Saltándose semáforos en rojo y con la sirena en marcha, Lloyd se dirigió en su coche hacia el centro de la ciudad. Dejó el coche en un callejón y corrió las cuatro manzanas que le separaban de Parker Center para tomar uno de los ascensores de servicio hasta las oficinas de Investigación Científica del tercer piso. Por el camino rezaba en silencio para que Artie Cranfield fuese el único analista de guardia. Abrió la puerta indicada como «Identificación de Datos» y vio correspondidas sus plegarias: Cranfield se encontraba a solas en su despacho, inclinado sobre el microscopio.
El técnico alzó la mirada cuando Lloyd cerró la puerta.
—Estás metido en un buen lío, Lloyd —le dijo—. Esta mañana han venido dos ogros de Asuntos Internos. Decían que querías convertirte en una estrella de la televisión. Querían saber si últimamente habías procesado alguna prueba.
—¿Y qué les has dicho? —preguntó Lloyd.
Artie se echó a reír.
—Que me debías diez pavos de la última quiniela de liga. Es cierto, lo sabes.
Lloyd se forzó a devolverle la sonrisa.
—Puedo hacer algo mejor. ¿Qué te parecería tener tu propio Watanabe A.F.Z. 999?
—¿Qué?
—Ya me has oído, Nagler, de Huellas Digitales, la tiene. Está en casa de su padre, en San Bernardino. Llama a información y te darán el número de teléfono.
—¿Qué es lo que quieres, Lloyd?
—Quiero que me vistas con un chaleco de grabación y quiero seis cargadores del 38.
El rostro de Artie se ensombreció.
—¿Para cuándo, Lloyd?
—Ahora mismo —respondió Lloyd.
El chaleco tardó media hora en llegar. Cuando se hubo sentido satisfecho por la clandestinidad, Artie le dijo:
—Lloyd, pareces asustado.
Aquella vez las risas de Lloyd fueron genuinas.
—Estoy asustado.
Lloyd dirigió su coche hacia Hollywood oeste. El equipo de grabación le constreñía el pecho y cada uno de sus furiosos latidos de corazón le producían la impresión de que se encontraba al borde de un cortocircuito.
El el apartamento de Haines el Blanco las luces no estaban encendidas. Lloyd miró su reloj de pulsera y abrió el cerrojo con una tarjeta de crédito. Eran las 5.10. La guardia de vigilancia diurna finalizaba a las cinco en punto, y si Haines se dirigía a casa inmediatamente después de acabar su servicio, llegaría al cabo de media hora.
El apartamento estaba igual que la primera vez en que había entrado. Lloyd se tomó tres pastillas de Benzedrina con agua del grifo y se apostó junto a la puerta de entrada, acostumbrando su mirada a la oscuridad. Al cabo de escasos minutos, la anfetamina hizo su efecto y le subió directamente a la cabeza arrastrando la sensación de asfixia que sentía en el pecho. Si no le subía demasiado tenía bastante gasolina como para unos cuantos días de caza de asesinos.
La calma de Lloyd se hizo más profunda, pero se desvaneció cuando oyó el ruido de una llave al insertarse en la cerradura. Un segundo después, la puerta se abrió de golpe y la luz enceguecedora le obligó a cubrirse los ojos con la mano. Antes de que pudiera moverse, un golpe de kárate le alcanzó en el cuello y unas uñas largas le arañaron la clavícula. Lloyd cayó de rodillas mientras Haines profería un berrida y blandía su porra contra su cabeza. La porra se estampó contra la pared y se quedó empotrada, y mientras Haines trataba de soltarla Lloyd rodó sobre su espalda y lanzó una patada con ambos pies contra la entrepierna de Haines, que le alcanzó de pleno y le derribó.
Haines tomó aire y quiso desenfundar su revólver, soltándolo al mismo tiempo que Lloyd se ponía en pie. Apuntó a Lloyd mientras éste se apartaba a un lado, arrancaba la porra de la pared y se la empotraba contra el pecho. Haines volvió a gritar y dejó caer el revólver. Lloyd lo apartó de una patada y sacó su propia pistola del 38 del cinturón. La alzó a la altura de la nariz de Haines y dijo:
—En pie. Contra la pared, y anda de espaldas. Muy despacio.
Haines se incorporó muy lentamente, frotándose el pecho, y se puso contra la pared con las piernas separadas y los brazos sobre la cabeza. Lloyd arrastró con los pies el revólver que estaba en el suelo hasta poder cogerlo sin tener que dejar de apuntar a Haines. Cuando estuvo a salvo en su cartuchera recorrió el cuerpo de Haines con la mano que le quedaba libre. Encontró lo que andaba buscando en el forro de su chaqueta: una carpeta de papel manila llena de papeles, que ponía Craigie, Lawrence, alias Pájaro, Pajarito, Hombre-pájaro, F. N. 29/1/46, mecanografiado en la tapa.
Haines empezó a balbucear cuando vio que Lloyd hojeaba el informe.
—Yo… yo… Yo no le maté. P… P… probablemente fue un marica psicópata. Tienes que escucharme. Tienes que…
Lloyd apartó a Haines de una patada en las piernas. Éste cayó al suelo y profirió un chillido. Lloyd se agachó junto a él y le dijo:
—No me jodas, Haines. Te voy a machacar. Quiero que te sientes en el sofá mientras yo leo un rato. Luego hablaremos de los viejos tiempos en Silverlake. Yo también soy vecino de Silverlake y sé que te va a encantar recorrer la senda de la memoria de mi mano. En pie.
Haines se fue a trompicones hacia su sofá de skay y se sentó, abriendo y cerrando los puños mientras miraba fijamente la punta lustrosa de sus botas. Lloyd cogió una silla y se sentó frente a él con el informe en una mano y su pistola de calibre 38 en la otra. Sin mirar a Haines, leyó las páginas del informe de la Brigada Antivicio.
Los datos se remontan a diez años atrás. A principios de los setenta, Lawrence Craigie había sido arrestado con regularidad por incitación a actos homosexuales y se le había interrogado con frecuencia cuando fue encontrado holgazaneando por los alrededores de los urinarios públicos. Aquellos informes iniciales llevaban las firmas de los ocho hombres del escucadrón Antivicio al completo. Después de 1976, todas las entradas pertenecientes a Lawrence Craigie estaban firmadas por el comisario Delbert W. Haines, 408. Los informes eran ridiculamente repetitivos y los últimos estaban cubiertos de dubitativos signos de interrogación. Cuando vio el informe fechado en el 29/6/78, Lloyd se echó a reír en voz alta:
—Hoy he contratado a Lawrence Craigie como mi ayudante de antivicio. Les he pedido a los hombres del escuadrón que no le importunen. Es un buen contacto. Respetuosamente: Delber W. Haines, 408.
Lloyd rompió a reír con carcajadas teatrales para ocultar el ruido del botón de activación de su chaleco-grabadora. Cuando sintió que los suaves circuitos eléctricos circundaban su pecho, dijo:
—Un comisario del sheriff del condado de Los Ángeles que trafica con drogas y con prostitución masculina, que recibe dinero de los chaperos de Boy’s Town. ¿Qué vas a hacer, ahora que ha muerto el Pájaro? Tendrás que buscarte un nuevo esbirro, y cuando los hombres del sheriff te relacionen con Craigie, será el fin de tu carrera.
Haines el Blanco se miraba la punta de los pies.
—Estoy limpio de pies a cabeza —dijo—. No sé de qué coño me hablas. Yo no sé nada del asesinato de Craigie y de toda esa basura. Me estás inculpando una cierta clase de mierda ilegal, de lo contrario habrías venido con otro agente. Tú eres un poli guarro al que le gusta putear a los demás polis. Te ligué el otro día cuando me interrogaste sobre los suicidios de los que había hecho los informes. Quieres joderme por haberme llevado este informe de Antivicio, pues jódeme, chaval, porque esto es todo cuanto puedes inculparme.
Lloyd se inclinó hacia adelante.
—Mírame, Haines. Mírame bien de cerca.
Haines alzó la mirada del suelo. Lloyd le miró a los ojos y le dijo:
—Esta noche vas a pagar tus deudas. De un modo u otro vas a tener que responder a mis preguntas.
—Que te den morcillas —le dijo el Blanco Haines.
Lloyd esbozó una sonrisa, levantó el cañón de su pistola y abrió la cámara. Vació cinco de los seis compartimentos de bala en su mano, cerró la cámara y la hizo girar. Empuñó el gatillo y puso el cañón ante las narices de Haines.
—Teddy Verplank —dijo.
La rubicunda cara de Haines se puso blanca como el papel. Sus puños cerrados se apretaron tan fuerte que Lloyd oyó el crujir de los tendones. En su cuello latía una red de venas y sacudía la cabeza para apartarla del cañón de la pistola. Sus labios se cubrieron de una gruesa capa de saliva y tartamudeó:
—E… Es… es tan s… sólo un viejo c… com… compañero de escuela.
Lloyd sacudió la cabeza.
—No basta, Blanco. Verplank es un asesino. Ha matado a Craigie y sabe Dios a cuántas mujeres. Cada vez que comete un asesinato le manda flores a tu vieja compañera de clase, Khathleen McCarthy. Había puesto un micrófono en tu apartamento; así es cómo te relacioné con Craigie. Teddy Verplank está obsesionado contigo, y vas a decirme por qué.
Haines jugueteó con los dedos con la placa que tenía junto a su corazón.
—Yo… yo no sé nada.
Lloyd giró de nuevo la cámara.
—Tienes cinco oportunidades, Haines.
—No tienes huevos de hacerlo —musitó Haines rudamente.
Lloyd apuntó al entrecejo del Blanco y apretó el gatillo. El martillo estalló en una cámara vacía. Haines empezó a sollozar. Sus manos retorcidas se agarraron al sofá y desgarraron pedazos de skay y de gomaespuma.
—Cuatro oportunidades —dijo Lloyd—. Te voy a ayudar un poquito. Verplank estaba enamorado de Kathy McCarthy. Le mandó un poema sobre sangre y lágrimas y odio vertido sobre él. Tanto tú como el Pájaro y Verplank estabais en Marshall por aquel entonces. ¿Acaso tú y Craigie le hicisteis daño a Verplank? ¿Le odiabais y lo heristeis y…?
—¡No! ¡No! ¡No! —gritó Haines rodeándose el cuerpo con los brazos y golpeando la cabeza contra el sofá—. ¡No! ¡No!
Lloyd se puso en pie. Miró a Haines y notó que la última pieza de su rompecabezas se colocaba en su lugar, uniéndose las Navidades de 1950 con los 10 de junio en una puerta que abría el santuario interno del infierno. Apuntó con su pistola a la cabeza de Haines y apretó dos veces el gatillo. Al primer chasquido del martillo Haines gritó. Al segundo, juntó las manos y empezó a musitar oraciones. Lloyd se arrodilló junto a él.
—Se ha acabado, Blanco. Para ti, para Teddy y quizás también para mí. Cuéntame por qué Craigie y tú le violasteis.
Haines puso fin a sus oraciones y Lloyd oyó cómo acababa con el final del rosario en latín. Cuando hubo terminado, se soltó el cuello de la camisa, empapada en sudor, y ajustó la placa. Su voz estaba perfectamente calmada cuando dijo:
—Siempre imaginé que alguien lo sabría, que Dios mandaría a alguien que me castigara por ello. Durante años, he visto curas en sueños. Siempre me imaginé que Dios mandaría a un cura para que me castigara. Nunca me imaginé que mandaría a un policía.
Lloyd se sentó de cara a Haines y observó cómo, en el preludio de su confesión, sus facciones se suavizaban.
—Teddy Verplank era muy raro —dijo el Blanco—. No se llevaba bien con nadie y no le importaba. No era un tonto, ni un atleta ni un hijo de puta. Tampoco era un solitario, simplemente era diferente. No tenía que probarse a sí mismo haciendo el gamberro, sino que simplemente se paseaba por la escuela con su indumentaria tan tradicional y cada vez que te miraba sabías que pensaba de ti que no eras más que escoria. Imprimía su propia revista de poesía y la llenaba de comentarios y cotilleos del colegio. Se reía de mí y del Pájaro y de los Surfers y los Vatos, y nadie era capaz de cargárselo porque tenía aquella especie de carisma de extraño, como si fuese capaz de leer en los pensamientos de los demás, y si te lo cargabas, él te sacaba en su revista y todo el mundo se enteraba.
«Siempre publicaba unos poemas de amor en su revista. Mi hermana era muy lista e interpretó que todo aquel palabrerío grandilocuente y toda aquella basura simbólica eran desvaríos del gran poeta e iban dedicados a aquella histérica de Khathleen McCarthy. En la escuela, mi hermana se sentaba junto a ella y me dijo que la boba de McCarthy vivía en un mundo imaginario en el que la mitad de los chicos de Marshall iban de culo por ella y las demás estrechas con las que salía. La canción de moda de la época era «Cathy’s Clown» y la boba de McCarthy le dijo a mi hermana que tenía cien «Cathy’s Clowns» personales. Pero el único era Verplank, que tenía miedo de declararse a Cathy, que ni siquiera sabía que estuviera loco por ella.
«Entonces fue cuando Verplank escribió unos poemas en que nos atacaba al Pájaro y a mí. La gente empezó a mirarnos mal. Yo hice bromas cuando se cargaron a Kennedy y Verplank me echó el ojo encima. Era como si se estuviese estrujando el cerebro. Yo esperé mucho tiempo, hasta poco antes de nuestra graduación en el 64. Entonces me decidí. Hice que mi hermana escribiera una nota falsa, como si Kathy se la mandara a Verplank, en la que le citaba en la sala de la torre del reloj, a la salida de clase. Allí estábamos el Pájaro y yo. Sólo queríamos zurrarle. Le dimos unas buenas patadas en el culo, pero incluso cuando estaba hecho polvo, tenía más seso que nosotros. Fue por esto por lo que se lo hice. El Pájaro se limitó a seguirme, como hacía siempre.
Haines vaciló y Lloyd le observó mientras luchaba por encontrar palabras con las que concluir su narración. Al ver que al otro no se le ocurría nada, dijo:
—¿Te sientes avergonzado, Haines? ¿Sientes lástima? ¿Sientes algo?
Las facciones del Blanco Haines se transformaron en una máscara, dura como la piedra, que no dejaba traslucir misericordia alguna.
—Me alegro de habértelo contado —dijo—, pero no siento nada en particular. Me siento mal respecto al Pájaro, pero había nacido para acabar mal. Toda mi vida me la he pasado vengándome. Yo nací para tener una vida dura. Verplank, sencillamente, estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. Obtuvo lo que se había buscado. Ya sé que lo que digo es duro, pero yo he pagado todas mis deudas, de arriba a abajo. Que les den morcillas a todos. —Aquel fue el momento más elocuente de su vida. Haines miró a Lloyd a los ojos y le dijo—: Bien, sargento. ¿Y ahora qué?
—No tienes derecho a ser policía —replicó Lloyd, al tiempo que se abría la camisa y le enseñaba el chaleco-grabadora—. Mereces morir, pero yo no estoy preparado para matar a sangre fría. Por la mañana, esta cinta estará en el despacho del capitán Magruder. Vas a dejar de ser comisario del sheriff.
Haines respiró despacio y en silencio mientras se pronunciaba aquella sentencia.
—¿Qué piensas hacer con Verplank? —preguntó.
Lloyd esbozó una sonrisa.
—Salvarle o matarle. Lo que haga falta.
Haines le devolvió la sonrisa.
—Adelante, muchacho. Adelante.
Lloyd sacó su pañuelo y frotó el pomo de la puerta, los brazos de la butaca y el gatillo de la pistola de Haines.
—Será sólo un segundo, Blanco.
Haines asintió.
—Lo sé.
—No sentirás nada.
—Lo sé.
Lloyd se encaminó hacia la puerta. Haines le dijo:
—En tu pistola no había balas, ¿no es así?
Lloyd alzó una mano en señal de despedida y tuvo la sensación de que era algo parecido a una absolución.
—Efectivamente. Cuídate, chaval.
Cuando la puerta se hubo cerrado, Haines el Blanco entró en el dormitorio y abrió el armario donde guardaba las armas. Extrajo su pertenencia favorita: un rifle de doble cañón recortado, de calibre 10, el arma que reservaba para el apocalipsis con la que sabía que, un día u otro, habría de enfrentarse. Después de haber introducido las balas en la cámara, viajó en la memoria hasta la Escuela de Marshall y los felices viejos tiempos. En el momento en que los recuerdos empezaron a resultar dolorosos, se introdujo los dos cañones en la boca y apretó el gatillo.
Cuando oyó el disparo, Lloyd estaba abriendo la puerta de su coche. Elevó una plegaria de misericordia y se dirigió hacia Silverlake.