CAPÍTULO OCHO

A la mañana siguiente, tras una noche inquieta en la que trató de asimilar los datos de los dieciséis archivos, Lloyd se dirigió a la biblioteca pública del centro de la ciudad. Por el camino orde­nó mentalmente su trabajo, dejando a un lado los detalles secun­darios y las estratagemas burocrácticas necesarias para tener las espaldas cubiertas, de manera que pudiera iniciar su primera jor­nada de labor de campo en un estado de silencio mental absoluto.

Para reforzar el silencio, había cerrado las ventanillas y desco­nectado el receptor de radio, y así poder apartar todos los detalles extrínsecos a su investigación. No habría problemas con Fred Gaffaney ni con el escalafón superior de la Brigada de Robos y Ho­micidios. Había llamado a los dos detectives que trabajaban a sus órdenes en el caso Niemeyer y había averiguado que la investiga­ción de las librerías del centro de la ciudad no había dado ningún resultado, con lo cual les había recomendado que trabajaran por su cuenta y siguieran sus propios instintos, sin dejar de informar a Gaffaney dos veces por semana y decirle que ambos sabían que el sargento Hopkins estaba trabajando duramente en completa soledad, que es el destino del genio, Gaffaney aceptaría el argumen­to en silencio, y si protestaba por su ausencia de Parker Center, el Holandés Peltz intercedería por él y acallaría sus protestas con todo el peso de su prestigio. Tenía las espaldas cubiertas.

En cuanto a la investigación, no había descubierto más eviden­cias de las que ya sabía con la primera lectura de los informes. A su alrededor se extendía un silencio absoluto; Janice y las niñas se habían ido a dormir al apartamento de George, en Ocean Park, y Lloyd se había encontrado con una casa enorme y silenciosa en la que llevar a cabo sus lecturas. Con el deseo de yuxtaponer la destrucción de la inocencia por la vía del asesinato con sus pro­pios esfuerzos por quitarle importancia convirtiéndola en un cuen­to, había ido a la habitación de Penny, con todo el paquete de informes, con la esperanza de que el aura de su hija menor le otorgaría la claridad mental necesaria para dilucidar los hechos de aquel laberinto psíquico. No descubrió nuevas evidencias, pero su estudio del retrato psicológico del asesino adquirió una dimensión más profunda, unida a una verosimilitud fría y sutil.

A pesar de que no tenía acceso a los homicidios no resueltos anteriores a 1968, estaba seguro de que no habían empezado a tener lugar mucho antes. Basaba la afirmación en una fuerte con­clusión intuitiva: el asesino era homosexual. Su entera genealogía de la muerte era un intento de ocultarse el hecho a sí mismo. To­davía no podía estar seguro. Los asesinatos anteriores a los de Linda Deverson y Julia Niemeyer, si bien eran a menudo brutales, mos­traban una débil satisfacción por el trabajo bien hecho y un gusto refinado por el anonimato. El asesino no sabía ni por asomo quién era realmente. Linda y Julia, horriblemente masacradas, marcaban el punto divisorio, una separación irrevocable basada en el terror de una sexualidad emergente, tan apremiante y vergonzosa que te­nía que ser ahogada en sangre.

Lloyd esbozó eslabones instintivos en el tiempo. El asesino tenía que vivir en Los Ángeles. Tenía que ser un hombre tremendamen­te fuerte, capaz de cortar miembros con un solo golpe de hacha. Sin duda debía ser físicamente atractivo y capaz de maniobrar con gracia dentro del mundo gay. Debía desearlo desesperadamente y no obstante, de someterse a la vulnerabilidad inherente de la inte­racción sexual, aniquilaría su necesidad de matar. Debía haber te­nido problemas sexuales durante la adolescencia. Considerando que el asesino se encontraba todavía en la curva ascendente de su se­xualidad y que los asesinatos comenzaron alrededor de enero del 68, le asignaba un período de incubación de su trauma de cinco años y situaba su mayoría de edad dentro de la primera mitad de la década de los sesenta, por lo que ahora debía tener, como mucho, cuarenta años.

A la altura de las calles Sexta y Figueroa, abandonó la autovía, mientras musitaba:

—Diez de junio, diez de junio, diez de junio.

Cometiendo una infracción, aparcó al lado de la calle que no correspondía y colocó un cartel de «Policía. Vehículo Oficial» en­tre el parabrisas y la escobilla. Subió corriendo las escaleras de la biblioteca, y en aquel momento se le reveló la verdadera moti­vación del asesino; aquel monstruo mataba porque deseaba amar.

Lloyd consumió cuatro horas investigando el contenido de los microfilms para revisar todos los ejemplares de diez de junio des­de 1960 hasta 1982. Empezó por el Los Ángeles Times y acabó por el Los Ángeles Herald Express y su periódico subsidiario, el L. A. Examiner. Repasó titulares, artículos e informes de una gran variedad de temas, desde la liga de béisbol, insurrecciones en el extranjero, previsiones para la moda de verano a resultados de elec­ciones primarias. De todo el despliegue de información, no vio nada que pudiese constituir un factor potencial capaz de inducir a una pasión asesina. No encontró nada capaz de accionar sus mecanis­mos mentales hacia un avance en la elaboración de su tesis. El diez de junio era el día clave para el asesino, pero los periódicos de Los Ángeles lo trataban como otro día cualquiera.

A pesar de que ya había esperado encontrarse frente a resulta­dos negativos, se sentía decepcionado, aunque se alegraba de ha­ber dejado para el final el film de los cuatros años «suicidas»: 1977, 78, 80 y 81.

Su decepción aumentó. Las muertes de Angela Stimka, Laurette Powell, Carla Castleberry y Marcia Renwick quedaban relegadas a la oscuridad de un cuarto de columna. En ambos periódicos, aparecía la palabra «Trágico» para describir los cuatros «suicidios». El espacio impreso se completaba con un «Pendiente de disposi­ciones funerarias» y los nombres y direcciones de los parientes más próximos.

Lloyd enrolló el microfilm, lo depositó sobre la mesa del biblio­tecario y salió al exterior, a plena luz del sol. El destello que des­pedían las aceras, unido a la fatiga de sus ojos, le provocaron dolor de cabeza. Mientras se concentraba en sofocar aquel dolor, consideró sus opciones. ¿Entrevistar a los parientes? No, ya que sólo se encontraría con tristes negativas. ¿Visitar los escenarios de los crímenes? ¿Buscar indicios? «¡Muévete!», se dijo a sí mismo en voz alta. Corrió hacia su coche y el dolor de cabeza desapare­ció de inmediato.

Se dirigió hacia Hollywood oeste dispuesto a explorar los esce­narios de los tres primeros asesinatos.

Angela Stimka, fallecida el 10/6/77, había vivido en un edificio de apartamentos pintado de color malva, obviamente mal cons­truido y cuya única pretensión de prestigio era su proximidad a los bares gay de Santa Monica y la encrucijada de la vida sexual nocturna de Sunset Strip.

Lloyd se sentó en su coche y escribió una descripción de la man­zana, apartando la mirada una sola vez; cuando vio, al otro lado de la calle, una señal de prohibición de aparcamiento nocturno, frente a la casa de Angela. Sus dispositivos mentales se acciona­ron. Se encontraba en pleno corazón del gueto gay. Probablemen­te, el asesino había escogido a aquella mujer por la localización de su vivienda así como por su atractivo físico, deseando de algún modo, al escoger a su víctima dentro de un barrio homosexual, arrojar el guante de una contradicción subconsciente. Y, además, la guardia urbana de Hollywood era muy estricta con infracciones de aparcamiento.

Lloyd esbozó una sonrisa y se dirigió, dos manzanas más abajo, hacia la casita de estructura de madera de Westbourne Drive, en la que había muerto Laurette Powell por ingestión de Nembutal y corte de venas «autoinflingido». Vio otra señal de prohibición de aparcamiento nocturno y su mente volvió a accionarse, esta vez más débilmente.

La visión del Motel Tropicana desencadenó otra vez sus resortes mentales, que resonaron en su cerebro como disparos que desga­rraban sin cesar cuerpos inocentes. Carla Castleberry, fallecida el 10/6/80 por disparo de una pistola del 38 contra el paladar y atra­vesando el cerebro. Las mujeres nunca se disparan a sí mismas en la cabeza. Se trataba de un simbolismo homosexual clásico, per­petrado en una sórdida habitación de motel en plena zona gay.

Lloyd examinó la acera de enfrente del Tropicana. En el suelo había botellines rotos de nitrato de amilo. Apoyados en las pare­des de una cafetería, había un grupo de chaperos yonquis. Su hi­pótesis estalló en su cerebro. Cuando se amortiguó el aguijonazo bajo el estruendo de la explosión, se sintió aterrorizado. Hizo ca­so omiso a su propio terror y corrió hacia una cabina telefónica para marcar, con manos temblorosas, aquellos siete dígitos tan fa­miliares. Cuando al otro lado de la línea apareció una voz igual­mente familiar que le dijo:

—Comisaría de Hollywood. Capitán Peltz al habla.

Lloyd suspiró:

—Holandés, ya sé por qué mata.

Una hora más tarde, se encontraba sentado en el despacho del Holandés Peltz. Mientras le informaba de los resultados negativos de su investigación, golpeaba con nerviosismo la superficie de la mesa de su mejor amigo. El Holandés estaba de pie junto a la puerta, observando cómo Lloyd leía los teletipos que acababan de llegar de los computadores centrales del Departamento de Policía y de la oficina del sheriff de Los Ángeles. Sentía deseos de acari­ciar los cabellos de su hijo, de hacer algo para apaciguar la angus­tia que contraía las facciones de Lloyd de ira. Se sintió impotente ante la fuerza de aquella ira y le dijo:

—Ya verás cómo todo irá bien, muchacho.

Lloyd gritó:

—¡No, no es cierto! ¡Le violaron, estoy seguro de ello, y tuvo que ocurrir en un 10 de junio cuando era un adolescente! ¡Las ofensas sexuales juveniles nunca se superan! ¡Si no aparece en el computador, o bien no ocurrió en Los Ángeles o nunca fue de­nunciado! ¡En estos informes de la Brigada de Protección de Me­nores no hay nada sino pajas y mamadas de asiento trasero, y uno no se convierte en asesino porque un viejo te chupe la polla en Griffith Park!

Lloyd cogió un sujetalibros de cuarzo y lo lanzó a través de la habitación. El sujetalibros aterrizó en el suelo junto a la venta­na que daba al aparcamiento de la comisaría. El Holandés miró a través de la ventana y vio a los oficiales de guardia que revisa­ban sus coches, preguntándose por qué los apreciaban tanto, aun­que nada comparado con lo que sentía Lloyd. Volvió a colocar el sujetalibros sobre la mesa y acarició el pelo de Lloyd.

—¿Te sientes mejor, muchacho?

Lloyd le lanzó una sonrisa refleja que parecía un sollozo:

—Mejor. Estoy empezando a conocer a ese animal, y ya es algo.

—¿Qué hay del informe de las multas de aparcamiento en las fechas de los crímenes?

—Negativo. No hay ninguna multa de aparcamiento en los respectivos lugares y fechas. Las únicas multas se las pusieron a mu­jeres, a putas que trabajaban en Sunset Street. Voy a tener que empezar otra vez de cero, mandar solicitudes confidenciales a an­tiguos agentes de protección de menores y ver si pueden informar­me de casos de asalto que no llegaran a archivarse.

El Holandés sacudió la cabeza.

—Sí, a este tipo lo violaron, le dieron por el culo o lo que fuere hace veinte años, como puedes imaginarte, la mayoría de los agentes que puedan saber algo ya deben haberse retirado.

—Lo sé. Tú podrías mandar las solicitudes, ¿verdad? Tira de algunos cables, invoca viejos favores. Yo quiero continuar movién­dome por la calle, que es donde estoy mejor.

El Holandés cogió una silla para sentarse frente a Lloyd, tra­tando de interpretar el brillo que veía en sus ojos:

—De acuerdo, muchacho. Recuerda mi fiesta del miércoles y des­cansa un poco.

—No puedo. Esta noche tengo una cita. De cualquier modo, Janice y las niñas están por ahí con su amigo marica. Yo quiero seguir moviéndome.

Lloyd parpadeó y el Holandés insistió:

—¿Hay algo que quieras contarme, muchacho?

—Sí. Te quiero. Ahora déjame salir de aquí antes de que te pon­gas sentimental —dijo Lloyd.

Una vez en la calle, sin los informes en mano y con tres horas por delante antes de su cita con Joanie Pratt. Lloyd recordó que sus subordinados tenían que inspeccionar las librerías del área de Hollywood.

Llevó el coche hasta una cabina telefónica y hojeó las páginas amarillas para encontrar las direcciones de una librería de poesía y otra especializada en literatura feminista: La Nueva Guardia Poé­tica, en La Brea, junto a la calle Funtain y la Bibliófila Feminista, entre Yuccac y Highland.

Tras decidirse por un circuito que le permitiera pasar por ambas librerías para luego dirigirse a casa de Joanie Pratt en Hollywood Hills, fue primero a La Nueva Guardia Poética, en la que un hom­bre de aspecto escolar y aburrido, vestido con un incongruente mo­no de granjero, le dijo que no había vendido ninguna colección de prosa feminista a ningún hombre sospechoso de constitución fuerte y de unos cuarenta años, por la simple razón de que no tenía poesía feminista, porque era aberrante y anticlásica. La ma­yoría de sus clientes era académicos que preferían hacer encargos de su catálogo, y esto era todo.

Lloyd le dio las gracias a aquel hombre y se marchó en su co­che en dirección norte. Exactamente a las seis en punto, aparcó frente a la Bibliófila Feminista, con la esperanza de que la peque­ña tienda convertida en librería estuviese aún abierta. Subió co­rriendo las escaleras en el momento en que oyó cómo cerraban la puerta desde el interior, y cuando vio que se apagaban las luces de las ventanas, golpeó la puerta y gritó:

—¡Policía! Abran, por favor.

Unos segundos más tarde se abrió la puerta y apareció la silueta de una mujer en actitud desafiante. El cuerpo de Lloyd se estre­meció ligeramente ante el orgullo de la pose de la mujer, y antes de que ésta pudiera vocalizar su desafío, le dijo:

—Soy el detective sargento Hopkins, del Departamento de Poli­cía de Los Ángeles. ¿Podría hablar un momento con usted?

La mujer permaneció callada. El silencio era enervante, y Lloyd, para ahuyentar la turbación, se concentró en memorizar el atracti­vo físico de la mujer, manteniendo un contacto ocular al que ella respondía sin vacilar. Decidió que aquel gesto rígido y anguloso se esforzaba en gobernar sobre un cuerpo suave y fuerte. Debía tener treinta y cuatro o treinta y seis años, y los ligeros trazos de maquillage de su rostro eran una concesión a la consciencia de su propia edad. Los ojos y el cabellos castaños y la piel pálida, denotaban de algún modo su crianza; el severo traje de tweed se­mejaba una armadura. Elegante, combativa e infeliz. Una estela que temía a la pasión.

—¿Es usted del Servicio de Inteligencia?

Lloyd se sintió torpe ante la firmeza y el tono seco de la voz de la mujer. Cuando se recuperó, le dijo:

—No. ¿Por qué?

La mujer sonrió a desgana y soltó su desafío:

—El Departamento de Policía de Los Ángeles lleva mucho tiem­po intentando intervenir en autores que consideran subersivos, y mi poesía ha aparecido en publicaciones feministas que han resul­tado muy críticas para su departamento. Esta librería tiene un ín­dice de títulos que incluye muchos volúmenes en los que se destru­yen los mitos que rodean a la mentalidad machista.

La mujer paró cuando vio que aquel policía alto le sonreía abier­tamente. Consciente de que ambos se encontraban en igual estado de desconcierto, Lloyd dijo:

—De haber querido infiltrarme en una librería feminista, habría venido disfrazado. ¿Puedo pasar, señorita…?

—Me llamo Kathleen McCarthy —dijo la mujer—. Prefiero que me llame señorita, y no pienso dejarle entrar hasta que me diga a qué ha venido.

Era la pregunta que Lloyd estaba esperando:

—Soy el detective de Homicidios más condecorado de la costa oeste —dijo en un tono suave—. Estoy investigando los asesinatos de cerca de veinte mujeres. Yo mismo descubrí uno de los cadáve­res. No voy a insultarla describiendo cómo fue mutilado. En lugar del crimen encontré un libro manchado de sangre, Furor en el vien­tre. Tengo la certeza de que al criminal le interesa la poesía, tal vez la poesía feminista en particular. Ésta es la razón por la que he venido.

Kathleen McCarthy se había puesto pálida y su actitud desafian­te se había derrumbado, pero volvió a tensarse cuando se agarró al montante de la puerta en busca de apoyo. Lloyd pasó al inte­rior y le enseñó su placa y su carnet de identidad.

—Llame a la Comisaría de Hollywood —dijo—. Pregunte por el capitán Peltz. Él verificará todo lo que le ha contado.

Catheleen le indicó que entrara y luego le dejó solo en una gran estancia llena de libros. Cuando Lloyd oyó el sonido del teléfono al marcar, se quitó su anillo de boda y examinó los libros que cubrían las cuatro paredes y que se desparramaban por las sillas, mesas y expositores metálicos. Creció su respeto hacia aquella es­tridente poetisa. Había colocado sus propios libros publicados en puntos preeminentes a lo largo de toda la habitación, junto a vo­lúmenes de Lessing, Plath, Millett y otras grandes figuras del fe­minismo. Decidió que aquella mujer tenía un ego muy potente. Empezaba a gustarle.

—Le pido disculpas por haberle juzgado antes de escucharle.

Lloyd se giró al oír aquellas palabras, Kathleen McCarthy no parecía desazonada por su disculpa. Empezó a sentirla, y trazó una línea calculada para asegurarse su respeto.

—Entiendo sus sentimientos. El Servicio de Inteligencia es extre­madamente receloso, a veces paranoide.

Kathleen le sonrió:

—¿Puedo citar esta frase?

Lloyd le devolvió la sonrisa.

—No.

A continuación se produjo un silencio embarazoso. Sintiendo có­mo la mutua atracción se hacía más profunda, Lloyd señaló un sofá cubierto de libros y dijo:

—Podríamos sentarnos. Le contaré lo ocurrido.

En voz baja y con la mirada deliberadamente fija, Lloyd le contó a Kathleen McCrthy cómo había descubierto el cuerpo de Julia Lynn Niemeyer, de qué modo aquel ejemplar ensangrentado de Fu­ror en el vientre junto con el poema encontrado en el casillero postal de Julia, le habían convencido de que el presunto asesino era en realidad un asesino en masa. Terminó con un recuento de su trabajo cronológico y del perfil psicológico del criminal que ha­bía deducido.

—Es más brillante de lo imaginable y está perdiendo completa­mente el control. Tiene una fijación con la poesía. Creo que, sub­conscientemente, desea perder el control y es posible que vea en la poesía el medio para conseguirlo. Necesito que me hable de Fu­ror en el vientre y también necesito saber si algún hombre extra­ño, específicamente entre treinta y cuarenta años, ha pasado por su tienda para comprar libros feministas y si ha actuado de modo fortuito, esquivo, o de cualquier modo, fuera de lo normal.

Lloyd se recostó en el respaldo del sofá y saboreó la reacción de contracción muscular y furia de Kathleen. Ella se quedó en si­lencio un minuto completo, y supo que estaba compilando sus pa­labras en una breve severidad y que cuando empezara a hablar, su respuesta sería un perfecto modelo de control, exento de retóri­ca o de expresiones de asombro.

Estaba en lo cierto.

Furor en el vientre es un libro iracundo —dijo Kathleen con voz suave—. Es una polémica, un manifiesto contra muchas co­sas. En concreto, contra la violencia hacia las mujeres. Durante muchos años no lo tuve en almacén, y cuando lo hice dudo que vendiera un ejemplar a un solo hombre. Es más, los únicos clien­tes masculinos que viene aquí, lo hacen acompañados de sus no­vias o amigas. Son estudiantes, jóvenes adolescentes o de veinte años. No recuerdo que nunca haya venido un hombre de cerca de cuarenta años. Yo soy la propietaria de la tienda y la llevo sola, por lo que veo a todos los clientes. Yo…

Lloyd paró a Kathleen con un gesto de la mano:

—¿Qué me dice de las ventas por correo? ¿Hace ventas por ca­tálogo?

—No, no tengo las disposiciones para el correo. Todo el nego­cio se hace aquí, en la tienda.

Lloyd musitó:

—¡Mierda! —Y descargó un golpe en el brazo del sofá.

Kathleen dijo:

—Lo siento, pero escuche… Tengo muchos amigos que se dedi­can a la venta de libros. Literatura feminista, poesía y demás. Se trata de distribuidores privados, que posiblemente usted ha pasado por alto. Puedo llamarles. Seré persistente, quiero ayudarle.

—Muchas gracias —dijo Lloyd—. Me será de gran ayuda. —Y fingiendo un bostezo, añadió—: ¿Tiene café? Estoy a punto de caerme.

—Un momento —dijo Kathleen, y desapareció por la puerta. Lloyd oyó el ruido de platos y tazas, seguido del crujido eléctrico de una radio al ser conectada y el clamor de algún tipo de sinfo­nía o concierto.

—¿Podría apagarla? —dijo a Kathleen desde la estancia.

—De acuerdo, pero dígame algo.

La música disminuyó y finalmente enmudeció completamente. Lloyd, aliviado, profirió:

—¿De qué quiere que le hable?, ¿del trabajo policial?

Unos instantes más tarde, Kathleen entraba en el salón, llevan­do una bandeja con las tazas de café y un surtido de galletas.

—Hábleme de algo agradable —dijo, apartando los libros que había sobre una mesita auxiliar—. Hábleme de algo querido para usted. —Miró a Lloyd abiertamente y añadió—: Está pálido, ¿se encuentra mal?

—No, estoy bien. El ruido alto me molesta, es por esto por lo que le pedí que desconectara la radio.

Kathleen le tendió una taza de café.

—No era ruido, era música.

Lloyd ignoró el comentario.

—Las cosas que me son queridas son difíciles de describir —di­jo—. Me gusta andar por ahí y ver qué puedo hacer por la justi­cia, y luego mandarlo todo al infierno e ir a algún lugar que sea cálido y gentil.

Kathleen tomó un sorbo de café.

—¿Se refiere a estar con mujeres?

—Sí. ¿La ofende eso?

—No. ¿Por qué debería hacerlo?

—Esta tienda, su poesía, 1983. Escoja una razón.

—Debería leer mis diarios antes de juzgarme. Soy buena poeti­sa, pero soy mejor escribiendo mi diario. ¿Piensa atrapar a este asesino?

—Sí. Su reacción ante mi llegada aquí me ha impresionado. Me gustaría leer sus diarios, sentir sus pensamientos íntimos. ¿Desde cuándo los escribe?

Kathereen titubeó ante la palabra «íntimos».

—Hace mucho tiempo —dijo—. Desde que iba al Marshall Clarion. Yo… —Kathleen se paró y le miró fijamente. Lloyd se reía y sacudía la cabeza encantado—. ¿Qué pasa? —le preguntó.

—Nada, excepto que fuimos a la misma escuela secundaria. Me había equivocado con usted, Kathleen. Me imaginaba que era una chica rica de la costa este, y resulta ser una mocosa del viejo ba­rrio. Lloyd Hopkins, graduado en Marshall, promoción del 59 y policía de abuelos protestantes irlandeses, se encuentra con Kath­leen McCarthy, antigua residente de Silverlake y graduada en Mars­hall en la promoción…

Las facciones de Kathleen se iluminaron de regocijo.

—Del 64 —dijo—. ¡Dios mío, qué divertido! ¿Se acuerda del Sr. Juknavarian y de sus historias sobre Armenia? —Lloyd asin­tió—. Y de la Sra. Cuthbertson y su perro gordo. ¿Recuerda que decía que era su musa? —Lloyd se doblegó, partiéndose de risa, Kathleen prosiguió derramando nostalgia entre sus propias risas de alegría—. ¿Y de los Pachucos contra los Surfers, y el Sr. Amster y aquellas camisetas que hacía? Los hamsters de Amster. Cuando estaba en décimo alguien le ató una rata muerta a la antena del coche y dejó una nota sobre el parabrisas. La nota decía: «¡Los hamsters de Amster muerden el polvo!».

La risa de Lloyd aumentó y se convirtió en una tos convulsiva que le hizo temer que devolvería el café y las galletas medio dige­ridas por toda la habitación.

—Basta, basta por favor, o me moriré de risa —consiguió decir entre toses convulsas—. No quiero morirme de este modo.

—¿De qué modo quiere morirse? —preguntó Kathleen con tra­vesura.

Mientras se enjuagaba la cara empapada en lágrimas, Lloyd no­tó intención de indagación en la pregunta.

—No lo sé —dijo—. O muy viejo o de un modo muy románti­co. ¿Y usted?

—Muy vieja y sabia. Serenidad otoñal ya transformada en in­vierno profundo, con todas mis palabras dispuestas cuidadosamente para la posterioridad.

Lloyd sacudió la cabeza.

—Dios, no me creo nada de esta conversación. ¿En qué lugar de Silverlake vivía?

—Entre las calles Tracy y Micheltorena. ¿Y usted?

—Griffith Park y St. Elmo. Cuando era niño solía jugar a la «gallina» en Micheltorena. Acababa de aparecer Rebelde sin causa y la gallina estaba de moda. Como éramos muy pequeños para conducir, teníamos que jugar con trineos a los que poníamos ruedecitas de goma. Empezábamos en la cima de la colina de Sunset, a las dos y media, todas las madrugadas de aquel verano del 55, creo que era. El objeto del juego era deslizarse cuesta abajo todo el bulevar Sunset a contradirección. A aquella hora de la madru­gada había el tráfico suficiente como para que fuera algo peligro­so. Yo lo hacía una vez cada noche, durante todo el verano. Nun­ca puse los pies ni tiré del freno de mano. Nunca dejé de aceptar el desafío.

Kathleen tomó un sorbo de café, preguntándose cuán obtusa iba a ser su próxima pregunta. Al infierno, decidió, y le preguntó:

—¿Qué pretendían demostrar?

—Es una pregunta provocativa, Kathleen —dijo Lloyd.

—Usted es un hombre provocativo. Pero creo en la igualdad de condiciones. Puede preguntarme lo que quiere, que le responderé.

El rostro de Lloyd se iluminó ante la posibilidad de exploración.

—Trataba de seguir al conejo agujero abajo —dijo—. Quería encender un fuego bajo el culo del mundo. Quería ser considerado un chico duro para que Ginny Skakel me hiciera una paja. Quería respirar pura luz blanca. ¿Es una buena respuesta?

Kathleen sonrió y le concedió una tanda de aplausos.

—Buena respuesta, sargento. ¿Por qué dejó de hacerlo?

—Murieron dos chicos. Iban los dos en un trineo y un coche los hizo pedazos. Uno de los chicos fue decapitado. Mi madre me pidió que abandonara. Me dijo que había modos más seguros de mostrar coraje. Me contó cuentos para calmar mi desconsuelo.

—¿Su desconsuelo? ¿Quiere decir que quería seguir jugando a este juego de locos?

Lloyd se regocijó ante la mirada incrédula de Kathleen y dijo:

—Por supuesto. El romanticismo adolescente es difícil de aban­donar. ¿Su turno, Kathleen?

—Adelante.

—Bien. ¿Es usted romántica?

—Sí… en lo más esencial… yo…

Lloyd la cortó:

—Bien. ¿Puedo verla mañana por la noche?

—¿En qué está pensando? ¿En salir a cenar?

—No exactamente.

—¿Un concierto?

—Muy divertido. De hecho, estaba pensando en ir a dar una vuelta por Los Ángeles en busca del romanticismo urbano.

—¿Es una proposición?

—En absoluto. Creo que deberíamos hacer algo que no haya­mos hecho nunca ninguno de los dos, y esto queda fuera de las reglas. ¿Se apunta?

Kathleen tomó la mano que Lloyd le tendía y dijo:

—Me apunto. ¿Quedamos aquí a las siete?

Lloyd se llevó su mano a los labios y la besó.

—Aquí estaré —dijo, encaminándose hacia la puerta antes de que pudiera ocurrir algo que rompiera la magia del momento.

Cuando dieron las seis y Lloyd no llegaba a casa, Janice se dis­puso a arreglarse para salir aquella noche, sintiéndose aliviada en todos los aspectos. Se sentía aliviada de que las ausencias de su marido se hubieran hecho más frecuentes y predecibles, aliviada de que las chicas estuviesen tan entretenidas con sus aficiones y su vida social como para no echar de menos la presencia de su padre, aliviada de que su distanciamiento amoroso parecía estar creciendo hasta el punto de que pronto sería capaz de decirle a su marido:

—Has sido el amor de mi vida, pero todo ha terminado. No puedo seguir contigo. No puedo soportar por más tiempo tu com­portamiento obsesivo. Se ha acabado.

Mientras se vestía para la noche de baile, Janice recordó aquel episodio que le dio el ímpetu, por primera vez, para pensar en abandonar a su marido para siempre. Había ocurrido hacía dos semanas. Lloyd se había ausentado durante tres días. Ella le echa­ba de menos y le deseaba, e incluso estaba dispuesta a hacer con­cesiones respecto a los cuentos que les contaba a las niñas. Se ha­bía metido en la cama, desnuda, y había dejado encendida la vela perfumada, con la esperanza de despertarse sintiendo las manos de Lloyd sobre sus pechos. Cuando finalmente se despertó, fue para ver a Lloyd revoloteando sobre su cuerpo desnudo y sepa­rándole las piernas. Tuvo que contener un grito en el momento en que él la penetró, cuando vio, espantada, la contracción diabó­lica de sus facciones. Cuando él se corrió y sus miembros se con­trajeron en un espasmo, le apretó muy fuerte contra sí y supo que finalmente le había sido otorgada la fuerza para forjarse una nue­va vida.

Janice se puso un traje pantalón de lamé plateado, un conjunto cuyo brillo reflejaría las luces móviles de Studio One. Sintió lige­ras punzadas de lealtad servil y reflexivamente definió a su marido en fríos términos clínicos: es un perturbado, un demente. Es un hombre anacrónico. Es incapaz de cambiar, un hombre que nunca ha sabido escuchar.

Janice reunió a sus hijas y las llevó hasta el apartamento de George, en Ocean Park. Rob, su amante, cuidaría de ellas mien­tras ella y George salían a bailar. Les contaría cuentos tiernos y gentiles y les prepararía un gran festín vegetariano.

El Studio One estaba abarrotado hasta los topes de hombres ele­gantes que se contorneaban, se unían y se separaban, bajo las dis­torsiones benevolentes de las luces sincronizadas a la música. Jani­ce y George esnifaron unas rayas de coca en el parking e imagina­ron su entrada como uno de los más grandiosos y más comentados desfiles de la historia. Janice sabía que sería la única mujer en la pista de baile, el cuerpo más deseado de la noche, deseado no con lujuria, sino con desesperado anhelo de transferencia: alta, re­gia, bronceada y esbelta, todos aquellos hombres desearían ser ella.

Cuando regresó a casa, a altas horas de la noche, Lloyd la esta­ba esperando en la cama. Se mostró especialmente tierno y ella le devolvió sus caricias con gran pesar. Su mente articulaba imá­genes desconexas para evitar sucumbir a su amor. Pensó en mu­chas cosas, pero en ningún momento pudo imaginarse siquiera que, dos horas antes, él estaba haciendo el amor con otra mujer; a una mujer que se definía a sí misma como «algo así como una mujer de negocios» y que en otro tiempo había cantado canciones inteli­gibles de rock and roll; y que mientras estaba con ella, igual que ahora con su esposa, sus pensamientos estaban junto a una chica irlandesa de su antiguo barrio.

Aquella noche Kathleen escribió en su diario:

«Hoy he conocido a un hombre; un hombre que creo que el destino ha puesto ante mi camino por alguna razón. Para mí representa una paradoja y unas posibilidades a las cuales aún no puedo acceder, tal es su incongruente fuerza. Es muy grande físicamente y fieramente brillante, y por encima de todo, un hombre orgulloso de ir por la vida de policía. Creo que me desea (cuando nos vimos por primera vez me fijé en que llevaba un anillo de casado. Más tarde, cuando su atracción hacia mí creció de modo más obvio, vi que se lo había quitado. Un subterfugio muy halagüeño). Creo que tie­ne un ego depredador y un gran poder de voluntad, aptos para encajar con su talla y su inteligencia. Y tengo la sensa­ción —lo sé— de que quiere cambiarme, de que ve en mí un alma gemela, en la que penetrar en profundidad pero, también, a la que puede manipular. Debo tener cuidado con mis palabras y mis actos con este hombre. En beneficio de mi propio crecimiento, debe ser un toma y daca. Pero debo mantener la parte más pura e íntima de mi alma fuera de su alcance. Mi corazón debe permanecer inviolado.»