Teddy Verplank se encontraba en el interior de su coche, aparcado al otro lado de la calle frente a Teddy’s Silverlake Camera, esperando la llegada del coche de policía sin matrícula. En pocos minutos, tras aquella increíble llamada, había metido el equipo completo de sus herramientas de consumación en una bolsa de lona y había cogido su coche de salvaguardia, sin registrar, dispuesto para el combate cuerpo a cuerpo que decidiría su destino. De algún modo, bien por casualidad o por intervención divina, se le había concedido la oportunidad de luchar por su amada Kathy. La antorcha se la había pasado la misma Kathy en persona y estaba a punto de completarse una alianza de más de dieciocho años. Pensó en el armamento que ahora se encontraba en el maletero de su coche: una pistola de calibre 32 con silenciador, una carabina M-l del 30, un hacha de bombero de doble filo, un Derringer de seis disparos, y un bate de béisbol claveteado. Contaba con toda la tecnología y el amor necesarios para que funcionara.
El coche apareció dos horas después de la llamada. Teddy vio cómo un hombre de elevada estatura salía de él e inspeccionaba el escaparate de la tienda, cómo recorría la fachada a lo largo y miraba a través de las ventanas. El hombre parecía estar saboreando el momento, recogiendo información instintiva para luego utilizarla contra él. Teddy empezaba a disfrutar de su primer contacto con su rival cuando el hombre entró precipitadamente en su coche, dio una vuelta en redondo y se dirigió hacia el sur por Alvarado.
Teddy inspiró profundamente y le siguió, alcanzando al coche en el cruce de Alvarado y Temple y manteniendo una distancia discreta, mientras se dirigía en dirección oeste hacia la autovía de Hollywood. Cuando llegó a la rampa de entrada, el Matador aceleró a todo gas y entró en el carril central. Teddy le siguió a continuación, con la seguridad de que el policía estaba tan ensimismado en sus pensamientos que no se daría cuenta de que le seguían.
Diez minutos más tarde, el Matador salía por el Paso de Cahuenga. Teddy dejó que dos coches pasaran entre el suyo y el Matador, controlando a un tiempo la carretera y la larga antena de radio de su rival. Recorrieron las colinas que rodeaban el área de Hollywood. Teddy vio cómo el coche de policía paraba abruptamente frente a un pequeño chalet. Paró junto a la acera, varias casas más abajo, y se asomó silenciosamente por el lado del pasajero para observar cómo su policía-adversario subía los escalones del porche y llamaba a la puerta del chalet.
Un momento después, una mujer abrió la puerta y exclamó:
—¡Sargento! ¿Qué te trae por aquí?
La voz que respondió era ronca y tensa.
—No te vas a creer lo que ha pasado. Yo mismo no sé si puedo creérmelo.
—Cuéntame —dijo la mujer, cerrando la puerta tras de ambos.
Teddy volvió a incorporarse y se dispuso a esperar en el interior del coche, sopesando el oscuro aspecto práctico de su situación. Sabía que tenía que tratarse de una venganza emprendida por un solo hombre, el detective sargento Lloyd Hopkins, o de lo contrario se habría topado antes con la policía. Tenía que ser que el tal Hopkins deseaba a Kathy para sí y estaba dispuesto a llevar a cabo el debido proceso para conseguirla.
Reconfortado por el conocimiento de que las fuerzas lanzadas contra él consistían en un solo hombre, formuló un plan para su eliminación y pensó en las circunstancias que le habían conducido hasta aquel punto.
El día después del 10 de junio de 1964, lo había pasado reagrupando su arte y observando el amotinamiento de la corte de Kathy.
Su inicial afrenta contra sus violadores se había convertido en una validación trágica de su arte; había pagado con sangre con su poesía y ahora era el momento de tomar su conocimiento sangriento y salir en busca de las estrellas. Pero las páginas que había llenado eran pomposas y huecas, tímidas y obsesionadas por la forma. Y estaban completamente subordinadas al drama que había tenido lugar en el seno de la corte: una traición tan brutal que sabía que sólo rivalizaba con su propia y reciente devastación.
Una a una, en prosa vulgar, las chicas de la corte de Kathy atacaron a su líder en todos aquellos aspectos en que ella les había dado cada gramo de su amor. Le dijeron que era una frígida sin ningún talento. Le dijeron que su política de no salir con chicos era un subterfugio para reservarlas para despreciables encuentros lésbicos que era demasiado cobarde para iniciar. La llamaron poetisa retorcida y cursi. La abandonaron sin dejarle otra cosa que sus lágrimas, y él sabía que tenían que pagar por ello.
Pero el precio le esquivaba, y su propia vida estaba demasiado fragmentada como para perseguir el pago de la deuda. Se pasó un año escribiendo un poema sobre la traición y el estupor. Cuando hubo completado el poema vio que era una basura y lo quemó. Se lamentó por la pérdida de sus capacidades artísticas y se concentró en la triste eficacia de un oficio: la fotografía. Conocía los rudimentos, conocía el aspecto comercial y, por encima de todo, sabía que le podía proporcionar los medios para vivir bien y buscar la belleza en medio de un mundo horrible.
Se convirtió en un eficaz y poco imaginativo fotógrafo comercial, que se ganaba decentemente la vida vendiendo sus fotografías a periódicos y revistas. Pero Kathy se encontraba siempre en sus pensamientos, y fueron aquellos pensamientos los que volvieron a traer el horror de aquel 10 de junio de 1964. Sabía que debía combatir aquel terror, que no sería merecedor de los recuerdos de Kathy hasta que hubiese conquistado el temor que siempre comportaba. Por primera vez en su vida, persiguió lo puramente físico.
Cientos de horas de levantamientos de pesas y de practicar artes marciales transformaron su cuerpo raquítico, que siempre había despreciado en secreto, en una máquina perfecta y dura como el acero. Dedicó mucho tiempo a conseguir un cinturón negro de kárate, aprendió el manejo de las armas y se hizo un experto en el disparo de rifles y pistolas. Al amparo de aquellas habilidades mundanas, surgió una consiguiente disminución del terror. A medida que se iba haciendo más fuerte, su miedo se convirtió en odio y empezó a contemplar el asesinato de las traidoras de la Corte de Kathy. Sus pensamientos se veían dominados por escenas de muerte, si bien los últimos vestigios de su temor le impedían pasar a la acción.
Empezaba a volver a sentirse profundamente disgustado consigo mismo cuando encontró la solución. Necesitaba una acción ritual de sangre con la que probarse a sí mismo antes de dar comienzo a su venganza. Se pasó semanas especulando sobre los medios, sin obtener resultado alguno, hasta que una noche le llegó a la mente una frase de Elliot: «Abajo, el perro y el jabalí persiguen su pauta como antes, si bien se han reconciliado con las estrellas».
Inmediatamente supo qué pauta de conducta le tocaba a él: las regiones interiores de la isla Catalina, donde los jabalíes salvajes vagaban en manadas. A la semana siguiente navegó hacia allí en un barco de vela, llevándose consigo su Derringer de seis tiros y un bate de béisbol con clavos afilados en la cabeza. Con tan sólo aquellas armas y una cantimplora de agua, emprendió la caminata, a la caída de la noche, hacia lo más remoto de la isla Catalina, dispuesto a matar o a morir.
Cerca del amanecer divisó tres jabalíes que pastaban junto a un arroyo. Alzó su bate de béisbol y cargó contra ellos. Uno de los jabalíes se retiró, pero los otros dos le plantaron cara apuntando directamente hacia él con sus colmillos. Se encontraba dentro de una distancia mortal cuando ellos atacaron. Él hizo una finta y los jabalíes pasaron de largo a la carrera. Esperó dos segundos y giró en dirección opuesta, y cuando los animales gruñeron de frustración y volvieron a cargar contra él, se apartó de nuevo hacia un lado y blandió su bate contra el que tenía más cerca. Le alcanzó en plena cabeza y el impacto del golpe le arrancó el bate de sus manos.
El jabalí herido se retorcía en el suelo, bramando por el bate que tenía empotrado en sus entrañas. El otro dio la vuelta, se alzó sobre sus patas traseras y se abalanzó de un salto sobre él. Aquella vez no hizo ninguna finta ni se apartó. Se quedó perfectamente quieto y cuando los colmillos de jabalí se encontraron casi ante su cara, alzó el Derringuer y le voló los sesos.
En su exultante caminata de regreso dejó vivir en paz a la docena más de jabalíes que vio. Al fin «reconciliado entre las estrellas», cogió el ferry de vuelta a Los Ángeles y empezó a planear las muertes de Midge Curtis, Charlotte Reilly, Laurel Jensen y Mary Kunz, determinando primero sus mataderos por medio de llamadas a la secretaría de Marshall. Cuando supo que las cuatro chicas eran estudiantes becarias de universidades de la costa este, sintió que su odio hacia ellas crecía a saltos cuánticos. Ahora el motivo de su traición a Kathy estaba perfectamente delineado. Validadas académicamente y emocionadas ante la perspectiva de abandonar Los Ángeles, habían rechazado los planes de su mentora de permanecer en la ciudad y ser su maestra, atribuyéndolo al más bajo de los deseos. Sintió cómo su furia se ramificaba en áreas aún más profundas de enojo. Kathy sería vengada y muy pronto.
Compiló su itinerario y el día de Navidad de 1966 se marchó hacia el este. Dos muertes por accidente, cuidadosamente simuladas, una por sobredosis forzada de drogas y un asesinato que emulaba al estrangulador de Boston constituían su misión.
Aterrizó en la nevada Filadelfia y alquiló una habitación de hotel para tres semanas. Luego alquiló un coche e inició su circuito por las Universidades de Brandéis, Temple, Columbia y Wheaton. Iba armado de sustancias cáusticas, cuerdas para estrangular, narcóticos y una formidable reserva de amor ensangrentado. Era invulnerable a todos los niveles excepto a uno, ya que cuando vio a Laurel Jensen sentada en solitario en la sala del sindicato de estudiantes de Barandeis, supo que era de Kathy, y que nunca sería capaz de hacer daño a alguien tan próximo en otro tiempo a su amada. El encuentro con Charlotte Reilly en la librería de Columbia le confirmó la fuerza simbiótica de su unión. Ya no se preocupó de buscar a las otras dos chicas; sabía que el verlas le haría tan vulnerable como un niño de pecho.
Tomó un avión de vuelta a casa, a Los Ángeles, preguntándose cómo podía haber pagado aquel precio tan elevado y no tener ni su arte ni su misión como recompensa. Se preguntó qué iba a hacer con su vida. Combatió el temor sometiéndose a las más estrictas disciplinas de las artes marciales y mediante la penitencia de prolongados ayunos seguidos de ascéticos viajes al desierto en los que mataba a coyotes con su bate y asaba sus carcasas sobre fuegos que él mismo hacía y alimentaba con trebejos del desierto y su propio aliento. Nada de todo esto funcionaba. El temor todavía se apoderaba de él. Estaba convencido de que se estaba volviendo loco, que su mente era una antena que atraía a animales hambrientos que un día u otro le devorarían. No podía pensar en Kathy: los animales podrían percibir sus pensamientos y abalanzarse sobre ella.
De repente, las cosas cambiaron. Escuchó por primera vez aquella cinta de meditación, y fue entonces cuando se encontró con Jane Wilhelm.
Envalentonado por su viaje en el pasado, Teddy salió del coche para encaminarse hacia el chalet y plantarse detrás de los gigantescos hibiscus que había frente al porche. Al poco tiempo empezó a oír las voces que provenían del interior de la casa y segundos más tarde se abrió la puerta y apareció el policía, que se estremecía por el aire frío de la noche.
La mujer se reunió con él y se arrebujó entre sus brazos para decirle:
—¿Me prometes que tendrás mucho cuidado y que me llamarás tan pronto como atrapes a este hijo de puta?
El policía dijo:
—Sí. —Se inclinó y la besó en los labios—. Nada de despedidas largas —le dijo a la mujer, mientras cerraba la puerta.
Teddy se puso en pie al tiempo que observaba cómo el coche sin matrícula se alejaba. Extrajo de su bolsillo un estilete de hoja retráctic. Lloyd Hopkins iba a morir muy pronto e iba a hacerlo arrepentido de su última visita a su amante.
Anduvo la distancia que le separaba de la puerta principal y le golpeó ligeramente con los nudillos. La intimidad de su llamada fue respondida por risas de alegría. Oyó los pasos que se acercaban a la puerta y se pegó contra la pared con el cuchillo contra su pierna. La puerta se abrió y se oyó la voz de la mujer que exclamaba:
—¿Sargento? Sabía que eras demasiado listo como para rechazar mi oferta. Sabía…
Teddy saltó desde su escondrijo y se encontró frente a la mujer, enmarcada por la puerta y en actitud deseosa. La expresión esperanzada de su rostro se mudó en terror en menos de un segundo y cuando reconoció el destello que veían sus ojos, él alzó el cuchillo y lo blandió frente a su rostro para rozarle ligeramente en la mejilla. Ella se cubrió el rostro con las manos mientras la sangre salpicaba sus ojos y entonces Teddy la agarró del cuello para silenciar sus posibles gritos. Su mano agarraba el cuello del jersey de la mujer cuando tropezó con el felpudo y cayó de rodillas. El jersey de Joanie se desgarró entre sus manos y mientras trataba de ponerse en pie ella le abalanzó la puerta contra los brazos y le propinó un puntapié en la cara. La punta de un pie le alcanzó en la boca y se la abrió. Él escupió sangre y empezó a dar cuchillazos a ciegas a través del boquete de la puerta. Joanie gritó y le dio otra patada en plena cara. Él saltó en el último instante y la agarró por el tobillo, le dio un tirón hacia arriba y ella cayó al suelo sin poder evitarlo. Trató de retroceder, pero él ya se había puesto en pie y entraba en la casa blandiendo el estilete formando ochos en el aire. Se giró para cerrar la puerta y ella, de una patada, le lanzó una lámpara de pie contra la espalda. Aturdido, Teddy dio un salto hacia atrás y cerró de golpe la puerta con el peso de su propio cuerpo.
Joanie se puso en pie y trató de entrar a trompicones en el comedor. Se enjuagó la sangre de los ojos y buscó desesperadamente algún arma, sin quitar los ojos en ningún momento de la figura vestida de chándal negro que avanzaba lentamente hacia ella. Su brazo derecho chocó con el respaldo de una silla y se la lanzó a la cabeza. Él la desvió de su trayectoria de un manotazo y siguió avanzando, como a hurtadillas, mientras los movimientos de su cuchillo se hacían más y más intrincados. Joanie tropezó contra la mesa del comedor y agarró a ciegas una pila de platos, que se desparramó. Se quedó con tan sólo un plato en la mano y vio que no le quedaban fuerzas para lanzarlo.
Dejó caer el plato y retrocedió hacia atrás. Cuando se encontró con la pared se dio cuenta de que no había lugar por donde escapar y abrió la boca para chillar. Cuando logró proferir un gruñido. Teddy blandió el estilete y lo lanzó directo a su corazón. El cuchillo la alcanzó de pleno y Joanie sintió cómo su vida estallaba y luego se escurría en una red de fisuras. Cuando la luz se convirtió en tinieblas, se deslizó en el suelo y murmuró:
—Ahhhh, aaahhh… —Y se rindió a la oscuridad.
Teddy encontró el cuarto de baño y se limpió su labio partido con un elixir dental. Dio un respingo de dolor, pero siguió enjuagando sus heridas con la botella entera como penitencia por permitir que le hicieran sangre. El dolor le enfureció y aumentó su odio hacia Lloyd Hopkins y el disgusto por la burocracia mezquina que representaba, estallando por cada uno de sus poros.
«Haré que se entere todo el mundo —decidió—. Que todo el mundo sepa que quiero seguir el juego.» Encontró un teléfono y marcó el 0.
—Me encuentro en Hollywood y quiero denunciar un asesinato —dijo.
La operadora, aturdida, le puso de inmediato con la comisaría de Hollywood.
—Departamento de policía de Los Ángeles —dijo el oficial de la centralita.
Teddy habló con brevedad a través del auricular.
—Vengan al número 8911 de Bowlcrest Drive. Encontrarán la puerta abierta. Hay una mujer muerta en el suelo. Dígale al sargento Hopkins que se ha abierto la veda para las novias de los policías.
—¿Y cuál es su nombre, señor? —preguntó el oficial de la centralita.
Teddy dijo:
—Mi nombre está a punto de convertirse en una palabra familiar. —Y colgó el aparato.
Aquella llamada desconcertante pasó del operador al oficial de guardia, quien escribió el nombre de Lloyd Hopkins y recordó que Hopkins era muy amigo del capitán Peltz, el comandante de la guardia diurna. Como había oído rumores de que Hopkins tenía problemas con Asuntos Internos, decidió llamar a Peltz a su casa para darle la información.
—El operador entendió el mensaje de modo algo confuso, capitán —dijo—. Creía que se trataba de un chalado, pero mencionó a una mujer muerta y a su colega el sargento Hopkins, así que decidí llamarle.
El Holandés Peltz se quedó helado de pies a cabeza.
—¿Qué decía exactamente el mensaje? —preguntó.
—No lo sé. Era algo sobre una mujer muerta y su amig…
La voz del Holandés, cargada de preocupación, le interrumpió.
—¿Dejó alguna dirección?
—Sí, señor. El 8911 de Bowlcrest.
El Holandés escribió la dirección y dijo:
—Disponga a dos oficiales para que se encuentren conmigo allí dentro de veinte minutos y no hable con nadie de esta llamada. ¿Comprende?
El Holandés no aguardó a la respuesta, ni se preocupó de colgar el teléfono. Se puso a toda prisa un pantalón y un jersey sobre el pijama y corrió hacia su coche.