CAPÍTULO TRECE

Al amanecer Lloyd se dirigía hacia Parker Center. Las posibles derivaciones de su explosión en la fiesta resonaban en su cabeza como címbalos enloquecidos. Cualesquiera que fueran las secue­las, desde cargos formales por asalto a censura departamental, iba a ser objeto de una investigación por parte del Departamento de Asuntos Internos, que resultaría en un destino específico de jorna­da completa que pondría fin a su investigación en secreto, de man­tenerse ilocalizables para el departamento en general y para los cazadores de brujas de Asuntos Internos en particular, de dejar para más tarde los desagravios al Holandés y de atrapar al asesi­no, aunque le costara su carrera.

Subió corriendo los seis tramos de escalera que le separaban de su despacho. Sobre el escritorio encontró una nota del oficial de guardia de la primera planta: «Placa 1114. ¿Que empiece a gue­rra? Probablemente un loco. Huttner.» «La artillería psicológica del Departamento de Asuntos Internos —decidió Lloyd—. Los fa­náticos religiosos nunca han sido sutiles.»

Lloyd bajó al recibidor para entrar en el salón de oficiales con la esperanza de que no habría agentes de guardia nocturna ron­dando por allí. Iba a dar un largo paseo por las calles y con café solo no tendría suficiente.

El salón-bar estaba desierto. Lloyd registró las repisas inferiores de las mesas, el clásico escondite de los agentes de «guardia de largo plazo». Al cuarto intento, obtuvo su recompensa: una bolsita de plástico llena de pastillas de Bencedrina. Cogió la bolsa en­tera. Le quedaban treinta y un nombres en la lista de comprado­res y la caza del espía del apartamento de Haines el Blanco. Me­jor demasiada anfeta que demasiado poca.

Los pasillos del Parker Center empezaban a animarse con la lle­gada de los primeros oficiales. Lloyd vio a varios rostros descono­cidos, de pelo rapado y aspecto duro, que le miraban con recelo e inmediatamente los tomó por detectives de Asuntos Internos. De vuelta a su despacho, vio que los papeles de su mesa habían desa­parecido. Iba a alzar el puño para estamparlo contra la mesa cuan­do sonó el teléfono.

—Lloyd Hopkins —dijo al auricular—. ¿Quién es?

Le respondió una monótona voz masculina:

—Sargento, soy el capitán Magruder, de la oficina de sheriff de Hollywood oeste. Tenemos dos homicidios, de localización se­parada. Tenemos un grupo de huellas dactilares que estoy seguro de que coinciden con su teletipo del caso Niemeyer. ¿Podría…»?

Lloyd se quedó helado.

—Le veré en la comisaría dentro de veinte minutos —dijo.

Tardó veinticinco minutos y tuvo que saltarse semáforos en rojo y conectar la sirena todo el camino. Encontró a Magruder en el despacho de Información, vestido de uniforme y escudriñando en­tre un montón de informes. Fijándose en su chapa, le dijo:

—Capitán, soy Lloyd Hopkins.

Magruder dio un salto como si le hubiese atacado un enjambre de avispas.

—Gracias a Dios —dijo, tendiéndole una mano temblorosa—. Vamos a mi despacho.

Atravesaron un largo pasillo poblado de oficiales uniformados que hablaban en animados susurros. Magruder abrió la puerta de su despacho y le indicó a Lloyd que tomara asiento, luego se sen­tó tras su escritorio y dijo:

—Dos homicidios, ambos ocurridos la pasada noche. Una mu­jer y un hombre. Los escenarios de los crímenes están separados dos kilómetros. Ambas víctimas masacradas con una automática del 32. Idénticos casquillos de bala en ambos lugares. A la mujer la desmembraron, probablemente con una sierra. Las piernas y los brazos fueron encontrados en la piscina adyacente al edificio. En­volvieron su cabeza con periódicos y la depositaron sobre el capó de un coche directamente frente al edificio. Una chica bonita, de veintiocho años de edad. La segunda víctima era un chapero. Tra­bajaba frente a un motel que está a pocas manzanas de aquí. El asesino le metió la 32 por la boca y por el culo y lo hizo mierda. La encargada de noche, que vive exactamente debajo, dijo no ha­ber oído nada. Nos llamó cuando la sangre empezó a gotear a través de su techo.

Lloyd, aturdido ante la noticia de una víctima masculina, obser­vaba cómo Magruder abría el cajón de la mesa y sacaba un botellín de bourbon. Se sirvió un trago largo en una taza de café y se lo bebió de un solo trago.

—Dios santo, Hopkins —dijo—. Dios santo y bendito.

Lloyd rechazó la botella que le ofrecía.

—¿Dónde encontraron las huellas? —preguntó.

—En la habitación de motel del chapero —respondió Magruder—. Sobre el teléfono, la mesita de noche y junto a unas letras escritas en sangre sobre la pared.

—¿No hubo asalto sexual?

—No hay modo de saberlo. El recto de aquel tipo estaba des­trozado. El forense dijo que nunca había visto…

Lloyd alzó una mano para interrumpirle.

—¿Lo sabe ya la prensa?

—Creo que sí…, pero nosotros no hemos mandado ningún co­municado. ¿Qué ha averiguado usted sobre el asesinato de Niemeyer? ¿Tiene alguna pista que pueda proporcionar a mis hombres?

—¡No tengo nada! —chilló Lloyd. Bajando el tono de voz, dijo—: Hábleme del chapero.

—Se llama Lawrence Craigie, alias Larry el Pájaro, alias Hombre-pájaro. Treinta y cinco años, rubio, musculoso. Creo que solía hacer la calle cerca de Plummer Park.

La mente de Lloyd explotó y se fusionó en una serie de cone­xiones: Craigie, el testigo del suicidio del 10/6/80; el Pájaro de la grabación del apartamento de Haines. Todo encajaba.

—¿Usted creel —gritó Lloyd—. ¿Qué hay de su hoja de antece­dentes?

Mugruder tartamudeó:

—La… la hemos revisado. Sólo hay multas de tráfico sin pagar.

—¿Y ese tipo era un chapero conocido? ¿Sin ningún anteceden­te penal?

—Bueno… tal vez pagó a un abogado para que se borraran sus fechorías.

Lloyd sacudió la cabeza.

—¿Qué hay de sus archivos de Antivicio? ¿Qué saben sobre él sus oficiales de vicio?

Magruder se sirvió otro trago y lo dejó de lado.

—El escuadrón Antivicio no entra de servicio hasta la guardia de noche —dijo—, pero ya he revisado sus archivos. No hay nada contra Craigie.

Lloyd notó que surgían conexiones más amplias.

—¿El Motel Tropicana? —preguntó.

—Sí —dijo Magruder—. ¿Cómo lo sabe?

—¿Han retirado el cadáver y sellado las premisas?

—Sí.

—Voy a ir hasta allí. ¿Hay alguno de sus oficiales?

—Sí.

—Bien. Llame al motel y dígales que voy para allá.

Lloyd acalló sus temblores mentales y salió corriendo del despa­cho de Magruder. Recorrió las tres manzanas que le separaban del motel, a la espera de encontrarse frente a una representación del infierno y de su propio destino.

Se encontró frente a un matadero rezumante de sangre y carne destrozada. El joven comisario que vigilaba la entrada contribuyó con detalles sangrientos:

—¿No cree que es terrible, sargento? Tenía que haber estado aquí hace un rato. Los sesos del tipo cubrían todo aquel armario de allí. El coronel tuvo que recogerlos en una bolsa de plástico. Ni siquiera pudieron marcar una línea de tiza del cuerpo, tuvieron que usar cinta adhesiva, Dios santo.

Lloyd se acercó al armario. La alfombra azul claro estaba toda­vía empapada de sangre. En mitad de la extensión rojo oscuro, una cinta adhesiva metalizada dibujaba la silueta del cuerpo de un hombre con los brazos y piernas en cruz. Recorrió el resto de la habitación con la mirada: un amplio lecho con colcha de tercio­pelo morado, estatuillas de hombres musculosos, una caja de car­tón llena de cadenas, látigos y otros enseres similares.

Al revisar la habitación por segunda vez, se fijó en que una buena extensión de la pared que quedaba sobre la cama estaba cubierta con papel de embalar. Le preguntó al comisario:

—¿Qué es ese papel de la pared?

El comisario dijo:

—Oh, me olvidé de decírselo. Debajo hay algo escrito. Escrito con sangre. Los otros lo cubrieron para que los periodistas y los de la tele no pudieran verlo. Piensan que puede ser una pista.

Lloyd cogió el papel por una esquina y tiró de él. «No soy un Kathy’s Klown» apareció ante sus ojos escrito en trazos sangrien­tos y gruesos. Por un segundo, su computador se obturó y crujió. Luego se fundieron todos sus fusibles y las palabras se emborro­naron y se transformaron en ruidos, seguidos de un silencio ab­soluto.

Kathleen McCarthy y su corte… «Teníamos un grupo de segui­dores, igualmente empollones y solitarios. Los llamaban los Kathy’s Klowns». Mujeres asesinadas que tenían el aspecto de saludables colegialas de los años sesenta. Un chapero muerto y su colega po­licía, perverso y corrupto, y… y…

Lloyd sintió cómo el joven comisario le tiraba de la manga. Su silencio se convirtió en puro clamor satánico. Agarró al comisario por los hombros y le empujó contra la pared.

—Hábleme de Haines —le dijo en un susurro.

El joven oficial cloqueó y tartamudeó:

—¿Qu… qué?

—El comisario Haines —repitió Lloyd lentamente—. Hábleme de él.

—¿Haines, el Blanco? Es un solitario. Mira para sí mismo. He oído decir que toma drogas. Es… es todo lo que sé.

Lloyd soltó los hombros del comisario.

—No pongas esa cara de miedo, hijo —le dijo.

El joven tragó saliva y se ajustó la corbata.

—No tengo miedo —dijo.

—Muy bien. No le cuentes a nadie nuestra conversación.

—Sí…, señor.

De repente sonó el teléfono. El comisario cogió el auricular y se lo pasó a Lloyd.

—Sargento, soy el oficial Nagler de Investigaciones Científicas —dijo una voz nerviosa—. Hace horas que trato de ponerme en contacto con usted. La operadora de la central me dijo…

Lloyd le cortó:

—¿Qué es, Nagler?

—Sargento, son idénticas. El índice y el medio del teletipo de Niemeyer encajan a la perfección con el índice y medio que he sacado de la grabadora.

Lloyd dejó caer el auricular y salió al balcón. Miró hacia el parking del edificio, enteramente ocupado de mirones y curiosos y luego desvió su mirada hacia la calle. Todo cuanto vio fue tan espantoso como la primera imagen de la vida de un niño que aca­ba de salir del útero materno.