CAPÍTULO DIECISIETE

Figuras ataviadas con levita, que portaban crucifijos hechos con cuchillas, le perseguían por un campo abierto. En la distancia, una gran casa de piedra centelleaba bajo el brillo de un punto de luz blanca. La casa estaba rodeada de rejas de hierro engarzadas por claves musicales, y supo que si conseguía llegar a la verja y ro­dearse de aquel sonido benevolente, estaría a salvo del ataque de los asesinos de las cruces.

La verja explotó cuando la tocó con la mano, lanzándole a tra­vés de barreras de madera, cristal y metal. Ante sus ojos empeza­ron a centellear jeroglíficos, copias de computador que se contor­sionaban en forma de miembros rotos y le bombardeaban a través de una última barrera de luz roja intermitente que conducía a la habitación amueblada rodeada de miradores. Las paredes estaban cubiertas de fotografías descoloridas y ramas secas de rosal. Mien­tras se iba acercando vio que las fotos y las ramas formaban una puerta que podía abrirse. Deseaba entrar en un trance completa­mente negro cuando una sucesión de cruces se abalanzó sobre él y le clavó en la pared. Las flores y las fotografías descendieron sobre su cabeza.

Lloyd se despertó de una sacudida y sus rodillas golpearon el cuadro de mandos del coche. Estaba amaneciendo. Miró a través de la ventana y vio una calle de Silverlake que le resultaba algo familiar, luego contempló su rostro macilento en el espejo retrovi­sor y volvió a la realidad: Haines, Verplank y la espera que había planeado en la esquina de Silverlake Camera. La anfetamina ha­bía bajado y, combinada con su tensión nerviosa, le había dejado fuera de combate. El asesino se encontraba una manzana más aba­jo, durmiendo. Era el momento.

Lloyd recorrió la calle Alvarado a pie. La calle estaba comple­tamente vacía y del edificio de ladrillo rojo que albergaba la tien­da de fotografía, no salía ninguna luz. Recordó que el registro de automóviles decía que la dirección del negocio y de la vivienda eran la misma y miró fijamente hacia las ventanas del segundo piso para después revisar el aparcamiento que había en la puerta de al lado. El Dodge furgoneta de Verplank, así como el Datsun, estaban aparcados el uno junto al otro.

Lloyd rodeó el callejón que conducía a la parte trasera del edifi­cio. Había una escalera de incendios que conducía a una puerta metálica en el segundo piso. La puerta parecía impracticable desde el exterior, pero a un metro a su derecha había una ventana sin persianas con un amplio alféizar de ladrillo. Era el único acceso posible.

Lloyd dio un salto y se agarró al último travesaño de la salida de incendios. Sus manos se agarraron al hierro y se izó hasta los escalones. Cuando llegó al rellano del segundo piso, empujó con cautela la puerta de hierro. No había manera, estaba cerrada con llave desde el interior. Lloyd echó un vistazo a la ventana y luego se subió a la barandilla y se pegó a la pared. Se agarró al alféizar y de un tirón se subió a él y se asió al marco de la ventana para no caerse. Cuando los latidos de su corazón se hubieron calmado y fue capaz de pensar, miró a través de la ventana y vio que daba a una pequeña habitación, sumida en la oscuridad, que estaba lle­na de cajas de cartón… Si lograba entrar, podría llegar hasta el apartamento de Verplank sin despertarle.

Agazapado en el alféizar, Lloyd vio un agarradero en el extre­mo inferior de la ventana y tiró de él. La ventana se abrió con un crujido y él se deslizó en el interior de aquel cuarto trasero que olía a productos químicos y a humedad. Al otro lado del cuartito había una puerta. Lloyd sacó su pistola del 38 y abrió la puerta, que daba a un pasillo cubierto de moqueta. Empuñó su arma co­mo si fuera un buscador y se deslizó por el pasillo hasta encontrar una puerta abierta.

Se pegó contra la pared y estiró el cuello para mirar en el inte­rior. Era un dormitorio vacío, con la cama perfectamente hecha. En las paredes había reproducciones de obras de Picasso y una puerta que comunicaba con el cuarto de baño. El silencio era ab­soluto.

Lloyd entró de puntillas en el cuarto de baño: porcelana blanca e inmaculada, accesorios de latón pulido. Junto al lavabo había una puerta medio abierta. Miró a través de la rendija y vio unos escalones que debían conducir al piso de abajo. Empezó a bajar los escalones muy despacio y con el brazo en el que llevaba el arma extendido en toda su longitud, y el dedo en el gatillo.

Los escalones se terminaban en la parte trasera de una habita­ción amplia llena de material fotográfico. Lloyd sintió cómo su cuerpo cargado de tensión daba un respiro de alivio. Verplank no estaba, lo sentía.

Inspeccionó la tienda y vio que tenía el mismo aspecto que to­das las tiendas de fotografías: un mostrador de madera, cámaras fotográficas ordenadas en estantes de vidrio y niños sonrientes y animales juguetones que le contemplaban desde las paredes.

Moviéndose en silencio, volvió a subir las escaleras, preguntán­dose dónde debía haber pasado la noche Verplank y por qué no se había llevado uno de sus coches.

El segundo piso seguía estando igual de silencioso que antes. Lloyd atravesó el cuarto de baño y el dormitorio y recorrió el re­cibidor hasta una puerta de roble ornamentada. La abrió con el cañón de su pistola y profirió un grito. La pared de enfrente esta­ba formada por miradores de forma triangular. Las paredes late­rales estaban cubiertas de enormes fotografías de Haines y de Craigie, interpoladas con ramas de rosal pegadas con cinta adhesiva y todo el collage tiznado de trazos de sangre seca.

Lloyd recorrió las paredes en busca de detalles que le indicaran que su sueño había sido falso, una mera coincidencia, cualquier cosa menos lo que no quería que significara. Vio semen seco so­bre las fotografías, encostrado sobre las zonas genitales de Craigie y Haines, y la palabra «Kathy» escrita en sangre. Debajo de las fotografías había pequeños agujeros en la pared, se veían marcas de uñas y mordiscos.

Lloyd volvió a gritar. Corrió a lo largo del pasillo y atravesó de nuevo el dormitorio y el cuarto de baño para bajar al piso de abajo. Cuando llegó a la planta baja tropezó con un montón de cajas de cartón y salió precipitadamente por la puerta princi­pal. Si su sueño había sido verdad, entonces sería la música que le salvaría. Atravesó corriendo la calle Alverado sin mirar el tráfi­co y se precipitó hacia la esquina en la que se encontraba su co­che. Arrancó el motor y puso la radio en marcha, que captó el final de un anuncio publicitario. Sus colores y texturas mentales volvían a la normalidad cuando le asaltó una voz alarmada:

—El Carnicero de Hollywood se ha cobrado su tercera víctima en veinticuatro horas, y la policía se está preparando para la caza humana más importante de la historia de Los Ángeles. La noche pasada fue descubierto, en su casa de Hollywood, el cadáver de una actriz-cantante de cuarenta y dos años, Joan Pratt. El tenien­te Walter Perkins de la División de Hollywood del departamento de policía de Los Ángeles y el capitán Bruce Magruder de la ofici­na del sheriff de Hollywood oeste sostienen esta mañana una con­ferencia de prensa en Parker Center para discutir la caza del asesi­no y aconsejar a la población del área de Hollywood sobre las medidas de seguridad necesarias para desconcertar al asesino o ase­sinos. El capitán Magruder ha informado esta mañana a los perio­distas de que tanto la oficina de sheriff como el Departamento de Policía han hecho el mayor despliegue de fuerzas policiales en las calles en un esfuerzo por atrapar al asesino. Creemos firme­mente que la locura de este individuo está llegando a su límite y que pronto intentará matar de nuevo. A lo largo de las áreas de Hollywood y Hollywood oeste habrá patrullas de a pie. Nues­tros esfuerzos no cesarán hasta que se haya atrapado al asesino. Nuestras fuerzas al completo están siguiendo todas las pistas posi­bles. Mientras tanto, recuerden: este asesino ha matado tanto a hombres como a mujeres. Solicito a todos los habitantes de Holly­wood que esta noche no, repito, no la pasen solos. Busquen com­pañía, por su propia seguridad. Seguiremos…

Lloyd empezó a sollozar. Apagó la radio de una patada y sacó la caja metálica del tablero de mandos para tirarla por la ventana. Joanie había muerto. Su genio se había convertido en una puerta para un canal telepático. Él podía leer los pensamientos de Teddy y Teddy los suyos. Aquel sueño y la muerte de Joanie; una lógica que desafiaba los lazos fraternos y que engendraría más y más horror, un horror que sólo tocaría a su fin con la muerte de su maligno gemelo simbiótico. Miró el espejo retrovisor y vio el re­trato de Teddy Verplank en el anuario del colegio. La transforma­ción sobrehumana era completa. Lloyd dirigió su coche hacia el viejo barrio para decirle a su familia que su etnia irlandesa protes­tante era un billete sin vuelta al infierno.

El Holandés Peltz estaba sentado en su oficina de la comisaría de Hollywood con una copia Polaroid de un hombre y una mujer desnudos en sus manos.

Puesto que se había negado a hacer cargos, los oficiales de Asun­tos Internos que investigaban a Lloyd le habían estado importunando en un intento de encontrar otras perfidias que pudieran ser sacadas a la luz para contrarrestar la amenaza de Lloyd de con­tarlo todo a los medios de comunicación. No tenían ni idea de que el detective más brillante del Departamento de Policía había tenido relaciones íntimas con Joan Pratt, la tercera víctima del Car­nicero de Hollywood. Aquella fotografía constituía una evidencia suficiente como para acabar con la carrera de Lloyd, en el mejor de los casos, o para que le procesaran.

El Holandés se dirigió hacia la ventana y miró al exterior, pen­sando que tal vez él también había sentenciado ya sus mejores años. Su negativa a presentar los cargos le costaría el mandato de Asun­tos Internos, y si alguien descubría que había ocultado la fotogra­fía y su conocimiento de la llamada anónima que mencionaba el nombre de Lloyd, le llevarían ante un juicio departamental y su­friría la ignominia de un posible proceso criminal. El Holandés tragó saliva y se formuló a sí mismo la única pregunta que tenía sentido. ¿Era Lloyd un asesino? ¿Era su protegido-mentor-hijo un asesino brillantemente disfrazado por el manto del genio? ¿Era un esquizofrénico, un monstruo de doble personalidad académicamente identificable? No podía ser.

Aun así, había una línea narrativa lógica que apuntaba a un «tal vez». El comportamiento errático de Lloyd a lo largo de los años, sus obsesiones recientes con las mujeres asesinadas, su com­portamiento en la fiesta. Él mismo lo había visto con sus propios ojos. Si conectaba con la experiencia traumática de la deserción de su mujer y sus hijas, la llamada de Kathleen McCarthy, aque­lla llamada anónima, el cadáver de Joan Pratt y aquella fotogra­fía y…

El Holandés no fue capaz de completar sus pensamientos, miró el teléfono. Podía llamar a Asuntos Internos y salvar su propia piel, condenando a Lloyd, pero tal vez salvando vidas inocentes. Podía no hacer nada o bien seguir la pista de Lloyd por sus pro­pios medios. Aquella noche de insomnios, ocupada por la imagen del cadáver de Joan Pratt, le había hecho pensar en sus opciones. Entonces el Holandés volvió a formularse la única pregunta que tenía sentido: ¿Qué importaba más? Cuando la palabra «Lloyd» resonó en su mente, rasgó la fotografía. Solucionaría el caso él mismo.

Cuando llegó a la vieja casa de estructura de madera de la es­quina de Griffith Park y St. Elmo, Lloyd fue directo al ático, a aquel tesoro de antigüedades que llevaba allí treinta y dos años. Trazó dibujos sobre las superficies de palisandro cubiertas de pol­vo y se maravilló de la perspicacia de su madre. Nunca había ven­dido aquellos muebles porque sabía que un día su hijo iba a nece­sitar comulgar con el pasado que había formado su carácter. Lloyd sintió que otra mano descansaba sobre la suya, guiándole en su obra de arte. La mano le forzaba a dibujar calaveras y lanzas. Dio un último vistazo a su pasado y su futuro y descendió escale­ras abajo para despertar a su hermano.

Mientras Lloyd permanecía en pie junto a él, Tom retiraba los recuadros de hierba sintética que cubrían la tierra que rodeaba la caseta de material electrónico de su padre. Cuando puso el descu­bierto la tierra emitió un sollozo, y Lloyd le dio una pala y le dijo:

—Cava.

Él obedeció y en pocos minutos extraía unas cajas de madera llenas de escopetas y un baúl de viaje que contenía pistolas y rifles automáticos. Sorprendido de ver que el armamento estaba perfec­tamente engrasado y dispuesto para su uso, Lloyd miró a su her­mano y sacudió la cabeza:

—Te he desestimado, hermano.

—Vienen malos tiempos, Lloyd. Tengo que reunir todos mis tras­tos —respondió Tom.

Lloyd metió los brazos en el agujero y extrajo una bolsa de plás­tico reforzada llena de Magnums de calibre 44 envueltos uno por uno. Se quedó con uno y se lo puso en su pistolera.

—¿Qué más tienes? —le preguntó a Tom.

—Tengo una docena de A. K. del 47, cinco o seis de cañón re­cortado y un cargamento de municiones.

Lloyd dio una palmada con ambas manos en los hombros de su hermano y le obligó a arrodillarse.

—Dos cosas, Tommy —le dijo—, y nuestros asuntos quedarán claros. Una, cuando reúnas todos tus trastos, no tendrás más que esto: un buen montón de trastos. Dos, sigue teniéndome miedo y sobrevivirás.

Lloyd cogió un Remington 30.06 y un puñado de balas. Tom sacó de su bolsillo una petaca de bourbon y se tomó un buen tra­go. Cuando le ofreció la botella, Lloyd sacudió la cabeza negati­vamente y alzó la vista hacia la ventana de la habitación de su madre. Un instante después apareció la silueta de la anciana mu­da. Lloyd supo que ella sabía que estaba allí y había venido a ofrecerle su silencioso adiós. Le sopló un suave beso y se dirigió hacia el coche.

Todo lo que quedaba por hacer era decidir el momento y el lugar.

Condujo el coche hasta una cabina telefónica y marcó el núme­ro de Silverlake Camera. La llamada recibió respuesta tras el pri­mer timbrazo, como ya sabía que ocurriría.

—Silverlake Camera de Teddy, ¿en qué puedo servirle?

—Soy Lloyd Hopkins. ¿Estás dispuestoa morir, Teddy?

—No, todavía me queda mucho por vivir.

—No más inocentes, Teddy. Me has estado esperando todos es­tos años. Estoy dispuesto, pero no hagas daño a nadie más.

—Sí. Solos tú y yo. ¿Mano a mano?

—Sí. ¿Quieres escoger el momento y el lugar, muchacho?

—¿Sabes dónde está la central eléctrica de Silverlake?

—Sí, es una vieja amiga.

—Nos veremos allí a medianoche.

—Allí estaré. —Lloyd colgó el teléfono mientras imágenes de muerte inundaban su mente.

Kathleen se levantó tarde y se preparó un café. Miró a través de la ventana para apreciar el crecimiento de sus margaritas y vio que alguien las había pisado. Pensó en los chiquillos del barrio, pero entonces vio una enorme huella de zapato en la tierra y sin­tió que sus estratagemas para apartar de su mente al policía loco se unificaban alrededor de una única amenaza. En vez de dedicar el día, como había planeado a abrir la tienda y revisar su material de trabajo, escribiría un epitafio para el traidor amor de sus sue­ños, consignándole a la villanía de los hombres débiles y obsesio­nados por la violencia. Se enfrentaría el sargento Hopkins de frente y le derrotaría.

Después de tomarse el café, Kathleen se sentó ante su escritorio. Las palabras fluctuaban por su mente, pero se negaban a conec­tarse. Pensó en fumarse un porro para hacer que las cosas funcio­naran, pero rechazó la idea. Era demasiado temprano para recom­pensarse. Sintió que su determinación y su resistencia se hacían a un tiempo más profundas. Se dirigió hacia la entrada principal y contempló la mesa que había sobre la caja registradora. Sobre ella se encontraban sus propios libros, los seis que había publica­do, dispuestos en círculo.

Kathleen empezó a recorrer las páginas en que se encontraban sus propias frases, en busca de viejos modos de decir cosas nue­vas. Encontró pasajes en los que se deploraban las jerarquías mas­culinas, y ácidos retratos de hombres que buscaban refugio, pero vio que el tema real era su propia búsqueda de afecto. Cuando vio que su más odiosamente correcta prosa perfilaba la redención de las flores encarnadas, sintió desvanecerse su nostalgia narcisista. Sus seis volúmenes de poesía le habían hecho ganar mil cuatro­cientos dólares en derechos y nada en royalties. Los derechos de Castidad de cuchillo y Notas desde el reino de nadie le habían permitido pagar su extensa factura de la tarjeta Visa, que pronto agotó y tuvo que volver a pagar el año siguiente con los derechos de Quietud en Hollywood. Mirada al abismo, Womanwold y Skir­ting the void, le habían asegurado su librería que ahora estaba rozando el borde de la bancarrota. Con los restantes volúmenes se había financiado un aborto y un viaje a Nueva York, donde su editor se había emborrachado y le había metida mano bajo la falda en el Russian Tea Room.

Kathleen corrió hacia su dormitorio y sacó sus pétalos de rosa enmarcados. Los llevó a su tienda-sala de estar y los lanzó contra las paredes, mientras el estruendo de los cristales al romperse y los estantes cayéndose ahogaron las obscenidades que profirió en voz de grito. Cuando los detritus de los dieciocho últimos años de su vida hubieron destrozado la habitación, se enjuagó las lágri­mas y se rodeó en el panorama de destrucción: los libros yacían muertos en el suelo, los cristales rotos emitían destellos desde la alfombra y el polvo de la masilla de los cuadros caía como una cascada. El simbolismo oculto era la perfección.

De repente, Kathleen vio que algo andaba mal. Desde una zona desgarrada del cielo raso colgaba un largo cable de goma negra. Se acercó a él y lo arrancó, tirando del tendido cubierto de masi­lla que se extendía por toda la habitación. Cuando llegó al final del cable, apareció un diminuto micrófono. Recogió el cable y vol­vió a tirar por segunda vez. El extremo opuesto conducía a la puerta principal. Abrió la puerta y vio que el cable subía hasta el tejado, oculto por las ramas del eucaliptus que daba sombra al porche.

Kathleen cogió una escalera de mano, la plantó en el suelo jun­to al árbol y siguió el trayecto del cable tejado arriba. Vio que en la cima del tejado había sido fijado con una fina capa de al­quitrán. Se agachó en cuclillas, sacó el cable y dejó que le dirigie­ra hasta un amontonamiento de papel alquitranado cubierto de go­ma laca en hojuelas. Tiró de la cuerda por última vez y el papel alquitranado se desgarró. Cuando lo miró de cerca vio una graba­dora envuelta en plástico transparente.

En el Parker Center, el Holandés se disponía a mirar en el es­critorio de Lloyd, deseoso que los de Asuntos Internos no lo hu­biesen dejado limpio. Si podía encontrar cualquiera de los infor­mes de Homicidios con los que Lloyd había trabajado, tal vez se podría formar una hipótesis de la que partir.

El Holandés rebuscó entre los cajones, abriendo los cerrojos con una navaja que siempre llevaba en su pistolera. No encontró nada sino lápices, sujeta-papeles y tarjetas. Cerró los cajones de golpe y forzó las cerraduras de los armarios de archivo. Nada. Los bui­tres de Asuntos Internos habían llegado antes.

Vació la papelera y buscó entre notas ilegibles y envoltorios de bocadillos. Estaba a punto de abandonar cuando vio una hoja fotocopiada y arrugada. La acercó a la luz y vio que era una lista de treinta y un nombres y direcciones en una columna y una lista de tiendas de material electrónico en la otra. Su corazón dio un pequeño brinco; tenía que tratarse de la lista de «sospechosos» de Lloyd, los hombres que había querido que sus oficiales interroga­ran. Era poca cosa, pero al menos era algo.

El Holandés regresó a la comisaría de Hollywood. Le tendió la lista al oficial de guardia y le dijo:

—Quiero que llame a todos los hombres de esta lista. Hágalo pasar por un interrogatorio de rutina y hágame saber quiénes mues­tran reacciones de pánico. Voy a salir, pero le iré llamando.

Desde su despacho, el Holandés llamó a casa de Lloyd. Tal co­mo esperaba, no obtuvo respuesta. Durante toda la noche, había estado llamando en vano cada media hora y ahora resultaba bas­tante obvio que Lloyd se había marchado. ¿Pero hacia dónde? O bien se estaba escondiendo de los de Asuntos Internos o había sa­lido a la caza de su asesino real o imaginario. También debía de…

Incapaz de completar el pensamiento, el Holandés recordó que Kathleen había mencionado en la fiesta que su librería se encon­traba entre las calles Yucca y Highland. La noche pasada había denunciado a Lloyd, presa del miedo, pero tal vez sabía por dón­de andaba. Lloyd siempre andaba detrás de las mujeres cuando tenía problemas.

Cogió su coche y fue hasta Yucca y Highland, parando frente a la Bibliófila Feminista. De inmediato se dio cuenta de que la puerta estaba entreabierta y que el porche estaba lleno de cristales rotos.

Sacó su pistola y entró en la casa. El suelo estaba cubierto de montones de cristales rotos, papiros y libros. Entró en la cocina y después en el dormitorio. No había más rastros de destrucción, sólo la presencia de una cartera de cuero sobre la cama.

El Holandés abrió la cartera y miró el contenido. El dinero y las tarjetas de crédito estaban intactos. Cuando encontró más di­nero y el permiso de conducir de Kathleen y los papeles del coche dentro de un monedero de piel de becerro, agarró el teléfono y marcó en número del oficial de guardia de la comisaría.

—Soy Peltz —dijo—. Quiero que se abra un expediente. Kath­leen Margaret McCarthy, mujer de raza blanca, 1,75 m de estatu­ra y 60 kilos de peso. Pelo y ojos castaños. Fecha de nacimiento, 21/11/46. Tiene un Volvo 1200 beige de 1977, matrícula LQM957. Que la detengan sólo para interrogarla. No la fuercen. Esta mujer no es sospechosa. Quiero que la traigan a mi despacho.

—¿No es un poco irregular todo esto, capitán? —dijo el oficial.

—Cállese y abra el expediente —dijo el Holandés.

Después de recorrer sin éxito las manzanas que rodeaban a la librería en busca de Kathleen y su coche, el Holandés empezó a sentirse como un Judas acorralado que se arrepentía. Sabía que el único antídoto era el movimiento. Cualquier destino era mejor que ningún destino.

Se dirigió hacia Silverlake. Llamó a la puerta de la vieja casa a la que había acompañado a Lloyd tantas veces, con la vaga es­peranza de encontrar respuesta a sus preguntas. Sabía que los pa­dres de Lloyd eran muy ancianos y que vivían en silenciosa sole­dad. Como nadie acudía a abrir la puerta, rodeó la casa hasta el patio trasero.

Miró por encima de la valla y vio a un hombre abocado a una botella de whisky y ondeando una gran escopeta frente a él. Se quedó completamente quieto y recordó las historias que le contaba Lloyd sobre su hermano loco. Contempló aquel triste espectáculo hasta que Tom dejó caer al suelo la escopeta y se agachó frente a un paquete que tenía a su lado para extraer una metralleta.

El Holandés boqueó cuando vio a Tom blandiendo el arma, com­pletamente borracho y murmurando:

—El maldito Lloyd no sabe una mierda. El idiota no sabe cómo enfrentarse a los perros negros, pero yo sí sé. El maldito Lloyd cree que puede joderme, pero no sabe la que le espera.

Tom soltó la ametralladora y cayó al suelo al mismo tiempo. El Holandés sacó su pistola y se escurrió a través de un boquete de la valla. Reptó a lo largo de las paredes de la casa y saltó sobre Tom, apuntándole a la cabeza con la pistola.

—Quieto —le dijo cuando Tom le miró incrédulo.

—Lloyd se ha llevado mis cosas —dijo—. Nunca quiso jugar conmigo. Se ha llevado mis mejores cosas y aun así no quiere ju­gar conmigo.

El Holandés divisó un gran agujero en el suelo, junto a él. Mi­ró en el interior y vio los cañones recortados de media docena de rifles que apuntaban hacia él. Dejó a Tom sollozando en el suelo y regresó corriendo junto a su coche. Agarró el volante y él mismo sollozó, rogándole a Dios que le diera los medios para acusar a Lloyd con piedad o absolverle con amor.