CAPÍTULO SIETE

Habían transcurrido diecisiete días desde que se encontró el cuer­po de Julia Niemeyer, y Lloyd se preguntó por vez primera si en su ética protestante irlandesa había bastante justicia como para soportar lo que se estaba convirtiendo en el episodio más vejatorio de su vida, una cruzada que presagiaba una profunda e importan­te pérdida de control.

Por centésima vez desde que repasaba los informes, reconsideró todas las evidencias del asesinato de Julia y de los homicidios no resueltos de mujeres en el condado de Los Ángeles: la sangre con que se habían escrito los versos era 0+ y la de Julia Niemeyer era AB, No había huellas dactilares en el sobre ni en el papel. Las entrevistas hechas a los inquilinos del Aloha Regency no ha­bían conducido a nada: nadia sabía gran cosa sobre la víctima; nadie tenía noticia de que recibiera visitas; nadie recordaba suceso extraño alguno en el edificio paralelo al crimen. Habían registrado a fondo el área circundante en busca del cuchillo de doble filo que se suponía había sido utilizado para las mutilaciones, pero no habían encontrado nada que se le pareciese remotamente. La vaga esperanza que tenía Lloyd de que el asesino hubiese entrado en contacto con Julia a través de las fiestas, resultó fútil. Detectives experimentados habían entrevistado a todos los clientes del archi­vo de Joanie Pratt, pero no habían sacado nada en claro excepto nuevos aspectos de la lujuria y tristes evidencias de adulterio. Ha­bía asignado a dos oficiales para que investigaran en las librerías especializadas en literatura y poesía lésbica en busca de solicitudes masculinas de Furor en el vientre o cualquier comportamiento mas­culino extraño en general. Se habían cubierto todas las vías de in­vestigación.

Quedaban los crímenes no resueltos: las veintitrés agencias de policía del condado de Los Ángeles cuyos datos componían el ar­chivo del computador central, incluían 410 desde enero de 1968. Descontando 143 homicidios por accidente de tráfico, quedaban 267 muertes no resueltas. De éstas 267, 79 pertenecían a mujeres de edades comprendidas entre los veinte y cuarenta años, que Lloyd consideraba debía ser el perímetro de atracción del asesino. Estaba seguro de que aquel monstruo las prefería jóvenes.

Miró el mapa del condado de Los Ángeles que adornaba la pa­red del fondo de su despacho. Había clavado 79 chinchetas que marcaban la ubicación de los lugares en que aquellas 79 mujeres habían encontrado su muerte violenta. Lloyd examinó el territorio demarcado y dejó que su conocimiento íntimo de Los Ángeles y sus alrededores trabajara en concierto con sus instintos. Las chin­chetas cubrían la totalidad del condado, desde los valles de San Gabriel y San Fernando hasta las alejadas comunidades de la pla­ya que constituían sus perímetros al sur y al oeste. Cientos y cientos de kilómetros cuadrados. De las setenta y nueve, cuarenta y ocho estaban situadas en lo que la policía llamaba los suburbios de Basura Blanca: barrios de renta baja y elevado índice de crimi­nalidad, en los que el alcoholismo y la drogadicción constituían verdaderas plagas. Las estadísticas y su propio instinto de policía le indicaban que la gran mayoría de dichas muertes estaban rela­cionadas con el alcohol, las drogas o con casos de infidelidad. Así pues, quedaban treinta y una muertes de mujeres jóvenes, reparti­das entre la clase media, la clase media-alta y los barrios altos de Los Ángeles y sus municipios, crímenes que nueve agencias de policía no habían sido capaces de resolver.

Cada vez que Lloyd había requerido a alguna de aquellas agen­cias que le mandaran copias de sus archivos, lo había lamentado, ya que podían tardar más de dos semanas en responder. Se sentía impotente y acosado por fuerzas que superaban su poder, y se ima­ginaba una ciudad de los muertos coexistente a Los Ángeles en otra dimensión temporal, una ciudad en la que hermosas mujeres le suplicaban con ojos aterrorizados que encontrara a sus asesinos.

Aquella sensación de impotencia había llegado a su cumbre tres días atrás, y había llamado personalmente a los oficiales jefes de enlace entre las agencias de los nueve departamentos para solicitar que le mandaran los archivos al Parker Center en un plazo de cuarenta y ocho horas.

Lloyd echó un vistazo a su reloj, que era un cronómetro Rolex marcado con las veinticuatro horas, según el sistema militar. Ya habían pasado setenta horas. Si añadía dos horas más para los retrasos burocráticos, las copias tenían que llegar hacia el medio­día. Salió disparado de su despacho y bajó corriendo los seis tra­mos de escaleras que le separaban de la calle. Sabía que si se pa­saba cuatro horas andando por las calles sin destino concreto y con la mente voluntariamente en blanco, se pondría en las condi­ciones mentales óptimas que estaba seguro que iba a necesitar pa­ra devorar los treinta y un archivos de homicidios.

Cuatro horas más tarde, con la mente clara después de recorrer doce circuitos rápidos por el centro de la ciudad, Lloyd regresó a Parker Center y subió corriendo a su despacho. Vio que la puerta estaba abierta y que alguien había encendido la luz. Se cruzó con un teniente de uniforme que le dijo de pasada:

—Han llegado sus papeles. Están en su despacho.

Lloyd asintió y se asomó a la puerta.

El escritorio y las dos sillas de su despacho estaban cubiertos de gruesas carpetas llenas de papeles que todavía despedían el olor del proceso fotoestático. Las contó en número, sacó al pasillo las dos sillas, la papelera y el archivo, colocó los informes en el suelo formando un círculo, y se sentó en medio.

Cada una de las carpetas estaba marcada con el nombre y ape­llidos de la víctima y la fecha de su muerte. Lloyd las clasificó primero por regiones y después por años, sin mirar en ningún mo­mento las fotografías, que sabía que estaban pegadas en la prime­ra página. Seleccionó todos los informes que quedaban fuera del Departamento de Poicía de Los Ángeles, empezando por Fullmer, Elaine, F. D. 9/3/68; Pasadena D. P., y terminando por Deverson, Linda Holly, F. D. 14/6/82, y los dejó a un lado. Era un total de dieciocho informes. Miró los trece restantes que pertene­cían al Departamento de Policía de Los Ángeles. Los datos de la portada eran ligeramente más detallados que los de los demás de­partamentos; en cada carpeta se indicaba, debajo del nombre, la edad y raza de la víctima. De las treces mujeres asesinadas había siete de raza negra e hispana. Lloyd apartó aquellos informes y reflexionó sobre sus primeras intuiciones, dejando su mente en blan­co durante un minuto completo antes de volver al pensamiento cons­ciente. Decidió que estaba en lo cierto al pensar que el asesino prefería mujeres blancas. Así, quedaban seis informes del Depar­tamento de Policía de Los Ángeles y dieciocho de las agencias res­tantes, veinticuatro en total. Evitando mirar las fotografías, repa­só las carpetas en busca de datos raciales. Había ocho de las vícti­mas que no pertenecían a la raza caucasiana.

Quedaban diecisiéis carpetas.

Lloyd decidió hacer un collage con las fotografías antes de leer los informes. Volvió a dejar su mente en blanco y extrajo las fo­tos para ponerlas boca abajo por orden cronológico.

—Habladme —dijo en voz alta mientras daba la vuelta a las fotografías.

Cuando hubo girado seis de las fotografías y vio las caras son­rientes de las mujeres, sintió que su mente empezaba a dar banda­zos convulsivos que se asían al horribe conocimiento que estaba asimilando. Miró las fotos restantes y se sintió presa de la lógica del terror.

Todas aquellas mujeres se parecían, tenían un cierto parentesco en sus facciones anglosajonas. Todas ellas tenían un aspecto for­mal y llevaban cortes de pelo femeninos. Todas tenían aspecto sa­ludable y un cierto aire tradicional. Lloyd musitó la única palabra que resumía el sentido de aquellos crímenes: «Inocente, inocente, inocente». Repasó las fotografías una docena de veces para fijarse en los detalles: collares de perlas, medallas y cadenitas, la ausen­cia de maquillaje, la indumentaria anacrónica y de aspecto for­mal. Quedaba fuera de cuestión que aquellas mujeres habían sido asesinadas por un monstruo, en aras de la destrucción de la ino­cencia que tan espléndidamente mostraban.

Lloyd leyó los informes con manos temblorosas, participando de la comunión con la muerte servida por estrangulamiento, dis­paros de armas, sobredosis de drogas, decapitación, golpes, inges­tión forzada de fluidos cáusticos, gas, envenenamiento y suicidio. Se trataba de métodos dispares capaces de eliminar cualquier sos­pecha policial de un asesinato en masa. Había un solo denomina­dor común: la ausencia de pistas. No había huellas dactilares. Aque­llas mujeres habían sido escogidas para el sacrificio simplemente por su aspecto. Era como si hubiesen matado a Julia Nimeyer die­ciséis veces. ¿Y cuántas más en diferentes lugares? La inocencia era la plaga de la juventud.

Lloyd leyó de nuevo los informes, y salió de su trance con la conciencia de que se había pasado tres horas sentado en el suelo y estaba empapado de sudor. Mientras se ponía en pie y estiraba sus miembros entumecidos, le invadió el gran horror: el genio del asesino era impenetrable. No dejaba rastro alguno, era imposible seguir las pistas de la muerte de Niemeyer y aún más imposible seguir las de las restantes. No podía hacer nada.

Él siempre había sido capaz de hacer algo.

Tomó un rollo de cinta adhesiva que tenía sobre la mesa y em­pezó a pegar las fotografías a lo largo de las paredes de su despa­cho. Cuando los rostros sonrientes de las mujeres le miraron fija­mente desde todas las direcciones, se dijo a sí mismo: «Finís. Morte. Dead. Muerto».

Cerró los ojos durante unos instantes y se dispuso a leer las páginas de cada carpeta en las que se exponían las estadísticas vi­tales, forzándose a pensar solamente en el área. Una vez consegui­do, cogió su cuaderno de notas y escribió:

Los Ángeles centro:

1. Elaine Marburg, F. D. 24/11/69

2. Patricia Petrelli, F. D. 20/5/75

3. Karen La Pelley, F. D. 14/2/71

4. Caroline Wernwr, F. D. 9/11/79

5. Cynthia Gilroy, F. D. 5/12/71

Comunidades de Valley y Foothill:

1.Elaine Fullmer, F. D. 9/3/68

2.Jeanette Willkie, F. D. 15/4/73

3.Mary Wardell, F. D. 6/1/74

Hollywood y Hollywood oeste:

Laurette Powell, F. D. 10/6/78

Carla Castleberry, F. D. 10/6/80

Trudy Miller, F. D. 12/12/68

Angela Stimka, F. D. 10/6/77

Marcia Ren wick, F. D. 10/6/81

Beverly Hills - Santa Mónica - Comunidades playa:

Monica Martin, F. D. 21/9/74

Jennifer Szabo, F. D. 3/9/72

Linda Deverson, F. D. 14/6/82

Esforzándose por pensar tan sólo modus operandi, leyó por se­gunda vez la página de estadísticas vitales y se encontró frente a tres muertes por golpes con objetos contundentes, dos desmembra­mientos, un accidente a caballo considerado como homicidio, cua­tro suicidios atribuidos a diferentes medios, un, envenenamiento, una muerte por sobredosis y asfixia por gas que estaba clasificado como «¿asesinato-suicidio?».

Volviendo al apartado de cronología, Lloyd leyó las fechas de defunción que había anotado junto a la lista de víctimas con la finalidad de adivinar la metodología del asesino. Con la excepción del lapso de veinticinco meses entre Patricia Petrelli, F. D. 20/5/75, y Angela Stimka, F. D. 10/6/77, y el espacio de diecisiete meses entre Laurette Powell, F. D. 10/6/77, y Caroline Werner, F. D. 9/11/79, el asesino llevaba a cabo sus ejecuciones a intervalos en­tre seis y quince meses, con lo cual, concluyó Lloyd, había evita­do ser apresado durante tanto tiempo. Los asesinatos habían sido ejecutados de un modo sin duda brillante y se basaban en un co­nocimiento íntimo de la víctima logrado a través de una larga vi­gilancia. Y probablemente aquellos lapsos de tiempo más largos albergaban otras víctimas que no aparecían debido a pérdidas de archivos o a errores de computador. Todas las agencias policiales eran susceptibles de un amplio margen de error en sus archivos.

Lloyd cerró los ojos y se imaginó espacios de tiempo dentro de otros espacios de tiempo, preguntándose desde cuándo venían produciéndose los crímenes. Todos los departamentos de policía del condado de Los Ángeles desechaban sus casos no resueltos pasa­dos quince años, con lo que tenía un acceso de información cero a casos anteriores a enero del 68.

Fue entonces cuando la mente de Lloyd se enfocó perfectamen­te. Y mientras musitaba: «Los árboles no te dejan ver el bosque», repasó la lista de los crímenes de Hollywood-Hollywood oeste y notó cómo la piel empezaba a ponérsele tensa. Con idéntica fe­cha, el diez de junio, habían tenido lugar cuatro suicidios, en 1977, 78, 80 y 81. Era el único dato que apuntaba hacia un comporta­miento obsesivo y patológico frente a la sangre fría que parecía ser la norma del asesino.

Lloyd cogió las cuatro carpetas y las leyó de principio a fin una vez y después otra. Cuando acabó, apagó las luces de su despacho y se concentró en los datos adquiridos.

El miércoles por la tarde, el 10 de junio de 1977, los inquilinos del edificio de apartamentos del 1167 de la avenida Larrabee, en Hollywood oeste, notaron un olor a gas que proveía del aparta­mento alquilado por Angela Stimka, de veintisiete años de edad y camarera en una coctelería. Dichos inquilinos llamaron a un co­misario del sheriff que vivía en el edificio y el comisario derribó la puerta de Angela Stimka, cerró la llave del calentador del que emanaba el gas y descubrió a Angela en el suelo de su dormitorio, muerta y abotargada. Trasladó el cadáver al exterior y llamó a la subcomisaría del sheriff de Hollywood oeste y al poco tiempo llegó un equipo de detectives que registraron el apartamento y en­contraron una nota de suicidio que citaba como la razón para que Angela deseara la muerte el fin de una larga relación amorosa. Los expertos en grafología examinaron el diario de Angela Stimka y la nota de suicidio y decidieron que ambos habían sido escritos por la mima persona. La muerte fue calificada como suicidio y se cerró el caso.

El 10 de junio del siguiente año, llamaron a un coche patrulla para que acudiera a una casa de Westbourne Drive, en Hollywood oeste. Los vecinos habían protestado a causa de un ruido de músi­ca muy alto que provenía del interior de la casa, y una anciana les dijo a los agentes que estaba convencida de que algo andaba «drásticamente mal». Los oficiales, al ver que nadie respondía a sus llamadas persistentes, escalaron una ventana medio abierta y descubrieron a la propietaria de la casa, Laurette Powell, de trein­ta y un años, muerta en una butaca. Los brazos de la butaca, su albornoz y el suelo estaban empapados de la sangre que había explotado de los dos profundos cortes de arterias en ambas muñe­cas. A pocos pasos, sobre una mesita de noche, encontraron un bote de Nembutal, y un cuchillo de cocina muy afilado sobre el regazo de la mujer. No había ninguna nota de suicidio, pero los oficiales de Homicidios, al notar las marcas de duda en ambas muñecas y el hecho de que Laurette Powell tomaba Nembutal ba­jo receta médica desde hacía bastante tiempo, rápidamente clasifi­caron la muerte como suicidio. Caso cerrado.

El cerebro de Lloyd se puso en funcionamiento. Sabía que Westbourne Drive y la avenida Larrabee estaban a escasas manzanas de distancia, y que el «suicidio» por disparo en la boca de Carla Castleberry, el 6/10/80, en el Motel Tropicana, había tenido lugar a menos de medio kilómetro de los escenarios de los dos primeros crímenes. Sacudió la cabeza con disgusto; cualquier poli con dos dedos de frente y un mínimo de experiencia tenía que saber que las mujeres nunca se suicidan con armas de fuego. Las estadísticas de mujeres suicidadas por disparo de arma eran inexistentes.

El cuarto «suicidio», el de Marcia Renwick, en el n.° 818 de North Sycamore, era el único non sequitur. El asesinato, en 10 de junio más reciente, había tenido lugar seis kilómetros al este de los tres precedentes, en el distrito de Hollywood. Habiendo ocu­rrido un año después del homicidio de Carla Castleberry, la muer­te por sobredosis de pastillas de Marcia tenía todo el aspecto de un impulso asesino carente de imaginación.

Lloyd se decidió a leer el comentario de la carpeta perteneciente á la víctima anterior a Julia Niemeyer. Cuando leyó el informe del coronel, dio un respingo: Linda Deverson, F. D. 14/6/82; par­tida en pedazos con un hacha de doble filo. El recuerdo turbador de Julia colgando de una viga del techo de su habitación, unido a la nueva información, le convencieron de que de algún modo, por alguna razón diabólica y espantosa, la locura del asesino esta­ba llegando a su cumbre.

Lloyd bajó la cabeza y elevó una de sus escasas y escépticas plegarias a Dios:

—Por favor, permíteme atraparle. Déjame cogerle antes de que mate a alguien más.

Su mente se llenó de pensamientos sobre Dios mientras se diri­gía hacia la oficina de su superior inmediato, el teniente Fred Gaffaney. Sabía que el teniente era un tipo duro, un cristiano renaci­do que trataba a los agentes no creyentes con un pío desdén, por lo que decidió invocar a sus creencias para su solicitud de plenos poderes investigatorios. Gaffaney, con cierto resentimiento, le había dado licencia para que llevara el caso a su manera, con la advertencia implícita de que no suplicara favores; puesto que iba a suplicarle hombres, financiación y difusión a través de los me­dios de comunicación, quería convencer al teniente con el argu­mento de su mutua religiosidad.

—¡Entre! —profirió Gaffaney como respuesta a su llamada.

Lloyd atravesó la puerta abierta y se sentó en una silla plegable frente a la mesa del teniente. Gaffaney alzó la vista de los papeles que hojeaba y acarició con el dedo su aguja de solapa en forma de cruz y bandera.

—¿Sí, sargento?

Lloyd se aclaró la garganta y trató de simular un aspecto hu­milde.

—Señor, como bien sabe usted, estoy trabajando intensivamente en el asesinato de Niemeyer.

—Sí. ¿Y?

—Y, señor, es un cajón sin fondo.

—Entonces insista. Tengo fe en usted.

—Gracias, señor. Es curioso que mencione la fe. —Lloyd aguardó a que Gaffaney le ordenara continuar. Cuando no obtuvo sino un silencio mortal, prosiguió—: Este caso es una prueba para mi pro­pia fe, señor. Nunca he creído demasiado en Dios, pero el modo como me he tropezado con la evidencia ha hecho que me cuestio­nara mis creencias. Yo…

El teniente le interrumpió con un gesto de su mano.

—Voy a misa todos los domingos, a oración tres veces por se­mana. Cada vez que me pongo la pistolera, aparto a Dios de la mente. Usted ha venido a pedirme algo. Dígame qué es y lo discu­tiremos.

Lloyd se puso colorado y fingió un tartamudeo.

—Señor, yo… yo…

Gaffaney se recostó en la silla y se pasó la mano sobre sus ca­bellos grises cortados a cepillo.

—Hopkins, usted no ha llamado señor a un superior desde que era recluta. Usted es el mujeriego más notorio de la Brigada de Robos y Homicidios, y Dios le importa un comino. ¿Qué es lo que quiere?

Lloyd se echó a reír.

—¿Voy directo al grano?

—Hágalo, por favor.

—De acuerdo. En el curso de mi investigación en el asesinato del Niemeyer me he encontrado frente a una sólida e instintiva evidencia que implica a, por lo menos, otros dieciséis asesinatos de mujeres jóvenes transcurridos en los últimos quince años. Va­ría el modus operandi, pero todas las mujeres pertenecen a un cierto tipo de físico. He obtenido los archivos completos de dichos ho­micidios, y los datos cronológicos y otros factores me han conven­cido de que todas estas diecisiéis mujeres murieron asesinadas por un mismo hombre, el mismo que mató a Julia Niemeyer. Los dos últimos asesinatos han sido especialmente brutales. Creo que nos enfrentamos a un intelecto brillante y psicópata, y a menos que invirtamos un esfuerzo completo en su captura, seguirá matando impunemente hasta el día de su muerte. Quiero a una docena de agentes experimentados para que trabajen a plena dedicación, quiero que se hagan las conexiones pertinentes con todos los departamen­tos del país, quiero permiso para reclutar agentes de uniforme pa­ra el trabajo sucio y autoridad para exigirles dedicación sin límite. Quiero una difusión del caso a gran escala; tengo la impresión de que ese animal está a punto de explotar y quiero presionarle un poquito. Quiero…

Gaffaney alzó ambas manos para interrumpirle:

—¿Tiene pruebas reales? —preguntó—. ¿Tiene testigos, alguna anotación de detectives del departamento de Los Ángeles o de cual­quier otro que preste credibilidad a su teoría de asesinato en masa?

—No —respondió Lloyd.

—¿Hay algún otro oficial dentro del departamento que corrobo­re su hipótesis?

—No.

—¿En otros departamentos?

—No.

Gaffaney asestó un golpe sobre la mesa con las palmas de las manos y volvió a acariciar su aguja de solapa.

—No. No voy a confiar en usted hasta ese punto. Es un asunto demasiado viejo, demasiado vago y costoso y potencialmente de­masiado comprometedor para el departamento. Creo en usted co­mo buen detective, con un récord inmejorable…

—¡Con el mejor jodido récord de arrestos del departamento! —gritó Lloyd.

Gaffaney gritó:

—¡Creo en su récord, pero no creo en usted! ¡No es más que un mujeriego empedernido, y se ha trastornado con ese asunto de mujeres asesinadas! —Bajando el tono de su voz, añadió—: Si real­mente cree en Dios, pídale que le ayude en su vida personal. Dios responderá a sus plegarias y no se verá tan perturbado por cosas que se escapan a su control. Mire de qué modo está temblando. Olvídese de esto, Hopkins. Dedique más tiempo a su familia; se­guro que lo apreciarán.

Lloyd se puso en pie, tembloroso, y se encaminó hacia la puer­ta. Su visión periférica se hacía borrosa y rojiza. Se giró para mi­rar a Gaffaney, que le sonrió y le dijo:

—Si acude a los medios de comunicación, le crucificaré. Tendrá que volver a ponerse el uniforme y patrullar la calle.

Lloyd le devolvió la sonrisa y sintió que una corriente de bravu­ra y serenidad recorría su cuerpo.

—Voy a coger a ese animal, y voy a hacer que se trague sus palabras —dijo.

Lloyd introdujo las dieciséis carpetas en el maletero de su coche y se dirigió a la comisaría de Hollywood con la esperanza de pi­llar al Holandés Peltz antes de que terminara su jornada de servi­cio. Tuvo suerte. Encontró al Holandés en los vestuarios de ofi­ciales, abrochándose su chaqueta de civil y mirándose abstraída­mente en un espejo de pared.

Lloyd se acercó y se aclaró la garganta. Sin apartar la mirada del espejo, el Holandés le dijo:

—Me ha llamado Fred Gaffaney. Me dijo que se imaginaba que vendrías a verme. Te salvé el pellejo. Quería hacerte vigilar por uno de estos fanáticos religiosos y yo le dije que no lo hiciera. Como me debe un favor, accedió. Eres un sargento, Lloyd. Lo que significa que sólo puedes actuar como un capullo con los sar­gentos y los de abajo. Tenientes y más arriba están verboten. ¿Com­prendes, cerebro?

El Holandés se giró y Lloyd vio que su mirada abstraída estaba cristalizada por el miedo.

—¿Gaffaney te lo ha contado todo? —le preguntó.

El Holandés asintió.

—¿Cómo puedes estar seguro?

—Completamente.

—¿Dieciséis mujeres?

—Por lo menos.

—¿Qué piensas hacer?

—Hacerle aparecer de algún modo. Probablemente lo haga yo mismo. El departamento nunca autorizará una investigación por­que quedarían como unos ineptos. Fui un estúpido al acudir a Gaf­faney en primer lugar. Si paso por encima de él y meto la pata, me sacará del caso Niemeyer y me asignará alguna mierda de caso de robo. ¿Sabes lo que siento, Holandés?

El Holandés contempló a su gigantesco genio mentor y volvió el rostro al sentir que sus ojos se inundaban de lágrimas de orgullo.

—No, Lloyd.

—Siento como si estuviera hecho para este caso —dijo Lloyd, contemplando su propia imagen en el espejo—. Que no sabré lo que soy o puedo ser hasta que no agarre a ese bastardo y averigüe cómo ha sido capaz de destruir tanta inocencia.

El Holandés puso su mano sobre el hombro de Lloyd.

—Te ayudaré —le dijo—. No puedo proporcionarte ningún ofi­cial, pero te ayudaré en persona. Podemos… —El Holandés paró cuando vio que Lloyd no le escuchaba. Estaba traspuesto por la luz de sus propios ojos o por alguna distante visión de redención.

El Holandés retiró su mano. Lloyd se agitó, apartó la mano del espejo y dijo:

—Cuando llevaba dos años en el oficio, me asignaron a un ci­clo de conferencias para escuelas. Les contaba a los niños histo­rias picarescas de policías y les advertía contra las drogas y las demandas de extraños. Me gustaba el destino porque adoro a los niños. Un día, una profesora me habló de una niña de séptimo curso, que tenía doce años, y que hacía mamadas a cambio de un paquete de cigarrillos. La profesora me preguntó si querría ha­blar con ella.

»Un día la vi al salir de la escuela. Era una niña muy bonita. Aquel día tenía un ojo morado. Le pregunté cómo se lo había hecho, pero ella no quiso responder. Investigué su situación fami­liar. Era un caso típico: la madre era alcohólica y vivía del subsi­dio de paro, el padre estaba cada dos por tres en San Quintín. Sin dinero ni esperanzas, sin posibilidades. Pero a la niña le gus­taba leer. La llevé a una librería de la calle Western y se la pre­senté al propietario, al que le di cien pavos y le dije que la niña tenía todo aquel crédito en libros. Hice lo mismo en un estanco de la misma manzana. Cien pavos dan para muchos cigarrillos.

»La niña se sentía agradecida y quería complacerme. Me dijo que tenía el ojo morado porque había cortado con su aparato dental a un tipo al que se la estaba mamando. Luego me preguntó si yo quería que me la chupara. Le dije que no, por supuesto, y le suelto un gran sermón. Pero sigo viéndola. Vive en mi zona de ronda y la veo siempre, fumando todo el rato y con un libro bajo el brazo. Parece feliz. Un día me para mientras yo patrullo solo en el coche. Me dice: ‘Me gustas de verdad y quiero mamár­tela’ Yo le digo ‘No’ y ella se echa a llorar. No puedo soportarlo y le digo que estudie como un demonio para así poder contar sus propias historias.»

La voz de Lloyd enmudeció. Se enjuagó los labios y trató de recordar las conclusiones a las que quería llegar.

—¡Ah, sí! —dijo finalmente—. Me olvidé mencionar que la ni­ña tiene ahora veintisiete años y es licenciada en Literatura Ingle­sa. Va a tener una buena vida. Pero… por ahí anda este tipo que quiere matarla. Y a tus hijas y a las mías… y es muy débil…, pero no voy a consentirle que dañe a nadie más. Te lo juro. Lo juro.

Cuando vio que los pálidos ojos grises de Lloyd estaban empa­ñados de una tristeza que nunca sería capaz de expresar con pala­bras, le dijo:

—Atrápale.

—Lo haré —dijo Lloyd, y se dispuso a marcharse, sabedor de que su viejo amigo le había dado la absolución y carta blanca pa­ra lo que tuviese que hacer, para cualquier norma que tuviese que romper.