse cuenta de que eran una buena posición. Se paró y se descolgó el 30.06 para revisar la escarpia y soltar los seguros. Todo estaba a punto y dispuesto para accionarse en una décima de seguros.

Lloyd se encontraba a escasos metros de su objetivo cuando so­nó un disparo. Dudó unos breves instantes y se tiró al suelo de cabeza en el mismo momento en que un segundo disparo le roza­ba en el hombro. Dio un grito y se aplastó contra el suelo a la espera de que un tercer disparo le indicara la dirección a la que apuntar. Sólo oyó el ruido de su pecho palpitante.

Una voz amplificada irrumpió en el aire.

—Hopkins, tengo a Kathleen conmigo. Ella tiene que escoger.

Lloyd rodó hasta quedar sentado y apuntó con su 30.06 hacia donde provenía el sonido de la voz. Sabía que Verplank era un sortílego capaz de asumir formas y voces y que Kathleen estaba a salvo en algún sitio, sumida en sus fantasías. Apretó su hombro ensangrentado, con gran dolor, en previsión del retroceso, y dis­paró un cargador entero. Cuando se desvanecieron los ecos de los disparos, unas risotadas le respondieron:

—No me crees, así que haré que me creas.

A continuación se oyeron una serie de chillidos infernales, que ningún sortílego era capaz de fingir. Lloyd musitó:

—No, no, no. —Hasta que volvió a resonar la voz electrónica.

—Tira tus armas al suelo y ven hasta aquí o ella morirá.

Lloyd tiró su rifle hacia la carretera y cuando estalló contra el asfalto, se puso en pie y se metió su magnum entre la espalda y el cinturón. Bajó la colina a trompicones sabedor de que él y su maligno contrincante iban a morir juntos sin que nadie sino aquella poetisa estridente escribiera su epitafio. Iba murmurando: «El conejo por el agujero, el conejo por el agujero», cuando una luz blanca le cegó y un martillo al rojo blanco le estalló justo debajo del corazón. Salió despedido de espaldas contra el polvo del suelo y rodó como derviche mientras la luz le perseguía. Se restregó la porquería y las lágrimas de la cara y se arrastró hasta el asfalto, contemplando cómo los reflejos de las farolas ilumina­ban gradualmente la figura de Teddy que agarraba a Kathleen junto a la caseta. Se rasgó la camisa empapada en sangre y se palpó el pecho. Entonces dobló su mano derecha y se tocó en la espal­da. Tenía un golpe frontal y una herida que le atravesaba el hom­bro. Tendría que espabilarse para matar a Teddy antes de morir desangrado.

Lloyd sacó su Magnum 44 y se tumbó en la pendiente con la mirada fija en las dos farolas del cobertizo. Tan sólo estaba en­cendido el foco superior. Teddy y Kathleen estaban exactamente debajo del palo, separados del cañón de su pistola por quince me­tros de polvo y maleza. Un tiro al foco y otro para volarle la cabeza a Teddy.

Lloyd apretó el gatillo. La luz estalló y se apagó en el preciso instante en que vio cómo Kathleen se liberaba de las garras de Teddy y caía el suelo. Se puso en pie y echó a correr sobre el asfalto con el arma extendida, sujetándose la temblorosa muñeca con la mano izquierda.

—¡Kathleen apaga el otro foco! —gritó.

Lloyd avanzó en la oscuridad. Una cortina rojinegra enmascara­ba todos sus sentidos y le envolvía como una mortaja hecha a medida. Cuando el foco se encendió, Teddy Verplank se encontra­ba a dos metros enfrente, dispuesto a recibir a su destino con un automático del 32 y un bate de béisbol claveteado.

Ambos hombres dispararon en el mismo instante. Teddy enco­gió el pecho y se echó hacia atrás al tiempo que Lloyd sentía que la bala le desgarraba la ingle. Su dedo presionó el gatillo, pero el retroceso mandó el rifle por los aires. Cayó sobre el asfalto y vio cómo los clavos del bate de béisbol centelleaban bajo la luz blanca a medida que Teddy se arrastraba hacia él.

Lloyd sacó su 38 recortado y lo sostuvo hacia arriba, esperando el momento en que podría ver los ojos de Teddy. Cuando Teddy se situó sobre él y el bate comenzaba a descender, y vio que los ojos de su hermano de sangre eran azules, apretó el gatillo seis veces. No se oyó sino el chasquido del metal contra metal y la sangre brotó de la boca de Teddy. Lloyd se preguntó cómo podía haber sucedido y si él mismo estaba muerto. Un segundo antes de perder la consciencia vio al Holandés Peltz que limpiaba la na­vaja que siempre llevaba pegada a sus botas de puntera metálica de patrullero.