CAPÍTULO DOCE

Su propósito se llamaba Peggy Morton y había sido escogida por el reto que representaba su consumación tanto más que por su persona.

Desde Julia Niemeyer y sus manuscritos se sentía debilitado en todos los frentes. Su cuerpo fuerte y delgado seguía teniendo el mismo aspecto de siempre, pero se sentía pesado, flácido; sus ojos azules, normalmente claros, estaban ahora evasivos y nublados de miedo cuando se miraba al espejo. Para combatir aquellos peque­ños desastres, el poeta había resucitado algunas de sus disciplinas anteriores a la aparición de Jane Wilhelm. Pasaba horas practi­cando judo y kárate, haciendo prácticas de tiro con rifle y bo­xeando hasta que el dolor le impedía pensar. Sólo le servían como truco para mantenerse activo y las pesadillas seguían atormentán­dole. Salir a la calle en busca de jóvenes se le antojaba una pan­tomima de oberturas obscenas. Las nubes tomaban formas grotes­cas que dibujaban su nombre para que todo Los Ángeles lo leyera.

Entonces fue cuando le robaron su grabadora y cuando ganó una némeis sin rostro: el sargento Lloyd, el pescador de homici­das. En las once horas siguientes al conocimiento de su existencia gracias a la cinta, había explotado cuatro veces. Las imágenes ca­da vez más gráficas del barrio gay le condujeron a un estado casi de estupor que se evaporaba en pocos minutos, dejándole dispues­to a explotar de nuevo, pero aterrorizado ante el precio que tenía que pagar. No le servía de ninguna ayuda contemplar los recorda­torios de sus paredes. Sólo las voces conseguían excitarle. Enton­ces pensó en Peggy Morton, que vivía a unas pocas manzanas de una calle llena de jóvenes que alquilaban sus servicios, de jóvenes que podían sustituir la vergonzosa voz de la cinta, de jóvenes que compartían el mismo estilo de vida horrendo que el Oficial Cerdo y su esbirro. Tomó su coche y se dirigió hacia Hollywood oeste y la consumación.

Peggy Morton vivía en un edificio de «seguridad» en la avenida Flores, dos manzanas al sur de Sunset Strip. Una mañana la ha­bía seguido hasta su casa desde el mercado de Santa Monica y Sweetzer, ocultándose al abrigo de los árboles de la calle y escu­chando como ella conjugaba sus verbos en francés. Había en ella algo muy simple y saludable. Después de la resaca traumática de Julia Niemeyer, había echado una mano de aquella simplicidad co­mo fundamento de su ardor.

Había tardado escasamente una semana en comprobar que aquella joven bonita y pelirroja era una criatura de costumbres en extre­mo: exactamente a medianoche salía de su trabajo de cajera en Tower Records, y su amante, Phil, el director de noche de la tien­da, la acompañaba al mercado a comprar verduras y luego se mar­chaban a casa andando. Phil se quedaba a dormir tan sólo los martes y viernes.

—Es nuestro acuerdó, cariño —le había oído decir a Peggy una media docena de veces—. Tengo que estudiar francés. Me prome­tiste que no me presionarías.

El buenazo de Phil protestaba brevemente y luego agarraba a Peggy y su bolsa de la compra en un abrazo desesperado para marcharse calle abajo, sacudiendo la cabeza. Entonces Peggy tam­bién sacudía la cabeza y decía:

—Hombres. —Y sacaba un manojo de llaves de su bolso para abrir la primera de las muchas puertas que la conducirían a su apartamento del cuarto piso.

El edificio de apartamentos le fascinaba y le desfiaba a un tiem­po. Siete pisos de acero y cristal que se anunciaban con un cartel a la entrada como «Ambiente de 24 horas de seguridad electrónica total». Le parecía muy triste que la gente necesitara tal protec­ción, pero el desafío le estimulaba aún más. Sabía que en el llave­ro de Peggy había cuatro llaves y que todas eran necesarias para tener acceso a su apartamento. Una vez oyó cómo Phil bromeaba sobre ello. También sabía que las cámaras electrónicas instaladas en las paredes patrullaban constantemente el distribuidor. El pri­mer paso era obtener las llaves…

Lo consiguió con facilidad, pero así tan sólo tenía acceso par­cial. Tras tres días de estudiar la rutina de Peggy, se dio cuenta de que cuando llegaba al trabajo a las cuatro en punto entraba primero en la sala de descanso para empleados que había al fondo de la tienda. Entonces solía dejar su bolso sobre una mesa, junto a la máquina de Coca-Cola, y se dirigía al almacén contiguo para revisar las nuevas remesas de álbunes. Él la estuvo observando du­rante tres días a través de la puerta corredera de cristal. El cuarto día se decidió a actuar. Abrió el bolso de Peggy, pero tuvo que apresurarse cuando oyó sus pasos y regresar corriendo a la tienda con una sola llave en la mano.

Pero era la llave de la entrada principal y aquella misma noche, disfrazado de mujer y con una bolsa de comestibles en la mano a modo de camuflaje, abrió la puerta desacaradamente y fue di­recto a los buzones, donde vio que Peggy vivía en el apartamento 423. Desde allí, rodeó el distribuidor y se dio cuenta de que hacía falta otra llave para acceder a los ascensores. Sin desanimarse, se fijó en que a su izquierda había una puerta que no estaba cerrada con llave. La abrió y se encontró frente a un pasillo oscuro que conducía a la sala de lavandería llena de lavadoras y secadoras que funcionaban con monedas. Inspeccionó la habitación y vio que había una amplia boca de ventilación en el techo. Escuchó ruidos que provenían de los apartamentos de arriba, y su cerebro empezó a maquinar.

De nuevo vestido de mujer, pero esta vez con un ajustado chándal de algodón debajo de su indumentaria femenina, aparcó su coche al otro lado de la calle a la espera de que Peggy regresara a su casa. La expectación le producía tales temblores que no pen­só ni por un momento en el policía pescador de homicidas.

Peggy apareció a las 12.35. Se cambió de mano la bolsa de la compra, introdujo su llave nueva en la cerradura y entró en el edificio. Él esperó durante un cuarto de hora, se dirigió disimula­damente hacia la puerta y entró, escudándose la cara con su pro­pia bolsa de compra. Atravesó el distribuidor, entró en la lavan­dería y colgó en la puerta un letrero escrito a mano que ponía «Fuera de servicio» y la cerró por dentro. Respirando ligeramente, se quitó su amplio vestido de algodón estampado y sacó de la bol­sa sus herramientas de trabajo: un destornillador, un escoplo, un martillo, una sierra para metales, y un silenciador para su pistola automática de calibre 32. Las metió en los compartimentos de su cinturón del ejército, se ató el cinturón alrededor de la cintura y se puso guantes de goma quirúrgicos.

Pensó en los pocos recuerdos agradables que tenía de Peggy, se subió a la lavadora que quedaba directamente debajo de la bo­ca de ventilación. Escudriñó en la oscuridad del conducto, inspiró profundamente y se colocó las manos sobre la cabeza, en posición de buceo, y saltó hacia arriba hasta poder agarrarse con las ma­nos a las paredes de metal corrugado del interior del conducto. Con un gran esfuerzo de su capacidad pulmonar se izó a través, aplastando sus brazos, piernas y hombros para ganar una ventaja para impulsarse lentamente hacia arriba. Se sentía como un gusa­no cumpliendo penitencia en el infierno. Se abría paso hacia arri­ba, centímetro a centímetro, modulando su respiración en concier­to con sus movimientos. El conducto estaba muy caliente y el me­tal hería sus piernas atravesando el chándal.

Cuando alcanzó el conducto adyacente del segundo piso vio que era lo bastante amplio para subir por él. Se deslizó saboreando la sensación de estar de nuevo en posición horizontal, se arrastró hasta encontrarse con una placa metálica con pequeños agujeros por los que entraba aire fresco. Entornó los ojos y vio que se en­contraba al nivel del techo del pasillo frente a los apartamentos 212 y 214. Se encogió sobre la espalda y sacó el escoplo y el mar­tillo de su cinturón, luego se volvió a colocar de barriga, y embu­tió la cabeza del escoplo en el borde de la placa metálica y la hizo saltar de un golpe seco de martillo. La placa cayó sobre el suelo de moqueta azul del pasillo y se arrastró a través del orificio abierto para dejarse caer. Recobró el aliento, volvió a colocar la placa metálica en la boca del conducto y se dirigió pasillo abajo rastreando continuamente con la mirada en busca de mecanismos ocultos de seguridad. Al no ver ninguno, atravesó dos puertas y subió dos tramos de la escalera de servicio, sintiendo que su cora­zón latía in crescendo a cada escalón.

El corredor del cuarto piso estaba desierto, se dirigió a la puer­ta del apartamento 423 y pegó la oreja a la puerta. Silencio abso­luto. Extrajo la automática del 32 del cinturón y la revisó para ver si el silenciador estaba bien encajado en el cañón. Se concen­tró en recordar el timbre de la voz del memo de Phil, dio unos golpecitos en la puerta y dijo:

—¿Peg? Soy yo, cariño.

Oyó un ruido de pisadas en el interior del apartamento, seguido de un susurro:

—Estás loco… —Un instante después se abrió la puerta.

Cuando Peggy Morton vio a aquel hombre vestido de chándal negro, se llevó las manos a la boca de sorpresa. Le miró a los ojos y vio en ellos deseo. Pero cuando vio el arma que llevaba en la mano quiso gritar, pero no pudo.

—Recuérdame —le dijo el poeta, y le disparó al estómago.

Se produjo un ruido sordo y Peggy cayó de rodillas. Su boca aterrorizada trató de formar la palabra «No». Él apoyó el cañón de la pistola contra el pecho de Peggy y apretó el gatillo. Ella retrocedió hacia la sala de estar expulsando un tenue «No» y una bocanada de sangre. El poeta la siguió y cerró la puerta tras de sí. Los párpados de Peggy se agitaban mientras trataba desespera­damente de respirar. Él se inclinó sobre su cuerpo y le abrió la bata. Estaba desnuda. Puso el cañón sobre su corazón y disparó. El cuerpo de Peggy se sacudió y su cabeza cayó hacia atrás. La sangre manaba de su boca y nariz y sus ojos parpadearon por última vez y se cerraron para siempre jamás.

El poeta entró en el dormitorio y encontró un amplio vestido de estar por casa que podía ser de su talla. Luego revolvió en el interior del armario hasta que encontró una peluca castaña y un gran sombrero de paja. Se puso aquella indumentaria, se con­templó en el espejo y decidió que estaba perfecto.

Dio una vuelta por la cocina y encontró una bolsa de la compra reforzada y un puñado de periódicos, que llevó a la sala de estar y depositó en el suelo junto al cuerpo de su última amada. Retiró la bata ensangrentada del cuerpo de Peggy y sacó su sierra de me­tales. Empuñó la sierra y cerró los ojos cuando sintió los chorros de sangre que salían despedidos. En pocos minutos, tejidos, visce­ras y huesos quedaron despedazados y la alfombra amarillo pálido se tornó carmesí oscuro.

Salió al balcón y miró en silencio la riada de coches que circula­ban por Sunset Strip. Por breves instantes se preguntó adonde iría toda aquella gente. Entonces regresó junto a su treinta y dosava amante y recogió sus brazos y piernas cortados. Los llevó hasta el borde del balcón y los lanzó al vacío. Contempló cómo desapa­recían y sintió crecer su poder.

Ahora sólo quedaban la cabeza y el torso. Dejó el torso en el suelo, envolvió la cabeza con hojas de periódico y la depositó en la bolsa. Dio un suspiro, atravesó la puerta de entrada del aparta­mento y atravesó el edificio hasta llegar a la calle. Cuando llegó a la esquina, se quitó el vestido de Peggy y la peluca y el sombre­ro, y los amontonó junto a la alcantarilla, sabedor de que se ha­bía enfrentado al equivalente de todas las guerras de la humani­dad y había salido vencedor.

Sacó su trofeo de la bolsa de plástico y anduvo acera abajo. En la siguiente esquina vio un hermoso y prístino Cadillac blanco. Depositó la cabeza de Peggy sobre el capó. Era una declaración de guerra. Por su mente pasaron los gritos de combate de los gue­rreros. «Al victor pertenece el trofeo.» Regresó junto a su coche dispuesto a celebrar su victoria.

Voces benevolentes le impulsaron a bajar por el bulevar de San­ta Mónica. Conducía despacio, por el carril de la derecha, con los prietos guantes de goma que le apretaban las manos. Había muy poco tráfico y la ausencia de ruidos de la calle le permitió escuchar, oír los pensamientos de los jóvenes que se apoyaban en las señales de tráfico y en los bancos de las paradas de autobús.

Tener contacto visual resultaba difícil y más aún hacerse una composición de lugar basada exclusivamente en miradas, así que siguió camino, dejando al destino dictar su encuentro.

Cerca de Plummer Park le asaltaron unos fastidiosos y vulgares reclamos. Continuó su camino: mejor nada que alguien desagra­dable.

Cruzó Fairjax saliendo de Boy’s Town, asustado y a la vez ali­viado de que su periplo hubiese finalizado. En Crescent Heights cogió el semáforo en rojo y le llegó el sonido de más voces como si fuera metralla:

—Buen tabaco, Pajarito; llévate unas bolsas de diez centavos para tus váteres y podrás hacer negocio.

—Ya me arreglo bien, ¿qué te crees que soy, un jodido portero?

—No sería mala idea, Precioso. Los porteros tienen Seguridad Social, los maricas gonorrea.

Las tres voces se fundieron en una risa. Alzó la vista. Dos jóve­nes rubios y el lacayo. Apretó el volante con tanta fuerza que sin­tió cómo sus entumecidas manos volvían a la vida temblando espasmódicamente, haciendo sonar la vocina por accidente. Con el ruido, las voces se apagaron. Podía sentir cómo sus miradas lo escrutaban. La luz del semáforo cambió a verde. Permaneció en el sitio; marchar ahora hubiese sido una cobardía. Células cancerí­genas comenzaron a trepar por el limpiaparabrisas, entonces oyó una dulce voz en la ventana del acompañante.

—¿Buscas compañía?

Era el lacayo. Mirando fijamente a la luz verde, hizo un reco­rrido mental de sus veintitrés amadas. Sus imágenes lo calmaron; ellas querían que lo hiciera.

—Dije que si quería compañía.

Asintió. Las células cancerígenas se esfumaron con el acto de coraje. Se forzó a sí mismo a levantar la vista y a abrir la puerta mostrando una sonrisa. El tipo correspondió a la sonrisa, sin mues­tras de reconocerlo en sus ojos.

—¿Del tipo silencioso, eh? Tira para adelante; ya sé que soy una ricura. Tengo un nidito cerca de La Ciénaga. Cinco minutos y Larry el Pájaro te lleva directo al paraíso.

Los cinco minutos se proyectaron en veintitrés eternidades, vein­titrés voces femeninas diciendo «Sí». Cada vez asentía y una olea­da de calor le recorría el cuerpo.

Dejaron el coche en el aparcamiento del motel y Larry subió el primero, mostrando el camino a su habitación; una vez dentro, cerró la puerta y susurró:

—Son cincuenta, por adelantado.

El poeta sacó la cartera y extrajo dos de veinte y uno de diez. Se los dio a Larry, quien los metió en una caja de cigarros que había sobre la mesita, al tiempo que decía:

—¿Qué va a ser?

—Un griego —dijo el tipo.

Larry se rió.

—Te encantará, Muñeco. Nunca te han jodido hasta que te fo­lla Larry el Pájaro.

El poeta sacudió la cabeza negativamente.

—No, te confundes. Soy yo el que quiere joderte.

—Amiguito, te has equivocado —exhaló con enfado Larry—, yo no tomo por el culo, doy. Llevo rompiendo anos desde el bachi­llerato. Soy Larry Paja…

El primer disparo le dio a Larry en la ingle. Se cayó sobre el armario ropero, deslizándose después hasta el suelo. El hombre permaneció sobre él, cantando: «Adelante, oh, noble mariscal, avan­ce sobre ese campo; con su bandera ondeando sobre nuestras ca­bezas, nunca nos rendiremos». Los ojos de Larry cobraron vida entonces y abrió la boca; el tipo metió dentro de ésta el cañón con el silenciador y disparó seis veces. La parte posterior de la cabeza de Larry y el armario explotaron. Extrajo el cargador gas­tado y lo rellenó; después le dio la vuelta al destrozado cadáver y le quitó los pantalones y los calzoncillos al mariquita. Le separó las piernas, le introdujo el cañón en el recto y apretó el gatillo siete veces. Los dos últimos disparos rebotaron en la espina dorsal y le destrozaron la yugular al salir, brotando géisers de sangre en todas las direcciones.

El poeta se puso de pie, sorprendiéndose al descubrir que podía mantenerse firme. Puso ambas manos frente a la cara y notó que las tenía tiesas; se quitó los guantes de goma y sintió cómo la vida le volvía a aquéllas. Ahora ya había matado veintitrés veces por amor y una por venganza; era capaz de dar muerte a hombres y mujeres, a amantes y violadores. Se arrodilló junto al cuerpo e introdujo las manos en una viscera, dentro de un amasijo san­guinolento; a continuación, encendió todas las luces de la habita­ción y escribió con los dedos en la pared: «No soy Kathy’s Klown».

Ahora que él ya lo sabía, estimó conveniente darlo a conocer al mundo. Encontró el teléfono y llamó a información pidiendo el número de la División de Homicidios del Departamento de Po­licía de Los Ángeles. Tras dárselo la operadora, lo marcó y mien­tras esperaba se puso a tamborilear con sus dedos sangrientos en la mesita. Finalmente, una voz brusca contestó:

—Atracos y Homicidios. Oficial Huttner al habla, ¿puedo ayu­darle?

—Sí —respondió el hombre y se puso a explicar que un sargento de detectives había rescatado a su perro. Su hija quería mandar al simpático policía una tarjeta de felicitación. Ella había olvidado el nombre, pero recordaba el número de placa (el 1114). ¿Sería el oficial Huttner tan amable de darle un mensaje al simpático policía?

El oficial Huttner dijo «mierda» para sí mismo y al micrófono:

—Sí, señor. ¿Cuál es el mensaje?

—Dejemos que la guerra comience —respondió el hombre; des­pués arrancó el cable de la pared y arrojó el aparato de teléfono a la sangrienta habitación del motel.