CAPÍTULO SEIS

Era la onceava vez que el poeta leía el manuscrito de principio a fin, su onceavo viaje al interior de la última pasión vergonzosa de su amada, y el tercero desde que su amor se hubo consumado.

Mientras volvía las páginas las manos le temblaban, y vio que tendría que volver al tercer capítulo, repulsivo y fascinante, a aque­llas palabras que le herían y le desgarraban, que le hacían sentir sus propios órganos y sus funciones, le producían hormigueos y le hacían sudar y reírse sin motivo.

El capítulo se titulaba «Hombres rectos fantasías Gay», y le hacía recordar sus primeros pasos en la poesía, aquellos tiem­pos en que no estaba tan obsesionado por la forma, cuando las estrofas no tenían por qué rimar, cuando confiaba en la unidad temática de su subconsciente; en aquel capítulo, su amada había obtenido muestras disparatadas de hombres normales que admi­tían cosas tales como «Me gustaría hacerlo por el culo una sola vez. Sólo hacerlo, sin pensar en las consecuencias, y luego ir a casa y hacer el amor con mi mujer y preguntarme si para ella era lo mismo», o «Ahora tengo treinta años, y durante diecisiete años me he tirado a todas las mujeres que me lo han permitido, y todavía no he logrado sentir aquella fabulosa excitación que creía sentiría. A veces me voy al bulevar de Santa Mónica y veo a los chaperos y me excito, y me pongo a pensar y a pensar, y… (aquí el entrevistado suspira con disgusto)… y entonces pienso que una mujer se servirá, o pienso en venir a estas fiestas, pero sin poder evitarlo vuelvo a pensar en Santa Mónica y en mi mujer y mis hijos, y entonces… ¡Oh, mierda!».

Cuando cerró el portafolios sintió aquellos flujos corporales que habían entrado a formar parte de su vida desde la consumación de su amor con Julia. Hacía dos semanas que ella había muerto, y los flujos persistían impertérritos a pesar del coraje que había mostrado al escribir su tributo anónimo grabado en su propia san­gre, impertérritos a pesar de su primer trance sexual desde…

Había leído el tercer capítulo junto al cuerpo de Julia, sabo­reando su proximidad, sintiendo deseo por la perfección de su cuer­po y de sus palabras. Los hombres a los que Julia había entrevis­tado eran tan estériles y poco honestos que le daban ganas de vo­mitar. Aun así… leyó una y otra vez las palabras del hombre que iba al bulevar de Santa Mónica, apartando la vista sólo para mi­rar cómo Julia se balanceaba desde la viga. Era más suya que nin­guna de las demás veintiuna amadas, más incluso que Linda, que le había conmovido tanto. Julia le había dado palabras que se que­darían con él, presentes de amor tangibles que crecerían en su in­terior. Aun así… el bulevar de Santa Mónica… el pobre infeliz, tan afectado por la moral social que no podía…

Entró en la sala de estar y cogió Furor en el vientre. Una poeti­sa lesbiana escribía sobre la «conjunción de húmedos pliegues». Su mente se vio invadida de visiones de torsos musculosos, anchos hombros y caderas estrechas y prietas que Julia le había regalado, y que le decían que buscara una unión ulterior con ella mostrando el valor que aquel infeliz cobarde no había sido capaz. Sintió una frustración interior y buscó palabras desesperadamente. Trató de dibujar anagramas con los nombres de Julia y Kathy, de cinco palabras cada uno, pero no funcióno. Julia exigía más que las otras. Regresó al dormitorio para contemplar el cadáver por última vez. Volvió a tener visiones de hombres jóvenes en posturas provocati­vas, y decidió obedecer. Tomó su coche y se fue hasta el bulevar de Santa Mónica.

A unas pocas manzanas al oeste de LaBrea, los encontró, apos­tados frente a los bares y los sex-shops, sus siluetas recortándose contra las luces de neón que les otorgaban la incitación adicional de un halo, de un aura. Le cruzó la mente la idea de buscar una determinada imagen o cuerpo, pero enseguida la apartó de sus pen­samientos. Aquello le daría tiempo para echarse hacia atrás, y que­ría impresionar a Julia con incuestionable obediencia.

Paró el coche junto al bordillo, y bajó la ventanilla para hacer señas a un joven que estaba apoyado en un quiosco de prensa, sacando cadera.

El joven se encaminó hacia el coche y se apoyó en la abertura de la ventanilla.

—Son treinta pavos. Sólo francés. Lo tomas o lo dejas —dijo, recibiendo como respuesta una señal de que entrara.

Fueron hasta una esquina y aparcaron. El poeta tensó su cuer­po hasta que pensó que la fuerza de sus músculos le ahogaría, entonces susurró «Kathy» y dejó que el muchacho le desabrochara los pantalones y apretara su cabeza contra su regazo. Continuaron sus contracciones hasta que explotó y vio colores mientras se co­rría. Le lanzó un puñado de billetes al muchacho y desapareció por la puerta. Todavía seguía viendo colores, y los siguió viendo durante el camino de vuelta a casa y en sus inquietos aunque ma­ravillosos sueños de aquella noche.

Su ritual de posconsumación de mandar flores tuvo lugar a la mañana siguiente. Mientras salía de la floristería, se dio cuenta de que no sentía su habitual sentimiento de despedida. Se pasó la tarde revelando un negativo y pensando en las tareas que haría la semana siguiente, y en cómo Julia interpretaría sus quehaceres diarios como un suplicio de horrible aburrimiento.

Sin poder pegar ojo en toda la noche, releyó otra vez el manus­crito, y volvió a ver los colores y a sentir el peso de la cabeza del muchacho. Entonces empezó el terror. Sentía cuerpos extraños dentro de su propio cuerpo, pequeños melanomas y carcinomas que se movían audiblemente por su flujo sanguíneo. Julia le pedía más. Exigía un tributo escrito, palabras que igualaran a las suyas. Se cortó una arteria del brazo derecho con una cuchilla y se apre­tó el corte hasta que soltó sangre suficiente para llenar el fondo de una cubeta de revelado pequeña. Después de cauterizar la heri­da tomó una pluma de escribir y un regla y grabó meticulosamen­te su tributo. Aquella noche durmió bien.

Por la mañana maridó la carta al distrito postal que había en la primera página del manuscrito de Julia. Su sentimiento de norma­lidad se reafirmó. Pero al caer la noche volvió a sentir terror. Vol­vía a sentir los carciomas en su interior. Empezaron a caérsele co­sas de las manos y vio otra vez los colores, aún más vividos. La fantasmagoría del bulevar de Santa Mónica centelleaba ante sus ojos. Sabía que tenía que hacer algo o de lo contrario se volvería loco.

Durante las dos semanas que siguieron a la muerte de Julia, el poeta poseyó el manuscrito. Empezó a mirarlo como un talismán de maldad. El tercer capítulo era particularmente maléfico, hostil al autocontrol que había sido hasta entonces la característica de su vida. Limpió las palabras incineradas con agua del grifo y sin­tió que le invadía un nuevo propósito. Había un solo modo de borrar todos los recuerdos de su veintidosava amante.

Tenía que encontrar otra mujer.