CAPÍTULO CATORCE

Impulsado por un torbellino de destinos entrecruzados, Lloyd dirigió su coche hacia la casa de Kathleen McCarthy. En la puerta principal había una nota: «He salido a comprar libros. Volveré a mediodía. U.P.S. deje los paquetes en la escalera.»

Lloyd hizo saltar el cerrojo de la puerta de una patada rápida y corta. La puerta se abrió de golpe, la cerró tras de sí y se diri­gió hacia el dormitorio. Primero abrió el armario: prendas ínti­mas, velas perfumadas y una bolsa de marihuana. A continuación revisó el armario empotrado y se encontró con que todo el espacio del suelo y los estantes estaban cubiertos de cajas de libros y álbunes de discos. En la parte trasera había un estante parcialmente oculto por una tabla de planchar y una alfombra enrollada. Intro­dujo la mano y la corrió sobre el estante. Sus dedos se toparon con un objeto de madera finamente acabada que se movió con el contacto. Extrajo aquel objeto con ambas manos: era una caja de roble delicadamente barnizada, con bisagras y cerradura de la­tón. Era pesada. Lloyd tuvo que hacer un esfuerzo para bajarla a la altura de los hombros y después al suelo.

Tiró de la caja para colocarla al lado de la cama y se arrodilló junto a ella para abrir la cerradura ornamentada dorada con el gancho de las esposas.

La caja contenía marcos de cuadros estrechos y bordeados de oro, dispuestos a lo largo. Lloyd extrajo uno. Cubiertos por el cristal, había pétalos de rosa roja, arrugados y secos, sobre perga­mino. Debajo de los pétalos había un texto escrito con letras di­minutas. Cogió el cuadro y lo llevó junto a una lámpara de pie, la conectó y examinó el texto. Debajo del primer pétalo de la iz­quierda había escrito:

«13/12/68: ¿Sabe él que he roto con Fritz? ¿Acaso me odia por mis breves interludios? ¿Sería aquel hombre alto que me miraba en el mercado? ¿Sabe acaso cuánto le necesito?»

Lloyd siguió los tributos florales a lo largo del tiempo y del cuadro: «24/11/69: Amor mío, ¿puedes leer mis pensamientos? ¿Sabes que rindo tributo a tu homenaje en mi diario? ¿Que es todo para ti? ¿Que evitaré la fama para siempre para continuar con el crecimiento que me ofrece nuestra relación anónima?». «15/2/71: Te escribo estando desnuda, cariño, como sé que tú coges las flo­res que me mandas. ¿Sientes mi poesía telepática? Proviene de mi cuerpo.»

Lloyd depositó el cuadro en el suelo con la conciencia de que algo andaba mal. Se suponía que las palabras de Kathleen debían emocionarle más. Se quedó muy quieto, sabedor de que si se for­zaba nunca afloraría la revelación. Cerró los ojos para acrecentar la profundidad del silencio y entonces…

Incluso a pesar de que lo vio claro, sacudió la cabeza con nega­ción. No era posible, era demasiado increíble.

Lloyd vació el contenido de la caja sobre la cama. Uno por uno, llevó los cuadros ante la luz y leyó las fechas de los textos de los descoloridos pétalos. Las fechas correspondían exactamente con las de los asesinatos de las mujeres. Las fechas de sus copias de computador coincidían con exactitud o bien con una diferencia de dos días como máximo. Pero había más de dieciséis pétalos de rosa: había veintitrés, desde el verano de 1964.

Lloyd recordó las palabras de Kathleen en la planta eléctrica:

—La primera vez me mandó un poema, la segunda solamente flores. Y me las ha seguido mandando durante más de dieciocho años.

Repasó otra vez los cuadros. El fragmento de rosa más antiguo databa del 10/6/64… hacía más de dieciocho años, el siguiente era del 29/8/67, tres años más tarde. ¿Qué había hecho aquel mons­truo durante aquellos tres años? ¿A cuántas más habría matado y por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Lloyd releyó las palabras de Kathleen, recordó los rostros de las muertas y los relacionó. Jeanette Willkie, F. D. 15/4/73, envenamiento cáustico; las flores con fecha del 16/4/73. «Cariño, ¿te has mantenido casto para mí? Yo llevo cuatro meses de celibato por ti.» Mary Wardell, F. D. 6/1/74, estrangulada; fecha de las flores 8/1/74, «Gracias por mis flores, amor. ¿Me viste anoche ante la ventana? Estaba desnuda para ti». Y así hasta llegar a Ju­lia Niemeyer, F. D. 2/1/83, por sobredosis de heroína y desholla­da después de muerta; flores del 3/1/83. «Mis lágrimas manchan este pergamino. Te necesito dentro de mí desesperadamente.»

Lloyd se sentó sobre la cama forzándose a mantener en calma su mente furiosa. La inocente y romántica Kathleen era el objeto del amor obsesivo de un asesino en masa. «Teníamos un grupo de seguidores igualmente empollones y solitarios

La mente de Lloyd hizo que su cuerpo se levantara. Las revis­tas, El Baristoniano de Marshall. Revolvió los cajones, estantes, armarios y librerías hasta que las encontró, amontonadas tras un televisor en desuso, 1962, 63 y 64, con tapas plastificadas. Hojeó los ejemplares del 62 y el 63, pero no encontró nada sobre Kath­leen, su corte o los Kathy’s Klowns.

Iba por la mitad del número del 63 cuando dio con lo que an­daba buscando: Delbert el Blanco Haines, inmortalizado para la posteridad haciendo un tanto. En la misma página aparecía un chico flaco y con la cara llena de granos llamado Lawrence Hombre-pájaro Craigie, ingeniosamente tildado de «Malas noticas para la Gran Sociedad de L.B.J.».

Lloyd pasó una docena más de páginas de inocencia maldita an­tes de encontrar la Korte de Kathy: cuatro chicas de aspecto co­rriente, vestidas con faldas de tweed y chaqueta de punto, que mi­raban con respeto a una igualmente ataviada y angustiosamente joven Kathleen McCarthy. Cuando vio lo que significaba todo aque­llo, Lloyd empezó a temblar. Las mujeres asesinadas eran todas ellas variaciones de las chicas de la Korte de Kathy. Las mismas facciones saludables, la misma inocencia fatua, la misma incipien­te aceptación de la derrota.

Los temblores de Lloyd se convirtieron en auténticas sacudidas de todo su cuerpo. Musitando «El conejo desciende por el aguje­ro», sacó de su bolsillo la lista de compradores de grabadoras y miró el índice del Baristoniano de 1964. Segundos más tarde emer­gía la segunda conexión: Verplank, Theodore J., miembro del cur­so del 64 de la Escuela Secundaria de Marshall; Verplank, Theo­dore, compra en 1976 una grabadora Watanabe A.F.Z. 999.

Lloyd examinó la fotografía de sonriente adolescente del genial asesino. Un rostro inteligente y una terrible arrogancia en su hela­da sonrisa. Theodore Verplank tenía el aspecto de un joven que había vivido ensimismado, que había creado su propio mundo y lo había armado hasta los dientes de fantasías adolescentes alta­mente desarrolladas. Tembloroso, Lloyd se imaginó la frialdad de aquellos jóvenes ojos magnificada por veinte años de asesinato. Aquel pensamiento le llenó de espanto.

Lloyd encontró el teléfono y marcó el número de la Dirección de Tráfico de Sacramento para pedir información completa de Theodore Verplank. El operador tardó cinco minutos en reapare­cer con la información: Theodore John Verplank, nacido el 4/12/46 en Los Ángeles. Cabello castaño, ojos azules. 1,85 m de estatura, 78 kg de peso. Sin antecedentes penales ni multas de tráfico pen­dientes u otras infracciones. Dos vehículos: una furgoneta Dodge Fiesta de 1978, matrícula P-O-E-T y un Datsun 280Z de 1980, ma­trícula DLX-191. Dirección (residencia y negocio): Teddy’s Silverlake Camera, North Alvarado 1893, L. A. 90048. Teléfono (213) 663-2819.

Lloyd colgó el auricular y acabó de anotar la información en su cuaderno. Su espanto se fue transformando en un sentimiento irónico: el poeta-asesino vivía todavía en el viejo barrio. Inspiró profundamente y marcó el 663-2819. Después de tres trimbazos apa­reció un contestador automático. «Hola, aquí Teddy Verplank, que les da la bienvenida a Teddy’s Silverlake Camera. En estos mo­mentos no puedo atenderles, pero si desean accesorios para cáma­ras, revelados o mis fabulosos retratos de alta calidad, individua­les o de grupo, dejen su mensaje después de la señal. Adiós y gracias.»

Después de colgar el teléfono, Lloyd se sentó sobre la cama pa­ra saborear la voz del asesino y para aclararse la mente para la decisión final: atrapar a Verplank por sus propios medios o lla­mar a Parker Center para pedir refuerzos. Deliberó durante largos minutos y después llamó a su número privado. Si lo dejaba sonar bastante, alguien respondería a la llamada y se enteraría de qué oficiales de confianza podía disponer.

Respondieron a la llamada después del primer timbrazo. Lloyd se sorprendió. Algo andaba mal. No recordaba haber conectado su contestador automático. Le respondió una voz desconocida: «Aquí el teniente Whelan, de Asuntos Internos. Sargento Hopkins, este mensaje ha sido grabado para informarle de que está suspen­dido de servicio y pendiente de investigación. La línea regular de su despacho está abierta. Llame y un oficial de Asuntos Internos concertará su entrevista inicial. Puede hacerla en presencia de un abogado y recibirá su sueldo completo hasta que finalice la inves­tigación».

Lloyd dejó caer el teléfono sobre la cama. Se había acabado. Respecto a su decisión final, no podrían ni querrían creerle, así que habían tenido que silenciarle. La ironía final: no le aprecia­ban tanto como él a ellos. El desempeño de su etnia irlandesa pro­testante iba a costarle la placa.

A través de la ventana del dormitorio vio un pequeño patio tra­sero y se decidió a salir al exterior. Le recibieron unos arbustos de margaritas que crecían entre escombros amontonados y un ten­dedero de ropa desmontable. Se arrodilló y arrancó una margari­ta, la olió y la aplastó con el pie. Teddy Verplank no se rendiría sin luchar. Tendría que matarle, lo que representaba que nunca sabría el porqué. El primer paso tendría que ser que Haines el Blanco le diera algún tipo de explicación, y si a Verplank le pasa­ba por la cabeza matar o desaparecer del mapa mientras él le son­sacaba una confesión a Haines tendría…

Unos sollozos interrumpieron sus pensamientos y decidió entrar de nuevo en el dormitorio. Kathleen estaba sobre la cama recom­poniendo las flores enmarcadas dentro de su caja de madera de roble. Mientras lo hacía, se enjuagaba las lágrimas de los ojos, sin percatarse de su presencia. Lloyd contempló su rostro: tenía la expresión de pesar más profunda que había visto en su vida.

Se encaminó junto a ella. Kathleen profirió un chillido cuando su sombra la eclipsó. Se llevó las manos a la cara y empezó a retroceder. Cuando le reconoció se abalanzó entre los brazos de Lloyd.

—Ha entrado un ladrón —sollozó—. Quería dañar mis bienes más preciados.

Lloyd la abrazó estrechamente; era como agarrar los cabos suel­tos de un trance. Le meció la cabeza de delante hacia atrás hasta que ella murmuró «Mis Baristonianos», y se agitó para soltarse del abrazo y recoger los anuarios desparramados por el suelo. Su desesperador correr de páginas enojó a Lloyd, que le dijo:

—Podrías haber conseguido duplicados. No te habrían costado demasiado. Pero vas a tener que librarte de ellos. Te están matan­do. ¿No lo ves?

Kathleen salió de su trance.

—¿De qué me estás hablando? —dijo, alzando la mirada hacia Lloyd—. ¿Has… has sido tú quien ha roto mis cosas? ¿Mis flo­res? ¿Has sido tú? —Lloyd le tendió las manos, pero ella las re­chazó—. ¡Dímelo, maldita sea!

—Sí —dijo Lloyd.

Kathleen contempló sus anuarios y luego miró a Lloyd.

—Animal —siseó—. Quieres hacerme daño a través de lo que más aprecio. —Cerró los puños y le atacó. Lloyd dejó que aque­llos golpes infructuosos alcanzaran su pecho y sus hombros. Cuando ella vio que no le estaba inflingiendo daño alguno, agarró un sujetalibros en forma de ladrillo y se lo lanzó a la cabeza.

El borde del ladrillo alcanzó a Lloyd en el cuello. Kathleen bo­queó y se arrepintió de su acto. Lloyd se enjuagó un hilillo de sangre con la mano y se lo enseñó.

—Estoy orgulloso de ti —le dijo—. ¿Quieres estar a mi lado?

Kathleen le miró a los ojos y vio locura, poder y un deseo con­movedor. Sin saber qué decir, le tomó de la mano. Él la abrazó, cerró la puerta de la habitación y apagó la luz.

Se desnudaron en la semioscuridad, Kathleen le daba la espalda. Se quitó el vestido y se sacó las medias, temerosa de que otra mirada a los ojos de Lloyd le impidiera consumar aquel ritual de duelo. Cuando estuvieron desnudos cayeron sobre la cama y el uno en los brazos del otro. Se abrazaron con fiereza, uniéndose por puntos dispares de sus cuerpos. La barbilla de Kathleen se hundió en el esternón de Lloyd, y los pies de éste se enroscaron entre sus tobillos, mientras ella rodeaba con sus muñecas su cuello en­sangrentado. Pronto estuvieron abrazados en una sola fuerza y la presión de sus miembros entrelazados les forzó a separarse cuando empezaron a entumecerse y a perder el sentido. En perfecta sin­cronización, crearon un espacio entre ellos, ofreciendo la más ten­tadora de las oberturas para cerrar aquel hueco. Se acariciaron los brazos, hombros y estómago, caricias tan ligeras que pronto dejaron de acariciar piel y el espacio que les separaba se convirtió en el objeto de su amor.

Lloyd empezó a ver pura luz en el espacio, que crecía alrededor de Kathleen. Se dejó llevar por las permutaciones de aquella luz y todas las formas que emitió le hablaron de gozo y afecto. Esta­ba todavía a merced de aquella luz cuando sintió la mano de Kath­leen entre sus piernas, urgiéndole a ponerse duro y llenar el vacío iluminado y sacro que separaba sus cuerpos. Por un breve instan­te sintió pánico, pero cuando ella susurró «Por favor, te necesi­to», siguió su guía, violó la luz y entró en su cuerpo para moverse en su interior hasta que la luz se disipó y ambos se fundieron y alcanzaron la cima al unísono, y él supo que era sangre lo que había expulsado; y entonces un ruido espantoso le separó de Kath­leen y ella le dijo con mucha suavidad, mientras él se retorcía en­tre las sábanas.

—Ssshhh, cariño. No es más que el estéreo de la casa de al la­do. No está aquí. Yo estoy aquí.

Lloyd hundió la cabeza entre las almohadas hasta que encontró el silencio. Sintió las manos de Kathleen que le acariciaban la es­palda y se volvió para mirarla. Su cabeza estaba rodeada de un halo flotante de ámbar. Se incorporó y le acarició el cabello, y el halo se disipó en la luz. Mientras le observaba desaparecer le dijo:

—Creo… creo que me he corrido en sangre.

Kathleen se echó a reír.

—No, es mi período. ¿No te importa, verdad?

Poco convencido, Lloyd dijo:

—No. —Y se deslizó hasta el centro de la cama. Hizo un rápi­do inventario de su cuerpo y se tocó partes que le resultaban ex­trañas en busca de heridas y de tejidos desgarrados. Sin encontrar nada sino el flujo interno de Kathleen, dijo—: Imagino que estoy bien. Creo que sí.

Kathleen se volvió a reír.

—¿Crees que sí? Bien, yo estoy de maravilla. Porque sé, des­pués de todos estos años, que eras tú. Dieciocho largos años y ahora lo sé. ¡Oh, querido! —Se inclinó y le besó en el pecho, re­corriendo sus costillas con los dedos, contándolas una a una.

Cuando sus manos se posaron en su entrepierna. Lloyd la apartó.

—No soy el amor de tus sueños —le dijo—, pero sé quién es. Es el asesino, Kathleen. Estoy convencido de que mata por alguna especie de amor torcido por ti. Ha matado a veintitantas mujeres, desde la mitad de los sesenta. Mujeres jóvenes que se parecen a ti y a las chicas de tu corte. Te manda flores después de cada asesinato. Ya sé que suena increíble, pero es verdad.

Kathleen escuchó las palabras, asintiendo a cada una de ellas. Cuando Lloyd acabó de hablar, se incorporó y encendió la lámpa­ra que había junto a la cama. Vio que estaba completamente serio y completamente loco, aterrorizado de desvelar su anonimato tras casi dos décadas de cortejo.

Decidió volverle a la realidad muy lentamente, como haría una madre con un niño muy brillante, pero perturbado. Apoyó la ca­beza en su pecho y pretendió necesitar consuelo mientras su mente daba vueltas en busca de una fisura por la que penetrar en su temor y así tener acceso a lo más profundo de su corazón. Pensó en los opuestos: Yin-Yang, luz-oscuridad, verdad-ilusión. Un ins­tante después lo descubrió: fantasía-realidad. Él tiene que creer que yo me creo su historia, y yo debo buscar su historia real, la que permitirá atravesar la fantasía y hacer que nuestra consumación sea verdadera. Odia y teme la música. Si yo voy a ser su música, tengo que descubrir por qué.

Lloyd alargó un brazo y tiró suavemente de Kathleen hacia sí.

—¿Estás triste? —le preguntó—. ¿Te entristece que tenga que acabar así? ¿Estás asustada?

Kathleen se acurrucó contra su pecho.

—No, me siento a salvo.

—¿Por mí?

—Sí.

—Es porque ahora tienes un amante real.

Lloyd le acarició el cabello abstraídamente.

—Tenemos que hablar de esto —le dijo—. Tenemos que apartar del camino al estudiante de Marshall del 64 antes de que podamos estar juntos. Necesito acercarme al asesino antes de atraparle. Ne­cesito saber todo cuanto pueda sobre él, penetrar en su mente an­tes de actuar. ¿Comprendes?

Kathleen asintió, ocultando la mirada.

—Lo entiendo —dijo—. Quieres que desentierre mi pasado para ti. De este modo podrás descubrir tu rompecabezas y podremos ser amantes. ¿Es así?

Lloyd sonrió.

—Así es.

—Pero mi pasado es doloroso, cariño. Me duele remover las cenizas. Especialmente cuando tú mismo eres un rompecabezas.

—Lo seré mucho menos a medida que avancemos.

Enojada ante su condescendencia, Kathleen alzó la cabeza.

—No, esto no es verdad. Yo necesito conocerte, ¿no lo com­prendes? Nadie te conoce, pero yo tengo que hacerlo.

—Mira, cariño…

Kathleen apartó su mano conciliadora.

—Necesito saber qué te ocurrió —dijo—. Necesito saber por qué temes a la música.

Lloyd empezó a temblar, y Kathleen vio que sus ojos gris páli­do se giraban y se llenaban de terror. Le tomó de la mano y le dijo:

—Cuéntamelo.

La mente de Lloyd retrocedió hacia atrás en el tiempo, recor­dando momentos de gozo para contrarrestar la historia de terror que sólo su madre, su hermano y él conocían. Ganó fuerzas a ca­da recuerdo y cuando su máquina del tiempo mental paró en la primavera de 1950 supo que tenía el coraje necesario para contar su historia. Inhaló aire profundamente y empezó.

—En 1950, alrededor de mi octavo cumpleaños, mi abuelo ma­terno llegó a Los Ángeles para morir. Era irlandés; un ministro presbiteriano. Era viudo y sin más familia que mi madre, y quería estar junto a ella mientras el cáncer le devoraba. Se trasladó a nuestra casa en el mes de abril, y trajo consigo todo cuanto po­seía. La mayoría de las cosas eran basura: colecciones de rocas, cachivaches religiosos, cabezas de animales disecados y este tipo de cosas. Pero también trajo una fabulosa colección de muebles antiguos: escritorios, armarios, guardarropas, todos construidos en madera de palisandro y tan bien barnizados que te podías mirar en ellos como en un espejo. El abuelo era un hombre odioso y amargado, un anticatólico rabioso. También era un narrador de cuentos brillante. Solía llevarnos a mi madre y a mi hermano al piso de arriba para contarnos historias de la revolución irlandesa y de cómo los nobles Black y Tans barrieron a la chusma católica. A mí me gustaban las historias, pero era lo bastante hábil como para ver que el abuelo estaba lleno de odio y que no debía creer­me de corazón todo cuando decía, pero con Tom era distinto, él tenía seis años más que yo y ya estaba también lleno de odio. Se tomaba en serio al abuelo y aquellas historias dieron forma a su odio. Empezó a remedar las adversiones del abuelo contra los católicos y los judíos.

»Por aquel entonces Tom tenía catorce años y no tenía un solo amigo. Solía obligarme a jugar con él. Era mucho más grande que yo, así que no me quedaba más remedio que consentir o me pega­ba. Papá era electricista. Estaba obsesionado con la televisión. La acababan de inventar y pensaba que era el regalo más grande que Dios había hecho a la humanidad. Tenía un taller en el patio tra­sero, lleno hasta los topes de aparatos de televisión y de radio. Se pasaba horas y más horas combinando y encajando lámparas y retransmisores. Nunca miraba la tele por diversión; estaba obse­sionado con ella como electricista. Sin embargo, Tom adoraba la tele. Se creía todo cuanto veía en la pantalla y todo lo que escu­chaba en los seriales de la radio. Pero detestaba estar solo mien­tras miraba o escuchaba. Como no tenía amigos, me obligaba a sentarme con él en el taller o mirar Hopalong Cassidy, Martin Ka­ne, Detective Privado y todo el resto. Yo lo detestaba; quería salir a la calle a jugar con mi perro o leer. A veces trataba de escapar y Tom me ataba a una silla y me obligaba a mirar. Él… él…

Lloyd titubeó y Kathleen vio cómo su mirada se desviaba y se desenfocaba, como si no estuviera seguro de qué período de tiem­po estaban contemplando. Le acarició suavemente la rodilla y le dijo:

—Continúa, por favor.

Lloyd tomó aire y volvió a hacer memoria.

—El abuelo se puso peor. Empezó a toser sangre, y yo no po­día soportar verlo, así que empece a escabullirme, a escaparme de la escuela y a ocultarme durante días, todo a un tiempo. Me hice amigo de un viejo negligente que vivía en una tienda de campaña en un solar vacío cerca de la central eléctrica de Silverlake. Se llamaba Dave. Había recibido una herida en la cabeza durante la primera guerra mundial y los comerciantes del vecindario se ocupaban de él. Le daban pan duro y latas abolladas de alubias y de sopa que sabían que no iban a vender. Todo el mundo pensaba que Dave era un retrasado, pero no era así. Tenía arranques de lucidez. A mí me caía bien; era un hombre tranquilo y me dejaba quedarme en su tienda para leer cuando me escapaba de casa.

Lloyd vaciló, pero siguió adelante. Su voz adquirió una reso­nancia que Kathleen no había oído nunca hasta entonces.

—Mis padres decidieron llevar a abuelo al lago Arrowhead an­tes de las Navidades. Era una última salida familiar antes de que muriera. Un día antes de disponernos a salir tuve una pelea con Tom. Quería que viera la tele con él. Yo me resistí y él me pegó y me ató a una silla en el taller de papá. Incluso me amordazó la boca para que no pudiera protestar. Cuando llegó la hora de marchar hacia el lago, Tom me dejó allí atado. Desde el patio trasero le oí decirles a papá y a mamá que yo me había largado. Ellos le creyeron y se marcharon, dejándome solo en la cabaña. No había manera de que pudiera mover un solo músculo o articu­lar un sonido. Llevaba allí un día o más, calambrado por el dolor espantoso, cuando oí cómo alguien intentaba forzar la puerta de la cabaña. Al principio me asusté, pero al abrirse la puerta vi que se trataba de Dave. Pero él no me rescató ni mucho menos. Puso en marcha todos los aparatos de televisión y de radio que había en la cabaña, me puso un cuchillo en la garganta e hizo que le tocara y se la mamara. Me quemó con probadores de lámparas y cogió cables conectados y me los introdujo en el culo. Después me violó y me volvió a quemar una y otra vez, mientras las radios sonaban a toda pastilla todo el tiempo. Tras dos días de hacerme daño, se marchó. No desconectó los aparatos. El ruido creció y creció… y creció… Por fin, mi familia volvió a casa. Mi madre vino corriendo a la cabaña. Me quitó la mordaza, me desató, me abrazó y me preguntó qué había pasado. Pero yo no podía ha­blar. Había gritado en silencio durante tanto tiempo que las cuer­das vocales se me habían hecho trizas. Mi madre me hizo escribir todo lo que había pasado. Después de leerlo, me dijo: «No le cuen­tes esto a nadie. Yo me ocuparé de todo».

»Mamá llamó a un médico que me limpió las heridas y me dio un sedante. Mucho más tarde me desperté en mi cama. Oí a Tom llorando en su habitación y me acerqué a ver qué pasaba. Mi ma­dre le estaba azotando con un cinturón de clavos de latón. Escu­ché cómo mi padre preguntaba qué había pasado y cómo mamá le decía que se callara. Me escondí en el piso de abajo, y una hora más tarde mi madre abandonaba la casa a pie. La seguí des­de una distancia prudencial y vi cómo se dirigía a la central eléc­trica de Silverlake. Fue directa hacia la tienda de Dave, él estaba sentado en el suelo leyendo un comic. Mamá sacó una pistola de su bolso y le disparó seis veces en la cabeza y luego se marchó. Cuando vi lo que había hecho, corrí hacia ella. Me cogió en bra­zos y me llevó a casa. Me metió en la cama con ella y me ofreció sus pechos, y me enseñó cómo volver a hablar cuando recuperara la voz y me nutrió con muchas historias. Cuando el abuelo murió me llevó al ático muchas veces y allí hablábamos rodeados de an­tigüedades.

Rígida por la lástima y el terror y con las lágrimas que le surca­ban el rostro, Kathleen suspiró:

—¿Y entonces?

—Y —dijo Lloyd—, mi madre me dio mi creencia irlandesa pro­testante y me hizo prometer que protegería la inocencia y manten­dría mi coraje. Me contó historias que volvieron a hacerme fuerte. Ahora está muda. Hace varios años sufrió un ataque y no puede hablar, así que yo le hablo. No puede responderme, pero yo sé que lo entiende todo. Y yo mantengo mi coraje y protejo la ino­cencia. Maté a un hombre en los disturbios de Watts. Era un de­monio. Nadie sospechó jamás que mamá hubiese matado a Dave como tampoco nadie sospechó que yo hubiese matado a Dave co­mo tampoco nadie sospechó que yo hubiese matado a Richard Be­ller. Y si tuviese que matarle, nadie sospecharía que yo liberara al mundo de Teddy Verplank.

Kathleen se quedó muda de la impresión cuando oyó aquellas palabras:

Teddy Verplank. —Atrapada en una trama benevolente de sus propios recuerdos, dijo— ¿Teddy Verplank? Le conocí en el cole­gio. Era un chico débil e ineficaz. Un muchacho muy amable. Él…

Lloyd le indicó que se callara.

—Él es el amante de tus sueños. Había sido uno de los Kathy’s Klowns en la escuela. Tú nunca lo llegaste a saber. Dos más de tus compañeros de clase están envueltos en los asesinatos. Un hom­bre llamado Delbert Haines y otro que fue asesinado la noche pa­sada: Lawrence Craigie. Descubrí un mecanismo de espionaje, una grabadora, en el apartamento de Haines, y fue esto lo que me puso sobre la pista de Verplank. Ahora escúchame… Teddy ha matado a más de veinte mujeres. Lo que necesito que tú hagas es que me des información sobre él. Necesito tu visión, tu…

Kathleen saltó de la cama.

—Estás loco —dijo con suavidad—. ¿Después de todos estos años tienes que inventarte toda esta fantasía policial para protegerte? Después de tantos años tú…

—Yo no soy el amante de tus sueños, Kathleen. Soy un oficial de policía y tengo un deber que cumplir.

Kathleen sacudió la cabeza con frenesí.

—Voy a hacer que me lo pruebes. Todavía guardo el poema de octubre del 64. Voy a hacer que lo copies y entonces compara­ré la escritura.

Corrió desnuda hacia la habitación de enfrente. Lloyd la oyó murmurar para sí misma y supo de repente que ella nunca acepta­ría la realidad. Se levantó y recogió sus ropas, sintiendo que en la resaca de su confesión su cuerpo empapado de sudor estaba a un tiempo relajado e incandescente de vida. Kathleen regresó unos segundos más tarde llevando una carta descolorida en la mano. Se la tendió a Lloyd, que leyó:

Mi amor por ti ahora grabado en sangre;

Mis lágrimas cuajadas en resoluta pasión;

El odio vertido sobre mi

se metamorfoseará en amor.

Clandestinamente serás mía.

Lloyd le devolvió la tarjeta.

—Teddy, pobre y loco bastardo. —Se inclinó y besó la mejilla de Kathleen—. Tengo que marcharme —le dijo—, pero volveré cuando todo esté solucionado.

Kathleen le observó salir por la puerta, que se cerró ante todo su pasado y todas sus recientes esperanzas de futuro. Tomó el te­léfono y llamó a información para pedir dos números de teléfono. Sin aliento, marcó el primero, y cuando una voz masculina res­pondió a su llamada, dijo:

—¿Capitán Peltz?

—¿Sí?

—Capitán, soy Kathleen McCarty. ¿Me recuerda? Nos conoci­mos en su fiesta la noche pasada.

—Claro que sí. Usted es la amiga de Lloyd. ¿Cómo está usted, señorita McCarthy?

—Creo… creo que Lloyd está loco, cápitán. Me dijo que había matado a un hombre en los disturbios de Watts, y que su madre había matado a un hombre que…

El Holandés la interrumpió:

—Señorita McCarthy, por favor, mantenga la calma. Lloyd está en crisis dentro del departamento y estoy seguro que se está com­portando de un modo errático.

—¡Pero usted no lo entiende! ¡Habla de matar a alguien!

El Holandés se echó a reír.

—Los policías decimos este tipo de cosas. Por favor, dígale que me llame. Dígale que es importante, y no se preocupe.

Cuando oyó el chasquido del teléfono al colgarse, Kathleen se apresuró a hacer una segunda llamada. Marcó el número y, des­pués de que sonara el timbre seis veces, una suave voz de tenor respondió.

—Teddy Silverlake Camera. ¿En qué puedo servirle?

—S… Sí… ¿Eres Teddy Verplank?

—Sí, yo mismo.

—¡Gracias a Dios! Mira, probablemente no me recuerdes, pero me llamo Kathleen McCarthy y…

La voz del hombre se hizo más suave.

—Te recuerdo muy bien.

—Bien… mira, es posible que no te lo creas, pero hay un poli­cía loco que viene a por ti. Yo…

La suave voz se interrumpió.

—¿Quién es?

—Se llama Lloyd Hopkins. Tiene unos cuarenta años y es muy alto y fuerte. Conduce un coche de policía pardo y sin matrícula. Quiere hacerte daño.

La voz suave dijo:

—Ya lo sé. Pero no se lo consentiré. Nadie puede hacerme da­ño. Gracias, Kathleen. Te recuerdo con mucho afecto. Adiós.

—A… adiós.

Kathleen colgó el teléfono y se sentó sobre la cama, sorprendida de ver que todavía estaba desnuda. Entró en el cuarto de baño y se contempló en el espejo de cuerpo entero. Tenía el mismo as­pecto de siempre, pero sabía que algo había cambiado y que ya nunca sería completamente suyo.