Aquella noche de insomnio en la casa vacía había sido el anticipo de un día de frustración burocrática absoluta, y cada respuesta negativa ante sus solicitudes desgarraron la mente de Lloyd como una señal luminosa que indicaba el final de todas las amables influencias de su vida. Janice y las niñas ya no estaban, y hasta que hubiese capturado a su genial asesino, no tenía poder para hacerlas regresar.
A la caída de la tarde, hizo recuento de sus menguantes opciones, preguntándose qué podría hacer si se desvanecían y le abandonaban, dejándole solo con su mente y su voluntad.
Había pasado seis horas llamando a las dieciocho tiendas de estéreos para conseguir una lista de cincuenta y cinco personas que en los últimos ocho años hubieran adquirido un Watanabe A.F.Z. 999. Veinticuatro de los compradores eran mujeres, con lo que quedaban tan sólo treinta y un sospechosos masculinos. Lloyd sabía por experiencia que las entrevistas por teléfono eran inútiles y que no había otra solución para determinar la culpabilidad o inocencia de los sospechosos, en función de su respuesta al interrogatorio. Y si la grabadora había sido comprada fuera de Los Ángeles… y todo el asunto de Haines no tenía nada que ver con los asesinatos… y necesitaría hombres para hacer los interrogatorios… y si el Holandés se ponía en contra suya en la fiesta de aquella noche…
Sus pensamientos negativos siguieron sucediéndose, mezclándose con recuerdos de Penny y sus colchas, de Anne y Caroline escuchando sus historias encantadas. El Holandés no había obtenido ningún resultado positivo de sus solicitudes a los agentes retirados de protección de menores, así como tampoco de los que llevaban muchos años en activo. Los archivos posibles sobre un supuesto «Pájaro» o «Pajarito» denunciaban los nombres de unos cuantos negros del gueto. Era inútil, porque estaba claro que la voz aflautada que había escuchado en la grabación del apartamento de Haines, pertenecía a un hombre blanco.
Pero la mayor frustracción había sido la ausencia de huellas dactilares en la grabadora. Lloyd había ido repetidamente al laboratorio en busca del técnico al que le había dejado el aparato. Había llamado al hombre a su casa pero sólo había averiguado que su padre había sufrido un ataque al corazón y que él se encontraba en San Bernardino, llevándose consigo la grabadora para analizarla y hacer la comparación de huellas en los laboratorios de la oficina del sheriff de allí.
—Dijo que usted quería que hiciese las pruebas personalmente, sargento —le había dicho su mujer—. Le llamará mañana por la mañana, desde San Bernardino, con los resultados del análisis. —Lloyd había colgado el teléfono echando pestes contra la semántica y su propia naturaleza autoritaria.
Así pues, sólo le quedaban dos últimas opciones, a ejecutar en solitario: entrevistar a los treinta y un compradores o vigilar el apartamento de Haines a la espera de que apareciese el espía. Tácticas de la desesperación, y las únicas vías abiertas que le quedaban.
Lloyd tomó su coche y se dirigió hacia el oeste, a casa de Kathleen McCarthy. Cuando salió de la autovía se dio cuenta de que estaba sediento de sexo, así que desvió su Matador hacia el norte, en dirección de la casa de Joanie Pratt, en Holliwood Hills. Podrían conversar y hacer el amor y tal vez el cuerpo de Joanie aplacaría aquella sensación de callejón sin salida que le rodeaba por todas partes.
Joanie se precipitó sobre Lloyd cuando éste apareció por la puerta, exclamando:
—\Willkommen, sargento! ¿Estás pensando en el amor? Si es así, mi habitación está directamente a tu derecha.
Lloyd se echó a reír. El gran corazón carnal de Joanie era el lugar perfecto en que apoyar su tristeza.
—Dirígeme.
Después de amar y jugar y contemplar la puesta de sol desde el balcón, Lloyd le contó que su mujer y sus hijas se habían marchado y que en el despertar de su abandono sólo quedaban él y el asesino.
—Me doy dos días más para esta investigación —dijo—, luego lo voy a hacer público. Voy a llevarlo todo al informativo del Canal 7 y voy a tirar mi carrera por el balcón. Lo he pensado mientras estábamos en la cama. Si las pistas que tengo en este momento no conducen a nada, voy a crear tal escándalo público que todas las agencias de policía del condado se verán obligadas a ir tras este animal; si mis deducciones sobre él son correctas, la publicidad del caso hará que se precipite y hará algo que le delate por completo. Creo que tiene un ego descomunal que está pidiendo a gritos que se le reconozca, y cuando se lo proclame al mundo entero, ahí estaré yo para atraparle.
Joanie se estremeció y apoyó una mano reconfortante sobre el hombro de Lloyd
—Lo atraparás, sargento. Le darás justo ahí donde más le duela.
Lloyd sonrió al imaginarse la escena.
—Mis posibilidades están llegando a su fin —dijo—. Me siento bien. —Y acordándose de Kathleen, añadió—: Tengo que marcharme.
—¿Una cita? —le preguntó Joanie.
—Sí, con una poetisa.
—¿Me harás un favor antes de marcharte?
—Tú dirás.
—Quiero una foto de los dos juntos.
—¿Y quién la hará?
—Yo misma. Tengo una Polaroid con disparo retardado. Venga, levántate.
—¡Pero si estoy desnudo, Joanie!
—Y yo también. Vamos.
Joanie se fue a la sala de estar y regresó con una cámara fijada a un trípode. Accionó unos cuantos botones y corrió al lado de Lloyd. Él se sonrojó y le rodeó la cintura, notando que le llegaba una erección. El flash se disparó. Joanie contó los segundos y sacó la fotografía de la cámara. La copia era perfecta: Joanie y Lloyd desnudos, ella sonriendo carnalmente y él sonrojado y semierecto. Lloyd sintió que su ternura se desbordaba cuando la miró. Tomó el rostro de Joanie entre sus manos, le dijo:
—Te quiero.
—Yo también te quiero, sargento. Ahora, vístete. Los dos estamos citados esta noche, y yo llego tarde a mi cita —contestó Joanie.
Kathleen se había pasado el día entero preparándose para la noche, largas horas en el departamento de ropa femenina de Brooks Brothers y de Broshard-Doughty, en busca de la indumentaria romántica capaz de expresar con elocuencia su pasado y su presente.
Le llevó horas, pero finalmente lo encontró: una camisa Oxford rosa, calcetines cortos azul marino, un jersey de cuello barco azul marino y la piéce de resistence, una falda de pliegues, hasta la rodilla, de tartán roja.
Sintiéndose relajada y expectante a un tiempo, Kathleen se marchó a casa para saborear la espera de su cómplice romántico. Le quedaban cuatro horas de espera y pensó en colocarse un poquito y escuchar música para matar el tiempo. Puesto que aquella noche se vería yuxtapuesta de modo iconoclasta a una congregación de serios policías y sus esposas, escogió cuidadosamente un disco de Medley de la época hippie, lo puso en el tocadiscos y se sentó en el sofá para fumarse unos porros y escuchar la música. Sabía que aquella noche aleccionaría a su policía: le sorprendería con su poesía, le leería extractos selectos de su diario y, tal vez, le dejaría que le besara los pechos.
A medida que la hierba colombiana iba surtiendo su efecto, Kathleen empezó a esbozar una nueva fantasía. Lloyd era el amor de sus sueños; era el que le había mandado flores todos aquellos años. Había esperado el terrible impulso de tener que perseguir al asesino para el encuentro. Un encuentro casual no hubiese sido lo bastante romántico para él. La génesis de su atracción tenía que haberse gestado en Silverlake. Habían crecido a seis manzanas de distancia.
Kathleen sintió que su fantasía se difuminaba a medida que bajaba el efecto de la hierba. Para reforzarlo, se fumó su última hierba thailandesa. En cuestión de minutos se fundía con la música y Lloyd se encontraba ante su mirada, desnudo, confesando su creciente amor de casi dos décadas, su deseo por tenerla. Regia y magnánima, Kathleen aceptaba y veía cómo él crecía ante sus ojos hasta que ella, Lloyd y el bajo de los Jefferson Airplane explotaron al mismo tiempo, y ella sacudió su mano en su entrepierna mientras miraba de reojo el reloj y vio que faltaban diez minutos para las siete.
Entró en el cuarto de baño y abrió la ducha, entonces se quitó la bata y dejó que el chorro de agua corriera sobre su cuerpo, alternando el agua fría y caliente, hasta sentir que emergía tenuemente su personalidad sobria. Se puso sus nuevas ropas y se contempló en el espejo de cuerpo entero: estaba perfecta y complacida de comprobar que el ir ataviada con aquellas indumentarias nostálgicas no le producía el más mínimo remordimiento.
El timbre de la puerta sonó a las siete. Kathleen desconectó el estéreo y abrió la puerta. Al ver a Lloyd allí, frente a ella, gigantesco y aún así grácil, volvió a sentir sus fantasías. Cuando él le sonrió y le dijo:
—Cielos, ¿estás colocada?
Regresó al presente, se echó a reír:
—Lo siento, estaba en las nubes. ¿Te gusta mi traje?
—Estás preciosa. La ropa clásica te sienta como anillo al dedo. No sabía que te drogaras. Anda, vayámonos de aquí.
El Holandés Peltz y su esposa vivían en Glendale, en una casa tipo rancho anexa a un campo de golf. Lloyd y Kathleen recorrieron el camino en silencio, tensos. Lloyd pensaba en las tácticas de desesperación y en asesinos y Kathleen en el modo de recuperar la igualdad que había perdido por aparecer colocada.
El Holandés les saludó desde la puerta e hizo una reverencia ante Kathleen. Lloyd hizo las presentaciones.
—Holandés Peltz, Kathleen McCarthy.
El Holandés tomó la mano de Kathleen y dijo:
—Señorita McCarthy, es un placer.
Kathleen le devolvió la reverencia con una floritura sarcástica.
—¿Debo llamarle por su rango, Sr. Peltz?
—Por favor, llámeme Arthur u Holandés, como hacen todos mis amigos.
Volviéndose hacia Lloyd, dijo:
—Circula un rato, muchacho. Yo le enseñaré los alrededores a Kathleen. Antes de que os marchéis tenemos tiempo de hablar.
Lloyd percibió la intención del tono de voz del Holandés y le dijo:
—Tenemos que hablar antes. Voy a buscar una copa. Kathleen, si el Holandés se pone aburrido, dile que te enseñe su truco de la bota.
Kathleen bajó la vista hacia los pies del Holandés. A pesar de que iba vestido con un traje de calle, llevaba unas botas negras de suela gruesa de patrullero. El Holandés se echó a reír y golpeó el suelo con el talón del pie derecho. Del lateral de la bota salió disparado un estilete de doble filo.
—Mi marca registrada —dijo—. Fui un comando en Corea. —Clavó la punta del cuchillo contra la alfombra y la hoja se retrajo.
Kathleen forzó una sonrisa.
—Machista.
El Holandés sonrió:
—Touché. Vamos, Kathleen, le enseñaré la casa.
El Holandés condujo a Kathleen hacia el buffet del comedor, en el que las mujeres estaban preparando platos de ensalada y trayendo bandejas de estofado de buey y col, riendo y gozando de los preparativos para la fiesta. Lloyd les vio marchar y se encaminó hacia la sala de estar. Soltó un silbido cuando vio que cada centímetro cuadrado del piso estaba cubierto de peces gordos: comandantes, inspectores y demás rangos superiores. Contó cuántos eran: siete comandantes, cinco inspectores y cuatro comisarios jefes. El oficial de menor rango en la sala era al teniente Fred Gaffaney, que se encontraba sentado junto a la chimenea con dos inspectores que como él llevaban una aguja de solapa con cruz y bandera. Gaffaney alzó la vista y se encontró con la mirada de Lloyd, y entonces giró rápidamente. Los otros dos inspectores hicieron lo mismo, titubeando cuando él les miró fijamente. Algo andaba mal.
Lloyd encontró al Holandés en la cocina, deleitando a Kathleen y a un comisario en jefe con una de sus anécdotas dialectales. Cuando el comisario se retiró, sacudiendo la cabeza y riéndose, Lloyd dijo:
—¿Me preparas alguna sorpresa, Holandés? Aquí pasa algo. En toda mi carrera no había visto tantos peces gordos reunidos en un mismo lugar.
El Holandés tragó saliva.
—He hecho mi examen de comandante y me ha ido muy bien. No te lo dije porque… —Hizo un gesto con la cabeza señalando a Kathleen.
—No —dijo Lloyd—. Ella se queda. ¿Por qué no me lo dijiste, Holandés?
—¿No querrás que Kathleen lo oiga? —dijo el Holandés.
—No me importa. ¡Dímelo, maldita sea!
El Holandés lo soltó:
—No te dije nada porque conmigo en el puesto de comandante no tendrías límite a la hora de pedirme favores. Iba a decírtelo si me aprobaban y cuando me dieran el destino. Entonces fue cuando recibí el aviso de Fred Gaffaney de que me van a ofrecer el puesto de mando de Asuntos Internos cuando el inspector Eisler se retire. Gaffaney está en la lista de capitanes; está casi seguro de ser mi ejecutivo. Entonces tú vas y te metes con él, con lo que yo tengo que dar la cara por ti. Salí del paso; el viejo Holandés siempre cuida de su genio temperamental. Las cosas están cambiando, Lloyd. El departamento ha sufrido un ataque de los medios de comunicación: disparos contra los negros, la brutalidad policial, todos estos polis procesados por posesión de coca. Va a haber mucha movida. Asuntos Internos está lleno de fanáticos y el jefe en persona quiere acabar con el libertinaje, que sus agentes dejen de ir de putas, de ser mujeriegos y toda esta basura. ¡Yo voy a tener que ayudarle en todo esto y no quiero que salgas perjudicado! ¡Le dije a Gaffaney que le pedirías disculpas y yo esperaba que aparecieras con tu mujer, no con una de tus condenadas amigas!
—¡Janice me ha abandonado! —gritó Lloyd—. ¡Se ha llevado a las niñas con ella, y no voy a pedirle disculpas a este mojigato lameculos para salvar mi vida!
Lloyd miró a su alrededor, Kathleen estaba rígida, apoyada contra la pared, con los puños apretados. Un grupo de oficiales y sus esposas ocupaban el comedor. Cuando no vio nada a su alrededor sino miedo y condena reflejados en sus ojos, musitó:
—Necesito cinco hombres, Holandés. Para entrevistar a treinta y un sospechosos. Sólo por un par de días. Es el último favor que te pido. No creo que pueda atrapar al asesino yo solo.
El Holandés sacudió la cabeza.
—No, Lloyd.
El susurro de Lloyd se convirtió en sollozo:
—Por favor.
—No. Ahora no. Siéntate por una temporada, descansa. Has estado trabajando demasiado duro.
La multitud apiñada junto a la puerta se había dispersado hacia la cocina. Recorriendo la mirada por toda la asamblea, Lloyd dijo:
—Dos días, Holandés. Después lo llevaré todo ante la televisión. Ya me verás en las noticias de las seis.
Lloyd se dio la vuelta para marcharse, pero dudó. Se encaró al Holandés y le propinó un bofetón en la cara con la mano derecha. El estallido de la piel contra piel se ahogó en un susurro colectivo:
—Judas —siseó Lloyd.
Kathleen se acurrucó junto a Lloyd dentro del coche, abandonándose al deseo de su temerario coraje. Tenía miedo de decir algo equivocado, así que permaneció en silencio y trató de no especular sobre lo que él estaba pensando.
—¿Qué es lo que detestas? —le preguntó Lloyd—. Sé precisa.
Kathleen pensó durante unos instantes.
—Odio el Bar Klondike —dijo—. Es aquel bar de mariconas duras de la esquina de Virgil y Santa Monica. Un nido de sádicos. Los hombres que aparcan sus motos en frente del bar me dan miedo. Sé que querías que dijera algo sobre los asesinos, pero es lo que siento.
—No te disculpes. Ha sido una buena respuesta.
Lloyd dio la vuelta en redondo lanzando a Kathleen al otro lado del asiento. En pocos minutos se encontraban aparcados frente al Klondike, observando a un grupo de hombres de pelo rapado, con chaquetas de cuero negro, que esnifaban nitrato de amilo y que luego entraban al interior abrazados con sus rudos brazos.
—Otra pregunta —le dijo Lloyd—. ¿Quieres pasarte el resto de tu vida como una Emily Dickinson de poca monta o quieres ir en busca de la luz pura?
Kathleen tragó saliva, dijo:
—La luz pura.
Lloyd señaló con el dedo el rótulo de neón que había sobre las puertas del bar. Un musculoso aventurero Yokon, que no llevaba más ropas que un sombrero y un taparrabos, brillaba ante sus ojos. Lloyd abrió la guantera y le dio a Kathleen su pistola del 38.
—Dispárale —le dijo.
Kathleen cerró los ojos y disparó a ciegas a través de la ventana hasta que vació el cargador. El aventurero Yokon explotó con los tres últimos tiros y de repente ella se encontró respirando pólvora y pura luz blanca. Lloyd arrancó el coche y salió disparado, conduciendo con una sola mano al volante y la otra sobre el regazo de tartán de Kathleen.
Cuando pararon frente a la librería, él le dijo:
—Bienvenida al corazón de mi etnia, Irlandesa Protestante.
Kathleen se enjuagó las lágrimas de risa de sus ojos:
—Pero si soy irlandesa católica.
—No importa. Tú tienes corazón y amor, y esto es lo que importa.
—¿Te vas a quedar?
—No. Tengo que estar solo y pensar en lo que debo hacer.
—¿Pero vendrás pronto?
—Sí, dentro de un par de días.
—¿Y me harás el amor?
—Sí.
Kathleen cerró los ojos y Lloyd se inclinó sobre ella y la besó, suave y fuerte alternativamente, hasta que sus lágrimas corrieron entre sus labios y ella deshizo el abrazo y salió corriendo del coche.
Una vez en casa, Lloyd trató de concentrarse y pensar. No ocurrió nada. Cuando los planes, teorías y estrategias se negaron a unirse en su mente, sintió un breve momento de pánico. Luego lo vio todo claro. Su vida entera había sido el preludio de aquella desalentadora pausa antes del vuelo. Ya no había vuelta atrás. Su divino instinto hacia la oscuridad le conduciría al asesino. El conejo había descendido por el agujero y nunca regresaría a la luz.