CAPÍTULO DIECIOCHO

Kathleen conducía en zig-zag por las calles de Hollywood, sin destino, rumiando el descubrimiento de la grabadora con cánticos silenciosos en su mejor prosa. El policía y su teoría sobre el asesi­no ocupaban sus pensamientos hasta que se saltó un semáforo en rojo, derrapó en el cruce y estuvo a punto de no ver a un guardia y un grupo de niños que cruzaban la calle.

Paró el coche junto a la acera, temblando, y su acción literaria se vio ahogada por las bocinas de enojados conductores. Ahora ya no tenían sentido sus palabras. Lloyd Hopkins y sus conspira­ciones requerían ser desbancados en función de los hechos. La gra­badora era una prueba que requería la negación de pruebas supe­riores. Era el momento de visitar a un viejo compañero de escuela y dejar que hablara.

El Holandés observaba desde el fondo de la habitación cómo el teniente Perkins, el oficial al mando del escuadrón de Holly­wood, informaba a sus hombres sobre el caso del Carnicero de Hollywood:

—Nuestros coches patrulla y helicópteros van a impedir que este bastardo asesine de nuevo, pero vosotros, muchachos, vais a des­cubrir quién es. Los agentes del sheriff investigan los casos de Mor­ton y Craigie, y es posible que descubran algo. Un comisario que trabajaba en la Brigada Antivicio de Hollywood se voló la tapa de los sesos anoche, en su casa, y algunos de sus compañeros de brigada dijeron que estaba estrechamente relacionado con Craigie. El caso de Pratt lo lleva Robos y Homicidios de la central, lo que os deja a vosotros el trabajo, muchachos, de cazar a todo perverso, ladrón, drogadicto y todo malhechor que se sepa que hace uso de la violencia en el área de Hollywood. Utilizad vues­tros contactos, vuestros conocimientos y vuestros cerebros e infor­maros de los patrulleros. Utilizad cuanta fuerza juzguéis necesaria.

Los hombres se pusieron en pie y se encaminaron hacia la puer­ta. Cuando vio al Holandés, Perkins le llamó:

—Eh, jefe, ¿dónde diablos está Lloyd Hopkins ahora que real­mente le necesitamos?

Kathleen paró frente al edificio de ladrillo rojo de la calle Alva­rado. Vio un letrero de «Cerrado por enfermedad» colgado de la puerta principal y escudriñó a través de los escaparates de cristal. Al no ver otra cosa que cajas amontonadas y sumidas en la som­bra, se dirigió hacia el aparcamiento. Enseguida vio una furgoneta amarilla con una matrícula que ponía «P-O-E-T». Había apoyado la mano sobre la manecilla de la puerta trasera cuando la oscuri­dad la alcanzó y la acarició.

Lloyd esperó a que se hiciera de noche en el parque que queda­ba un kilómetro más abajo de la central eléctrica de Silverlake. Su coche estaba fuera del alcance de la vista de la calle, oculto tras el cobertizo de mantenimiento, con el 30.06 y el Magnum 44 en el maletero, cargados y a la espera. Sentado en un columpio para niños, que se estremecía bajo su peso, recompiló mentalmen­te una lista de las personas a las que amaba. Su madre, Janice y el Holandés encabezaban la lista, seguidos por sus tres hijas y las muchas mujeres que le habían proporcionado alegría y gozo. Apartando las lagunas de la memoria para sustentar los momen­tos de amor, pensó en sus compañeros de la policía, en los crimi­nales e incluso en la gente que había visto al pasar por la calle. Cuando más oscura se hacía la gente, más profundamente le inva­día su sentimiento de amor, y cuando llegó el ocaso y después la noche, Lloyd supo que si moría a la medianoche, de algún mo­do, viviría en los vestigios de la inocencia que habría salvado de Teddy Verplank.

Kathleen despertó de la oscuridad con los ojos abiertos y con un hedor químico y una pantalla de lágrimas como preludio a la visión. Intentó pestañear para enfocar la vista, pero sus párpados no se movían. Cuando vio que aunque quisiera cerrar los ojos con todas sus fuerzas no obtenía nada sino una inundación de lágri­mas ardientes, abrió la boca para gritar. Algún tipo de mordaza invisible la dejaba muda y retorció los brazos y pataleó con las piernas en busca de aire. Sus brazos permanecían fijos mientras los pies escarbaban sobre una superficie invisible y cuando se sa­cudía y debatía con todas las fuerzas de su entumecido cuerpo oyó un «sssh, sssh», y entonces algo negro y suave embadurnó su mi­rada, seguido de una luz intensa. No estoy sorda ni ciega, pero estoy muerta.

La visión de Kathleen se centró en una mesa baja de madera. Cuando forzó la vista vio con mayor claridad y vio que se encon­traba a pocos pasos de ella. Como si le respondiera, la mesa se movió con un ruido hasta donde ella pudo tocarla. Volvió a retor­cer los brazos, pero el dolor le paralizó los miembros entumeci­dos. Estoy muerta, pero no estoy cortada en pedazos.

Concentrando todos sus sentidos en los ojos, Kathleen miró fi­jamente hacia la mesa. La habitación se abrió ante su mirada gra­dualmente y la suavidad negra se acercaba y se alejaba de ella como el disparador de una cámara fotográfica, y cuando volvió la luz, la mesa estaba ante sus ojos, cubierta de muñecas de plás­tico con agujas clavadas en la ingle y enormes cabezas recortadas de fotografías en blanco y negro. Estoy en el infierno y éstos son mis compañeros de exilio.

Notó una cierta familiaridad con las cabezas fotografiadas y forzó su mente a ponerse en funcionamiento. Estoy muerta, pero puedo pensar.

Vio que las cabezas le pertenecían, de algún modo, que eran de alguien muy cercano a ella, de algún modo…

Los sentidos de Kathleen se dispararon. Sus brazos se contraje­ron y sus piernas se sacudieron hacia arriba, haciendo que la silla cayera al suelo. Estoy viva y éstas son las chicas de mi corte y el policía tenía razón y Teddy de la escuela va a matarme.

Unas manos invisibles recogieron la silla del suelo y le dieron la vuelta. Kathleen se retorció y hundió los tacones de sus zapatos en una suave alfombra blanca. Mis párpados están cosidos y mi boca amordazada, pero aún estoy viva.

Kathleen forzó sus ojos a mirar a los extremos alejados de la periferia, memorizando la pared que tenía en frente con la esperan­za de combinar la vista y el pensamiento en algo más. Cuando lo­gró asimilar lo que estaba viendo, empezó a sollozar y las lágrimas volvieron a dejarla ciega. Sangre, ramas de rosal, fotografías pro­fanadas y excrementos. El hedor la invadió de nuevo. Voy a morir.

Se oyó un zumbido. Kathleen lo siguió con la mente y con lo que quedaba de su visión. Vio una grabadora sobre una mesita de noche. Trató de chillar y sintió que la cinta que le amordazaba la boca empezaba a ceder. Si pudiera gritar

De la grabadora salieron unos suspiros tenues. Kathleen tomó aire por la nariz y lo expulsó con todas sus fuerzas. La cinta se escurrió contra su boca y se soltó con su labio inferior. El tenue suspiro se convirtió en una voz que canturreaba:

Sólo merezco amarte en verso,

De esparcir mi amor en las alas de un juramento;

Ellas te traicionaron y te desgarraron,

Te enterraron en el espanto;

Yo vengué el dolor de tu corazón dándoles muerte;

Y tú me traicionaste con

La placa uno-uno-cuatro

Dejaste que me hiriera y que te hiciera su ramera;

No puedo culparte, pero ésta noche debes escoger;

Con los ojos cosidos le verás perderse;

Yo siempre te amar… te amaré… te amaré.

La suave voz volvió a tornarse en un suspiro. Kathleen movió las cejas y sintió que las costuras de los bordes de sus párpados se aflojaban. Voy a matarle antes de que él me mate.

La grabadora se paró con un chasquido. La silla de Kathleen se alzó por los aires y dio la vuelta en un círculo perfecto. Gritó y sintió la vibración desmayada de su propia voz y luego vio a Teddy Verplank, vestido con un apretado chándal negro. Trató de pensar para evitar volver a chillar y desembarazarse prematura­mente de su mordaza. Se ha vuelto tan guapo. ¿Por qué los hom­bres de aspecto cruel son siempre los más hermosos?

Teddy colocó una hoja de papel frente a los ojos de Kathleen. Mordiéndose la lengua, ella leyó las palabras escritas: «Todavía no puedo hablar contigo. Voy a sacar un cuchillo y me haré un corte. No te haré daño con el cuchillo».

Kathleen movió la cabeza de arriba a abajo, comprobando la cinta con la punta de la lengua. Volvía a sentir sus propios pies y supo que llevaba puestos sus zapatos de puntera metálica. Bue­nos zapatos para dar patadas.

Teddy sonrió ante su reiterativa afirmación y dio la vuelta al papel. El reverso estaba cubierto de recortes de periódico descolo­ridos. La mirada de Kathleen los enfocó y cuando vio que los re­cortes daban informes detallados de asesinatos de mujeres se mor­dió las mejillas y leyó metódicamente las palabras de los artículos para ahogar un sollozo seco. Su terror se convirtió en furia y se mordió aún más fuerte hasta que su boca se llenó de sangre y saliva. Inspiró profundamente por la nariz y pensó: Lo voy a castrar.

Teddy dejó caer el papel al suelo y se bajó la cremallera de la parte superior de su traje deportivo y la dejó caer sobre su cin­tura. Kathleen contempló el torso masculino más perfecto que ha­bía visto en su vida, ensimismada en la perfección de sus múscu­los hasta que Teddy se giró, y sacó una navaja de sus espaldas. Se colocó la cuchilla frente al pecho y la hizo girar como una batuta para apuntar con la hoja hacia el área que quedaba debajo de su corazón. Cuando la incisión rompió en sangre, Kathleen re­torció los brazos, atados a los de la butaca, empujando con los codos, y sintió cómo las ligaduras de su mano derecha se soltaban por completo. Ahora. Ahora. Ahora. Por favor, Dios mío, permí­teme hacerlo ahora.

Teddy se limpió el torso con la mano y se plantó frente a Kath­leen, situando el pecho a la altura de sus ojos para susurrarle:

—Son las 10.30. Pronto tendremos que marcharnos. Estabas tan bonita con los párpados levantados. —Se volvió a frotar el pecho por vez segunda y Kathleen pudo ver que se había grabado las letras «K Mc» junto al pezón izquierdo. Estuvo a punto de chi­llar, pero se aguantó. Ahora.

Teddy se agachó aún más y le sonrió. Kathleen le dijo una bo­fetada y una patada con ambas piernas a la vez, alcanzándole en la entrepierna. Liberó su mano derecha por completo y se precipi­tó hacia adelante, con lo que la silla volcó al mismo tiempo que Teddy se estampaba contra el suelo. Ella gritó y siguió dando pa­tadas, apuntando al estómago de Teddy. Él soltó el cuchillo, gi­mió y se limpió la sangre de los ojos. Kathleen se abalanzó con todo su cuerpo y agarró el cuchillo con la mano que tenía libre al tiempo que se agarraba al cuerpo de Teddy con la pierna dere­cha para así poder clavarle el arma. Él se retorció, sacudió los brazos a ciegas. Kathleen empuñó el cuchillo en trayectoria directa hacia su abdomen, pero Teddy reculó y el cuchillo cortó el aire. Ella volvió a intentarlo y esta vez el arma se clavó en la alfombra. Teddy se levantó sobre sus rodillas y cogió un martillo para lan­zárselo. Kathleen se liberó los dientes para morderle mientras el golpe de martillo se dirigía hacia su cabeza. Cuando el martillo hizo contacto, gritó y probó el sabor de la sangre. Después, se produjo una oscuridad palpitante y roja.

El Holandés miró el reloj de la sala de mando en el momento en que daban las once. Miró a través de la puerta y vio al oficial de guardia sentado ante su mesa. El oficial alzó la vista, dejó a un lado el teléfono y gritó:

—Todavía no hay nada, jefe. He contactado con veintitrés de los treinta y uno. El resto no contesta ni tiene contestador auto­mático. No hay nada ni remotamente sospechoso.

El Holandés asintió brevemente a modo de respuesta.

—Siga intentándolo —le dijo, y salió hacia el aparcamiento. Al­zó la mirada hacia el oscuro cielo y vio los rayos cruzados de las luces de los helicópteros por encima de formaciones bajas de nu­bes y de los rascacielos de Hollywood. Salvo los pocos oficiales de guardia de las comisarías, todos los agentes de la división de Hollywood se encontraban en la calle, bien fuera a pie o en co­ches patrulla, armados hasta los dientes y dispuestos a vencer. Ha­ciendo rodar un dado imaginario, el Holandés calculó las probabi­lidades de que se produjesen tiroteos accidentales, debido al posi­ble exceso de los policías. Como Lloyd todavía seguía sin aparecer y no tenía ninguna pista sobre sus andanzas, descubrió que no le importaba. La sangre flotaba en el aire y la lógica prevaleciente de la noche habría de ser la rectitud nihilista. Había estado repa­sando el archivo del registro de arrestos de Lloyd del tiempo que había pasado en la división de Hollywood y no había encontrado indicador alguno que apuntara a un posible trauma susceptible de haber emergido al punto de combustión. Había llamado a cada una de las novias de su amigo de cuyo nombre había podido acor­darse. Nada. Lloyd era o bien culpable o inocente, pero no estaba en ninguna parte. Y si Lloyd no estaba en ninguna parte luego, él, el capitán Arthur Peltz, era un peregrino espiritual que había ido a La Meca y se había encontrado la irrecusable evidencia de que la vida era una mierda.

El Holandés volvió a entrar en la comisaría. Se encontraba en las escaleras, a mitad del camino hasta su oficina, cuando llegó corriendo el oficial de guardia.

—Tengo una respuesta a su APB, capitán. Sólo un vehículo. He escrito la dirección.

El capitán agarró el papel que le tendía el oficial, corrió escale­ras abajo hasta el mostrador y releyó frenéticamente la lista de entrevistas de Lloyd. Cuando vio que Alvarado n? 1893 aparecía en ambas hojas, profirió:

—¡Llame a los oficiales que han llamado para el boletín y díga­les que reúnan una patrulla, esto es cosa mía!

El oficial asintió con la cabeza. El Holandés corrió hacia su des­pacho y cogió su bomba Ithaca. Lloyd era inocente y había que acabar con un mostruo.