CAPÍTULO NUEVE

Lloyd se pasó la mañana en Parker Center, fingiendo una apa­rición ritual para aplacar al teniente Gaffaney y a otros oficiales superiores que pudieran haber notado su prolongada ausencia. El Holandés Pelz llamó a la primera hora. Ya había iniciado las in­vestigaciones no oficiales sobre antiguos casos de ataques homose­xuales, delegando a dos oficiales de su despacho la tarea de tele­fonear a todos los componentes de la lista de detectives de Protec­ción de Menores del archivo «privado» de personal del Departamento de Policía de Los Ángeles. El Holandés se encarga­ría de llamar a los agentes en activo con más de veinte años en Protección de Menores, y volvería a llamarle tan pronto como hu­biera obtenido información para ser evaluada. Con Kathleen McCarthy indagando del lado de las librerías, no había nada que Lloyd pudiera hacer excepto repasar papeles, leer una y otra vez los informes de los suicidios hasta lograr ver algo que hubiese pa­sado por alto o que hubiese malinterpretado.

Tardó dos horas, a base de digerir miles de palabras, en encon­trar una conexión, y cuando vio aparecer el número 408 en el mis­mo contexto y en dos informes diferentes, no supo si se trataba de una pista o de una mera coincidencia.

El cuerpo de Angela Stimka había sido descubierto por su veci­no, el comisario del sheriff del condado, Delbert Haines, nº de placa 408, después de que otros vecinos le hubiesen avisado tras detectar un olor a gas que provenía del apartamento de la joven. Un año más tarde, los oficiales T. Rains, 408 y W. Vandervort, 691, fueron llamados al escenario del «suicidio» de Laurette Powell. Rains, Haines… se traba de un estúpido error de pronunciación. Los números de placa idénticos denotaban, obviamente, a un mis­mo comisario.

Lloyd releyó el informe del tercer «suicidio» de Hollywood oes­te: Carla Castleberry, fallecida el 10/6/1980, en el Motel Tropicana del boulevard de Santa Mónica. El informe de la muerte lo habían hecho oficiales completamente diferentes, y los nombres de los residentes del motel que habían sido entrevistados, Duane Tuc­ker, Lawrence Craigie y Janet Mandarano, no aparecían en ningu­no de los otros dossieres.

Lloyd tomó el auricular del teléfono y marcó el número de la subcomisaría del sheriff de Hollywood oeste. Una voz perezosa le respondió:

—Aquí el sheriff. ¿En qué puedo ayudarle?

Lloyd fue brusco.

—Soy el detective sargento Hopkins, del Departamento de Poli­cía de Los Ángeles. ¿Trabaja aquí un cierto comisario Haines, O Rains?

El perezoso oficial murmuró:

—Sí, señor. El Blanco Haines, de la patrulla de vigilancia diurna.

—¿Está hoy de servicio?

—Sí, señor.

—Bien. Contáctelo por radio. Dígale que venga a verme a la pizzeria de la esquina de Fountain y La Cienega dentro de una hora. Es urgente. ¿Ha entendido?

—Sí, señor.

—Bien. Hágalo ahora mismo. —Lloyd colgó el teléfono. Proba­blemente aquello no le conduciría a ninguna parte, pero al menos era un movimiento.

Lloyd llegó temprano al restaurante, pidió un café y escogió una mesa con vistas a la calle para hacer un examen visual de Haines antes de la entrevista.

Minutos más tarde, un coche patrulla del sheriff paró frente al local y de él salió un comisario de uniforme que bizqueó miope­mente ante la luz del sol. Lloyd estudió al hombre de cerca: alto, rubio, con un cuerpo grueso y fofo. Unos treinta años. Cabello con corte ridículo, con unas patillas demasiado largas para una cara tan gorda. El uniforme envolvía su grueso torso y su estóma­go flácido como si fuera la piel de una salchicha. Lloyd observó cómo se ajustaba las gafas de sol de aviador y se subía las cartu­cheras. Un tipo poco inteligente, pero posiblemente, hábil en las calles. Había que tratarlo con suavidad.

El comisario se dirigió directamente hacia la mesa de Lloyd.

—¿Sargento? —le dijo, tendiéndole la mano.

Lloyd estrechó su mano y señaló al lado opuesto de la mesa, esperando a que el hombre se quitara las gafas de sol. Cuando éste se sentó sin quitárselas y se estrujó con nerviosismo un grano de acné de la barbilla, Lloyd pensó: «Rápido, sé duro con él».

Haines se mostró inquieto ante la mirada de Lloyd.

—¿Qué puedo hacer por usted, señor? —preguntó.

—¿Cuánto tiempo lleva en la oficina del sheriff, Haines?

—Nueve años —dijo Haines.

—¿Y cuánto tiempo lleva en la comisaría de Hollywood oeste?

—Ocho años.

—¿Vive usted en Larabee?

—Así es.

—Me sorprende. Hollywood oeste es un nido de mariconas.

Haines titubeó.

—Creo que un buen policía tiene que vivir en su terreno.

Lloyd sonrió.

—Yo también. ¿Cómo le llaman sus amigos? ¿Delbert? ¿Del?

Haines trató de sonreír, mordiéndose un labio sin querer.

—El Blanco. ¿Por qué quiere…?

—¿Por qué estoy aquí? Se lo diré enseguida. ¿Su zona incluye Westbourne Drive?

—S-Sí.

—¿Ha trabajado la misma ruta de patrulla durante todo el tiempo que lleva en la comisaría?

—S-sí, excepto por alguna colaboración en la Antivicio. ¿A qué viene…?

Lloyd descargó un golpe sobre la mesa. Haines dio un respingo hacia atrás y se llevó ambas manos a la cabeza para ajustarse las gafas de sol. Se le crisparon los músculos de alrededor de los ojos y le apareció un tic en la comisura de la boca. Lloyd sonrió:

—¿Ha trabajado alguna vez en Narcóticos?

Haines se sonrojó y musitó un «No» ronco, mientras una red de venas palpitaba en su cuello. Lloyd le dijo:

—Simple comprobación. Básicamente he venido a interrogarle sobre un fiambre que encontró en el 78. Una mujer que se había cortado las venas, en Westbourne. ¿Lo recuerda?

El cuerpo entero de Haines se relajó. Lloys observó cómo sus músculos se destensaban en una torpe postura de alivio.

—Sí. Mi compañero y yo recibimos un aviso. La vieja que vivía al lado había llamado para quejarse de que el tocadiscos de la muerta estaba demasiado alto. Encontramos a aquella chica tan bonita toda en…

Lloyd le atajó:

—Un año antes se había encontrado otro suicidio en su propia casa, ¿verdad, Blanco?

—Sí —dijo Haines—. Así fue. Me intoxiqué por culpa del gas y tuvieron que llevarme al hospital. Tengo una recomendación y mi retrato en el cuadro de honor de la comisaría.

Lloyd se apoyó en el respaldo y estiró las piernas debajo de la mesa y dijo:

—Ambas mujeres se suicidaron en un diez de junio. ¿No cree que es una extraña coincidencia?

Haines sacudió la cabeza.

—Puede que sí, puede que no. No lo sé.

Lloyd se echó a reír.

—Yo tampoco lo sé. Esto es todo, Haines. Puede marcharse.

Después de que Haines se hubiese marchado, Lloyd se tomó el café y se puso a pensar. Un poli declaradamente estúpido y colga­do de anfetas. No tenía ningún sentimiento de culpabilidad por los dos asesinatos-suicidios, pero sin duda andaba metido en tan­tos asuntos ilegales, que el interrogatorio sobre aquellos antiguos homicidios había sido como librarse de una guillotina, en ningún momento había preguntado el porqué del interrogatorio. ¿Era simple coincidencia que hubiese descubierto los dos cadáveres? De hecho vivía y patrullaba en la misma zona. Lógicamente, encajaba.

Pero su instinto le decía que algo marchaba mal. Lloyd sopesó los pros y los contras de entrar en una casa a plena luz del día. Ganaron los pros. Tomó el coche y se fue hacia el n? 1167 de la avenida Larrebee.

El edificio de apartamentos de color malva estaba completamente en calma. Las ventanas de las diez viviendas estaban cerradas y no había señales de actividad en el camino que llevaba al patio trasero. Lloyd examinó los buzones de la fachada principal del edi­ficio. Haines vivía en el apartamento 5. Recorrió con la mirada todos los números en relieve de las puertas del primer piso hasta que divisó la que buscaba en el último apartamento. No parecía ser una puerta blindada ni había cerraduras metálicas que indica­ran un cerrojo de seguridad.

Manipulando al mismo tiempo una navaja de bolsillo de hoja corta y una tarjeta de crédito, liberó el mecanismo de cierre y em­pujó la puerta para abrirla. Apretó un interruptor de la luz, cerró la puerta e inspeccionó la sala de estar de mal gusto que ya espe­raba encontrar; un sofá y butacas tapizados de skay, una mesita de fórmica y una polvorienta alfombra sintética a la que apenas quedaba pelo. Las paredes ostentaban unas reproducciones kischt de paisajes y en las estanterías empotradas no había un solo libro, tan sólo una pila de revistas porno.

Entró en la cocina. El astillado suelo de linóleo estaba cubierto de mugre, el fregadero lleno de platos sucios, y una gruesa capa de grasa cubría el techo y los armarios. El baño estaba aún más sucio, si cabe; útiles de afeitar desparramados sobre una repisa que había junto al lavabo, crema de afeitar solidificada sobre las paredes y el espejo y un cesto de ropa sucia rebosante de unifor­mes grasientos.

En el dormitorio encontró los primeros indicios que señalaban hacia rasgos de carácter distintos a la mera bancarrota estética o la dejadez. Sobre la cama sin hacer había un bastidor de caoba, cerrado por un cristal, del que colgaban media docena de rifles, uno de ellos ilegal, de doble cañón recortado. Al levantar el col­chón, descubrió un Browning de 9 milímetros automático y una bayoneta oxidada con una etiqueta en el mango que rezaba: ¡Ge­nuina espada de ejecución del Viet Cong! ¡Autenticidad garantiza­da! Los cajones que había junto a la cama ocultaban una bolsita de plástico llena de marihuana y un bote de Dexedrina.

Después de revisar los armarios y vestidores y no encontrar na­da, excepto ropas de civil sucias, regresó al salón y se sintió ali­viado por haber validado sus sospechas sobre Haines, si bien le preocupaba no haber descubierto nada más. Con la mente en blan­co, se sentó en el sofá y dejó que sus ojos circularan por la habi­tación en busca de algo que estimulara sus fluidos mentales. Una ronda, otra y otra más. Del techo al suelo, pasando por las pare­des, y vuelta a empezar.

En la cuarta ronda, notó una irregularidad en el color y la tex­tura del artesonado, en la unión de las dos paredes, exactamente sobre el sofá. Se subió a una silla y examinó la zona. La pintura parecía menos espesa y habían empotrado en la madera un objeto circular del tamaño de un cuarto de dólar. Lo miró con deteni­miento y notó cómo se le helaba la sangre, el objeto tenía orifi­cios diminutos, y era del tamaño exacto de un micrófono conden­sador de alta precisión. Recorrió con el dedo el borde inferior del artesonado y notó el cable. Alguien había instalado un micrófono en la sala de estar.

Andando de puntillas, siguió el recorrido del cable a lo largo de las paredes hasta la puerta principal, a lo largo del marco de la puerta y a través del corredor hasta un arbusto inmediatamente adyacente a los escalones que conducían al apartamento. Una vez en el exterior, el cable estaba recubierto con un estuco de color malva de tono idéntico al del edificio entero. Detrás del arbusto, Lloyd encontró el final del cable, en una caja metálica aparente­mente inocua pegada a la pared, al nivel del suelo. Tomó la caja con ambas manos y la forzó con todas sus fuerzas. La tapa se levantó. Lloyd se puso en cuclillas y miró hacia el camino por si venía alguien. Nada. Dejó a un lado la tapa y contempló su hallazgo.

La caja contenía un equipo de grabación de precisión. La cinta no estaba grabando, lo que quería decir que quienquiera que in­tervenía la casa, tenía que poner en marcha por sí mismo el apa­rato o, más bien, había instalado un mecanismo de conexión que Haines, probablemente, activaba inconscientemente.

Lloyd miró hacia la puerta, escasamente a tres pasos de donde él se encontraba. Tenía que haber algún mecanismo.

Se dirigió hacia la puerta, la abrió desde el interior y la volvió a cerrar para regresar junto a la grabadora. La cinta seguía sin moverse. Repitió la operación, pero esta vez abrió la puerta desde el exterior y la cerró de nuevo. Agazapado junto al arbusto, admi­ró los resultados. Se había encendido una luz roja y las bobinas de la grabadora giraban en silencio. El Blanco Haines patrullaba de día. Quienquiera que estuviese interesado en sus actividades lo sabía y quería tener grabadas sus conversaciones nocturnas. El me­canismo de la puerta principal, que se accionaba al entrar, era una prueba de ello.

Lloyd cerró la puerta. Dudaba entre si llevarse la grabadora con­sigo o quedarse frente al apartamento a la espera de que llegara el espía para recoger la cinta. ¿Tenía aquello algo que ver con su caso? Trató de decidirse mientras volvía a mirar hacia el cami­no por si había testigos. Cuando la curiosidad le picó lo bastante para anular todas las consideraciones restantes, cortó el cable con su navaja de bolsillo, cogió el aparato y corrió a su coche.

Una vez en Parker Center, se colocó unos finos guantes quirúr­gicos y se dispuso a examinar la grabadora. El aparato era idénti­co a uno que había visto en un seminario del FBI sobre equipos electrónicos de vigilancia. Una «finura» de modelo, formado de cuatro bobinas gemelas separadas, colocadas a cada lado de los cabezales, que se ponían en funcionamiento automáticamente cada vez que se agotaba el período de ocho horas de grabación, lo que permitía una autonomía de grabación de treinta y dos horas antes de tener que cambiar las cintas.

Al examinar el interior vio que tanto las bobinas principales co­mo las auxiliares contenían cinta, y que la de la bobina principal estaba mitad en el lado virgen y mitad en el lado grabado. Así pues, el aparato no contenía mucho más de cuatro horas de gra­bación. Deseoso de asegurarse de ello, revisó el compartimento que contenía las bobinas gastadas. Estaba vacío.

Lloyd extrajo las cintas auxiliares y las metió en el cajón supe­rior de su escritorio, mientras pensaba que aquella pequeña canti­dad de cinta «viva» era una bendición. Probablemente se podría extraer muy poca información de cuatro horas de espionaje, pero puesto que el espía conocía bien las costumbres de Haines y que debía de existir algún mecanismo secreto en el interior del aparta­mento a fin de grabar un número x de horas por noche, la ausen­cia de cinta «viva» le permitiría tener bastante tiempo para prepa­rar la caza del espía cuando éste regresara a cambiar las cintas. Cualquiera que fuese lo bastante diestro para instalar una vigilan­cia electrónica de aquella complejidad, arriesgaría tan sólo un nú­mero mínimo de incursiones para cambiar las cintas.

Corrió por el distribuidor hasta la salita de interrogatorios que quedaba al extremo de la sala de sumarios. Cogió una vieja gra­badora que había sobre una mesa chamuscada de quemaduras de cigarrillos y se la llevó a su despacho.

—Pórtate bien —dijo, mientras colocaba la cinta «viva» en el aparato—. Nada de música ni estruendo. Pórtate bien.

La cinta empezó a girar, el altazo incorporado siseó y crujió. Se oyó el ruido de una puerta al abrirse, luego un gruñido de ba­rítono seguido de un ruido que Lloyd identificó de inmediato; el traqueteo de una pistolera al caer sobre un sofá o una butaca. A continuación se escucharon unos pasos apenas audibles y otro gruñido, unas cuantas octavas más altas que el primero. Lloyd son­rió. Había por lo menos dos personas en el apartamento de Haines.

Haines empezó a hablar:

—Tienes que darme más, Pájaro. Corta la coca con las anfetas que me pasan los narcos, sube el precio, búscate nuevos clientes o lo que sea. Lo tenemos chungo. Me andan pisando los talones, y como no les suelte pronto una pasta, ni tú ni los mierdas de tus colegas os vais a salvar del talego. ¿Te enteras, chaval?

Una voz masculina de tono muy alto respondió:

—¡Mira, Blanco, me dijiste que no me ibas a tocar los cojones! ¡Te paso seis de los gordos al mes además de la mitad de la pasta de la droga, además de las mordidas de la mitad de los pringados de la calle! ¡Dijiste…!

Lloyd oyó un sonido que cortaba el aire seguido de un chasqui­do seco. Se produjo un silencio y luego sonó la voz de Haines:

—¡Empieza otra vez con esta mierda y te hostio de verdad! Es­cúchame bien, Pájaro: sin mí, no eres más que una mierda. Eres el rey de los chaperos porque yo te llevé a hacer levantamiento de pesas y reformarte ese cuerpo de ratón y porque te quito de encima a los gilipollas de Protección de Menores, y porque yo te paso la droga y la protección para que tú y tus secuaces os lo montéis con clase. Mientras tenga enchufe con los de Antivicio, estás a salvo. Y para esto hace falta dinero. Han puesto un co­mandante nuevo en vigilancia diurna, así que si no le enjabono rápido puede que acabe cortando cabezas de negro en Compton. Hay dos tipos nuevos en Antivicio y no tengo ni puta idea de si podré mantenerlos apartados de tu precioso culito. Mi problema son dos de los grandes al mes antes de que vea un puto dólar de beneficio. El tuyo es subir a un veinte por ciento a partir de hoy mismo. ¿Lo has entendido, Pájaro?

El hombre de voz aguda, tartamudeó:

—Cl-cl-claro, Blanco.

Haines se rió entre dientes y luego dijo, con una voz plena de insinuación:

—Siempre cuidaré bien de ti. Limpiate bien las narices y verás cómo siempre lo hago. Sólo tienes que darme un poquito más. Y ahora vamos al cuarto, que quiero darte yo.

—No quiero, Blanco.

—Tienes que hacerlo, Pajarito. Forma parte de tu protección.

Lloyd seguió escuchando mientras el ruido de los pasos se metamorfoseaba en un silencio habitado por monstruos lastimeros. El silencio se prolongó durante horas. De repente, se rompió por el sonido de un sollozo mudo y por el estruendo de un portazo. En­tonces se terminó la grabación.

Macarrerío de traperos, sobornos a la Brigada Antivicio, tráfico de drogas y un policía corrupto y brutal indigno de llevar una placa. ¿Pero tenía todo aquello algo que ver con los asesinatos? Y además, ¿quién espiaba el apartamento de Haines y por qué?

Hizo dos llamadas rápidas por teléfono, uno a la División de Asuntos Internos, tanto del Departamento de Policía de Los Án­geles como de la oficina del sheriff. Utilizando su reputación de eficacia podía obtener respuestas directas de los peces gordos de Asuntos Internos. No, el comisario Delbert Haines, placa 408, no estaba bajo investigación en ninguna de las dos divisiones. Disgus­tado, Lloyd elaboró mentalmente una lista de partes posiblemente interesadas por los asuntos que Haines se llevaba entre manos: tra­ficantes rivales, otros macarras de maricas o algún colega de la policía. Todos parecían verosímiles, pero ninguno de ellos le decía nada relevante. ¿Alguna especie de lazo homosexual con su asesi­no? Era poco probable. Además, no encajaba con su teoría sobre la castidad del asesino y Haines no tenía ninguna conciencia de culpa respecto a los dos asesinatos en 10 de junio que había des­cubierto.

Lloyd tomó la grabadora en cuestión y la llevó al tercer piso, a las oficinas de la División de Identificación Científica y se la mostró a un analista de datos que estaba especialmente enamora­do de los aparatos de escucha. El hombre soltó un silbido cuando Lloyd depositó el aparato sobre la mesa y se acercó amorosamen­te a acariciarlo.

—Todavía no, Artie —dijo Lloyd—. Quiero que le examinen las huellas.

Artie volvió a silbar, se recostó en el respaldo de su silla y soltó un «Ooh, la la» con los ojos en blanco.

—Es fabuloso, Lloyd. Es la perfección.

—Dime de qué va este trasto, Artie. No pases nada por alto.

El analista sonrió y se aclaró la garganta:

—Es una grabadora Watanabe A.F.Z. 999. Al por menor cues­ta unos siete mil pavos. Sólo se encuentra en tiendas especializa­das. Lo utilizan, básicamente, dos tipos de personas bien diferen­ciados: los enamorados de la música interesados en grabar de una sola tirada conciertos rock y óperas de larga duración, y las agen­cias policiales que quieren hacer espionaje clandestino de largo pla­zo. Cada componente de esta máquina es lo mejor que se pueda comprar con dinero y lo mejor que puede producir la tecnología nipona. Estás ante la perfección absoluta.

Lloyd le miró complacido:

—Bravo. Tengo que hacerte otra pregunta. ¿Hay números de serie ocultos en esta cosa? ¿Números individuales o de prototipo que puedan indicar cuándo fue vendido este aparato?

Artie sacudió negativamente la cabeza.

—El A.F.Z. 999 salió al mercado a mitad de los setenta. Un solo prototipo y ningún número de serie. Tampoco hay variación de color, sólo en negro. La Watanabe Corporation es amante de la tradición; no tienen intención de alterar el diseño de estas pre­ciosidades. Yo no les culpo. ¿Quién puede mejorar la perfección?

Lloyd volvió a mirar la grabadora. Estaba en perfecto estado. No tenía un solo rasguño.

—¡Mierda! —dijo—. Tenía la esperanza de poder localizar la lista de posibles compradores. Oye, ¿esta cosa debe figurar en los archivos de detallistas de vuestra división?

—Seguro que sí —dijo Artie—. ¿Quieres que reúna una lista?

Lloyd asintió.

—Sí, hazlo. ¿Podrás, verdad? Yo me llevo esta monada abajo y la dejaré para que le extraigan las huellas. Volveré enseguida.

En el laboratorio central de Investigación Científica había un solo técnico en huellas dactilares de servicio. Lloyd le tendió la grabadora y le dijo:

—Huellas latentes. Revise los archivos de toda la nación. Quie­ro que las compare personalmente con las del Boletín de Homici­dios 16222, Niemeyer, Julia L. F. F. 3/1/83, un índice y un me­dio parciales. Dichas huellas estaban marcadas con sangre. Si tie­ne dudas sobre la posible identidad de ambas, imprima estas huellas con una muestra de sangre y vuelva a comparar. ¿Entendido?

El técnico asintió con un gesto y a continuación preguntó:

—¿Cree que encontraremos huellas?

—Es poco probable, pero tenemos que intentarlo. Hágalo a fon­do, es muy importante.

El técnico abrió la boca para confirmar que lo haría, pero Lloyd ya había salido corriendo de la sala.

—Dieciocho minoristas —dijo Artie mientras Lloyd irrumpía por la puerta—. La lista está al día. ¿No te dije que nuestra monada era esotérica?

Lloyd cogió la lista impresa y se la metió en el bolsillo, mien­tras miraba instintivamente el reloj que había sobre la mesa de Artie. Eran las 6.30, demasiado tarde para llamar a las tiendas de aparatos estéreo. Al recordar su cita con Kathleen McCarthy, dijo:

—Tengo que irme pitando. Cuídate, Artie. Puede que algún día te cuente toda la historia.

Kathleen McCarthy cerró la tienda temprano y se encerró en su vivienda para escribir y arreglarse para su cita con el policía. Los negocios del día habían resultado frustrantes. No había habido ven­tas, tan sólo una lista interminable de curiosas que querían discu­tir temas feministas mientras ella estaba pegada al teléfono tratan­do de obtener información para la captura de un asesino de muje­res psicópata. Era una ironía al mismo tiempo profunda y ridicula, y Kathleen sintió una vaga disminución de su autoconfianza. Ha­bía odiado a la policía durante tanto tiempo, que incluso a pesar de que estaba cumpliendo un deber moral al ayudarles, el precio era un pedazo de su ego. Apoyándose en la lógica, Kathleen asió el fragmento de su ego y lo mató con palabras. La dialéctica a expensas de la ayuda a los demás. Orgullo. Tu intratable corazón irlandés. Kathleen sonrió ante la verdadera ironía: sexo. Deseas al poli, y ni siquiera sabes su nombre de pila.

Entró en el cuarto de baño y se desnudó ante el espejo de cuer­po entero. Carnes prietas y satisfactoriamente lisas. Busto firme y unas buenas piernas. Una mujer alta y hermosa. Treinta y seis años, todavía de buen ver… Los ojos de Kathleen se empañaron de lágrimas y se abrazó a sí misma sin dejar de mirarse al espejo.

Se puso una bata y entró en su estudio-sala de estar. Colocó una pluma, papel y un diccionario sobre su escritorio y dio co­mienzo a su ritual previo a la escritura, dejando que los retazos de su prosa y sus pensamientos sobre el amor de sus sueños lucha­ran en su mente por la primacía. Como siempre, ganó el amor de sus sueños; Kathleen se acarició distraídamente el escote de su bata y se abandonó al aroma de las flores que siempre recibía cuan­do más las necesitaba, cuando su vida parecía tocar algún punto límite. Entonces, de un modo anónimo y en perfecta sincronía psí­quica, las flores aparecían ante el umbral de su puerta y ella se sentía abrumada, se preguntaba quién las mandaba y miraba los rostros de hombres extraños en busca de signos de amabilidad, de comiseración o de algún interés especial.

Sabía que tenía que ser alto e inteligente y más o menos de su edad: ¡dieciocho años de tributo floral sin una sola pista sobre su identidad! Tan sólo sabía que tenía que venir del barrio, que tenía que haberla visto de camino de la escuela acompañada de su corte…

Aquellos pensamientos sobre su corte la estimularon. Tomó su pluma y escribió:

Recuerda a los muertos

Devuélveles sus pensamientos

Recuerda las canciones que can­taron

Y las palabras que pronunciaron.

Desde la prolongada adolescencia

A la prematura senectud

Yo con dolor me lamento

Por las epifanías que no tuve

Y el gozo que aún no siento.

Suspirando, Kathleen se recostó en su asiento. Volviendo a sus­pirar, sacó su diario y escribió:

«La buena prosa parece estar a punto de estallar fuera de mí, así que hago un pequeño número de toreo, me vuel­vo a sentar y recupero de nuevo el presente, desde mi enési­ma cumbre de ‘Emergencia de buena prosa’. Estos días han sido mágicos. Incluso la socorrida prosa parece inventada. Este diario (que probablemente nunca se publicará) parece mucho más real. Probablemente esté entrando en un perío­do en el que me sentaré y dejaré que las cosas sucedan a mi alrededor, me las imaginaré mientras transcurren, luego las echaré fuera de mí y me sentaré a escribir un nuevo li­bro. El policía parece ser la evidencia de todo esto. De acuer­do, es poderoso y atractivo, pero incluso de no serlo, pro­bablemente haría caso de sus intenciones. Más mágico aún: ¿Responde esta actitud de laissez faire a un deseo de edifi­cación o a un escape de la soledad, del deseo y del ansia por abandonar finalmente esta espantosa parte de mí que quiere mantenerse apartada de la raza humana y existir sólo a través de las palabras? Empíricamente hablando, ¿quién lo sabe? Mi soledad me ha proporcionado palabras brillan­tes, del mismo modo que mis relaciones abismales con los hombres. ¿Otra (¿la milésima?) meditación sobre la identi­dad de Él? Hoy no. Hoy es estrictamente el reino de las cosas posibles. De repente me siento cansada de las pala­bras. Espero que este policía no sea demasiado inflexible. Espero que sea capaz de doblegarse.»

Kathleen dejó la pluma sobre su escritorio, sorprendida de que la combinación del amor de sus sueños y el policía le hubieran inspirado tales sentimientos sombríos. Sonrió ante la impredectibilidad de las musas y miró su reloj: eran las 6.30. Mientras se du­chaba para su cita, se preguntó adonde la conducirían aquellas es­trofas y cómo debería reaccionar cuando sonara el timbre de la puerta a las siete en punto.

Exactamente a las siete en punto, sonó el timbre. Cuando Kath­leen abrió la puerta se encontró frente a Lloyd, vestido con panta­lón de pana y jersey de cuello alto. Se fijó en la silueta de un revólver enfundado que se recortaba en su cadera izquierda y se maldijo a sí misma; su traje pantalón de tweed Harris era definiti­vamente excesivo para la ocasión. Para enmendar el error dijo:

—¡Hola, sargento! —Agarró el bulto del revólver y tiró de Lloyd para que entrara. Él se dejó guiar, y Kathleen volvió a maldecirse cuando vio que él sonreía ante su gesto.

Lloyd se sentó en el sofá y abrió sus largos brazos remedando una postura de crucifixión.

—He hecho aquellas llamadas —dijo Kathleen—. He hablado con más de doce vendedores de libros. No he conseguido nada. Ninguno de mis amigos recuerda haber visto o haber hablado con ningún hombre como el que me describió. Ha sido grotesco. Yo estaba ayudando a la policía a encontrar a un loco asesino de mu­jeres y ellas no dejaban de interrumpirme con preguntas sobre la igualdad de derechos.

—Muchas gracias —le dijo Lloyd—. La verdad es que no espe­raba nada. Ahora mismo estoy de pesca. El pescador de homici­dios 1114 a la tarea.

Kathleen se sentó:

—¿Supervisa usted esta investigación? —le preguntó.

—No. Ahora mismo. Yo soy esta investigación. Ninguno de mis superiores me autorizaría a tener agentes bajo mi mando, porque la idea de un asesino matando en masa y con impunidad les hace temer por sus carreras y por el prestigio del departamento. Yo he supervisado investigaciones de homicidios que normalmente se asig­nan a tenientes o a capitanes, pero…

—Pero usted es igual de bueno. —Kathleen lo dijo como si lo diera por hecho.

Lloyd sonrió:

—Soy mejor.

—¿Es capaz de leer en los pensamientos, sargento?

—Llámame Lloyd.

—De acuerdo, Lloyd.

—La respuesta es algunas veces.

—¿Sabes lo que estoy pensando?

Lloyd rodeó los hombros de Kathleen con su brazo. Ella se en­cogió, pero no opuso resistencia.

—Tengo una idea —dijo Lloyd—. ¿Qué tal para empezar? ¿Quién es este tipo? ¿Es un chiflado de derechas, como la mayo­ría de los policías? ¿Se pasa horas haciendo chistes negros y ha­blando de mujeres con sus colegas? ¿Le gusta hacer daño? ¿Le gusta matar? ¿Cree que existe una conspiración judeo-comunista-homosexual-negra dispuesta a desmantelar el mundo? ¿Cree…?

Kathleen puso una mano gentil y tímida sobre la rodilla de Lloyd y dijo:

Touché. En lo esencial, acertó en todos los comentarios. —Son­rió en contra de su voluntad y retiró despacio su mano.

Lloyd sintió que la sangre empezaba a correr con más ímpetu.

—¿Quieres saber mis respuestas?

—No, ya lo has hecho.

—¿Alguna otra pregunta?

—Sí, dos. ¿Engañas a tu mujer?

Lloyd se echó a reír y se metió la mano en el bolsillo del panta­lón para sacar su anillo de boda. Se lo deslizó en el dedo y dijo:

—Sí.

El rostro de Ktheleen no mostraba expresión alguna:

—¿Has matado a alguien alguna vez?

—Sí.

Kathleen hizo un mohín.

—No tenía que habértelo preguntado. No hablemos más de la muerte ni de asesinatos de mujeres, por favor. ¿Nos vamos?

Lloyd asintió y la tomó de la mano mientras ella cerraba la puer­ta con llave.

Conducían sin rumbo fijo, yendo a parar a las colinas escalona­das del viejo barrio. Lloyd guiaba el Matador sin matrícula a tra­vés de la topografía de su mutuo pasado, preguntándose en qué estaría pensando Kathleen.

—Mis padres han muerto —dijo ella finalmente—. Ambos eran muy mayores cuando yo nací, y me mimaron mucho porque sabían que sólo me tendrían durante veinte años o así. Mi padre me dijo que se había instalado en Silverlake porque le recordaba Dublin.

Kathleen miró a Lloyd quien se percató de que ella quería po­ner fin a sus juegos mentales y ser amable. Cuando llegaron a la conjunción de las calles Hyperion y Vendrome, paró el coche con la esperanza de que la visión de aquella vista espectacular la impulsaría a divulgar sus cosas íntimas, cosas que harían que él quisiera cuidarla.

—No —dijo Kathleen—. Me gusta este sitio. Solía venir aquí con mi séquito. Aquí leimos poemas en memoria de John Ken­nedy la noche en que lo mataron.

—¿Tú séquito?

—Sí, mi séquito, la «Kathy Kourt», escrito con dos kas. En la escuela secundaria tenía mi propio grupo de seguidoras. Todas éra­mos poetisas, y vestíamos faldas escocesas y jerseys de cachemir, y nunca salíamos con chicos, porque no había un solo chico en la Escuela John Marshall que fuera merecedor de nosotras. No salíamos con chicos ni follábamos. Nos guardamos para Don Per­fecto que todas nos imaginábamos que aparecería cuando fuéra­mos poetisas de renombre. Éramos únicas. Yo era la más lista y la más bonita. Me trasladaron de la escuela parroquial porque la madre superiora siempre trataba de conseguir que le enseñara las tetas. Hablé de ello una vez en la clase de higiene y conseguí atraer a un séquito de chicas solitarias y empollonas. Ellas se hicieron mujeres gracias a mí. Todo el mundo nos dejaba de lado; sin em­bargo, teníamos un grupo de seguidores igualmente solitarios y em­pollones. Los «Kathy Klowns», los llamaban, porque nunca nos dignamos siquiera a dirigirles la palabra. Nosotras… nosotras…

La voz de Kathleen se convirtió en un sollozo y rechazó la ten­tativa de Lloyd de rodear sus hombros con el brazo.

—Nosotras… nos amábamos y cuidábamos las unas de las otras, y ya sé que suena patético, pero éramos fuertes. ¡Fuertes…!

Lloyd aguardó un minuto completo antes de preguntarle:

—¿Qué pasó con tu séquito?

Kathleen suspiró con la conciencia de que su respuesta iba a ser un anticlimax.

—Oh, se dispersaron. Encontraron novios y decidieron no espe­rar al hombre perfecto. Se hicieron más bonitas y decidieron que no querían ser poetisas. Sencillamente… dejaron de necesitarme.

—¿Y tú?

—Yo creí morirme, y mi corazón se hundió y volvió a la super­ficie para salir en busca del amor verdadero. Me acosté con un montón de mujeres imaginándome que así encontraría un nuevo entorno. No funcionó. Entonces me follé a un montón de hombres y esto me ofreció un nuevo estímulo, de acuerdo, pero todos eran un lastre. Y me puse a escribir y a escribir hasta que conse­guí publicar y comprar una librería, y aquí estoy.

Lloyd sacudía la cabeza.

—¿Y en realidad, qué? —dijo.

Kathleen profirió con enojo:

—¡Y soy una poetisa de puta madre y aún mejor diarista! ¿Y quién demonios eres tú para interrogarme? ¿Y? ¿Y? ¿Y?

Lloyd le acarició suavemente el cuello con las puntas de los de­dos y le dijo:

—Y eres una persona que vive de pensamientos y tienes treinta y tantos años, y continúas preguntándote si algún día las cosas te irán mejor. Por favor, di que sí, Kathleen. O simplemente mue­ve la cabeza. —Kathleen sacudió la cabeza afirmativamente con la mirada fija en su regazo y apretando los puños—. Tengo que hacerte una pregunta —le dijo Lloyd—. Una pregunta retórica. ¿Sa­bías por qué el Departamento de Policía de Los Ángeles trata la carrocería de sus coches sin matrícula con un revestimiento espe­cial antichoque?

Kathleen se echó a reír cortésmente ante el sinsentido de la pre­gunta.

—No —respondió.

Lloyd se le acercó y aseguró el cinturón de seguridad alrededor de sus hombros. Cuando vio que ella ponía cara de sorpresa, alzó las cejas y dijo:

—Agárrate. —Y puso el motor en marcha, entró la primera, soltó el freno de emergencia al mismo tiempo que pisaba a fondo el acelerador con lo que el coche salió disparado hacia adelante casi en posición vertical. Kathleen chilló. Lloyd esperó a que el coche recuperara su posición y pisó suavemente el acelerador una docena de veces hasta que las ruedas traseras tomaron frición y el coche salió disparado hacia adelante, esforzándose por mante­ner la parte delantera en el aire. Kathleen volvió a chillar. Lloyd notó cómo la gravedad luchaba contra la fuerza del motor y ga­naba. Cuando la capota del Matador bajaba, pisó el pedal del ace­lerador y el morro del coche volvió a alzarse, manteniéndolo en esta posición hasta que vio que llegaban a una intersección y pisó el freno con lo que las ruedas derraparon y chirriaron. El coche giraba hacia una hilera de árboles cuando finalmente la parte de­lantera chocó contra el asfalto. Lloyd y Kathleen saltaron en sus respectivos asientos como si fueran muñecos de trapo. Empapado de sudor, Lloyd bajó la ventanilla y vio a un grupo de adolescentes chicanos que le ovacionaban con entusiasmo y saludaban al coche alzando sus botellas de cerveza.

Lloyd les mandó un beso y se volvió hacia Kathleen, que estaba llorando, sin saber si de miedo o de júbilo. Le soltó el cinturón de seguridad que rodeaba sus hombros y la abrazó. La dejó que llorase y sintió cómo sus lágrimas se convertían gradualmente en risas. Cuando finalmente Kathleen alzó la cabeza que tenía apoya­da en sus hombros, Lloyd vio el rostro de una chiquilla entusias­mada. Besó aquel rostro con la misma ternura con que besaba a sus hijas.

—¿Romanticismo urbano? —dijo Kathleen—. ¡Santo Cielo! ¿Y ahora qué más?

Lloyd consideró las posibilidades y dijo:

—No lo sé. De cualquier modo, sigamos en marcha. ¿De acuerdo?

—¿Respetarás las normas de tráfico?

—Palabra de honor —dijo Lloyd y puso en marcha el motor mientras subía y bajaba repetidamente las cejas ante los ojos ató­nitos de Kathleen que, muerta de risa, tuvo que pedirle que para­ra. Los chavales les aplaudieron de nuevo cuando arrancaron.

Atravesaron Sunset, la arteria principal del viejo barrio. Mien­tras paseaban, Lloyd iba señalando los lugares de su pasado.

—Aquí está la tienda de Myron, de coches de segunda mano. Había sido un químico genial que erró su camino. Se colgó de la heroína y dejó su puesto en enseñanza en la universidad. Un día descubrió una solución corrosiva capaz de comerse los núme­ros de serie del bloque de un motor. Se dedicó a robar cientos de coches, sumergió los bloques dentro de la cuba de su solución y se nombró a sí mismo el rey de los coches usados de Silverlake. Era un buen tipo. Era hincha del equipo de fútbol de Marshall y siempre dejaba sus coches a los jugadores para que acudieran a sus citas. Pero un día, cuando iba totalmente colocado, se cayó dentro de la cuba del ácido. La solución le devoró las piernas has­ta las rodillas y ahora es un inválido y el individuo más misántro­po que haya conocido jamás.

Kathleen se unió a la conversación y señaló al otro lado de la calle.

—La Droguería Cathcart. A veces venía a mangar papel de es­cribir para mi séquito. Papeles perfumados de violeta. Un día me pillaron. El viejo Cathcart me agarró del brazo y me registró los bolsillos. Encontró algunos de los poemas que había escrito sobre el mismo tipo de papel. Sin dejarme marchar, leyó los poemas en voz alta ante todos los clientes que había en la tienda. Eran poemas íntimos. Yo me sentí avergonzada…

Lloyd sintió que la tristeza se entrometía en su noche, el bulevar Sunset era demasiado ruidoso e iluminado de neón. Sin decir pala­bra, hizo girar el coche por el boulevard de Echo Park y se dirigió hacia el pantano de Silverlake. Pronto se encontraron en la planta hidroeléctrica y él se volvió hacia Kathleen en busca de aprobación.

—Sí —dijo ella—. Perfecto.

Anduvieron colina arriba en silencio, unidos de la mano. Los tarrones de porquería se rompían bajo sus pies, y por dos veces Lloyd tuvo que tirar de Kathleen. Cuando alcanzaron la cima se sentaron sobre el polvo, sin preocuparse por sus ropas, apoyados en la verja de alambre que circunvalaba las instalaciones. Lloyd notó que Kathleen se apartaba de él en un intento de contener sus lágrimas. Para romper el vacío, le dijo:

—Me gustas, Kathleen.

—Tú también me gustas. Y también me gusta estar aquí.

—Está todo en silencio.

—Amas el silencio y odias la música. ¿Dónde cree tu mujer que estás?

—No lo sé. Últimamente sale a bailar con ese amigo suya mari­ca. Su hermana del alma. Esnifan cocaína y van a discotecas gays. A ella también le encanta la música.

—¿Y todo esto no te importa? —le preguntó Kathleen.

—Bueno… Más que nada, no lo entiendo, entiendo a los que roban bancos y se hacen ladrones o a los que se cuelgan de la droga, del sexo o se hacen policías, poetas, asesinos…, pero no entiendo a la gente que se va a las discotecas a escuchar música cuando podrían estar haciendo cualquier otra cosa. Puedo enten­derte a ti y a tu séquito, y que te tiraras a todos estos gilipollas y colgados. Entiendo a los niños inocentes y su capacidad de amar, y el trauma que sufren cuando descubren lo duro y frío que puede ser el mundo, pero no entiendo cómo no pueden sentir deseos de luchar. Yo les cuento historias a mis hijas y ellas lucharán. La pequeña, Penny, es un genio. Es una luchadora nata. De las otras dos no estoy seguro. Janice, mi mujer, no es una luchadora. No creo que nunca fuera inocente. Nació práctica y estable y siempre se ha mantenido así. Creo… creo que tal vez… por esto me casé con ella. Creo… que yo sabía que ya no me quedaba inocencia, y tampoco estaba muy seguro de ser un luchador. Entonces descu­brí que lo era y sentí miedo ante el precio que tendría que pagar. Por esto me casé con Janice.

La voz de Lloyd había adquirido un tono monótono e incorpó­reo. Por unos instantes Kathleen pensó que era el muñeco de un ventrílocuo, y que quienquiera que estuviera tirando de sus cuer­das pretendía realmente conseguirla proporcionándole pistas por me­dio de aquella confusa confesión que acababa de oír. Dos pala­bras sobresalían: «asesinos» y «precio», y en su urgencia por dar coherencia a la narración, dijo:

—Y así pues te convertiste en policía para probar que eras un luchador, y entonces mataste en nombre del deber y lo supiste.

Lloyd sacudió la cabeza:

—No. Antes maté a un hombre, a un hombre malvado. Des­pués me hice policía y me casé con Janice. A veces pierdo el senti­do de la cronología. A veces… no muy a menudo… cuando inten­to recordar mi pasado o oigo algún ruido… música… un ruido espantoso… y tengo que parar.

Kathleen sintió que Lloyd se debatía contra la pérdida de con­trol y se dio cuenta de que había roto la barrera de su esencia. Le dijo:

—Quiero contarte una historia. Es una historia romántica ver­dadera.

Lloyd hundió la cabeza en su regazo y dijo:

—Cuéntame.

—De acuerdo. Hubo una vez una chica callada y estudiosa que escribía poesía. No creía en Dios ni en sus padres ni en las chicas que la seguían. Trataba muy duramente de creer en sí misma. Du­rante un cierto tiempo, le resultó fácil. Luego sus seguidoras le abandonaron. Se quedó sola. Pero había alguien que la amaba. Un hombre gentil le mandaba flores. La primera vez lo hizo con un poema anónimo. Un poema muy triste. La segunda vez, sólo flores. Y así el amor de sus sueños siguió mandándole flores, en el anonimato, a lo largo de muchos años. Más de dieciocho años. Siempre que la solitaria mujer más las necesitaba. La mujer se convirtió en poetisa y diarista y guardó todas aquellas flores secas entre cristales. Siempre especulaba sobre aquel hombre, pero nun­ca hizo nada por descubrir su identidad. Aceptó de corazón aquel tributo anónimo y decidió que el anonimato debía de ser recípro­co, manteniendo sus diarios en privado hasta su muerte. De este modo, vivió y escribió, y escuchó música. Una vida tranquila. Ca­si te hace no querer creer en Dios, ¿verdad Lloyd?

Lloyd retiró su cabeza de su suave apoyo y la sacudió para en­focar mejor aquella triste historia. Luego se levantó y ayudó a Kathleen a ponerse en pie.

—Creo que el amor de tus sueños es un luchador muy extraño —dijo—. Y creo que quiere que tú le pertenezcas, no precisamente inspirarte. Creo que no sabe lo fuerte que eres. Vamos, te llevaré a casa.

Se quedaron el uno junto al otro frente a la puerta de la casa de Kathleen, ella se reclinó sobre el hombro de Lloyd y cuando alzó la cabeza, él pensó que deseaba que la besara. Cuando se inclinó hacia sus labios, Kathleen le apartó suavemente.

—No. Todavía no. Por favor, no lo fuerces, Lloyd.

—De acuerdo.

—Es tan sólo que todo es tan inesperado. Tú eres tan especial, y sólo…

—Tú también eres muy especial.

—Lo sé, pero no tengo idea de quién eres tú, de tu hábitat na­tural. Las pequeñas cosas. ¿Comprendes?

Lloyd consideró aquellas palabras.

—Te entiendo. Mira, ¿te gustaría venir a una cena mañana por la noche? ¿Con otros policías y sus esposas? Probablemente será aburrida, pero iluminadora para ti.

Kathleen sonrió. Aquella oferta era una capitulación en mayor grado; él deseaba ser aburrido para complacerla.

—Sí. Ven a las siete —dijo, retrocediendo en la oscuridad del umbral y cerrando la puerta tras de sí. Cuando oyó el ruido de los pasos de Lloyd al marchar, encendió las luces y sacó su diario. Su mente se debatió en las profundidades hasta que musitó:

—Oh, a la mierda. —Y escribió:

«Es capaz de doblegarse. Yo seré su música.»

Lloyd se fue a su casa. Aparcó en la calle y se encontró con que el coche de Janice no estaba y todas las luces de la casa esta­ban encendidas. Abrió la puerta y entró. Vio la nota de inmediato:

Lloyd, cariño:

Esto es un adiós, al menos por un tiempo. Las niñas y yo nos marchamos a San Francisco a vivir con un amigo de George. Es por nuestro bien, lo sé, porque sé que tú y yo no nos hemos comunicado durante mucho, mucho tiem­po, y que nuestros valores son visiblemente diferentes. Tu comportamiento con las niñas fue la gota final. Desde el prin­cipio de nuestro matrimonio he sabido que sufrías alguna perturbación profunda, que tú disimulabas (en su mayor par­te) muy bien. Lo que no voy a tolerar es que le pases tu perturbación a tus hijas. Tus historias tienen un efecto can­cerígeno, y Anne, Caroline y Penny deben quedar a salvo. Una nota sobre las niñas: voy a matricularlas en la Escuela Montessori de San Francisco, y haré que te llamen una vez por semana. El compañero de George, Rob, cuidará de la tienda en mi ausencia. En los meses siguientes decidiré si quie­ro o no el divorcio. Me importas mucho, pero no puedo vivir contigo. No te daré nuestra dirección de San Francisco hasta que no esté segura de que no harás nada precipitado. Cuando esté instalada, te llamaré. Hasta entonces, cuídate y no te preocupes.

Janice

Lloyd tiró la nota al suelo y anduvo por la casa vacía. Todos los objetos femeninos habían sido retirados. Las habitaciones de las niñas estaban limpias de pertenencias personales; el dormitorio que antes compartiera con Janice ahora contenía tan sólo su aura solitaria y la colcha de cachemir azul marino que Penny había te­jido para su treinta y siete cumpleaños.

Lloyd se envolvió la colcha alrededor de los hombros y salió al exterior. Alzó la mirada al cielo y deseó una tormenta purificadora. Cuando cayó en la cuenta de que no podía invocar a los rayos y los truenos, cayó de rodillas y lloró.